Max Oppenheimer, nacido en 1902 y conocido por su seudónimo artístico Max Ophüls, fue uno de esos típicos directores vanguardistas y errantes de mediados del Siglo XX que más por circunstancias coyunturales que por propia decisión se vieron obligados a exiliarse una y otra vez a lo largo de su carrera, en este caso con el señor, un judío alemán de una familia de buen pasar económico del gremio textil, empezando su derrotero profesional como actor y director teatral en su tierra de origen para luego saltar al séptimo arte y eventualmente verse obligado a marcharse debido al ascenso del nazismo y en especial el Incendio del Reichstag de 1933, el parlamento germano, una operación de falsa bandera perpetrada por los nacionalsocialistas para culpar a un perejil de simpatías comunistas y sacarse de encima a los contrincantes políticos rojos. Ya asentado en Francia, trabajó un tiempo allí como realizador hasta que nuevamente debió partir cuando los nazis, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, tomaron posesión del país y lo dividieron entre una zona ocupada, el norte, y la llamada Francia de Vichy, el régimen títere del sur que también respondía a los invasores aunque mediante testaferros institucionales galos/ colaboracionistas, situación pesadillesca que lo llevó primero a Suiza, después a Italia y posteriormente a los Estados Unidos, donde trató de desarrollar una carrera en Hollywood sin jamás poder acomodarse del todo a las férreas exigencias comerciales y la muy poca libertad creativa que imponían los grandes estudios norteamericanos, esos de los que huyó apenas Francia fue liberada para consagrarse a la última etapa de su carrera antes de fallecer de repente en 1957 a la edad de 54 años de un ataque al corazón provocado por una fiebre reumática justo cuando estaba preparando Los Amantes de Montparnasse (Les Amants de Montparnasse, 1958), la cual terminaría siendo dirigida por Jacques Becker, el cual le dedicó la película a Ophüls. El estilo y las preocupaciones del cineasta fueron bastante extrañas para su época porque desde la génesis de su periplo en la pantalla se obsesionó con la psicología contradictoria de las mujeres, a veces víctimas y en otras ocasiones victimarias, y los movimientos fluidos de cámara vía constantes y bellos travellings, dos fetiches que se constituyeron en sus marcas registradas y que supo complementar con tópicos adicionales varios como los duelos, la elegancia de los sets, la presencia de un azar sádico, la violencia masculina, la ambigüedad moral, las muchas ironías existenciales, historias sencillas o amenas aunque con desarrollos laberínticos, el formalismo ultra cuidadoso, el apego a determinadas estructuras narrativas repetitivas, una puesta en escena muy compleja y la vinculación entre el amor y la muerte.
En términos de su carrera en sí, hay que sincerarse y aseverar que lo mejor se concentra en aquel período final de su vida o “segunda estancia” en Francia, donde dirigió sus cuatro mejores realizaciones en consonancia con una madurez artística que le permitió plasmar muchas nociones e intereses que ya había esbozado en opus anteriores, hablamos de las recordadas La Ronda (La Ronde, 1950), basada en la puesta teatral homónima de 1897 de Arthur Schnitzler, El Placer (Le Plaisir, 1952), inspirada en tres cuentos del gran Guy de Maupassant, léase La Máscara (Le Masque, 1889), La Casa Tellier (La Maison Tellier, 1881) y La Modelo (Le Modèle, 1883), Madame de… (1953), adaptación de la novela del mismo nombre de 1951 de Louise Lévêque de Vilmorin, y Lola Montès (1955), basada en La Extraordinaria Vida de Lola Montès (La Vie Extraordinaire de Lola Montès), novela corta de Jacques Laurent bajo el seudónimo de Cecil Saint-Laurent inédita hasta 1972, y el mismo derrotero de Elizabeth Rosanna Gilbert alias Lola Montez, Condesa de Landsfeld, famosa bailarina y cortesana irlandesa del Siglo XIX que fue amante de Luis I de Baviera y Franz Liszt, entre otros. Ahora bien, con respecto a sus películas en yanquilandia se destaca Carta de una Enamorada (Letter from an Unknown Woman, 1948), traslación de la novela homónima de 1922 del malogrado Stefan Zweig que superó a El Exilio (The Exile, 1947), un vehículo comercial y aventurero algo tontuelo al servicio de Douglas Fairbanks Jr., y hasta a sus dos clásicos del sublime film noir de los 40 protagonizados por el genial James Mason, Atrapados (Caught, 1949) y Almas Desnudas (The Reckless Moment, 1949), y en lo que atañe a sus trabajos europeos previos sobresale Amoríos (Liebelei, 1933), perteneciente a su fase primigenia alemana y eje de una remake casi inmediata francesa cuando se vio obligado a exiliarse por primera vez debido al apogeo de la escoria nacionalsocialista, Una Historia de Amor (Une Histoire d’Amour, 1933), y La Mujer de Todos (La Signora di Tutti, 1934), curiosidad absoluta que rodó durante una estadía en Italia y que también anticipa muchos de los ingredientes conceptuales de sus obras galas por venir, ambas encaradas en medio de una seguidilla de comedias, musicales y dramas tradicionales, fantásticos y/ o románticos, tanto en su terruño natal germano como en su tierra adoptiva, que resultaron en simultáneo intercambiables, correctos y decididamente olvidables. Más allá de los méritos apuntados dentro de tan colorido viaje por el cine internacional, Madame de… constituye sin duda la gran obra maestra de la trayectoria de Ophüls porque sintetiza a la perfección ese glorioso naturalismo lírico que lo acompañó desde el principio hasta el fin de sus días.
En Madame de…, título misterioso que hace referencia al hecho de que nunca conocemos el apellido de la protagonista porque el director sabotea a puro sarcasmo cada situación en la que podría revelarlo y destruir el enigma, se unifican, como decíamos antes, una retahíla de elementos, pivotes y recursos retóricos del pasado más o menos lejano del alemán, basta con pensar en el regreso de aquel trasfondo melodramático fatalista del affaire y el duelo de Amoríos, la frivolidad más hueca y la condena femenina de la atracción masculina que lleva a la promiscuidad de La Mujer de Todos, ese otro mítico duelo del desenlace de la también pomposa Carta de una Enamorada, la denuncia de la oquedad envilecida y posesiva del lujo de Atrapados, el juego de las apariencias sociales y el chantaje de Almas Desnudas, y finalmente la arquitectura narrativa encadenada, el tono tragicómico burlón y el sustrato sardónico para con el destino y el fluir aleatorio de la vida de La Ronda y El Placer, dos ejemplos claros del gustito de Ophüls por los relatos que se mueven de modo intermitente como un carrusel humorístico, volviendo eventualmente al punto del inicio, o como una espiral de la catástrofe, duplicando sin cesar movimientos previos para de golpe cortarse de la misma manera en que nuestra existencia se disipa con el óbito. Aquí todo gira alrededor de, en primera instancia, un triángulo amoroso entre una fémina que responde al nombre de Louise y el título nobiliario de Condesa de… (Danielle Darrieux), su marido, un General del ejército francés bautizado André (Charles Boyer), y el amante diplomático italiano asentado en París de ella, ese Barón Fabrizio Donati (Vittorio De Sica), y en segundo lugar, unos pendientes/ aros con forma de corazón y diamantes incrustados que inicialmente pertenecen a la mujer, regalo de bodas de su esposo, y que comienzan a pasar de mano en mano en la Belle Époque, etapa de la historia de Europa que se ubica entre el final de la guerra franco-prusiana en 1871 y el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, estadio fuertemente satirizado por el realizador y guionista a costa de una alta burguesía, una aristocracia y una capa dirigente política que viven encerradas en una burbuja de lujo hedonista, plutocrático, vacuo y endogámico simbolizada en esos aritos que tienen muchos dueños pero todos del mismo estrato comunal privilegiado. Ella vende los pendientes para pagar unas deudas, su marido los recupera del joyero, el Señor Rémy (Jean Debucourt), y se los pasa a su amante, Lola (Lia Di Leo), quien a su vez los entrega en un casino de Constantinopla para seguir apostando y perdiendo, siendo después llevados a una joyería y así adquiridos por el Barón, quien se los regala a Louise para la exasperación progresiva y trágica de su celoso cónyuge.
Fiel a la tradición de un Ophüls que bajo la máscara del atolladero romántico o hasta el revoltijo de enredos más prosaicos solía esconder un análisis muy agudo de la sociedad de su tiempo y de toda la hipocresía y puntos muertos que ésta imponía para contentar a una moral consuetudinaria a la que en última instancia le importaba todo un comino salvo su propio egoísmo y los antojos individuales de cada uno de sus integrantes más poderosos, Madame de… indaga en la costumbre de mentir del ser humano promedio y en especial del espécimen de las capas superiores de la pirámide social, ese que tiene mucho más para perder que el pobre diablo del pueblo al que muchas veces sólo le queda su dignidad, una que entrega a cuentagotas a la repugnante dirigencia de turno, por ello la primera parte del relato se centra en una suerte de interpretación jocosa del embuste del corazón o la alcoba para a posteriori dejar paso a la exégesis apesadumbrada y dramática del asunto, cuando la bola de nieve de las versiones falsas cruzadas que se dedican los personajes, en torno a los benditos pendientes o diversas situaciones que tienen a los bípedos adeptos al engaño como núcleos fundamentales, llega a ser tan ridículamente enrevesada que el absurdo simpático de antaño muta en debacle, por supuesto de la mano del infaltable duelo y la muerte de los dos amantes, la del Barón a manos del esposo furioso y la de ella en modo autoinmolación psicosomática luego de una depresión provocada tanto por el alejamiento de su amado, quien no le perdona del todo que le haya mentido -como a todos- en relación a los aros, como a raíz de la humillación a la que la sometió su esposo, el cual la obligó a regalárselos a una sobrina cuasi menesterosa que acababa de dar a luz y que en términos prácticos, por su parentela conventillera y numerosa, constituye el opuesto exacto del matrimonio del General y Louise, éste sin hijos y ambos durmiendo en camas separadas, sin nunca besarse en la boca, más amigos distantes que pareja clásica y en apariencia aceptando un vínculo farsesco tácito en conjunto en pos de satisfacer las expectativas de la agitada vida comunal parisina de la aristocracia y la oligarquía civil y militar. No obstante el guión del director, Marcel Achard y Annette Wademant no se queda sólo en los pendientes y en el puterío de puertas adentro del hogar y en ocasiones afuera -no se puede negar que buena parte del círculo cercano y lejano de los cónyuges sabe que ambos son infieles- en materia de retratar las miserias de las elites ya que asimismo condimenta el asunto con detalles sutiles como la oposición entre por un lado la soberana nube de pedo de los políticos y oficiales militares, felices en su prisión voluntaria de cacerías, ensayos bélicos y eventos culturales ostentosos en los que ni siquiera están interesados, y por el otro lado los tristes padecimientos del vulgo y los soldados rasos, éstos últimos pasando frío y comiendo alubias/ porotos en vela durante una guardia nocturna interminable, jamás habiendo conocido las riquezas de los altos mandos y manteniéndose en la ignorancia total con respecto a estos devaneos pueriles y bastante patéticos de polleras; a lo que para colmo se suma primero el rol de la religión dentro del relato, con ella rezando en su iglesia favorita para que el usurero de las joyas le compre los pendientes y luego regresando para pedir algo valioso en serio, que su marido no mate a Donati en el duelo, segundo la alegoría irónica del casino en relación a la suerte, aquí tracción al General diciéndole a Lola que el 13, el número de su compartimento de tren cuando se separan para siempre en la estación, es sinónimo de buena fortuna y así la fémina lo apuesta todo al 13 -incluidos los aros- en la ruleta de los turcos hasta quedarse sin nada, y tercero la mencionada contraposición entre los besos matrimoniales y aquellos de los cuernos, ahora con André despidiendo a Lola en el primer acto con un chupón en los labios y a su esposa, cuando se marcha más adelante en unas vacaciones itinerantes con su esclava/ asistente/ dama de compañía, Nounou (Mireille Perrey), con un sutil beso en una mano que a su vez contrasta con la pasión entre ella y el Barón, cuya cúspide erótica en la pantalla se produce durante una maravillosa escena de reencuentro en un carruaje en la que la hembra explícitamente fetichiza a los pendientes al punto de comentarle al italiano que simbolizan el cariño que los une. Darrieux, Boyer y De Sica están estupendos y desde ya resultan esplendorosamente suntuosos el diseño de producción de Jean d’Eaubonne, el monumental vestuario de Georges Annenkov y Rosine Delamare, el maquillaje de Carmen Brel, la música de Oscar Straus y Georges Van Parys y la fotografía de Christian Matras, hoy por hoy sobresaliendo los travellings correspondientes a la elección del inicio de las joyas destinadas a la venta entre todo el ajuar de la protagonista, ese muy hilarante del hijo del joyero recibiendo órdenes de su padre luego de enterarse de que el militar denunció como robados los pendientes que él le había comprado a la fémina en supuesto secreto, lo que por cierto subraya el carácter mercenario y cobarde estándar de la burguesía porque el mercachifle le había prometido a Louise mantener la discreción, todas las tomas dedicadas a retratar el baile de los amantes, sus cartas y esas formaciones ferroviarias y esa distancia que los separan, los travellings para la fiesta semi monárquica en la que ella finalmente se pone en público los aros, ahora regalados por el Barón, para luego verse obligada por su esposo a quitárselos para pasárselos al diplomático con el objetivo de que éste a su vez se los devuelva al joyero con vistas a que el General pueda volver a comprárselos para así entregarlos a su sobrina pobretona, y finalmente el exquisito remate retórico en el recinto sacro cuando después del colapso ya fatal de los amantes conocemos el destino último de las joyas, una exhibición en la Iglesia de Saint-Étienne-du-Mont porque en la súplica terminal de la Condesa en pos de salvar a su amado dejó como ofrenda los pendientes ante una estatuilla de Santa Genoveva de París, la patrona de la metrópoli. En simultáneo una fábula acerca del empeño autodestructivo del afecto y la vida cotidiana y un lienzo cáustico en torno a los vericuetos del azar y una complacencia que se preocupa más por la propia felicidad y la dialéctica de los rumores sociales que por la persona supuestamente querida que se tiene al lado, Madame de… incluso cuenta con la inteligencia humanista necesaria para no caer del todo en el nihilismo porque así como el amor entre la Condesa y el Barón parece lustroso al cien por ciento, algo que no es así porque el hombre tiene un ego inflado semejante al del marido de ella y en esencia es un caprichoso romántico y la mujer una criatura por demás banal y vacía, el General tampoco es un monstruo llevado al extremo porque en aquella secuencia de la despedida de los cónyuges en el tren, cuando le besa una mano tímidamente, se nota que la quiere a pesar del trasfondo payasesco del matrimonio, especie de mandato público baladí internalizado en la mansión compartida que los lleva a traicionarse mutuamente bajo la condición implícita de que los affaires reglamentarios de cada uno no lleguen demasiado al oído de la intelligentsia vernácula a la que pertenecen…
Madame de… (Francia/ Italia, 1953)
Dirección: Max Ophüls. Guión: Max Ophüls, Marcel Achard y Annette Wademant. Elenco: Danielle Darrieux, Charles Boyer, Vittorio De Sica, Jean Debucourt, Mireille Perrey, Lia Di Leo, Jean Galland, Paul Azaïs, Madeleine Barbulée, Hubert Noël. Producción: Ralph Baum. Duración: 101 minutos.