Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray, por un lado sintetiza todas las marcas formales que acompañaron al director en su carrera hollywoodense como su apego por los inadaptados sociales o criminales, su tendencia a festejar el inconformismo y revalorar al individuo en nuestra sociedad alienante, su uso de colores histéricos para exacerbar el drama de fondo, la presencia de cierto lirismo en los diálogos, su propensión a combinar géneros en apariencia algo mucho antagónicos, esa obsesión con estilizar las imágenes desde una artificialidad muy bella, el fetiche de explorar una angustia apenas solapada y por supuesto el gustito por poner en crisis identidades que a priori parecen muy férreas o intercambiarlas como ocurre de hecho con el chiste implícito del rótulo original, uno que parece vendernos al pistolero interpretado por Sterling Hayden como el gran protagonista de la faena, Johnny “Guitar” Logan, cuando en realidad la actriz de cabecera es una Joan Crawford hiper glamorosa que compone a una ex prostituta que se acostó con medio planeta para construir su propia taberna y casino en el medio de la rusticidad del Estado de Arizona, esa legendaria Vienna a la que apunta el título con el que es conocido el convite en el mercado hispanoparlante como si se tratase de un arranque de justicia conceptual que equilibra el nombre en inglés, Mujer Pasional, y por el otro lado constituye parte fundamental de su trilogía de la década del 50 de obras magníficas que le ganaron el respeto de generaciones y generaciones de cinéfilos, esa que se completa con Rebelde sin Causa (Rebel Without a Cause, 1955), epopeya por antonomasia sobre la ansiedad de la juventud y opus que catapultó la fama de James Dean, Natalie Wood y Sal Mineo, y Delirio de Locura (Bigger Than Life, 1956), joya acerca de un docente y padre de familia interpretado por el genial James Mason que termina haciéndose adicto a la cortisona, propuestas que vinieron luego de una primera etapa profesional volcada esencialmente al film noir en la que sobresalen las recordadas Sendas Torcidas (They Live by Night, 1948), clásico absoluto del gremio de los amantes en fuga con Farley Granger y Cathy O’Donnell, y En un Lugar Solitario (In a Lonely Place, 1950), misterio de antología estelarizado por un Humphrey Bogart terrorífico que puede o no ser un asesino, amén de obras también loables y en la misma sintonía como El Secreto de una Mujer (A Woman’s Secret, 1949), Horas de Angustia (Knock on Any Door, 1949), Nacida para el Mal (Born to Be Bad, 1950) y Odio en el Alma (On Dangerous Ground, 1951), rubro al que regresaría en la posterior e injustamente olvidada La Rosa del Hampa (Party Girl, 1958), traslación de aquella sordidez en blanco y negro de los inicios de su carrera a los colores saturados de los 50 y esa pompa trágica maquillada anterior a los 60.
Antes de aquellas épicas finales de Rey de Reyes (King of Kings, 1961), sobre la existencia de un Jesucristo en la piel de Jeffrey Hunter, y 55 Días en Pekín (55 Days at Peking, 1963), odisea con Charlton Heston, Ava Gardner y David Niven alrededor de la Rebelión de los Bóxers de 1900 en la China de la Dinastía Qing, en el rodaje de la cual Ray colapsó de un ataque al corazón por el cansancio, su alcoholismo y su drogodependencia exacerbada, y muy lejos aún de Relámpago sobre el Agua (Lightning Over Water, 1980), documental reflexivo y póstumo codirigido con/ completado por Wim Wenders sobre el último período de la vida de Ray antes de fallecer en 1979 de cáncer de pulmón, la película que nos ocupa en esencia es una cruza entre ese sustrato melodramático que acompañó a buena parte de la producción artística del norteamericano, el cual nos remite a sus años fundacionales en el terreno del film noir, e ingredientes contextuales muy marcados de otros dos géneros a los que el realizador regresó una y otra vez a lo largo de su trayectoria, hablamos primero del western, asimismo trabajado en ocasión de las inferiores aunque interesantes Sendas Amargas (Run for Cover, 1955) y La Verdadera Historia de Jesse James (The True Story of Jesse James, 1957), y segundo de esas gestas de aventuras que en el ecosistema creativo del amigo Nicholas a veces se mezclaban con la mega fanfarria bélica, basta con pensar en Infierno en las Nubes (Flying Leathernecks, 1951), La Mujer Codiciada (The Lusty Men, 1952), Amargo Triunfo (Bitter Victory, 1957), Infierno Verde (Wind Across the Everglades, 1958) y la estupenda Los Salvajes Inocentes (The Savage Innocents, 1960), con Anthony Quinn como un esquimal que mata a un misionario cristiano y termina siendo perseguido por las autoridades, inspiración directa para Bob Dylan al momento de componer Quinn the Eskimo (The Mighty Quinn), maravillosa canción perteneciente a The Basement Tapes de 1967. Gran parte del encanto de la faena radica en el hecho de que Ray no sólo deja a Crawford ocupar el rol protagónico que en el western y las aventuras le corresponde a los hombres sino que también le permite desatar su huracán de artificialidad sin contenerla para nada, provocando que esa personalidad arrebatadora y semi masculina se imponga en una fase profesional de la actriz en la que lejos estaba de su período sensual mudo y atravesaba aquella transición entre el sustrato medido de Un Rostro de Mujer (A Woman’s Face, 1941), de George Cukor, y Mildred Pierce (1945), de Michael Curtiz, y las interpretaciones ya histéricas de ¿Qué Pasó con Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962), de Robert Aldrich, y Camisa de Fuerza (Strait-Jacket, 1964), de William Castle, entre otros opus tardíos que aprovecharon su fama de arpía todo terreno o de lobo con piel de cordero.
Como casi siempre en el caso del cineasta, la historia es muy simple y el guión de turno de Philip Yordan, basado a su vez en la novela homónima de 1953 de Roy Chanslor cuyos derechos estaban en posesión de la mismísima Crawford porque el autor incluso le había dedicado el libro, se centra en un triángulo amoroso que en realidad se abre a una cuarta parte, nada menos que la antagonista principal del relato: primero tenemos a Vienna, algo así como una empresaria que representa el progreso capitalista de la modernidad porque montó su taberna muy cerca de donde está planeado que pase el ferrocarril en un futuro próximo para ganarse muchos clientes foráneos y revalorizar a nivel inmobiliario el lugar, y a Logan, un ex amante de cinco años atrás de la mujer que es contratado por ella para que la proteja símil guardaespaldas y un pistolero experto que pasa por pacifista ingenuo porque en vez de mostrar sus armas lo único que enseña en público es su guitarra, y en segundo lugar está el amante reciente de la dueña de la taberna, un tal Dancin’ Kid (Scott Brady) que lidera una banda de forajidos -compuesta por Bart Lonergan (Ernest Borgnine), Turkey Ralston (Ben Cooper) y Corey (Royal Dano)- con muy mala fama en la zona porque no son ni ganaderos ni agricultores pero siempre tienen mucho dinero para gastar por una supuesta mina de plata que nadie vio y que guardan en el más absoluto de los secretos, lo que nos deja con la gran villana, la tremenda Emma Small (Mercedes McCambridge), una oligarca terrateniente muy poderosa de la región que resiente la llegada de las vías ferroviarias y un marimacho que se pasa todo el relato reclamando el cuello de Vienna y Dancin’ Kid porque además está enamorada de este último y no le perdona que el hombre prefiera al personaje de Crawford por sobre ella, por ello mismo convence a su socio, otro barón ganadero de nombre John McIvers (Ward Bond), de que utilice el flamante robo a una diligencia para endilgarles el asunto a Dancin’ Kid y su pandilla y darles un ultimátum de 24 horas para abandonar la comarca, amenaza que incluye a Vienna, sus empleados y el propio Logan. Como la mina de plata está agotada y la cuadrilla de los oligarcas resulta bien peligrosa, Dancin’ Kid opta por huir con las manos llenas y así roba el banco propiedad de la misma Small, quien acusa de complicidad a Vienna y por ello intenta ahorcarla junto con McIvers y los suyos, justo después de hacer lo propio con el pobre de Ralston, no obstante Johnny corta la soga a último minuto y ambos se marchan a esconderse en la guarida secreta de Dancin’ Kid, donde se produce una masacre cruzada en la que Lonergan mata a Corey, Logan al primero, Emma a Dancin’ Kid y Vienna a su contrincante femenina, dejándola a salvo para reunirse con Johnny cuando McIvers y sus esbirros renuncian ya a la carnicería.
Aquí Ray hace gala de su libertad creativa e imaginación y no sólo empareja a hombres y mujeres diciendo en suma que ambos son la misma mierda y nunca hay víctimas al cien por ciento, ahora enfrentando a dos hembras claramente exaltadas que simbolizan las opciones paradigmáticas en lucha en todo western y relato de aventuras que se precie de tal, esa prosperidad mentirosa capitalista que encarna Vienna, síntesis del trinomio “ferrocarril más juego más especulación inmobiliaria”, y esa alternativa latifundista de resonancias agrícolas y ganaderas que representa Emma, suerte de señora feudal esclavista aggiornada que le niega la posibilidad de asentarse a los inmigrantes que llegarán con el tren bajo el temor de la competencia furiosa y el tendido maniático de postes y alambradas en un territorio sin demarcación, sino que el director incluso utiliza para el beneficio de la realización, como afirmábamos con anterioridad, a la siempre aparatosa y despampanante Crawford, ésta sin duda seguida por otros dos adeptos a la sobreactuación como Hayden y McCambridge, con vistas a abrir y cerrar el periplo narrativo con ella vistiendo pantalones, lo que nos remite a la siempre rumoreada bisexualidad del cineasta, y en el medio dejarla que “haga lo suyo” permitiéndole que luzca desde atuendos relativamente sobrios aunque impolutos hasta aquel mítico vestido blanco y con sutiles transparencias como si la señora, ya de 50 años, siguiese siendo aquella ninfa de la década del 20, genial movida retórica que alimenta el surrealismo tácito de la amalgama de géneros, las alusiones edípicas, los diálogos siempre desorbitados, la fotografía ampulosa de Harry Stradling Sr. en el Trucolor de Republic Pictures y algunas escenas específicas semi alucinadas como la presentación de Joan con look de cowboy, la del asalto al banco con ese beso final entre ella y el líder de la pandilla y aquella famosa del piano hiper barroco, cuando Vienna recibe a la cuadrilla adepta a linchar de McIvers y Small sentada en su taberna ante el enorme instrumento y respondiendo con aire casual el interrogatorio acerca del paradero de la banda de Dancin’ Kid, justo antes del descubrimiento del malherido y oculto Turkey y de otra retahíla de muertes shakesperianas de impronta operística, la del cocinero/ ayudante avejentado de la dueña de la taberna, Tom (John Carradine), a manos de Small y la de Williams (Frank Ferguson), marshal local que pretendía proteger a Vienna de ser ahorcada a instancias de la insistente Emma, de manera accidental por parte del ahora agonizante Tom, quien nos regala otro de esos parlamentos celestiales que en aquella época sólo podían aparecer en una faena de Nicholas, cuando le dice al personaje de Crawford -antes de fallecer- “mira, todos me observan, es la primera vez en la vida que me siento importante”. Más allá del trabajo histriónico y muy teatral de todos los citados y de un joven Ernest Borgnine que ya componía al prototípico irritado y violento del glorioso lote de ladrones, excluidos y anarquistas camuflados, en el film se percibe la tensión entre Hayden y Crawford por un lado, ambos de pocas pulgas en cuanto a su egoísmo de estrella, y en especial entre esta última y McCambridge por el otro lado, un “pleito de gatas” que explotó en el set y tenía que ver con el alcoholismo de ambas, algún macho compartido en el pasado y un supuesto affaire entre Joan y el realizador que llevó a Mercedes a sentirse celosa de la evidente preferencia del mandamás detrás de cámaras con respecto a la actriz protagónica, a la que retrata en pantalla desde una elegancia en verdad hilarante si la consideramos en relación al pueblito hipotéticamente mugroso y olvidado en el que transcurre la acción en general. Obra favorita de un surtido de autores tan diversos como Martin Scorsese, Jean-Luc Godard, Pedro Almodóvar, François Truffaut, Shinji Aoyama y el propio Wenders, Johnny Guitar es una anomalía absoluta que se mueve en un terreno propio que no es ni el del western clásico ni el del spaghetti western ni tampoco el del western crepuscular, ya que Ray se las arregla para construir una epopeya en la que la praxis histórica, como tantas veces ocurriría en su trayectoria, es leída desde lo individual agitado gracias a que la pasión sin freno del melodrama y del folletín lo impregna todo sirviéndose de la metáfora de las llamas y unas cenizas subsiguientes que pueden ser caldo de cultivo para retomar algo del fuego de antaño, como sucede de hecho en el desenlace en materia de la pareja de ella y el guitarrista pistolero, o quedarse allí en lo mortuorio estéril vía un rencor, una animosidad y un desprecio altisonantes, precisamente por ello Emma incendia la taberna de su adversaria en la contienda por el amor de Dancin’ Kid y manipula a todos los varones bobos/ castrados/ cobardes a su alrededor, con McIvers como el adalid supremo de la pasividad, para que se carguen a los amantes cuanto antes y a todos sus cómplices cual cruzada de venganza que en un mismo movimiento suprime para siempre al objeto del deseo e impide -o por lo menos retrasa- el arribo de un progreso farsesco que viene a reemplazar un sistema inmundo por otro sistema inmundo, lo que además implica la desaparición paulatina de la cultura bucólica marginal en favor del canibalismo anodino metropolitano de la modernidad y su muy poca tolerancia hacia lo distinto, casi siempre fagocitado bajo el eufemismo de la hibridación. Así como la dialéctica del corazón explota en carnicerías enrevesadas de toda clase y recriminaciones fanáticas en función de anhelos insatisfechos y vínculos que no fueron demasiado duraderos, todos los excesos formales y temáticos de la película en su conjunto calzan perfecto con un ecosistema matriarcal basado en la confrontación no sólo con lo masculino sino con lo femenino naif para derivar en una amalgama extraña en la que la democratización verdadera identitaria asoma su cabeza en consonancia con un delicioso sentido de la perversión artística a lo Douglas Sirk que apenas si puede ocultar su dimensión cuasi homosexual o incestuosa por este influjo de amor/ odio entre personajes muy semejantes que se canibalizan y se superponen los unos a los otros…
Johnny Guitar (Estados Unidos, 1954)
Dirección: Nicholas Ray. Guión: Philip Yordan. Elenco: Joan Crawford, Sterling Hayden, Mercedes McCambridge, Scott Brady, Ward Bond, Ben Cooper, Ernest Borgnine, John Carradine, Royal Dano, Frank Ferguson. Producción: Nicholas Ray. Duración: 110 minutos.