Días sin Huella (The Lost Weekend)

La botella y el delirium tremens

Por Emiliano Fernández

Cuando John Lennon se separa de Yoko Ono en 1973, después de haber editado sus tres discos más famosos como solista, Plastic Ono Band (1970), Imagine (1971) y Mind Games (1973), y comienza a beber a montones, a salir con May Pang y a grabar sus dos álbumes siguientes, Walls and Bridges (1974) y Rock ‘n’ Roll (1975), antes de ese retiro profesional durante cinco años, entre 1975 y 1980, que coincide con la reconciliación con Ono y el nacimiento del hijo de ambos, Sean, el señor casi de inmediato y de manera retrospectiva etiqueta a este período de fiestas, peleas y fluir anárquico como su “Lost Weekend”/ “Fin de Semana Perdido” en relación a Días sin Huella (The Lost Weekend, 1945), obra maestra del período inicial de la carrera de Billy Wilder como director hollywoodense y sin duda el film más célebre de la historia del séptimo arte sobre el alcoholismo y sus consecuencias en el entorno privado de la vida del enfermo, en su capacidad para funcionar en comunidad y en su propia y malograda dignidad, esa que se ve destruida sistemáticamente debido a un comportamiento errático que lo deja muy a merced del escarnio de los otros seres humanos y su poca tolerancia, los cuales más que ayudar tienden a burlarse y a estigmatizar de modo automático en una espiral que de por sí retroalimenta el quid trágico, violento, impulsivo y bastante demencial de las borracheras en secuencia y una dependencia para con las bebidas blancas que puede derivar en delirium tremens o síndrome de abstinencia del alcohol. La anécdota protagonizada por el legendario integrante de The Beatles pinta de pies a cabeza la importancia y la resonancia cultural que tiene la película que nos ocupa en el ámbito anglosajón, un ecosistema social en el que se bebe cuando se está feliz, cuando se está triste, cuando se sale del trabajo y se visita un pub, cuando se está tranquilo en la casa con la familia y cuando honestamente no hay mucho más que hacer, de allí que la perspectiva naturalista semi documental del film haya penetrado de una manera tan pronunciada en el inconsciente colectivo del Reino Unido y Estados Unidos, popularidad explicitada también en el hecho de que ganó cuatro de los principales Oscars, Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión Adaptado y Mejor Actor para Ray Milland, cuyos padecimientos en pantalla definitivamente calaron hondo en la psiquis de los escritores beatniks de los años 50 y en diferentes representaciones posteriores de la institucionalización de los adictos y pacientes agitados en general con la psiquiatría como foco supremo, basta con pensar en la evidente influencia que las secuencias de encierro de Días sin Huella tuvieron en obras como Shock Corridor (1963), de Samuel Fuller, Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975), de Milos Forman, 12 Monos (12 Monkeys, 1995), opus de Terry Gilliam, y Bronson (2008), de Nicolas Winding Refn, entre otros convites memorables de los años venideros.

 

Ahora bien, la cinefilia en términos específicos y ya abarcando todo el globo suele reducir la producción dramática del polaco Wilder, léase por fuera de su enorme fama en el rubro de las comedias, a El Ocaso de una Vida (Sunset Boulevard, 1950), una realización que por supuesto es una maravilla aunque aparece citada hasta el hartazgo en una jugada que indica lo poco que se sabe de cine hoy en día incluso entre aquellos que afirman saber de cine. Dejando de lado este clásico reduccionismo de manual, a decir verdad el aporte del amigo Billy -nacido Samuel Wilder- en el inefable “cine serio”, sobre todo en la génesis de su derrotero en yanquilandia después de empezar a trabajar en el séptimo arte en Alemania y verse obligado a abandonar el país por el ascenso del nazismo y la persecución contra los judíos, fue monumental e incluye a propuestas variopintas en sintonía con Cinco Tumbas al Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), joya del cine bélico con un claro marco de thriller de espionaje, Pacto de Sangre (Double Indemnity, 1944), epopeya más que mítica del film noir y catalizadora de los fraudes de seguros con una femme fatale y asesinatos incluidos, Cadenas de Roca (Ace in the Hole, 1951), gran drama de denuncia sobre el maquiavelismo de la prensa y la construcción/ manipulación de las noticias al punto de trastocar la realidad para que se ajuste a los objetivos del reportero carroñero de turno, Infierno 17 (Stalag 17, 1953), síntesis bastante extraña aunque muy eficaz de comedia y faena bélica ambientada en nada menos que un campo de concentración, El Águila Solitaria (The Spirit of St. Louis, 1957), biopic correcta y muy ambiciosa en torno a Charles Lindbergh y su célebre vuelo de 1927 de Nueva York a París sin escalas, Testigo de Cargo (Witness for the Prosecution, 1957), clásico absoluto del rubro de los thrillers judiciales enrevesados, y Fedora (1978), suerte de reinterpretación de aquella parodia apesadumbrada y expresionista de El Ocaso de una Vida para con el mundo del espectáculo y en especial el halo de perfección mentirosa que arrastraban los actores y las actrices del Hollywood Clásico, amén de la muy poco vista y verdaderamente fundacional Curvas Peligrosas (Mauvaise Graine, 1934), deslucida ópera prima del director en Francia, aquí trabajando a la par de Alexander Esway justo antes de emigrar a Estados Unidos, sobre una banda de ladrones de coches que opera en las calles parisinas. A diferencia del tradicionalismo retórico de Pacto de Sangre y Testigo de Cargo, Días sin Huella tranquilamente puede ser definida como un film noir no criminal, no del todo o no en el sentido clásico de policías y delincuentes en pugna metropolitana, en la tradición de Cadenas de Roca y aquel díptico de El Ocaso de una Vida y Fedora, todos opus más preocupados por analizar la degradación profesional o ética de los protagonistas que por ofrecer un relato paradigmático de índole policial o suburbana alrededor del hampa.

 

El guión de Wilder y el también productor Charles Brackett, su socio primigenio antes de que fuese reemplazado por el moldavo Ițec (Itzek) Domnici alias I.A.L. Diamond a partir de Amor en la Tarde (Love in the Afternoon, 1957), es relativamente sencillo porque más que ofrecer una estructura narrativa estándar tiende a presentarnos el atolladero de la adicción alcohólica como una serie de situaciones repetitivas, al igual que como ocurre en la praxis mundana, que giran en torno a la obsesión de procurarse una botella con la que despuntar el vicio en función del reclamo de la mente y el cuerpo del enfermo, esquema que en esencia reproduce su homólogo del libro del mismo título que inspiró el film, ese de 1944 de Charles R. Jackson, un norteamericano que al momento de la escritura se nutrió de sus propios demonios ya que además de la dipsomanía también sufría de tabaquismo, tuberculosis, problemas psiquiátricos, desempleo, una adicción a los barbitúricos y hasta una homosexualidad reprimida con la que pudo lidiar recién al final de su vida, luego de casarse con Rhoda Copland Booth y tener dos hijas con ella. Don Birnam (Milland) es un escritor fracasado y un alcohólico de muchos años que vive de la caridad de su hermano oficinista Wick (Phillip Terry), a quien le amarga la vida al igual que a su novia, Helen St. James (Jane Wyman), periodista de la revista Time que se mantiene a su lado a pesar de su tendencia a aislarse porque le da vergüenza que lo vea tanto con resaca como borracho o angustiado por conseguir un nuevo trago para saciar la sed incontrolable. Luego de arruinar la posibilidad de pasar junto a Wick el fin de semana en una granja de recuperación para adictos, todo porque roba diez dólares que le dejó su hermano a la mujer de la limpieza, la Señora Foley (Anita Sharp-Bolster), y los utiliza para comprar dos botellas y quedarse enquistado en el bar de Nat (Howard Da Silva), el protagonista le narra a este último cómo conoció a Helen, debido a una confusión en el guardarropa del Metropolitan neoyorquino con motivo de una función de La Traviata (1853), de Giuseppe Verdi, y cómo recayó con todo en la bebida cuando debía encontrarse con los padres de ella, quienes manifestaron sus serias dudas ante el desempleo de Don y el hecho de que jamás se graduó en la universidad. Birnam intenta llevarse el dinero del bolso de una fémina, trata de empeñar su máquina de escribir y hasta le pide algo de efectivo a una prostituta que está enamorada de él, Gloria (la deliciosa Doris Dowling), pero termina cayendo por una escalera y despierta en el pabellón de los alcohólicos de un hospital público al cuidado de un enfermero soberbio y cínico, Bim Nolan (Frank Faylen). Después de escapar, Don roba una mísera botella de whisky en una tienda y sufre el delirium tremens en su departamento, donde la casera, la Señora Deveridge (Mary Young), llama a una Helen que evita que se suicide de un disparo final en la cabeza.

 

Mientras que la faceta cómica de la carrera de Wilder es bastante tradicional a nivel formal porque el frenesí discursivo se concentraba en los diálogos y en aquellas situaciones a veces de impronta teatral, su dimensión dramática es mucho más cinematográfica porque emplea con inteligencia y gran soltura todos los recursos narrativos disponibles del medio de una manera mucho más completa, heterodoxa y abarcativa, pensemos para el caso en los dos mega flashbacks de Birnam en el bar de Nat que contextualizan su alcoholismo en términos históricos y terminan de definirlo como un problema de autoconfianza, debilidad, temores y una indisimulable pusilanimidad de anclaje psicológico infantil basada en la evasión fácil pero en extremo transitoria que ofrece el líquido espirituoso para una psiquis que se siente frustrada y acorralada por las diversas presiones de un ámbito metropolitano caníbal que pondera al éxito y ataca al fracaso; panorama al que debemos sumar esos efectos especiales del momento onírico diurno durante la función de La Traviata, cuando nuestro adalid del vicio recuerda esa botella que atesora en su impermeable del guardarropa, y un magnífico aprovechamiento del zoom de la cámara en ocasión de aquella toma autista hacia un vaso, el plano desde el ojo febril del protagonista y ese “zoom in” sobre el ratón del desenlace, lo que por cierto trae a colación la recordada secuencia de las alucinaciones de Don por el síndrome de abstinencia y esa fantasía terrorífica del murciélago entrando en su morada a través de una ventana y matando a un ratón que estaba destruyendo/ carcomiendo una pared para agrandar un pequeño agujero, así la sangre de la presa se derrama a lo largo del muro de un hogar símil pocilga porque el señor se la pasa escondiendo su suministro alcohólico sin poder recordar a posteriori exactamente dónde. Más allá del excelente tour de force de Milland, pieza fundamental para que la cruzada no caiga en el ridículo y mantenga una verosimilitud que definitivamente está basada en el muy buen diálogo entre el intérprete y el director, vínculo aceitado que ya venía de la colaboración previa entre ambos, El Mayor y la Menor (The Major and the Minor, 1942), tanto la ópera prima de Wilder en solitario como su debut en la comarca de los grandes estudios estadounidenses, la enorme potencia que aún conserva la película se explica por la sinceridad y astucia con la que está encarada la temática en cuestión y por la jugada ideológica de no romantizar a ninguna parte/ agente/ involucrado desde ese clásico maniqueísmo de Hollywood que suele empantanar cualquier pretensión de seriedad, en este sentido hay que tener presente que el cansancio de Wick hacia su hermano, el fetiche del apoyo irrestricto de Helen, el oportunismo con problemas de conciencia de Nat -vendiéndole alcohol pero recriminándole su forma de ser- y hasta la espiral sin fin de la autodestrucción de Birnam se sienten todas respuestas o pareceres o conductas que calzan a la perfección dentro del lienzo existencial más macro que propone el film, ese sustentado en la ausencia de soluciones rápidas y la presencia de un marcado ninguneo y olvido estatal, médico, institucional y ciudadano frente al sufrimiento de los adictos y marginados comunales, amén de subrayar que en algunas oportunidades el auxilio de los seres queridos puede transformarse en un castigo insoportable ya que las llamadas telefónicas permanentes de St. James en suma no hacen más que recordarle al alcohólico todo lo que no alcanzó en la vida y que la fémina parece reclamarle de manera tácita con su devoción a lo mártir perfecta del mandato de recuperación social, algo exacerbado por el exquisito desempeño de Wyman y esas mejillas redondas símil muñeca que le dan un aire naif o ingenuo y de sacrificio pueril porfiado. La fábula de fondo de la autosuperación, aquella que va de lo general a lo particular y viceversa mediante las tomas del principio y del final de contrapunto entre la ciudad y el domicilio del borracho, incluso está manejada con mano maestra por un lado mediante la alegoría de convertir al sufrimiento en un arte que cura, por ello su mejoría coincide con el surgimiento de la fuerza de voluntad necesaria para comenzar a escribir una novela autobiográfica intitulada La Botella que hace las veces del trabajo de Jackson, el autor del libro original, y por el otro lado a través del recurso de la esquizofrenia conceptual y práctica a lo El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886), de Robert Louis Stevenson, ahora con el enfermo aseverando que existen dos identidades en su persona, Don el alcohólico y Don el escritor, ambas en constante lucha al punto de que en las postrimerías del metraje el personaje de Milland reconoce ante su novia que en realidad existe un solo Birnam porque el borracho le ganó la pulseada a su antagonista en medio de una crisis que lo llevó a tocar fondo y a considerar al suicidio como la única salida posible, es precisamente allí cuando el amor de Helen no se siente más como invasivo y sin duda resulta fundamental para sacarlo del pozo de “otro trago, otra parranda, otra borrachera, otra racha” y devolverle algo de la autoestima hecha añicos, mitad por voluntad propia y mitad porque la sociedad circundante no sólo no ayuda sino que tiende a estrangular. Muy pocas realizaciones han sabido retratar la claustrofobia de la insaciabilidad crónica, mezcla de depresión y euforia, y la dialéctica de las mentiras, los engaños y las traiciones que se esconden detrás de las adicciones de la misma forma que -y con la eficacia de- Días sin Huella, una película fascinante adepta a moverse con comodidad en la frontera entre el melodrama de círculo vicioso y ese horror psicosomático del surtido de drogas que el ser humano utiliza para escapar de la realidad cual placebo devenido en una condena en la que la coyuntura negada sigue exactamente igual y el individuo, en cambio, muta hacia la descomposición y la tétrica vulnerabilidad…

 

Días sin Huella (The Lost Weekend, Estados Unidos, 1945)

Dirección: Billy Wilder. Guión: Billy Wilder y Charles Brackett. Elenco: Ray Milland, Jane Wyman, Phillip Terry, Howard Da Silva, Doris Dowling, Frank Faylen, Mary Young, Anita Sharp-Bolster, Lilian Fontaine, Frank Orth. Producción: Charles Brackett. Duración: 101 minutos.

Puntaje: 10