Borgman (2013) es una de las películas europeas más sorprendentes de lo que va del Siglo XXI y una de las pocas joyas recientes que sin duda merecen ser rescatadas, algo así como un thriller psicológico con ecos muy fuertes de comedia negra surrealista que combina en primera instancia el folklore alemán, principalmente el vinculado a una figura de naturaleza demoníaca denominada “alp” capaz de cambiar de forma y ejercer un control férreo sobre los sueños y las pesadillas de las mujeres que caen bajo su hechizo, en segundo lugar las referencias a la figura de Grigori Rasputín (1869-1916), aquel místico y sanador brujo que ejerció una enorme influencia durante el período final de la Dinastía Románov de los zares rusos y en cierta medida ayudó a precipitar la Revolución de 1917 y el ascenso posterior del comunismo, y finalmente la estructura narrativa y alegórica de Teorema (1968), clásico anticlerical de Pier Paolo Pasolini en el que se satirizaba de manera bien sutil la llegada de Jesucristo a través de la historia de un hombre misterioso (Terence Stamp) que modificaba el devenir de una parentela privilegiada en función de una seducción que los llevaba a someterse a su etérea voluntad al punto de la dependencia lisa y llana. El talentoso director y guionista holandés Alex van Warmerdam ya acumulaba una amplia experiencia teatral y cinematográfica previa en lo que respecta al análisis humorístico y medio freak de la sociedad neerlandesa cuando llegó el momento de un hiper merecido reconocimiento internacional gracias al presente film, algo que puede percibirse en el excelente manejo de un suspenso de cadencia malsana, los chispazos irónicos recurrentes, una frialdad retórica todo terreno y en especial esa creatividad en verdad maravillosa que colma al relato de pequeños detalles fascinantes tendientes a abrir la puerta a un asombro y un brío constantes.
Un grupo de tres hombres armados -encabezados por un sacerdote (Pierre Bokma)- atacan el refugio subterráneo de un mendigo, Anton Breskens (Jan Bijvoet), quien logra escapar por un túnel secreto lanzando una granada de gas y alerta a otros dos vagabundos que viven en iguales condiciones en un bosque remoto, Pascal (Tom Dewispelaere) y Ludwig (el propio Alex van Warmerdam). El susodicho camina hasta un vecindario de casas de la alta burguesía, donde le pide infructuosamente a una mujer (Ria Eimers) que le permita darse un baño porque está muy sucio. A posteriori arriba a un “hogar de diseño” perteneciente a un ejecutivo de una productora de contenidos para televisión, Richard (Jeroen Perceval), afirmando que conoce a la esposa del hombre, una tal María que trabajó como enfermera en un hospital y que supo cuidarlo durante tres meses, algo que no tiene mucho que ver con la mujer real, Marina (Hadewych Minis), progenitora de tres niños pequeños, Isolde (Elve Lijbaart), Rebecca (Dirkje van der Pijl) y Leo (Pieter-Bas de Waard), asimismo al cuidado de una joven niñera, Stine (Sara Hjort Ditlevsen). Por la insistencia de Anton con invocar a su esposa, Richard lo muele a palos y da por terminado el asunto, sin embargo la fémina se apiada del señor y decide ayudarlo dándole de comer, ofreciéndole una bañera y dejándolo dormir por una noche en una construcción externa con respecto a la casa principal, planteo que se extiende en el tiempo porque el hombre va ejerciendo una sugestión paulatina sobre Marina basada en la buena relación que mantiene con los purretes, la excitante peligrosidad de todo el asunto -su marido podría enterarse- y una destreza muy particular de Breskens, el cual se monta desnudo sobre la mujer dormida durante las noches y le provoca pesadillas en las que su esposo la golpea con ferocidad o le arranca pedazos de su carne con un cutter.
Mientras Marina trata de dar rienda suelta a su ridícula vocación de pintora posmoderna con brochazos a lo bestia sobre el lienzo de turno, Pascal y Ludwig se aparecen en la residencia metamorfoseados en galgos y Anton atiende a una Isolde que no se siente bien y es ninguneada tanto por Richard, siempre consumido por su trabajo, como por Stine, quien suele volver tarde de ver a su novio soldado, Arthur Stornebrink (Mike Weerts). Un día el protagonista amaga con irse por estar cansado de andar a las escondidas por el lugar y convence a la mujer de ingresar al círculo familiar a la vista de todos ocupando el rol del jardinero (Gene Bervoets), por ello Breskens le dispara un dardo envenenado con una cerbatana al hombre y luego se ofrece a llevarlo a su hogar para encontrarse con su esposa (Ariane Schluter), donde llega una supuesta toxicóloga recomendada por Anton, la Doctora Kaper, que en realidad es su cómplice y se llama Brenda (Annet Malherbe, pareja de siempre del director), todo para terminar de matarlo con una dosis adicional de veneno y hasta cargándose a la testigo mediante estrangulamiento cortesía de una segunda secuaz, la adusta Ilonka (Eva van de Wijdeven). Luego de meter las cabezas de los dos cadáveres en cemento y de arrojarlos en un lago, el otrora vagabundo se presenta afeitado y arreglado en el domicilio de los burgueses como el jardinero Camiel Borgman y es contratado por un Richard que no se percata de la farsa, la cual incluyó pagarles a otros “candidatos” -un árabe y un negro- aprovechando el racismo y xenofobia del padre de familia. El hombre se instala de manera permanente en la casa prometiendo reformar por completo el jardín con la ayuda de sus dos asistentes, Ludwig y Pascal, lo que genera que el hilarante y tenebroso control de los recién llegados sobre los dueños de la mansión se acreciente todavía más.
Rebosante de un simbolismo esotérico y de interrogantes de variada índole que no tienen respuestas obvias o simples, el film juega con el parasitismo diabólico y la recolección de almas de un modo muy meticuloso y dedicado sirviéndose del interés que despierta en Breskens los tres niños y la babysitter, por ello el protagonista opta por hacer que Ludwig los marque a todos en su espalda mediante enigmáticas cirugías/ cicatrices y hasta le estampa una cruz a Richard en tanto cabeza del clan y destinado a ser faenado cuanto antes, para colmo con el beneplácito de una Marina cada vez más atraída sexualmente hacia el rebautizado Borgman, gran catalizador de este muestrario de situaciones y conductas en torno a los siete pecados capitales y al dominio que se puede llegar a tener sobre terceros jalando de determinadas cuerdas como un titiritero experto del averno. Precisamente, el ardid maquiavélico de sembrar encono en el seno de la parentela para después mover las piezas a gusto calza a la perfección con la metamorfosis de Anton en Camiel, cual lobo con piel de cordero que pasa de la humildad y las “buenas intenciones” de la primera parte del metraje a la soberbia y la frialdad de la segunda mitad en consonancia con la cristalización de su poder vía una amalgama de lo metafísico impenetrable y la manipulación asesina más burda -y en ocasiones hasta implícitamente absurda y por consiguiente realista- por parte de un mesías invertido que estigmatiza a sus víctimas, acusa de individualista y aburrido a Jesucristo y se planta frente a los niños como un salvador digno de las fábulas de antaño, de hecho colocándose en los cuentos que les regala a los mocosos en el papel de un tal Antonius, el lisiado, quien está llamado a rescatar a una “niña blanca” de las fauces de un monstruo que vive en lo profundo de un lago y custodia esa “llave dorada de la felicidad”.
La familia de clase alta, por el otro lado, tampoco es un paraíso porque al temperamento violento de Richard y su codicia, esa que termina haciéndolo perder su trabajo al pretender quedarse con la empresa de turno en su conjunto, se suma el conservadurismo y la banalidad complaciente de una Marina a la que tampoco le interesa demasiado velar por sus hijos debido a que para eso está Stine, la cual por cierto cae enamorada de Pascal y se aleja de Arthur justo como le ocurre a Marina en relación a Camiel y a los purretes para con el colectivo de extraños, algo representado en una Isolde que también derrapa hacia impulsos homicidas condicionados al rematar con un bloque de cemento símil baldosa a un tonto circunstancial que deseaba postularse para el puesto de jardinero. Justo en la tradición del alp del folklore alemán, el tremendo Rasputín y aquel sensual visitante del opus de Pasolini, Borgman les ofrece una revolución espiritual/ hogareña/ ideológica a los miembros del clan demostrándoles en simultáneo cuán vacías están sus vidas y con qué facilidad las pueden perder en un santiamén apelando a sus frustraciones, lo que significa no tanto destruir las riquezas materiales y humanas acumuladas sino simplemente darles otro uso, uno también misterioso que jamás se aclara dejando el tópico a consideración del espectador en el desenlace con el alejamiento del protagonista, su equipo de cómplices y los “trofeos” -léase los mocosos y Stine- hacia un destino bien ignoto en el bosque, algo así como un devenir circular sarcástico que los ve regresando victoriosos al lugar de donde fueron expulsados en un inicio por la perversa institución religiosa y sus cofrades laicos. Amparado en un naturalismo sutilmente trastocado, en una fotografía muy austera pero dinámica de Tom Erisman y en un gran desempeño de Bijvoet y del resto del elenco, el realizador construye una obra alucinada que reflexiona acerca de la necesidad de equiparar las cosas entre los menesterosos y la oligarquía dirigente e incluso se permite bromear con el sustrato mágico desde lo metadiscursivo a través de esa secuencia en la que el personaje de Minis confunde a Camiel con un galgo que se aparece en la propiedad y resulta ser el perro de Ludwig…
Borgman (Países Bajos/ Bélgica/ Dinamarca, 2013)
Dirección y Guión: Alex van Warmerdam. Elenco: Jan Bijvoet, Hadewych Minis, Jeroen Perceval, Alex van Warmerdam, Tom Dewispelaere, Sara Hjort Ditlevsen, Elve Lijbaart, Eva van de Wijdeven, Annet Malherbe, Gene Bervoets. Producción: Marc van Warmerdam. Duración: 113 minutos.