El Vagabundo (The Vagrant)

Despliegue de paranoia ordinaria

Por Emiliano Fernández

El Vagabundo (The Vagrant, 1992) es una de esas comedias negras que superan por mucho lo que podría inferirse de la mera descripción pormenorizada de su premisa de cabecera, en este caso centrada en la calamitosa destrucción de la vida de un yuppie a manos de un pordiosero que puede estar aterrorizándolo con insistencia o no, incertidumbre que surge del generoso nivel de histeria y delirios varios escalonados del señor: esta segunda y última película como realizador del querido Chris Walas, luego de La Mosca II (The Fly II, 1989) y de haberse desempañado como encargado de efectos especiales en films como Piraña (Piranha, 1978), Monstruos del Abismo (Humanoids from the Deep, 1980), El Verdugo de Dragones (Dragonslayer, 1981), El Regreso del Jedi (Return of the Jedi, 1983), Gremlins (1984), Enemigo Mío (Enemy Mine, 1985), La Mosca (The Fly, 1986), House II (House II: The Second Story, 1987), Aracnofobia (Arachnophobia, 1990) y Almuerzo Desnudo (Naked Lunch, 1991), entre otros, funciona como un ejemplo perfecto de parodia social tendiente a sopesar las pesadillas de la clase media de aquellas décadas del 80 y 90, cuando los yuppies aún soñaban con su inmunidad con respecto a un desempleo que es cada día más masivo y angustiante en el Siglo XXI y cuando comenzaron a fetichizar su capacidad de aislarse del resto de la comunidad para “hacer como que no existen” los pobres, los marginados y demás subproductos del capitalismo hambreador y concentrado de siempre, ese al que tanto gustaban servir de la misma forma en que los esclavos sonrientes contemporáneos -los ejecutivos multirubro y CEOs de voluntad mercenaria- se lanzan a cualquier arena con tal de defender a la empresa que les tira más o menos migajas de sus ganancias hasta que un buen día ellos mismos quedan en la calle, momento en que les “crece” la conciencia social.

 

El protagonista es Graham Krakowski (el gran Bill Paxton), un ejecutivo financiero bien autoindulgente de una firma encabezada por el sádico y egoísta Señor Feemster (Stuart Pankin), quien viene amagando desde hace tiempo con darle un ascenso a un hombre que necesita una mayor entrada de dinero para estar más tranquilo a escala económica ya que acaba de adquirir una casa refaccionada en una zona lindante al centro de la ciudad -el paraíso de las oficinas de la oligarquía empresaria- vía una compra con hipoteca. Si bien su amigo de toda la vida, Chuck (Marc McClure), le señala lo arriesgado de la movida en general, Krakowski lleva las cuentas de sus gastos al dedillo y considera que nada puede salir mal, por supuesto hasta que aparece ese vagabundo roñoso, un poco tétrico, con un ojo atrofiado, algo chueco y siempre arrastrando un carrito con sus cosas (el irreconocible y genial Marshall Bell), un menesteroso adepto a dormir en un baldío cercano que primero se sorprende cuando Graham cambia la cerradura de la puerta de atrás, lo que le impide ingresar a la residencia para asearse un poco, y a posteriori se enfurece cuando el susodicho lo hace arrestar por la policía por supuestamente “orinar en público”, todo con la risible confirmación de una vecina veterana bastante sorda, la Señora Howler (Mildred Brion). El acoso del linyera sobre el burgués, el cual incluye la recurrente intromisión en su hogar y el cambio de lugar y destrucción de un montón de objetos e implementos, se combina con la mega paranoia del propio acosado, el cual pasa a tener pesadillas y alucinaciones cada vez más patéticas a medida que los distintos personajes a su alrededor optan por no creerle, como Chuck, su novia Edie Roberts (Mitzi Kapture) y el policía encargado de investigar el asunto, el caracúlico y cínico Teniente Ralf Barfuss (Belcebú bendiga a Michael Ironside).

 

Lo mejor del guión de Richard Jefferies -aquel de Espantapájaros (Scarecrows, 1988)- y de la ejecución concreta de Walas está condensado en la ciclotimia sutilmente controlada del tono narrativo, arrancando de hecho como una sátira social en torno a las miserias y sueños húmedos de los ejecutivos lambiscones de la gerencia, continuando con el clásico planteo hitchcockiano del falso culpable en consonancia con la jugada del vagabundo de tratar de endilgarle los asesinatos de la Señora Howler, a la que le corta todos los dedos de las dos manos, y de Judy Dansig (Colleen Camp), una agente inmobiliaria ninfómana que se acuesta con Krakowski y así termina descuartizada y con sus pies, manos y cabeza en la heladera del señor, y finalizando con un último acto de impronta casi surrealista enmarcado en el juicio contra el protagonista, una rauda declaración de inocencia -sólo porque su progenitora (Katherine Gosney) se muere en el estrado de un ataque cardíaco- y su huída del mendigo del averno en pos de reconstruir su vida, lo que efectivamente trata de hacer trabajando como administrador de un parque de casas rodantes propiedad de un negro ciego apodado X-Rays (Teddy Wilson). Este sustrato entre lo serio, lo absurdo y lo bufonesco mantiene en vilo al espectador porque compensa esas fórmulas narrativas que todos conocemos a través de una osadía y un júbilo poco habituales en el cine norteamericano de las últimas décadas, aquí incluso consiguiendo armonizar el thriller de invasión de hogar con las ironías del humor negro y hasta el implacable descenso hacia la locura por parte de un personaje mediocre que pasa de una supuesta perfección a encontrarse en una situación no sólo imprevista sino ultra terrorífica desde su punto de vista, cercana precisamente a esa ruina financiera que tanto teme y que aquí está representada en el “ir y venir” del homeless.

 

Como si se tratase de un capítulo de la por entonces en boga Cuentos de la Cripta (Tales from the Crypt, 1989-1996) dispuesto a burlarse de la frialdad abúlica y estúpida del Estado y las fuerzas de represión, las estratagemas maquiavélicas del empresariado actual y el mismo asco e hipócrita animadversión de las pequeña, media y alta burguesías hacia las clases sociales populares, El Vagabundo mezcla la comedia y el horror en dosis justas y sin pretensión de abrir nuevas comarcas en ambas vertientes, prefiriendo en cambio humildemente construir un entretenido y sagaz retrato de las miserias del ser humano y sus instituciones: en este sentido, el descubrimiento en el desenlace de que el menesteroso de turno se llama Stanley Memmelreich, un ex psiquiatra paradójicamente desquiciado que fue expulsado de la universidad donde enseñaba por sus controvertidas teorías, entre otras cosillas, permite explicitar en boca del personaje de Bell la línea ideológica del film en su conjunto, subrayando que el martirio de Krakowski forma parte de un gran experimento que ayuda a probar que los burgueses adoran hacer lo que se les dice, caretear públicamente todo lo que pueden y en suma amoldarse a cuanta jerarquía encuentren en esa mugrosa pirámide social que garantiza la inequidad del día a día, por ello mismo frente a los lúcidos ojos del chiflado Graham pasa de ser un “pequeño y aburrido neurótico con amigos aburridos, un trabajo aburrido, ropa aburrida y una puta aburrida de novia” a pensar por sí mismo, construir su propia vida y hasta resultar mínimamente interesante como persona. Aquí el despliegue de paranoia ordinaria, ayudada por supuesto por ese “empujoncito” de un psicópata de lo más servicial, muta en verdadera autonomía existencial al romperse la burbuja del capitalismo más lelo, el de los placebos psicológicos y el consumo suntuario…

 

El Vagabundo (The Vagrant, Estados Unidos/ Francia, 1992)

Dirección: Chris Walas. Guión: Richard Jefferies. Elenco: Bill Paxton, Marshall Bell, Michael Ironside, Mitzi Kapture, Colleen Camp, Marc McClure, Stuart Pankin, Teddy Wilson, Mildred Brion, Katherine Gosney. Producción: Mel Brooks, Randy Auerbach y Gillian Richardson. Duración: 91 minutos.

Puntaje: 8