10 Rillington Place

Manipular al falso culpable

Por Emiliano Fernández

En la vereda opuesta con respecto a la legión de directores industriales de hoy en día, los cuales además de ser incapaces de redondear productos potables se la pasan abrazando campantemente la sincronización cultural hiper mediocre de sus respectivos nichos, sean el mainstream o el indie, para que todo se parezca entre sí y una película reemplace a la otra y en conjunto vayan directo al olvido o al cajón destinado a los bodrios huecos e insalvables, Richard Fleischer en cambio fue un artesano maravilloso de esos que pulularon a lo largo del Siglo XX y que contaban con la genial destreza de recorrer todos los géneros habidos y por haber entregando un promedio de películas interesantes hoy casi extinto, hablamos de mitad y mitad entre realizaciones fallidas y esas otras maravillosas. Sin jamás preocuparse demasiado por incluir marcas autorales pero siempre optando por trabajar al detalle la narración -respetando la inteligencia del espectador- y por enarbolar una curiosidad que lo llevaba a probar cosas distintas y/ o darle un nuevo giro a fórmulas narrativas, estilísticas, genéricas y comerciales en boga a lo largo del período en el que le tocó trabajar, léase desde principios de la década del 40 hasta finales de los 80, el director norteamericano no le hizo asco a prácticamente nada y su generosa lista de clásicos lo demuestra a todas luces: Ven tras de mí (Follow Me Quietly, 1949), Atrapado (Trapped, 1949), Atraco al Furgón Blindado (Armored Car Robbery, 1950), Testigo Accidental (The Narrow Margin, 1952), 20.000 Leguas de Viaje Submarino (20.000 Leagues Under the Sea, 1954), Los Vikingos (The Vikings, 1958), Compulsión (1959), Barrabás (Barabbas, 1961), Viaje Fantástico (Fantastic Voyage, 1966), Doctor Dolittle (1967), El Estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968), ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! (1970), Fuga sin fin (The Last Run, 1971), Terror Ciego (See No Evil, 1971), Los Nuevos Centuriones (The New Centurions, 1972), Cuando el Destino nos Alcance (Soylent Green, 1973), El Don ha Muerto (The Don Is Dead, 1973), Mr. Majestyk (1974), Mandingo (1975), Conan, el Destructor (Conan, the Destroyer, 1984) y El Guerrero Rojo (Red Sonja, 1985), obras que enfatizan cuán vital y lúdico era el cine popular de antaño y cuán triste e insignificante es su homólogo de género de hoy en día, atrapado en su obsesión con satisfacer al mercado global con productos para todos y nadie.

 

Ahora bien, una de las grandes películas de la mejor etapa de la carrera de Fleischer, esos 20 años que van desde mediados de los 50 hasta mediados de los 70, gran fase en esencia delimitada por las recordadas 20.000 Leguas de Viaje Submarino y Mandingo, es 10 Rillington Place (1971), joya del suspenso criminal y de las películas de asesinos en serie que rodó en el Reino Unido, una obra maestra de su rubro que por suerte viene siendo redescubierta desde el comienzo del nuevo milenio tanto por la crítica como por el público con vistas a asignarle el verdadero lugar que se merece en el campo de los thrillers de psicópatas, de hecho una comarca genérica en la que se destaca muchísimo ya que incluye un ardid retórico muy poco utilizado en pantalla aunque lamentablemente por demás frecuente en la realidad en materia de las investigaciones llevadas adelante por la policía y el aparato procesal de aquí, allá y todas partes, nos referimos a la detención del infaltable “perejil” o falso culpable destinado a cerrar cuanto antes la cacería sobre el loquito de turno para que todo vuelva a una nueva apariencia de normalidad. Con un guión de Clive Exton, un profesional televisivo conocido en el ámbito cinematográfico por un par de muy buenas colaboraciones con Karel Reisz, Al Caer la Noche (Night Must Fall, 1964) e Isadora (1968), y por un par de clásicos ochentosos, El Despertar (The Awakening, 1980), de Mike Newell, y la citada El Guerrero Rojo, la película se basa en un célebre libro del periodista humanista escocés Ludovic Kennedy, Ten Rillington Place (1961), sobre un espantoso caso de error judicial que puso en vergüenza a las instituciones británicas y condujo a la eventual abolición de la pena de muerte en el país en 1965, nos referimos a la ejecución de Timothy Evans en 1950 a la edad de 25 años por el supuesto asesinato de su esposa embarazada Beryl de 19 años y su hija de 13 meses Geraldine, ambas mediante ahorcamiento, crímenes que en realidad fueron cometidos por un vecino llamado John Christie, sujeto bien patético que había formado parte de la milicia inglesa durante la Primera Guerra Mundial y había sido policía delegado durante la Segunda Guerra Mundial, hombre con un largo historial de robos menores, violencia y hasta intentos de asesinato al paso que tenía por hobby drogar a diversas mujeres con gas natural para luego violarlas y ahorcarlas con una soga fetichizada.

 

El opus de Fleischer respeta con una sorprendente dedicación y valentía los sucesos reales y sólo modifica dos detalles concretos, en pantalla Christie no es adepto a las prostitutas y no se hace mención a sus problemas de impotencia, así en lo que respecta al resto de la historia el film es en verdad muy fiel al caso: la faena comienza en 1944 cuando Christie (Richard Attenborough) droga con gas natural, estrangula y viola el cuerpo sin vida de Muriel Eady (Phyllis MacMahon) en su casa londinense del 10 Rillington Place, fémina a la que había convencido de entrar en la residencia prometiéndole un tratamiento especial para curarle la bronquitis y que termina enterrada en el jardín del tenebroso bloque de departamentos previo a la gentrificación, a posteriori la acción salta a 1949 con la llegada de la familia compuesta por Timothy Evans (John Hurt), su esposa Beryl (Judy Geeson) y la hija bebé de ambos Geraldine, un matrimonio en esencia muy pobre porque él es un obrero analfabeto y ella para colmo queda embarazada otra vez, así el maquiavélico Christie aprovecha la situación para “venderse” como un otrora estudiante de medicina que tuvo que abandonar por un accidente vial y aísla a Beryl por un hipotético aborto clandestino para desmayarla de un golpe, violarla y estrangularla con su cuerda favorita, incluso convenciendo al marido de que falleció durante la supuesta práctica médica y que lo mejor es que abandone Londres por un tiempo mientras él cede a Geraldine a una pareja adoptiva en Acton, cuando en realidad mata al infante como a su madre y coloca ambos cuerpos en un cobertizo precario de la propiedad símil lavadero para que sean hallados fácilmente por la policía, así en el caso de que Evans se quiera entregar de seguro sus dichos a las autoridades les resultarán vagos y contradictorios porque el homicida le dijo que se encargaría del cuerpo arrojándolo dentro de una boca de tormenta del desagüe de la calle, cosa que jamás pretendió hacer. A pesar de los antecedentes delictivos de Christie, todos le creen al psicópata y a su voz susurrante -otro de sus delirios mitómanos e hipocondríacos, afirma que es por una bomba de gas mostaza de la Primera Guerra Mundial- y desconfían del veinteañero al punto de ni siquiera revisar a fondo y en serio el complejo de departamentos de Notting Hill, donde podrían haber hallado muchos más cadáveres por todos lados que se remontan hasta 1943.

 

Más cerca del naturalismo minimalista y el periodismo objetivo de otras épocas que del cine exploitation de su tiempo o de los preconceptos acerca de cómo debería manejarse o presentarse ante el espectador un relato de suspenso de estas características, 10 Rillington Place, leída en términos de la perspectiva de la trayectoria de Fleischer, retoma algunos elementos de El Estrangulador de Boston como el chiflado en serie y la histeria masiva pero donde aquella se concentraba en la ciclotimia vertiginosa del público, la policía y el gran protagonista, Albert DeSalvo (Tony Curtis), el convite que nos ocupa apuesta por el decadentismo británico bien gris, un ritmo narrativo pausado y desde ya la falsa seguridad de los esbirros institucionales en lo que atañe a que dieron con el homicida de Beryl y Geraldine, un mega traspié judicial que no sólo le costó la vida a más víctimas femeninas futuras sino al propio Timothy, quien además de brindar diferentes y confusas versiones sobre el paradero de su esposa e hija -una hasta con la intención de proteger a Christie- para colmo firmó una confesión fabricada por la policía haciéndose cargo de todo, de este modo durante el juicio el carácter simplón, enérgico y eternamente aturdido de Evans operó en su contra en comparación con el siempre medido y frío Christie, dando a entender una vez más que en el reino de los humanos los prejuicios y las apariencias más vagas y/ o facilistas lo son todo a la hora de juzgar sin piedad al prójimo sin molestarse en comprenderlo en su paradójico y complejo espesor existencial. Fleischer sabe que el derrotero de los Evans es profundamente deprimente y por ello no sensacionaliza nada, dejando en cambio que los hechos desfilen desnudos por la pantalla desde un nihilismo norteamericano modelo década del 70 aunque adaptado a la idiosincrasia de un proyecto británico hasta la médula como el presente, donde el arte de manipular al falso culpable se transforma en un trampolín para además despistar a las autoridades sirviéndose de su propia soberbia, sus incontables recursos desperdiciados y todas las pavadas ceremoniales alrededor del acto de distribuir justicia, fantochada que es ridiculizada en aquella magistral escena en la que un vagabundo de un albergue (Reg Lye) llama “cerdo” a un Christie que se regodeaba de haber formado parte de la policía y de haber estado en tapa de los diarios por el proceso contra Timothy.

 

Las mujeres del elenco están bien, hablamos de Judy Geeson y esa perfecta Pat Heywood que personifica a Ethel, la esposa de Christie que termina siendo asesinada por el señor en 1952 a los 54 años porque pretendía abandonar el departamento e irse a vivir con unos parientes ya que durante el juicio rápidamente dedujo quién era el verdadero asesino debido a que Beryl había sido estrangulada y no tenía signos de aborto alguno como afirmaba Christie, no obstante los que se llevan todas las palmas son el dúo de John Hurt y Richard Attenborough, el primero viniendo de trabajar en roles secundarios de El Hombre de Dos Reinos (A Man for All Seasons, 1966), de Fred Zinnemann, y El Marinero de Gibraltar (The Sailor from Gibraltar, 1967), de Tony Richardson, y aquí entregando su primera gran actuación de la mano de un Evans aguerrido pero también vulnerable y muy desorientado por este huracán hiper destructivo que lo tiene por centro, y Attenborough por su parte construyendo uno de los villanos más memorables y horrorosos del mainstream anglosajón por su sustrato bien mundano y mediocre, de sociópata que sabe disimular muy bien su naturaleza en público y persuadir a los bobos a su alrededor para que hagan lo que él quiere y al mismo tiempo piensen que están siguiendo su voluntad particular inquebrantable; un desempeño en verdad estupendo que lleva a preguntarnos por qué el señor luego decidió privilegiar su faceta artística como director -su rango sería comparable al de un David Lean de segunda mano- en vez de concentrarse más en la rama actoral, de todas formas como realizador Attenborough nos legó un puñado de trabajos más o menos dignos y suntuosos en sintonía con ¡Oh, qué Guerra Encantadora! (Oh! What a Lovely War, 1969), Un Puente Demasiado Lejos (A Bridge Too Far, 1977), Magia (Magic, 1978), Gandhi (1982), Grito de Libertad (Cry Freedom, 1987), Chaplin (1992) y Tierra de Sombras (Shadowlands, 1993). A diferencia de tantas películas semejantes sobre asesinos en serie que se quedan apenas en la seguidilla de cadáveres y una investigación policial que en la praxis casi siempre se resuelve de pura casualidad o por torpeza del homicida, 10 Rillington Place incorpora en la ecuación narrativa al tendal de pobres tontos circunstanciales sobre los que caen las sospechas de un aparato estatal corrupto y defectuoso que en muchos casos comete barbaridades como la que padeció el personaje de Hurt, ejemplo de la farsa del barrido policial en las escenas de los crímenes y de la noción de credibilidad ya durante el proceso acusatorio, enfatizando que basta con hacerse el pobrecito y remilgado como Christie para descargarse de toda culpa y para que le terminen poniendo la capucha blanca de ejecutado al perejil de turno, ese que cuando tomó conciencia de lo que estaba ocurriendo ya era tarde y estaba próximo a convertirse en mártir del colectivo abolicionista de la pena de muerte…

 

10 Rillington Place (Reino Unido, 1971)

Dirección: Richard Fleischer. Guión: Clive Exton. Elenco: Richard Attenborough, John Hurt, Judy Geeson, Pat Heywood, Isobel Black, Phyllis MacMahon, Ray Barron, Douglas Blackwell, Gabrielle Daye, Reg Lye. Producción: Martin Ransohoff y Leslie Linder. Duración: 111 minutos.

Puntaje: 10