El Perfecto Asesino (Léon)

La ternura en las masacres

Por Emiliano Fernández

Cuando Luc Besson encara El Perfecto Asesino (Léon, 1994) venía de filmar una rareza total de ciencia ficción, su ópera prima El Último Combate (Le Dernier Combat, 1983), y tres películas seminales y preciosistas, Subway (1985), Azul Profundo (Le Grand Bleu, 1988) y Nikita (1990), que en su momento fueron englobadas dentro del rótulo Cinéma du Look, una categoría que incluía además los trabajos de Jean-Jacques Beineix y Leos Carax y que en esencia servía para describir la obsesión de dichos directores con el cuidado estético de la imagen, cierta liviandad conceptual, un romanticismo de impronta fatalista, los ataques contra la policía y la idea de una sociedad alternativa en la que primaban más las “familias” que uno construye/ elige de adulto -las amistades y afinidades semejantes- que los vínculos consanguíneos tradicionales. En el caso de Besson específicamente ya Nikita nos daba unas pistas muy claras de hacia dónde perfilaba la trayectoria del parisino, hablamos de una fastuosidad y una sencillez retórica que le deben tanto a los paradigmas narrativos hollywoodenses como al cine de acción de Hong Kong, la parafernalia visual de John Woo y en especial lo hecho por el señor en ocasión de la legendaria The Killer (Dip Huet Seung Hung, 1989), una influencia que se irá repitiendo a lo largo de la carrera del francés al igual que la costumbre de recurrir al ideario y los lenguajes en general de la publicidad, los videoclips y la fotografía prototípica del mundo de la moda. Más allá del obvio detalle de que el sicario del título interpretado por Jean Reno, el por entonces actor fetiche del realizador y guionista, es una extrapolación de “Víctor, el Limpiador” de Nikita, lo que se suele pasar por alto es que el opus que nos ocupa también ofrece una suerte de gloriosa reinterpretación sentimental de aquel film noir ultra cool y ultra gélido que Jean-Pierre Melville supo entregar en Le Samouraï (1967), una de sus obras maestras y otra alegoría sobre el carácter caníbal de las sociedades contemporáneas en la que otro asesino a sueldo perfeccionista, Jef Costello (Alain Delon), veía desmoronarse su mundo de a poco.

 

La premisa de la película en sí es diminuta, léase la venganza, y el núcleo lo constituyen los tres personajes principales: por un lado tenemos al Léon Montana de Reno, un homicida meticuloso y analfabeto que trabaja para un mafioso italiano llamado Tony (Danny Aiello) y gusta de beber leche, hacer sus ejercicios, ver musicales de antaño y cuidar su planta con gran dedicación, en segundo lugar está la vecina de 12 años del anterior, Mathilda Lando (Natalie Portman), una fumadora precoz que falta a las clases de su colegio para jóvenes problemáticas y que vive con un padre golpeador y narcotraficante (Michael Badalucco), una madrastra prostituta (Ellen Greene), una hermanastra adolescente y boba obsesionada con hacer gimnasia (Elizabeth Regen) y un pequeño hermano de apenas cuatro años (Carl J. Matusovich), y finalmente está el tremendo Norman Stansfield (Gary Oldman), un agente corrupto y bien psicópata de la DEA adepto a las anfetaminas, los trajes elegantes y la música clásica, siendo sus compositores preferidos Ludwig van Beethoven, Wolfgang Amadeus Mozart y Johannes Brahms. El padre de la nena suele guardarles cocaína en su departamento a los simpáticos oficiales de la ley, encabezados tanto por Stansfield como por su secuaz Malky (Peter Appel), y como los susodichos descubren que se robó el diez por ciento de un suculento cargamento le dan un ultimátum para que entregue la droga faltante, lo que deriva en la masacre de toda la parentela a excepción de una Mathilda que salió de compras y que a la vuelta esquiva el contingente de policías tocando el timbre de Léon, quien desobedece su instinto de no involucrarse y la deja entrar, salvándole en términos prácticos la vida. A partir de allí la propuesta sigue la relación entre la joven y el sicario vía la insistencia de ella en torno a que le enseñe a “limpiar” para poder vengarse por la muerte de su hermanito, el único miembro de su familia al que quería en serio porque no era un imbécil como el resto, con el hombre finalmente accediendo y entrenándola de manera paulatina y precisa como si se tratase de un pichón femenino de contratista mortal.

 

El éxito monumental de la película de Besson tiene varias explicaciones, a saber: gran parte de la estructura retórica obedece a la fanfarria operística (la excelente música de Éric Serra le agrega la pompa necesaria a una historia cuyo pivote excluyente es la simplicidad de emociones viscerales e instantáneas, por ello mismo la tragedia se extiende con tanta fuerza y abarca con maestría todo el arco anímico posible desde la animadversión, pasando por los instantes de relax, hasta la apoteosis y el desamparo existencial), las secuencias de acción son de una severidad en verdad maravillosa (este factor está fuertemente conectado con la paradoja de base del cine de Woo, en donde el realismo sucio en cuanto a las carnicerías se homologaba con una representación hiper estilizada a escala formal, redondeando la contradicción de embellecer desde la fotografía -y sobre todo la luminosidad- a las refriegas a través de cierta influencia lejana del mucho más brutal Sam Peckinpah), el desarrollo de personajes es muy bueno y caracterizado por una tensión multirubro gracias a actores de primer nivel (el ya veterano Oldman extrema los rasgos sádicos de Stansfield sin caer en la caricatura y el prodigioso Reno apuesta a un minimalismo interpretativo que calza perfecto con la garra ampulosa de la debutante Portman, ya dejando en claro desde el principio que sería una de las mejores actrices del Hollywood por venir), y finalmente no se puede dejar de mencionar la insólita apuesta en general por la perversión sexual de turno, léase el vínculo entre el adulto y la menor (pocos saben que la relación en pantalla se basa en la real del director con Maïwenn Le Besco, la que eventualmente se transformaría en la segunda esposa de Besson y una mujer con la que comenzó a salir cuando él tenía 31 años y ella 15, “detalle” hermanado al estupro que en la narración se convierte en una conexión platónica entre Mathilda y Léon a pesar del empecinamiento de la muchacha con consumar el amor mutuo de una buena vez, algo a lo que el hombre se niega no por estar en desacuerdo con el asunto sino porque abrazó la castidad permanente por una tragedia romántica de su pasado).

 

Precisamente el parisino, quien retomaría a futuro distintos ingredientes de El Perfecto Asesino en una infinidad de productos de acción de su factoría y en diversas y variopintas películas también dirigidas por él, como por ejemplo El Quinto Elemento (The Fifth Element, 1997), Juana de Arco (Joan of Arc, 1999), Angel-A (2005), Lucy (2014) y Anna (2019), aquí logra explicar el sustrato mayormente adusto de Léon mediante un sutil drama shakesperiano en off a lo Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, 1597), con amor incluido hacia una señorita de una clase social prominente y el asesinato posterior de la chica a cargo de su padre, provocando de inmediato que Léon se “desquite” del victimario y luego parta al exilio en Estados Unidos; a lo que se suma una muy astuta administración de las aparentes oposiciones conceptuales por un lado a nivel de ella y él, con la desesperación tácita y la orfandad/ soledad funcionando como elementos aglutinantes fundamentales en el binomio Mathilda/ Léon, y por otro lado a nivel del homicida a sueldo y esa querida planta que yace firme en una maceta, un planteo a priori algo ridículo pero que señala en espejo el carácter silencioso del protagonista, la ausencia de cuestionamientos morales y esa metáfora vinculada al nomadismo de su vida, sin poder echar raíces en ningún lugar -se pasa los días de departamento en departamento y de hotel en hotel- para no ser hallado por algún familiar, amigo, colega o pareja de las múltiples personas que se ha cargado a lo largo de su prolífica carrera (otra paradoja de fondo -aunque definitivamente mucho más solapada- pasa por la revelación en el último acto de la estrecha relación “comercial” entre Tony y el personaje de Oldman, dando a entender que de hecho Montana bien podría haber estado trabajando sin saberlo a nombre de su archienemigo, esquema que desde ya subraya cuán interconectados están los nodos del enclave de la corrupción pública/ privada y cómo las pasadas de factura, los aprietes y las negociaciones basadas en el chantaje son moneda corriente dentro de la fauna voraz capitalista y su proverbial corporativismo todo terreno).

 

Sin miedo a metamorfosear a las autoridades en representantes del maquiavelismo social más pútrido y a vincular a la familia biológica con una prisión de la que es necesario huir cuanto antes, la película coquetea con la pederastia desde un inusitado naturalismo incluso para una obra de cadencia europea como la presente, enfatizando además la pusilanimidad del mandamás del sicario, ese Tony que al final lo traiciona dándole su localización a Stansfield y desvirtuando la promesa que le había hecho en relación a entregarle todo su dinero a Mathilda, a quien le ofrece un billete de cien dólares y la manda de vuelta al colegio después de que Léon se suicidase matando en simultáneo al agente de la DEA: este es concretamente un rasgo muy poco común del cine de acción, el remarcar con tanta intensidad la explotación de la que son objeto los esbirros institucionales y hasta aquellos que desempeñándose en el sector privado -como Léon, desde ya- también sirven a intereses del corrupto bastión estatal (hasta se podría afirmar que el personaje de Aiello es aun más repugnante que su homólogo de Oldman porque se parece más a esa legión de burócratas espantosos, mitómanos y chupasangres que se pueden encontrar en prácticamente cualquier subdivisión de las corporaciones y/ o el atolladero público, en esta oportunidad extremando el planteo porque Tony se aprovecha del analfabetismo de Montana para fagocitar todos los pagos por sus asesinatos de la misma forma en que la basura bancaria y financiera se sirve de los bípedos prosaicos cual parásito mafioso de nunca acabar, algo así como la garantía última de su sumisión y docilidad vía una asfixia económica progresiva que resulta imperceptible ante ojos por demás ciegos). El Perfecto Asesino no sólo es la obra maestra indiscutible de Besson y uno de los policiales negros más apasionantes y mejor realizados de la historia del cine, sino también una propuesta que violenta de manera muy delicada una serie de tabúes del mainstream -pensemos en esta adopción implícita cercana al incesto, en los despreciables oficiales de la ley, en la configuración marxista de las clases sociales, en el retrato crudo de la pobreza, en la capacidad de extraer ternura de las matanzas, etc.- sin que se vea comprometida la integridad artística del convite ni se deje de señalar las patéticas mediocridad e ignorancia detrás del devenir cotidiano de la enorme mayoría de la población con respecto a los horrores que suceden a escasos metros de distancia, esos de los que ni se enteran o frente a los cuales prefieren mejor mirar hacia otro lado a pura abulia…

 

El Perfecto Asesino (Léon, Francia/ Estados Unidos, 1994)

Dirección y Guión: Luc Besson. Elenco: Jean Reno, Gary Oldman, Natalie Portman, Danny Aiello, Peter Appel, Michael Badalucco, Ellen Greene, Elizabeth Regen, Carl J. Matusovich, Don Creech. Producción: Luc Besson y Patrice Ledoux. Duración: 133 minutos.

Puntaje: 10