Los admiradores históricos del cine de David Cronenberg se corresponden a las dos etapas de la trayectoria del legendario cineasta canadiense: por un lado tenemos a aquellos que destacan la primera fase de su carrera y todo aquel body horror que analizaba desde una suerte de microfísica del poder las implicancias sociopolíticas en lo que atañe al control y la manipulación de los cuerpos y las mentes de los sujetos por parte de distintas facciones que defienden sus intereses dentro de una dinámica definitivamente de impronta bélica que por lo general abarcaba a un representante individual o una facción revolucionaria en plena disputa contra un conglomerado capitalista privado y/ o estatal que desea prevalecer cueste lo que cueste, fase que incluye a films como Stereo (1969), Crímenes del Futuro (Crimes of the Future, 1970), Escalofríos (Shivers, 1975), Rabia (Rabid, 1977), Cromosoma 3 (The Brood, 1979), Scanners (1981), Cuerpos Invadidos (Videodrome, 1983) y La Zona Muerta (The Dead Zone, 1983), y en segundo lugar se ubican aquellos fanáticos que celebran con verdadero éxtasis el período posterior y en cierto sentido más polémico del señor, en el que mantuvo la faceta ideológica de izquierda radical de antaño aunque desprendiéndose en buena medida de los engranajes del terror más hardcore y revulsivo para abrazar en cambio un cine más “artístico” que responde a los parámetros tradicionales de lo culto enrevesado internacional tendiente a ya no dejarse englobar tan fácilmente en tal o cual casillero del mainstream o hasta de ese indie apesadumbrado que pulula en el circuito de festivales de cine Clase A, una andanada de trabajos igualmente contraculturales y despampanantes que incluye a Pacto de Amor (Dead Ringers, 1988), Almuerzo Desnudo (Naked Lunch, 1991), M. Butterfly (1993), Crash (1996), eXistenZ (1999), Spider (2002), Una Historia Violenta (A History of Violence, 2005), Promesas del Este (Eastern Promises, 2007), Un Método Peligroso (A Dangerous Method, 2011), Cosmópolis (2012) y Polvo de Estrellas (Maps to the Stars, 2014), surtido que no tiene nada que envidiar al de los años mozos del realizador.
Ahora bien, en el medio de semejante carrera encontramos una película como La Mosca (The Fly, 1986), un trabajo que casi todo el mundo -y en especial los representantes de esos dos bandos que señalábamos- considera la gran obra maestra de Cronenberg, tanto por los méritos del film en cuestión como por su condición de insólita anomalía dentro del devenir profesional del susodicho, capaz de ofrecer un terreno simbólico “neutral” en el que las posiciones opuestas se unifican sin tanto resentimiento recíproco: esta paradójica epopeya de alcoba es sin duda un encargo del sector más comercial de Hollywood, lo que se deduce de la distribuidora de turno, 20th Century Fox, y del hecho de que hablamos de una remake, específicamente de la película homónima de 1958 dirigida por Kurt Neumann y escrita por James Clavell a partir de un cuento corto de George Langelaan publicado por primera vez en 1957 en la revista Playboy, a lo que para colmo se suma la intervención sutilmente disruptiva del taquillero Mel Brooks en su rol de productor, quien ya había experimentado en este apartado en faenas ajenas de la mano de propuestas muy heterogéneas como El Hombre Elefante (The Elephant Man, 1980), Mi Año Favorito (My Favorite Year, 1982), Frances (1982), Soy o no soy (To Be or Not to Be, 1983) y El Doctor y los Diablos (The Doctor and the Devils, 1985). Ayudado por colaboradores talentosísimos en la línea del compositor Howard Shore, el encargado de efectos especiales Chris Walas y el especialista en maquillaje Stephan Dupuis, aquí el director y guionista no sólo consigue hacer propio un proyecto mainstream con todas las letras sino que incluso logra brillar mediante una de las obras más coherentes y poderosas de toda su producción artística, a la vez manteniéndose fiel a su ideario de barricada alrededor de la degradación corporal y psicológica vía una técnica que nunca es inocente en términos políticos y respetando al film y al cuento de base, aquellos que supieron aunar el horror gótico y la ciencia ficción para centrarse en los peligros de toda investigación y en el surgimiento de accidentes espantosos y bien súbitos.
Quizás la jugada retórica más interesante del guión de Cronenberg y Charles Edward Pogue sea la de presentarnos con meticulosidad y en paralelo el invento revolucionario central, un sistema de teletransportación de objetos y seres vivos entre dos cabinas denominadas “telepods”, y una dialéctica romántica vía esa estructura de triángulo amoroso de impronta melodramática entre el científico freak artífice del asunto, el Doctor Seth Brundle (Jeff Goldblum), una bella periodista que conoce en un evento, Verónica Quaife (Geena Davis), y el ex hiper posesivo de la mujer, Stathis Borans (John Getz), nada menos que su jefe y el editor de la revista del rubro para la cual ella escribe, Particle. El hombre ilumina a la señorita sobre su proyecto, el financiamiento por parte de Industrias de Ciencias Bartok, su éxito en el campo de los objetos y los problemas que está teniendo para teletransportar vida, circunstancia que despierta en ella unas ganas locas de escribir y publicar todo cuanto antes que Brundle neutraliza prometiéndole la historia en su conjunto a cambio de que no haga público nada aún y sólo documente la investigación mediante un registro visual permanente que deriva en una relación entre ambos. Como Borans se pone un tanto cargoso y hasta amenaza con difundir el secreto de Seth, cortesía de una misma Verónica que se lo reveló, la mujer se ausenta una noche para solucionar el “temita” y así Brundle empieza a divagar entre celos y alcohol y termina teletransportándose a sí mismo después de dos experimentos con un par de babuinos, uno que desembocó en desastre mayúsculo con el mono “al revés” y el otro en éxito con el primate en apariencia sano. La tragedia azarosa y bien prosaica se reduce al ingreso en el telepod de entrada de una mosca doméstica que pasa a fusionarse a nivel genético molecular con el científico en el telepod de salida, complejizando y haciendo mucho más visceral lo que ocurría en el cuento y la película de la década del 50 ya que en esta oportunidad una transformación gradual de un único cuerpo reemplaza a aquellos dos seres de antaño, léase el hombre con cabeza de mosca y la mosca con cabeza de hombre.
Cronenberg, consciente de la reformulación de La Metamorfosis (Die Verwandlung, 1915), de Franz Kafka, y de Frankenstein o el Moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus, 1818), de Mary Shelley, utiliza al asco escalonado que genera la pobre criatura y a la fusión entre el creador y el hoy diminuto monstruo como elementos centrales del planteo narrativo, sin embargo -como decíamos con anterioridad- opta por no descuidar el sustrato anímico del relato y hasta por hacerlo el núcleo fundamental, debido a que la esperanza utópica que abre en un inicio la nueva técnica se condice con el nacimiento del cariño de la pareja protagónica, a posteriori la confirmación de que “algo” salió mal pasa a corresponderse con conductas soberbias y hasta agresivas del hombre hacia la mujer y con la búsqueda de otra fémina para copular y copular, Tawny (Joy Boushel), y finalmente la resignación del último acto viene homologada a una reconciliación tácita que se deriva del descubrimiento del embarazo de Quaife, su pretensión de abortar a un purrete posiblemente mutante y el ruego de Seth para que no mate a lo único que quedará de él cuando el cambio termine y la mosca prevalezca por sobre el ADN humano, todo entre pelos que le crecen de una herida en la espalda, marcas varias en su rostro cada día más visibles, unas uñas, orejas y dientes que se desprenden, muchos problemas para desplazarse cual bípedo normal, la aparición de protuberancias y eccemas grotescos en la piel y la utilización de un vómito de enzimas corrosivas para poder desintegrar e ingerir los alimentos. El canadiense va más allá a nivel conceptual porque incorpora primero cierta euforia típica de las drogas, sobre todo en lo que atañe a la sensación inicial de bienestar que experimenta un Brundle que disfruta de su flamante fuerza y de su destreza para “caminar” por paredes y techos, y segundo una sutil alegoría acerca del envejecimiento, las epidemias y las enfermedades terminales símil el cáncer, algo que surge de la destrucción corporal progresiva que desfila ante nuestros ojos y que en su época fue reducida a una parábola en torno al efecto devastador del SIDA.
Por supuesto que la locura es otro ingrediente muy importante que también obedece a este glorioso fetiche del film para con las fases del cambio paulatino: primero tenemos esa hipótesis -por demás errada- de Brundle de que su ardorosa vitalidad se debe a una acción purificante genética por parte del sistema de teletransportación, a posteriori va en aumento su obsesión con someter sí o sí a Verónica y luego a Tawny al mismo proceso, y ya en las postrimerías de la historia nos topamos con el hallazgo de que la única “cura” factible sería teletransportarse el científico junto a otro humano para anular el ADN del insecto, lo que en la enajenación total del desenlace o génesis de la criatura llamada con ironía Brundlemosca/ Brundlefly -cuando llega la redención de Borans gracias al acompañamiento en el aborto de una Quaife que termina secuestrada por el híbrido- de todos modos se pervierte a través de la quimera demencial de Seth de unión familiar horrorosa entre él, ella y ese bebé no nato en un solo organismo compuesto. El desempeño de Goldblum, Davis y Getz es muy bueno pero sinceramente mucho del impacto de la odisea recae en el mítico trabajo en maquillaje, prótesis y hasta algunos animatronics del equipo técnico encabezado por Dupuis y Walas, unos especialistas de las truculencias gore que aportan unas extraordinarias humanidad y materialidad -ya casi perdidas en los tiempos del CGI- a cada una de las múltiples etapas que atraviesa el doctor en esta lucha infructuosa contra una parte desconocida de sí mismo, sin duda hermanada a las pulsiones salvajes que no admiten la sumisión social consensuada ni tampoco hacen demasiadas distinciones éticas en cuanto al arte de autofagocitarse al punto de la destrucción (la internalización parasitaria de la política de La Mosca encuentra su contrapeso en los ataques anticorporativos de la inferior aunque muy digna secuela que dirigiría el propio Walas en 1989, centrada en la voracidad y la crueldad capitalistas de la corporación que financió durante seis años los experimentos, Bartok). Toda esta hermosa confusión identitaria, simbolizada en la famosa frase de Brundle “soy un insecto que soñó que era humano y le encantó, pero ahora el sueño terminó y el insecto ha despertado”, pone en evidencia la complejidad del esquema conceptual concebido por Cronenberg, uno de los pocos cineastas con un bagaje intelectual prominente que hasta se reserva sarcásticamente el papel del ginecólogo en la genial escena de la pesadilla de Verónica, cuando se imagina pariendo una larva gigante de mosca en un hospital. Entre el determinismo existencial, la necesidad de “cuidar” los detalles y la falta de imaginación de una informática atacada sin piedad y reducida a comandos de desintegración y reintegración que dependen de la perspicacia -o ausencia de ella- del mortal de turno, de allí precisamente extrayéndose la genialidad de Brundle y esa autoconfianza tan humana que lo lleva al descuido de base, la propuesta se impone como la obra definitiva sobre el devenir caótico celular y se destaca además por su muy inteligente análisis de la influencia de la técnica y la tecnología en la vida privada de los sujetos y por señalar cuán fácil resulta que todo se caiga a pedazos sin que en última instancia importen de verdad las formulaciones arrogantes que suelen lanzar los místicos y visionarios de las instituciones de cada día, hoy con un Seth que afirma haber corrido “el velo de la carne”, ingresado a una rama de conocimiento grandiosa e inédita y haber dejado atrás la superficialidad de la sociedad en cuanto a la apariencia de los bípedos, su lenguaje visual, el sexo y hasta el funcionamiento interno básico de los cuerpos, planteo mesiánico que genera uno de los remates más estrepitosamente mundanos y angustiantes de la historia del séptimo arte cuando ella se ve obligada a pegarle un tiro entre lágrimas a la masa amorfa que fue su pareja porque el asunto se salió de control una vez más y el creador terminó fusionado -literalmente- con su invención, léase un segmento del mismo telepod…
La Mosca (The Fly, Estados Unidos/ Canadá/ Reino Unido, 1986)
Dirección: David Cronenberg. Guión: David Cronenberg y Charles Edward Pogue. Elenco: Jeff Goldblum, Geena Davis, John Getz, Joy Boushel, Leslie Carlson, George Chuvalo, Michael Copeman, David Cronenberg, Carol Lazare, Shawn Hewitt. Producción: Mel Brooks y Stuart Cornfeld. Duración: 96 minutos.