De los tres grandes clásicos del policial negro de influjo documentalista y con legendarias escenas de acoso callejero a toda velocidad de fines de la década del 60 y comienzos de los 70 producidos por el inefable Philip D’Antoni, hablamos de Bullitt (1968), de Peter Yates, Contacto en Francia (The French Connection, 1971), opus de William Friedkin, y Los Implacables (The Seven-Ups, 1973), dirigida por el propio D’Antoni antes de regresar a su primer amor, la TV, y eventualmente retirarse del medio audiovisual en las postrimerías de los 70, la primera fue sin duda la más revolucionaria para su tiempo ya que así como por un lado puede carecer del pesimismo absoluto de los diálogos y las resonancias nihilistas del trágico periplo de las otras dos, por el otro lado -y al mismo tiempo- el sustrato lacónico y ese minimalismo anímico a lo western crepuscular del mítico personaje titular, en la piel del estupendo Steve McQueen, resultarían ultra decisivos en términos de influencia para el trabajo encarado a posteriori por Clint Eastwood en ocasión de su Harry Callahan de Harry, el Sucio (Dirty Harry, 1971), de Don Siegel, y por Charles Bronson para aquel Paul Kersey de El Vengador Anónimo (Death Wish, 1974), del tremendo Michael Winner, un par de convites asimismo vanguardistas que llevaron al extremo a escala ideológica el viejo y querido profesionalismo del Bullitt de McQueen para volcarlo hacia una ortodoxia algo derechosa que no estaba del todo presente en el opus de Yates porque para 1968 todavía no había sido destruido del todo el trasfondo de las utopías sociales y existenciales de los 60, amén del hecho de que la estrella, el amigo Steve, jamás fue adepto a exacerbar el fatalismo discursivo y prefería en cambio un tono medio cual solución negociada entre el optimismo estándar hollywoodense y la idiosincrasia más adulta y compleja del público de aquel glorioso período. Yates, un británico que había empezado su carrera en el cine en el ámbito del doblaje, la edición y los asistentes de dirección antes de saltar hacia la realización, de hecho debutó en yanquilandia con la película que nos ocupa en esencia gracias a su muy buen desempeño en El Golpe del Siglo (Robbery, 1967), caper movie orientada a una representación a lo lejos y bastante ficcional del célebre asalto al tren postal de Glasgow-Londres del 8 de agosto de 1963 que fue del agrado del propio McQueen, productor de la faena a través de su compañía Solar Productions, fundamentalmente gracias a la enérgica secuencia de persecución automovilística por las arterias de la capital inglesa del inicio, antecedente de sus homólogas mucho más famosas y alabadas de la trilogía de D’Antoni.
Yates, como muchos artesanos de su época, fue un señor con una trayectoria de lo más heterogénea que era muy bueno para algunas cosas y muy malo para otras, en este sentido se puede aseverar que su trabajo en el rubro de la comedia es totalmente prescindible, que en el enclave bélico y el esquema de las aventuras entregó un trío de propuestas apenas correctas, La Guerra de Murphy (Murphy’s War, 1971), El Abismo (The Deep, 1977) y la fantástica e involuntariamente hilarante Krull (1983), y que consiguió brillar sobre todo -y dentro de un espectro cualitativo también variante pero más parejo, si lo comparamos con el correspondiente a los otros géneros- en los thrillers de acción, el film noir y las distintas encarnaciones del cine de suspenso, pensemos por ejemplo en la citada El Golpe del Siglo, Los Increíbles Cuatro (The Hot Rock, 1972), Los Amigos de Eddie Coyle (The Friends of Eddie Coyle, 1973), Testigo Ocular (Eyewitness, 1981), Eleni (1985), Sospechoso (Suspect, 1987), La Casa en la Calle Carroll (The House on Carroll Street, 1987) y Un Hombre Inocente (An Innocent Man, 1989), a lo que se suma algún que otro drama ameno aunque olvidable como John y Mary (John and Mary, 1969), Los Muchachos del Verano (Breaking Away, 1979), El Vestidor (The Dresser, 1983) y Aprendiendo a Vivir (Roommates, 1995). El guión está basado en la novela Testigo Mudo (Mute Witness, 1963), de Robert L. Fish alias Robert L. Pike, conocido también por El Sindicato del Crimen (The Assassination Bureau, 1969), de Basil Dearden, y fue escrito por Alan Trustman y Harry Kleiner, este último teniendo en su haber clásicos del film noir de Otto Preminger, Henry Hathaway, William Keighley, Samuel Fuller y Vincent Sherman y ambos volviendo a colaborar con el actor protagónico en las recordadas El Affaire de Thomas Crown (The Thomas Crown Affair, 1968), de Norman Jewison, y Las 24 Horas de Le Mans (Le Mans, 1971), de Lee H. Katzin, no obstante Bullitt es una de esas epopeyas fundamentalmente esquemáticas a nivel de una trama minúscula y/ o sencilla en la que se aprecia con claridad la maestría de los profesionales a cargo de la ejecución en la praxis indisimulable del set y la postproducción, desde Yates y McQueen hasta genios más tapados como el director de fotografía William A. Fraker, desparramando tomas reposadas que contrastan con otras hiperquinéticas para el agite urbano policial, el editor Frank P. Keller, aquí ganando un Oscar por su prodigioso trabajo e iniciando una relación profesional duradera con el realizador, y el gran compositor argentino Lalo Schifrin, entregando una banda sonora jazzera y sensual al cien por ciento.
El derrotero comienza cuando unos sicarios de la mafia de Chicago tratan de cargarse a un tal Johnny Ross que robó dos millones de dólares mientras controlaba las apuestas para el sindicato delictivo, logrando huir de una muerte segura gracias a su hermano Pete (Vic Tayback) y aparentemente consiguiendo protección al transformarse en el “testigo estrella” de Walter Chalmers (Robert Vaughn), poderoso senador con ansias de ganar popularidad y poder haciendo que el fugitivo comparezca en una audiencia del Subcomité del Senado sobre el crimen organizado, por ello mismo le encarga al Teniente Frank Bullitt de la Policía de San Francisco hacer de niñero del susodicho desde el sábado hasta el lunes a la mañana, momento del testimonio contra sus antiguos socios/ empleadores/ cofrades. Todo parece tranquilo hasta que en la trasnoche del sábado convertido en domingo un par de matones (Paul Genge y Bill Hickman) entran en la habitación del hotelucho donde Frank y sus subordinados, el Detective “Dell” Delgetti (Don Gordon) y Carl Stanton (Carl Reindel), estaban cuidando a Ross y le disparan en una pierna a este último, el vigilante de turno, y en un hombro a la presa en cuestión, la cual termina muriendo en un hospital. Decidido a que no lo saquen del caso a instancias del maquiavélico Chalmers, que se desembaraza de toda culpa con vistas a echarle el fardo a Bullitt como máximo responsable desconociendo que el propio Ross dejó entrar a sus verdugos sacándole la cadena a la puerta, el antihéroe consigue trasladar al fallecido a la morgue bajo el mote de “no identificado” y gana tiempo para descubrir, a través del taxista que llevó al testigo hasta su morada en San Francisco, Weissberg (nada menos que un joven Robert Duvall), que el finado había llamado desde un teléfono público a un hotel de San Mateo para comunicarse con una tal Dorothy Simmons (Brandy Carroll). Luego de dar vuelta la cosa en un seguimiento automovilístico de los asesinos contra su persona y mutar él en acechante rutero, el teniente logra sacarlos de la carretera y ambos mueren en una generosa explosión, preámbulo con respecto a más peleas con un Chalmers que presenta un habeas corpus para que le digan dónde está su testigo, pronto descubriendo que ya pasó a mejor vida, y el hallazgo del cuerpo estrangulado de Dorothy en el hotel, quien resulta ser la esposa de un vendedor de autos usados de Chicago llamado Albert Renick (Felice Orlandi), señuelo enviado/ manipulado por el verdadero Ross (Pat Renella) para fugarse tranquilo a Europa, algo que no ocurre porque Frank le dispara en el aeropuerto después de que el criminal abriese fuego contra un uniformado.
Más allá de escenas maravillosas como la de los créditos iniciales, la cruenta del ataque en el hotelucho al lado de la autopista contra Stanton y el Ross fraudulento, típico tonto que no entiende en qué se metió porque el fugado mata a su esposa para eliminarla como testigo, la de las estratagemas de Frank en el hospital con el Doctor Willard (Georg Stanford Brown) para ocultar el cadáver de Renick y el combate dialéctico hiper sutil subsiguiente con el soberbio Chalmers, la persecución a través del nosocomio de Bullitt para con el personaje de Genge, su equivalente por las calles y rutas de San Francisco a bordo del Ford Mustang verde oscuro del teniente y el Dodge Charger negro de los sicarios, la de la confrontación con su novia Cathy (una preciosa y etérea Jacqueline Bisset), con quien descubre el cadáver de Dorothy en una situación que lleva a la fémina a cuestionar su frialdad y los traumas psicológicos en general que provoca el oficio policial, y todo el desenlace en su conjunto en el aeropuerto de San Francisco, la película de Yates constituye de por sí una de las primeras verdaderas conjunciones exitosas de thriller de acción y un marco de referencias extraídas del film noir de antaño, por ello ante la eficacia y rauda fortaleza del Bullitt de McQueen se contrapone el oportunismo envilecido, caníbal y parasitario de un Chalmers evidentemente conectado con la mafia de Chicago, de allí que Ross le haya contactado para enchufarle a Renick en un caso de confusión de identidad llevado al límite de la ignorancia ya que el vendedor de autos usados no tenía idea alguna de su condición de señuelo, y hasta teniendo a un “perro faldero” que lo sigue a todos lados perteneciente a la policía, el Capitán Baker (Norman Fell), clara antítesis vendida al mejor postor con respecto al superior inmediato del protagonista, el Capitán Bennet (Simon Oakland), el cual respalda a Frank ante las presiones de destitución de los susodichos y a riesgo de enajenarse a su patronal política/ civil. Este conflicto prosaico apuntado, entre el trabajo sucio que deben realizar a diario los uniformados y la enorme hipocresía del gobierno que los utiliza como carne de cañón y después los culpa si las cosas no salen como esperaban, algo a su vez simbolizado en la calcomanía trasera del coche que se lleva a Chalmers en el final, “apoye a su policía local”, será el eje a futuro de una infinidad de odiseas suburbanas similares que también pondrán en tensión los valores remilgados de la sociedad y su fariseísmo vía la jugada de convertir en adalid de la justicia a un oficial que no respeta las reglas u opta por desobedecer órdenes que considera muy contraproducentes para satisfacer los objetivos de su profesión, eso de apresar a malhechores y semejantes a pesar de tener que convivir a escala cotidiana con planteos éticos como los de Cathy y con cuestionamientos laborales varios -y promesas de “ascender” en la pirámide pública si hace lo que se le dice sin preguntar ni chistar- en sintonía con los dardos de ese Chalmers del extraordinario Robert Vaughn, otro monstruo sagrado del séptimo arte como McQueen, Gordon y Oakland. Bullitt, en suma, consigue respetar la inteligencia del espectador gracias a un realismo de procedimientos policiales y un tono retórico apaciguado que explota de golpe sin jamás renunciar al documentalismo de locaciones reales, detalles técnicos, reacciones siempre medidas y una dimensión expresiva acotada tendiente a desnudar el núcleo de cada secuencia y ofrecernos en consonancia una pureza cinematográfica sin mayores artimañas, con gran elegancia y desde una honestidad inconmensurable hoy en día cuasi extinta en el reino de la artificialidad y la pose anodina…
Bullitt (Estados Unidos, 1968)
Dirección: Peter Yates. Guión: Alan Trustman y Harry Kleiner. Elenco: Steve McQueen, Robert Vaughn, Don Gordon, Simon Oakland, Jacqueline Bisset, Robert Duvall, Norman Fell, Vic Tayback, Pat Renella, Felice Orlandi. Producción: Philip D’Antoni. Duración: 114 minutos.