Gente como uno (Ordinary People)

Las derrotas cotidianas

Por Emiliano Fernández

En Hollywood en términos históricos jamás abundaron los dramas familiares de impronta desnuda bergmaniana ya que si hay algo en lo que el mainstream norteamericano le gusta caer cuando analiza la descomposición de una parentela -o cuando pretende ponerse “serio” bajo la excusa que sea- es en la manipulación emocional barata o la típica condescendencia símil manual de autoayuda para contentar a los imbéciles de los que está llena la crítica de cine y el público promedio internacional de la gran industria anglosajona. Ahora bien, pasan los años y Gente como uno (Ordinary People, 1980), el debut como director del hasta entonces solo actor Robert Redford, continúa siendo una de las anomalías más interesantes y recordadas dentro de este paupérrimo panorama general que va desde el Hollywood Clásico hasta nuestros días, un film diminuto, apacible y meditabundo que opta por una perspectiva narrativa gélida para retratar -precisamente- la frialdad lustrosa e impostada de una familia de la alta burguesía de Chicago, los Jarrett, en pleno proceso de autodestrucción luego de un accidente de velero que le costó la vida al hermano mayor del clan, Jordan alias “Buck” (Scott Doebler), lo que a su vez provocó por un lado un horrible intento de suicidio del hermano menor que lo acompañaba en alta mar en medio de la calamitosa tormenta de turno, Conrad (Timothy Hutton), quien se cortó las venas fruto del estrés postraumático y la culpa del sobreviviente, y por el otro lado una retahíla de disputas con -y entre- los dos progenitores, el padre abogado especializado en impuestos Calvin (Donald Sutherland) y la madre Beth (Mary Tyler Moore), todos lidiando de maneras distintas con la tragedia y con la potencialidad permanente de un nuevo intento de parte del atribulado Conrad de quitarse la vida, como consecuencia de la angustia de no poder regresar a un pasado juzgado ideal.

 

Sin duda estamos ante una de esas películas que más que una historia propiamente dicha lo que nos ofrecen es una pormenorizada descripción de personajes en pos de pintar un estado de cosas que permanece más o menos invariante a lo largo del metraje en su conjunto: la propuesta transcurre a posteriori de cuatro meses de internación del estudiante secundario en una clínica psiquiátrica, donde fue sometido a un cruel tratamiento de electroshocks, y luego de un mes y medio desde que fue dado de alta del lugar, ahora viviendo en la lujosa mansión familiar con una Beth que se muestra distante y plena de una indiferencia pasivo- agresiva bien hiriente, aparentemente culpándolo por el ahogamiento de Buck, y con un Calvin que se muestra muy comprensivo ante el muchacho porque se siente responsable por no haber podido anticiparse/ prever el intento de suicidio de su hoy único hijo después del accidente en cuestión; todo asimismo mientras Conrad se aleja de a poco de su mejor amigo, Joe (Fredric Lehne), porque le recuerda el vínculo estrecho que ambos tenían con Buck, se pelea con un bravucón y bocón del equipo de natación al que pertenece, Stillman (Adam Baldwin), comienza a perder interés por el nado y eso enfurece a su entrenador (M. Emmet Walsh), se decide a hablar con una bella compañera de colegio llamada Jeannine (Elizabeth McGovern) y en especial sigue el consejo de su padre en eso de empezar a ver a un psiquiatra de manera regular, el Doctor Tyrone C. Berger (Judd Hirsch), un matasanos bastante inusual que en vez de volcar la terapia hacia el objetivo del típico autocontrol con vistas a dar una imagen de normalidad frente a la comunidad prefiere que el adolescente aprenda a lidiar con sus problemas psicológicos, especialmente su culpa autoimpuesta e incapacidad de aceptar que su madre cambió para mal a partir de la desaparición de Buck.

 

El guión está basado en la novela homónima de 1976 de Judith Guest y fue escrito por Alvin Sargent, colaborador en aquellos años de gente de la talla de Robert Mulligan, Alan J. Pakula, John Frankenheimer, Sydney Pollack, Fred Zinnemann y Peter Bogdanovich, señor que le saca gran partido a nivel conceptual al fetiche de base de la trama con las dicotomías paradójicas/ irónicas/ agridulces: por ejemplo, Buck era en apariencia el más fuerte de los dos hermanos pero finalmente murió ahogado al no poder aferrarse al casco invertido del velero durante la tormenta, de la misma manera la amiga que Conrad hizo en el neuropsiquiátrico, Karen Aldrich (Dinah Manoff), parecía una persona alegre que había superado sus tendencias suicidas cuando se encuentran en un restaurant, ambos ya de alta, sin embargo es ella quien se quita la vida imprevistamente y no el muchacho, en suma una suerte de simulacro de perfección que esconde demonios internos que por supuesto también se extienden a los progenitores del protagonista, una Beth obsesionada con dar en público una estampa de “familia reluciente” que lejos está de la realidad y un Calvin que hace lo propio aunque en privado, en la residencia compartida, ambos negando la situación traumática irreversible en pos de recuperar algo de aquella normalidad hecha añicos (hasta la semi novia de Conrad, Jeannine, parece en un principio banal y/ o desubicada porque se ríe de unos chicos de la escuela que entran bulliciosos a una hamburguesería justo cuando el joven le estaba comentando acerca de su intento de suicidio y la depresión previa, no obstante luego demuestra perspicacia cuando le pide disculpas aclarando que el choque de lo “serio dramático” y lo “mundano tontuelo” le generó vergüenza y con ella vino la risa, bálsamo del que los Jarrett están muy alejados porque la asignación de culpas lo tapa todo).

 

Un mérito muy grande de Gente como uno, curiosamente casi siempre pasado por alto, es que el film consigue hacernos olvidar que estamos hablando de un clan de oligarcas de la burguesía empresarial o profesional de alto perfil, planteo que equivale a decir que los problemas que atraviesan estas personas son lo suficientemente genéricos o masivos como para que cualquier individuo pueda identificarse con ellos debido a que el catalizador de la historia, un accidente aleatorio como cualquier otro, y el desarrollo de sus corolarios, léase la desintegración familiar y la ayuda de terceros, no son per se propios de la clase alta o de sus privilegios, algo a lo que de hecho apunta el título original en inglés, “gente común”, enfatizando que estamos ante las diversas derrotas vinculares cotidianas, las miserias del azar, la excesiva autoconfianza del ser humano y los inconvenientes para admitir que las cosas ya no serán iguales, que otros tienen diferentes mecanismos para sobrellevar la desgracia y que nada ni nadie podrá modificar este flamante esquema de vida cual milagro que nos retrotraiga a la situación anterior, debiendo sí o sí acomodarse cada uno de los integrantes de la familia y su círculo cercano a esta reconfiguración existencial mutilada. Otro rasgo extraño del opus de Redford, más allá de su inusitado talento detrás de cámaras, ese que volvería a asomarse en ocasión de las injustamente olvidadas Nada es para Siempre (A River Runs Through It, 1992) y Quiz Show: El Dilema (Quiz Show, 1994), pasa por la jugada de lanzar los hipotéticos celos fraternales y sobre todo el clásico Complejo de Edipo por la ventana y asumir que a veces no hay mayores confrontaciones entre los hermanos y que la madre es la arpía máxima del grupo, por ello en el desenlace ella abandona el hogar luego de que Calvin por fin le dice en la cara que definitivamente perdió la capacidad de amar cuando falleció Buck, al que idolatraba como primer vástago, generando de sopetón una muy rara situación en el contexto de los dramas familiares reposados y lánguidos como el presente, que el retoño problemático y su padre terminen entendiéndose -ya desde la honestidad y las críticas constructivas- al margen de las hembras, su autovictimización y todo este entramado de culpas entrecruzadas. La psiquiatría, casi siempre retratada en pantalla como lo que es a rasgos generales en la realidad, una disciplina ridícula y sádica que se aboga de la nada la prerrogativa de dictaminar quién está cuerdo y quién no, aquí es hasta enaltecida tácitamente y sólo bajo la condición de que el médico de turno se interese en serio en el devenir del paciente al punto de transformarse en un amigo verdadero al que se pueda recurrir en momentos de crisis, justo como le sucede a un Conrad deseoso de regresar al suicidio a posteriori de enterarse del óbito de Karen, faena frenada a tiempo por un Berger que -a diferencia de tantos colegas, apenas autómatas burocratizados sin alma- sí está para socorrerlo y escucharlo. Los debutantes Hutton y McGovern están a la altura de la excelente actuación de los mucho más experimentados Sutherland, Moore y Hirsch, un elenco glorioso y francamente irrepetible al servicio de este admirable paneo por sobre el arte de las discusiones y pasadas de factura, los ardides de negación y utópica restauración identitaria, y finalmente esas debilidades y mentiras que van dejando paso a una aceptación que por tardía no resulta menos urgente, siempre necesaria para alcanzar una mínima paz…

 

Gente como uno (Ordinary People, Estados Unidos, 1980)

Dirección: Robert Redford. Guión: Alvin Sargent. Elenco: Donald Sutherland, Timothy Hutton, Mary Tyler Moore, Judd Hirsch, M. Emmet Walsh, Elizabeth McGovern, Dinah Manoff, Fredric Lehne, Scott Doebler, Adam Baldwin. Producción: Ronald L. Schwary. Duración: 124 minutos.

Puntaje: 9