Un Día muy Particular (Una Giornata Particolare)

La mentalidad de los demás

Por Emiliano Fernández

Como otros directores de la segunda generación neorrealista, en sintonía con Pier Paolo Pasolini, Marco Bellocchio, Lina Wertmüller, Bernardo Bertolucci y los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, la carrera de Ettore Scola se puede dividir en dos etapas muy claras que no dejan margen alguno para la ambigüedad: en este caso la primera fase está vinculada fundamentalmente a la commedia all’italiana de la década del 60, años profesionales primigenios del señor luego de haberse desempeñado durante los 50 como guionista que lo llevaron a colaborar en calidad de realizador con actores de primera línea del espectro internacional de entonces como Vittorio Gassman, Nino Manfredi, Alexandra Stewart, Mickey Rooney, Alberto Sordi, Bernard Blier, Ugo Tognazzi, el imponderable Marcello Mastroianni, Monica Vitti, Giancarlo Giannini, Lauren Hutton, Charles Vanel, Michel Simon y Joan Collins, no obstante conviene sincerarse y aseverar que no logró destacarse porque la enorme mayoría de los trabajos en cuestión eran simples y bastante mediocres al extremo de que sólo Celos, Estilo Italiano (Dramma della Gelosia (Tutti i Particolari in Cronaca), 1970) sobrevivió en la memoria popular, y en lo que atañe al segundo y más prolongado ciclo de la trayectoria de Scola, ese que abre la propuesta de transición Nos Habíamos Amado Tanto (C’Eravamo Tanto Amati, 1974) al sintetizar fetiches futuros como la nostalgia, la tristeza, el humor irónico, el existencialismo costumbrista, la cinefilia más rabiosa, el análisis comunal y los vínculos entre seres queridos, el período concentra sus grandes obras maestras en un periplo que va desde mediados de la década del 70 hasta la primera mitad de los 80, nos referimos a las inmortales Feos, Sucios y Malos (Brutti, Sporchi e Cattivi, 1976), joya absoluta del grotesco de cepa paródica neorrealista, Un Día muy Particular (Una Giornata Particolare, 1977), un drama romántico de marginados como ningún otro, y El Baile (Le Bal, 1983), lienzo histórico/ musical muy ambicioso y sin diálogos que se sitúa como el mejor exponente del realizador en el rubro de las propuestas corales, uno al que regresaría sin cesar durante su madurez como lo demuestran La Terraza (La Terrazza, 1980), La Noche de Varennes (La Nuit de Varennes, 1982), La Familia (La Famiglia, 1987), La Cena (1998) y Gente de Roma (Gente di Roma, 2003), todos trabajos que supieron amalgamar resonancias dramáticas, ingredientes de comedia sardónica y un cinismo sutil casi siempre disimulado mediante pinceladas de naturalismo expresivo y hasta un esplendoroso humanismo, la gran “marca registrada” en su conjunto del querido Ettore.

 

Ambientada durante la visita de mayo de 1938 de Adolf Hitler a Benito Mussolini, antes de la implementación de esas leyes raciales discriminatorias que a posteriori serían analizadas en la excelente Competencia Desleal (Concorrenza Sleale, 2001), Un Día muy Particular está bien lejos de toda estructura coral, ésta también vista en las colaboraciones del italiano con otros colegas vía obras ómnibus en la tradición de las recordadas Señoras y Señores, Buenas Noches (Signore e Signori, Buonanotte, 1976), de Scola y la friolera de otros diez directores, y Los Nuevos Monstruos (I Nuovi Mostri, 1977), encarada junto a Dino Risi y Mario Monicelli, secuela a su vez de Los Monstruos (I Mostri, 1963), de Risi en soledad, y hasta se podría decir que el film por un lado anticipa el vínculo entre personajes opuestos de Pasión de Amor (Passione d’Amore, 1981) y el minimalismo retórico de ¿Qué Hora es? (Che Ora è?, 1989) y por el otro lado retoma la obsesión del autor con una melancolía que a veces gusta de disfrazarse de análisis histórico remoto, como en La Noche de Varennes y El Viaje del Capitán Fracassa (Il Viaggio di Capitan Fracassa, 1990), y en otras ocasiones tiende a la cinefilia ya señalada, pensemos en este sentido en Nos Habíamos Amado Tanto, en Splendor (1989), especie de extensión conceptual de Cinema Paraíso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), de Giuseppe Tornatore, o en Qué Extraño Llamarse Federico (Che Strano Chiamarsi Federico, 2013), su carta de amor al principal horizonte artístico de su carrera, el enorme Federico Fellini, a modo de memorias que retratan la amistad entre los dos hombres sirviéndose de ficcionalizaciones de hechos verídicos, entrevistas en off, detalles de índole surrealista, una multiplicidad de citas fellinescas, un narrador omnipresente que remite a su homólogo de Amarcord (1973) y una arquitectura general hermanada a los documentales reflexivos, esos orientados a subrayar con sarcasmo los hilos que apuntalan la ilusión. El relato abre con imágenes del documental propagandístico fascista El Viaje del Führer por Italia (Il Viaggio del Führer in Italia, 1938), con el objetivo de contextualizar el pavoneo interminable de poder militar masculino que significó la llegada del jerarca máximo del nazismo a la tierra del también desquiciado y maquiavélico de Mussolini en los meses previos al comienzo de la espantosa Segunda Guerra Mundial y todo lo que trajo consigo de la mano de las masacres mecanizadas a escala global, las limpiezas étnicas en pos de quimeras sociales de pureza y por supuesto los campos de concentración montados por los Aliados y por sus contrincantes, Alemania, el Imperio del Japón y el Reino de Italia.

 

En el día posterior a la jornada del arribo en sí de Hitler a Roma y de su encuentro con el Duce, cuando está planificado un gigantesco desfile bélico de las huestes vernáculas para sellar el pacto de colaboración entre ambos países y por supuesto demostrarle al mandamás de los alemanes que Italia está a la altura del conflicto por venir, algo que lejos estaba de ser verdad por el vergonzoso papel que jugó la nación en el frente de batalla en África y luego -para colmo de males- siendo ocupada tanto por los germanos como por los Aliados cual territorio intercambiable/ comodín que no ofrecía resistencia real alguna, Antonietta (Sophia Loren) se queda sola en su hogar de un colosal complejo de departamentos y termina conociendo a Gabriele (Mastroianni), un vecino, cuando la mascota alada de la familia de la mujer, un miná llamado Rosamunda, se le escapa y vuela hacia una de las ventanas del departamento en el que vive el hombre en soledad. Antonietta es una persona semi iletrada que admira a Mussolini y se casó muy joven con Emanuele (John Vernon, célebre actor canadiense que trabajó mucho en Hollywood), jefe del servicio de ordenanzas del Ministerio de África Oriental, con quien tuvo seis vástagos que la tapan de un trabajo doméstico que acepta resignada e incluso anticipando un séptimo que la haría acreedora del “premio de familia numerosa” bajo la política fascista de incrementar la población italiana para estar al nivel de las grandes potencias europeas, y Gabriele, por su parte, se encarga de la correspondencia publicitaria para un emporio capitalista y es un ex locutor del Ente Italiano de Radiodifusión que fue echado por su condición de homosexual, que mantiene una relación a la distancia con un tal Marco y que en esencia está atravesando una fuerte depresión en la que sopesa suicidarse en los momentos previos a ser deportado a la Isla de Cerdeña por la típica homofobia del régimen autoritario. Teniendo como permanente telón de fondo los pormenores del desfile por esa radio a todo volumen de la portera, la chismosa y también fascista convencida Cecilia (Françoise Berd), el dúo protagónico pasa de bailar rumba y tomar un café a esperables discusiones políticas, recoger la ropa en la azotea del complejo, pelearse y luego reconciliarse con un almuerzo y una sesión de sexo en plan de solidaridad mutua por la sensación de claustrofobia y humillación que sienten a instancias de los energúmenos del statu quo, el gay padeciendo en primer plano la persecución y la mujer refugiándose en un fanatismo ideológico algo naif y superficial que esconde mucha tristeza por las sucesivas infidelidades de su marido con prostitutas y una maestra, Laura.

 

El director, como haría muchas veces a lo largo de su carrera, disfruta en primera instancia construyendo una situación en apariencia normal aunque con un mínimo misterio de fondo, léase esa primera parte de la trama en la que se nos presenta a Marco como una suerte de amigo telefónico de Gabriele, a este último -inspirado, por cierto, en un locutor homosexual y presentador mediático de la época que sufrió el acoso del poder, Nunzio Filogamo- como un posible militante antifascista en el ostracismo y a ella como una convencida al cien por ciento del rol subordinado necesario de las mujeres ante el destino de gloria que les aguarda a todos los hombres que luchan o trabajan por la patria, para después sabotear este esquema -vinculado directamente al neorrealismo y a la commedia all’italiana posterior- con un tono y un giro narrativo mucho más apesadumbrados y realistas, por ello luego de la escena de la terraza descubrimos que él de militante antifascista no tiene nada y sólo es homosexual, incluso habiendo estado afiliado al partido en el gobierno antes de ser expulsado por su orientación en la intimidad, y que ella es una cornuda de larga data que parece sublimar las frustraciones que le genera el macho que tiene en su casa, Emanuele, uno del que ya no está enamorada y con el cual no ríe desde que eran novios, en un enamoramiento platónico para con la figura endiosada del Duce, algo así como una estampita a la que se le reza para que resuelva todos los problemas, desde ya de manera bastante paradójica ya que el principal responsable de que un piojoso de nivel medio en el escalafón institucional como su marido se sienta dictador en su hogar, siempre ordenándole a su esposa cómo debe comportarse y limitándola a la cocina y las labores prosaicas, es precisamente Mussolini, un dirigente tragicómico por antonomasia que fetichiza un nacionalismo que en la praxis se mezcla con el anticomunismo, el darwinismo social, el populismo, el capitalismo estatista, el apego a Víctor Manuel III, el respeto estratégico a la Iglesia Católica y el desprecio a cualquiera que se salga del molde utópico de sociedad deseada basada en la familia, las jerarquías de tipo militar y el miedo como “gran conciliador” vía esa amenaza de hostigamiento, violencia, torturas, proscripción y/ o exilio que garantiza una devoción cuasi religiosa mediante la impotencia frente al horror. Así como el coito entre los personajes de los extraordinarios Mastroianni y Loren no alcanza para evitarle el presidio al varón vía una hipotética “cura” de su homosexualidad, fórmula retórica del cine derechoso populachero desde siempre, y por ello termina siendo llevado por dos esbirros fascistas durante las postrimerías del relato, del mismo modo el libro que él le presta a ella ante la mínima curiosidad que demuestra la mujer en su departamento, Los Tres Mosqueteros (Les Trois Mousquetaires, 1844), de Alejandro Dumas, tampoco alcanza en sí para poder sustraerla de su mazmorra doméstica al punto de que también en los segundos finales del metraje Antonietta desiste de seguir leyendo, luego de ser testigo del raudo traslado de Gabriele, y regresa a la cama conyugal aceptando el hecho de tener que engendrar a un séptimo vástago, al cual Emanuele pretende bautizar Adolfo por Hitler, debido a que la única forma de huir del tedio de la uniformidad fascista es profundizándolo hasta sus últimas consecuencias. Esta idea de fondo de “escape hacia adelante” de la fémina y su resignación a ser una segundona simbólica porque su marido definitivamente prefiere a una mujer instruida como su amante verdadera, esa Laura que humilla tácitamente a Antonietta llamándola inculta, nos hablan del conservadurismo de las mayorías comunales y de su complicidad en lo que atañe a los regímenes inmundos que las gobiernan, esos que son defendidos a base de supersticiones, analfabetismo político y una ortodoxia inducida desde unas cúpulas que los dejan en ridículo porque al fin y al cabo ellos mismos son sus propios verdugos al legitimar a esa oligarquía plutocrática y demagógica de las elites a la que le importa un comino el pueblo y sus necesidades, éste considerado apenas como un medio para un fin que siempre equivale a acumular más y mejor capacidad de influencia y todas las riquezas asociadas al acto de rapiñar desde la impunidad de la dimensión pública/ estatal. Evitando los devaneos teatrales de buena parte de su producción coral y sacando el máximo rédito artístico de la sublime y muy elegante fotografía del genial Pasqualino De Santis, rebosante de tomas secuencias, quietud, una graduación cromática sepia y un exquisito equilibrio en lo que a las diferentes facetas de cada escena se refiere, Scola en esta oportunidad desromantiza a las víctimas, haciéndolas responsables en cierta medida de su propio sufrimiento a partir de la “ayudita” del exterior, y piensa a la necesidad de afecto como una característica humana universal y al vínculo entre distintos en tanto una de las posibles manifestaciones del cariño cuando todas las otras, las tradicionales que se corresponden a los intereses de cada uno, están anuladas, de allí que el gay ermitaño y egoísta de clase media alta pueda entablar una conexión anímica o hasta cultural con una mujer heterosexual del proletariado que vive para satisfacer las exigencias de sus hijos y del patriarca del clan sin tener en cuenta sus anhelos y sueños, planteo discursivo que trae a colación el leitmotiv ideológico de la película, ese mandato social sofocante que nos impele a amoldarnos a la mentalidad de los demás -sobre todo a la mayoritaria, tontuela e impulsiva, sin jamás reflexionar sobre las decisiones de turno- por más que esté equivocada, sea peligrosa para uno mismo o implique destruir la existencia del prójimo, un otro antropológico que en la modernidad no está a miles de kilómetros de distancia sino que puede ser nuestro vecino de al lado o aquel otro con el que nos cruzamos azarosamente en la calle. La maestría del realizador en Un Día muy Particular radica en reposicionar al trasfondo mundano cotidiano de la vida como crucial para la formación de la identidad del individuo y en retratar sin pompa alguna o efusividad esa mediocridad consuetudinaria de la que sin embargo puede surgir la chispa del inconformismo futuro al ver el sujeto cómo el sustrato mortuorio invariante de la comunidad aliena a aquellos que padecen sus múltiples injusticias e inequidades, provocando en suma que los otrora obtusos o condicionados por el vulgo, el Estado o los medios de comunicación no sólo tomen conciencia de su rol de marginados o embotados por las mentiras sino que se propongan hacer algo al respecto para eliminar la sumisión y cobardía a largo plazo, algo que queda en el campo de lo “no dicho” en el film de Scola porque el nihilismo parece ganar la primera batalla pero al mismo tiempo la sobreviviente, nuestra madre de familia, en última instancia comprende lo que está sucediendo y en vez de estigmatizar desde la soberbia y la torpeza, como hace esa portera bigotuda de Berd, opta por el apoyo y la reciprocidad en tiempos funestos en los que la paranoia de ver enemigos por todos lados resulta el único precepto…

 

Un Día muy Particular (Una Giornata Particolare, Italia/ Canadá, 1977)

Dirección: Ettore Scola. Guión: Ettore Scola, Ruggero Maccari y Maurizio Costanzo. Elenco: Marcello Mastroianni, Sophia Loren, John Vernon, Françoise Berd, Patrizia Basso, Tiziano De Persio, Maurizio Di Paolantonio, Antonio Garibaldi, Vittorio Guerrieri, Alessandra Mussolini. Producción: Carlo Ponti. Duración: 107 minutos.

Puntaje: 10