Clásico absoluto del cine demencial, colectivo, misógino, cruel, picaresco, irreverente, antiautoritario, hiper imaginativo, caótico y cargado de un humor negro que parece volcar hacia las risas aquel entorno dramático de El Ángel Rojo (Akai Tenshi, 1966), a su vez una obra maestra de Yasuzô Masumura centrada en la Segunda Guerra Sino-Japonesa (1937-1945) y en una enfermera de un hospital de campaña, Sakura Nishi (Ayako Wakao), que se enamoraba de un doctor impotente y adicto a la morfina, el Teniente Okabe (Shinsuke Ashida), M.A.S.H. (1970) es además la película que termina de posicionar a Robert Altman dentro del glorioso y naciente Nuevo Hollywood de la década del 70 gracias a su enorme -y hasta cierto punto, inesperado- éxito de taquilla, propuesta en la que el legendario director y guionista redondea algunos de sus latiguillos formales marca registrada como los diálogos superpuestos, la edición entrecortada, la ausencia de un relato tradicional, la catarata de ironías, la naturaleza episódica del convite en su conjunto, el dejo contracultural de fondo, la anarquía como principio rector y la tendencia a improvisar a partir de lo escrito en papel sin jamás tomarlo como “palabra santa” que debe ir a parar a posteriori sí o sí a la gran pantalla. El cineasta, quien para esta época venía de debutar con La Historia de James Dean (The James Dean Story, 1957) y Los Delincuentes (The Delinquents, 1957), de saltar a la TV durante una década y luego de regresar de a poco al séptimo arte de la mano de La Conquista de la Luna (Countdown, 1967) y Aquel Día Frío en el Parque (That Cold Day in the Park, 1969), aquí nuevamente se consagra a adaptar una historia que a priori en general consideraba mediocre y para colmo algo racista, hablamos del libro de memorias M.A.S.H.: Una Novela sobre Tres Médicos del Ejército (M.A.S.H.: A Novel About Three Army Doctors, 1968), del cirujano militar Hiester Richard Hornberger Jr. alias Richard Hooker y el periodista deportivo y editor de cabecera Wilfred Charles Heinz alias W.C. Heinz, este último el encargado de atar el “no relato” de turno alrededor del servicio por conscripción de Hornberger durante la Guerra de Corea (1950-1953) en uno de los llamados Hospitales Móviles Quirúrgicos del Ejército (Mobile Army Surgical Hospital o M.A.S.H., según sus siglas en inglés), el 4077, un emplazamiento cercano al frente de batalla y destinado a recibir a las legiones de heridos y mutilados producto de los enfrentamientos bien ridículos enmarcados en el inicio de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, hoy simbolizando la por entonces en triste auge Guerra de Vietnam.
El guión había sido redactado por el veterano Ring Lardner Jr., un típico representante de la laxa escritura colectiva industrial del Hollywood Clásico que había intervenido en mayor o menor medida en faenas aisladas como A Capa y Espada (Cloak and Dagger, 1946), de Fritz Lang, y Adiós Ilusiones (The Cincinnati Kid, 1965), de Norman Jewison, en un par de clásicos dirigidos por William A. Wellman, Nace una Estrella (A Star Is Born, 1937) y Nada Sagrado (Nothing Sacred, 1937), y en tres joyas de Otto Preminger, Laura (1944), Por Siempre Ambar (Forever Amber, 1947) y El Cardenal (The Cardinal, 1963), señor que por supuesto se enojó bastante con las libertades que se tomó Altman con su trabajo aunque eventualmente se calló bien la boca debido a que el film ganó el Grand Prix -denominación previa de la Palma de Oro/ Palme d’Or- en la edición de 1970 del Festival Internacional de Cannes y porque además se llevó el Oscar al Mejor Guión Adaptado correspondiente a la producción de aquel año, galardones que coronaron una carrera que no tuvo demasiado reconocimiento popular o intra industria y en la que primaron las reescrituras por encargo que no aparecían en los créditos oficiales. El tremendo Robert hizo lo que quiso, lo suyo, lo de siempre, reacomodando secuencias, eliminando gran parte de los diálogos y sobre todo profundizando el dejo rebelde y políticamente incorrecto del elenco coral, léase un núcleo de cirujanos recién llegados en 1951 al M.A.S.H. n° 4077 constituido por los borrachines, jodones, putañeros y sediciosos crónicos Benjamín Franklin “Hawkeye” Pierce (Donald Sutherland), John Francis Xavier “Trapper John” McIntyre (Elliott Gould) y Augustus Bedford “Duke” Forrest (Tom Skerritt), todos conscriptos a la fuerza bajo la categoría/ rango de capitán por haber estudiado medicina y debiendo someterse a las pavadas de la estructuración militar aunque dentro de una base/ unidad en la que nadie se toma demasiado en serio nada salvo un par de payasos fanáticos de la ortodoxia castrense y su rigurosidad, abusos y caprichos, la Mayor Margaret “Labios Ardientes” O’Houlihan (Sally Kellerman), nueva jefa de enfermeras adepta a denunciar cualquier informalidad o quiebre de la cadena de mando en el precario asentamiento militar, y el Mayor Frank Burns (Robert Duvall), un beato insoportable que cada vez que se le muere un paciente afirma que fue voluntad de Dios o culpa de algún tercero que tenga a mano, como el pobre palurdo del soldado Warren Boone (Bud Cort), quien para colmo se cree la treta y se siente responsable sin percatarse de que la pose dura forma parte de un ardid del poder para lavarse cíclicamente las manos.
Dentro de la fauna de la base sobresalen la autoridad máxima, el adorable y torpe Teniente Coronel Henry Braymore Blake (Roger Bowen), su ultra solícito asistente, el Cabo “Radar” O’Reilly (Gary Burghoff), quien siempre se pisa al hablar a puro embrollo con su superior frente al totalmente desconcertado Sargento Wade Douglas Vollmer (David Arkin), el odontólogo Walter “Painless Pole” Waldowski (John Schuck), el pudoroso pero tolerante capellán católico Padre Francis John Patrick “Dago Red” Mulcahy (René Auberjonois) y el ya citado Burns, un doctor incompetente que de todos modos está a cargo del quirófano de la unidad y que condena la falta de protocolo y/ o de respeto a las reglas de las flamantes adiciones al staff, quienes en un primer momento deben compartir tienda con él muy a pesar del parecer de ambas facciones. La película combina las múltiples carnicerías que tienen lugar en la sala de operaciones, lo que implica constantes amputaciones y cirugías de distinta tesitura, con la lucha de poder de fondo, la típica idiotez de los esbirros del bastión institucional y las aventuras circunstanciales de los tres protagonistas, los cuales se ganan el cariño de los otros doctores, las enfermeras, el personal administrativo y demás vecinos debido a que de hecho son muy buenos cirujanos y consiguen distender la angustia bélica permanente mediante la familiaridad, la camaradería y una andanada de bromas sardónicas y muy brutales en su sinceridad que tienen por blanco a aquellos que se pasan de taciturnos o desean cortar la alegría con su despotismo de cartón pintado. Pierce y Forrest llegan en un Jeep robado, luego convencen a Blake para que cambie a Burns de tienda y después arriba McIntyre, un cirujano torácico, y el trío de entrada se consagra al alcohol, el sexo con las hembras del emplazamiento y los chascarrillos como ponerle un micrófono a O’Houlihan mientras hace el amor con Burns para retransmitir los gemidos y frases de la intimidad -de allí surge el apodo de la mujer, el por demás sugerente Labios Ardientes- a todo M.A.S.H. vía altavoces, consiguiendo eventualmente la expulsión del personaje de Duvall cuando entra en una pelea a los puños con Hawkeye. El segundo gran episodio de la trama es el de la supuesta impotencia de Waldowski, el dentista muy bien dotado de la base que se piensa homosexual porque en una oportunidad no pudo mantener una erección, lo que genera un intento de suicidio farsesco -con burla a La Última Cena del cristianismo incluida, amén de una parodia a los velatorios y los ritos finales del catolicismo- que se cura con una sesión de sexo con la Teniente María “Dish” Schneider (Jo Ann Pflug) justo antes de que la mujer partiese de regreso a su hogar; derrotero que a su vez se complementa con la costumbre de Radar de robarle sangre a Blake cuando duerme, con la apuesta de 20 dólares entre los protagonistas en torno a la condición de “rubia natural” de O’Houlihan, lo que lleva a que le levanten una pared de la carpa de las duchas para verla desnuda, y con el viaje de Pierce y McIntyre hacia Japón para operar al hijo de un congresista durante la fase histórica de la ocupación yanqui del país (1945-1952), todo en función de la pasión de los hombres por el golf y las ganas de ayudar a quien lo necesite sin que importe su raza o ideología, por ello llevan adelante una cirugía no autorizada en un bebé asiático utilizando un hospital militar norteamericano en suelo nipón en una jugada que los enemista con el Coronel Wallace C. Merril (James B. Douglas), quien pretende hacerlos arrestar por la policía castrense y a quien ponen a dormir y le sacan fotografías desnudo al lado de una prostituta japonesa en un burdel para chantajearlo así no molesta más. O’Houlihan, por su parte, es quizás el personaje más contradictorio del lote ya que la susodicha pasa de encamarse a puro éxtasis con Burns, su espejo masculino, a empezar un insólito affaire con uno de los agentes del bando sublevado intra M.A.S.H., nada menos que Forrest, fémina en simultáneo depositaria de los arrebatos de la crueldad de izquierda, como el hecho de escracharla teniendo sexo o exhibirla desnuda adelante de todos, y exponente paradigmático de la ciclotimia, estupidez, intolerancia e histeria de determinadas mujeres del enclave popular civil y de los sectores más conservadores del acervo militar a escala bien extendida, ya pensando en ambos sexos.
La realización, un retrato de los tiempos muertos entre batalla y batalla en medio de una vida en la que la privacidad está suprimida y domina lo comunal compulsivo, artífice de la recordada serie homónima de TV de la 20th Century Fox y la CBS, un éxito protagonizado por Alan Alda como Pierce que llegó a durar 11 temporadas entre 1972 y 1983, e influencia fundamental tanto para el cine en mosaico futuro de Altman y su legión de imitadores como para las epopeyas eróticas estudiantiles de finales de los 70 y todo el devenir de los 80, no evita el sustrato parasitario de la cultura estadounidense para con su homóloga de Corea del Sur y dicho asunto está representado principalmente a través del personaje de Ho-Jon (Kim Atwood), un muchacho coreano que Burns tenía de asistente/ esclavo personal y al que le estaba enseñando a leer con la Biblia como texto de cabecera, joven que asimismo pasa a ser “heredado” junto a la tienda del santurrón por los tres protagonistas en una jugada que tiene mucho de imperialismo cultural satírico -en esencia le asignan preparar los clásicos martinis que tanto disfrutan- y de un fuerte dejo dramático porque los susodichos hacen lo que pueden para evitar que el chico sea reclutado en la milicia como lo fueron los propios estadounidenses, llegando incluso a sobremedicarlo para que arribe a la consulta médica con latidos cardíacos muy veloces y presión sanguínea alta, no obstante el doctor coreano reglamentario descubre la estratagema y lamentablemente Ho-Jon no puede esquivar el destino que el monstruo estatal del momento le asignó, el de tomar un arma y asesinar. Otro ingrediente ambivalente/ paradójico típico del director que ayuda a complejizar la impronta retórica y conceptual es el de los permanentes locutores tontuelos ofreciendo distintos tipos de anuncios a través de los altoparlantes de la base, los cuales pueden abarcar desde detalles de la organización bélica y la sistematización de la cadena de mando hasta las películas que serán exhibidas a la tropa vía intentonas de relajar la tensión provocada por tantos muertos y tantos heridos, encima generando en ocasión del final un mítico chiste autorreferencial a lo reflexión metadiscursiva cuando luego de la partida de Hawkeye y Duke una voz en off nos informa que acabamos de ver M.A.S.H., “las locas aventuras de unos cirujanos de combate mientras cortan y cosen su estancia en el frente, operando mientras las bombas y las balas caen a su alrededor y aprovechando para reír y amar entre las amputaciones y la penicilina”, a lo que le sigue la enumeración de los maravillosos personajes centrales y los estupendos actores que los interpretaron, destacándose lo realizado por Sutherland, Gould, Skerritt, Duvall y la hermosa y genial Kellerman. Quizás la cúspide cómica de la película sea su desquiciado último acto, cuando se enfrentan en un match de fútbol americano los muchachos del 4077 de Blake y sus homólogos del Hospital 325 del General Hammond (George Wood), encuentro que deriva en apuestas infladas, en estrategias de manipulación recíproca y en una trampa por parte de los diletantes de M.A.S.H. ya que primero recurren a un ex jugador profesional, Oliver “Spearchucker” Jones (debut del gran Fred Williamson), y después drogan de un pinchazo a uno de los principales jugadores del equipo contrario, un tal Smith (Noland Smith) que se piensa que está en un circuito de atletismo y no en un partido de fútbol. La fotografía documentalista de Harold E. Stine y la música pomposa adrede de Johnny Mandel, autor también del bello leitmotiv del opus, Suicide Is Painless, cocompuesto con el entonces hijo de 14 años de Altman, Mike, y pensado como una referencia cáustica al intento de suicidio de Waldowski, complementan lo anterior en una obra maestra del desenfado y el delirio que equipara en el absurdo a hombres y mujeres y subraya que la milicia es un chiste en sí misma y las mejores herramientas para combatirla son el sexo, los porros, el alcohol y sobre todo una bohemia freak que espante a mojigatos hipócritas como Burns y O’Houlihan y a sádicos autoparódicos como Merril o el propio Hammond, ejemplos de una derecha oportunista que se muerde la cola todo el tiempo bajo un chauvinismo fascista y un reglamento bien pavote y execrable en donde valores como el honor, la valentía y la deferencia caen del lado de quien mata y no de quien salva vidas…
M.A.S.H. (Estados Unidos, 1970)
Dirección: Robert Altman. Guión: Ring Lardner Jr. Elenco: Donald Sutherland, Elliott Gould, Tom Skerritt, Sally Kellerman, Robert Duvall, Roger Bowen, René Auberjonois, Jo Ann Pflug, Gary Burghoff, John Schuck. Producción: Ingo Preminger. Duración: 116 minutos.