Los Corceles de Fuego (Tini Zabutykh Predkiv)

Pasión y leyenda de Iván

Por Emiliano Fernández

La vida y la trayectoria de Serguéi Paradzhánov no fueron precisamente un lecho de rosas porque el caso del señor pone muy en primer plano el costado más tiránico, demencial y francamente estúpido de la censura y la persecución en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Paradzhánov nació en Georgia en 1924 de padres artistas armenios y desde joven demostró ser bisexual al punto de que fue arrestado por tener relaciones con otro hombre, ilegales en un vasto territorio siempre homofóbico como el que cubría la URSS, y al mismo tiempo se casó con su primera esposa, Nigyar Kerímova, una musulmana tártara que se convirtió a la Iglesia Ortodoxa para la ceremonia y por ello fue asesinada por sus familiares por haber traicionado a Alá. El ultra espantoso episodio lo llevó a trasladarse a Ucrania, donde con los años volvió a casarse con Svitlana Ivánivna Shcherbatiuk y empezó a dedicarse al cine dirigiendo cortos documentales, algún mediometraje y cuatro largos ficcionales olvidables dentro del paraguas del realismo socialista auspiciado por el régimen soviético, un estilo de representación seca en el que se romantizaba al proletariado y el campesinado con fines propagandísticos mientras desde lo formal se trabajaba un ascetismo que curiosamente se parecía bastante a ese realismo burgués, desabrido y populista típico de Hollywood y sus múltiples cinematografías asociadas, uno que de a poco iría volcándose contradictoriamente hacia el cientificismo y la fantasía más pomposa aunque casi siempre pueril. Después de ver La Infancia de Iván (Ivanovo Detstvo, 1962), de Andréi Tarkovski, con quien desarrollaría una larga amistad, el creador reniega del establishment ucraniano y comunista en general y se vuelca a la realización de dos obras maestras inmortales que son las que le darán la fama de uno de los directores más importantes y efervescentes de la historia del cine, El Color de la Granada (Sayat Nová, 1969) y Los Corceles de Fuego (Tini Zabutykh Predkiv, 1965), esta última también conocida como La Sombra de Nuestros Antepasados Olvidados, films que lo llevan a mudarse de nuevo, esta vez a Armenia, y le ganan el desprecio y el acoso insistente de las autoridades soviéticas, las cuales lo arrestan en 1973 y lo sentencian a cinco años de trabajos forzados en Siberia. Luego de ser liberado en 1977 gracias a la fundamental intervención del escritor surrealista francés Louis Aragon, Paradzhánov volvió a ser encarcelado en 1982, ahora pasando un año en la mazmorra, y siguió sufriendo la prohibición de rodar hasta mediados de los 80 y la Perestroika de Mijaíl Gorbachov, período en el que pudo regresar con las dignas La Leyenda de la Fortaleza de Suram (Ambavi Suramis Tsikhitsa, 1985) y Ashik-Kerib (Ashug-Karibi, 1988), no obstante el triste confinamiento había minado su salud y en 1990 fallece de cáncer de pulmón a los 66 años cuando preparaba un proyecto autobiográfico, La Confesión (Khostovanank, 1990), que iría a parar en su forma incompleta al estupendo documental Paradzhánov: La Última Primavera (Paradzhanov: Ostannya Vesna, 1992), dirigido por su amigo Mijaíl Vartánov.

 

Así como El Color de la Granada retrataba desde el lirismo, la suntuosidad detallista, el costumbrismo, la entelequia subrepticia y el surrealismo la cultura armenia, La Leyenda de la Fortaleza de Suram su homóloga georgiana y Ashik-Kerib aquella de Azerbaiyán, Los Corceles de Fuego hace lo propio con un colectivo étnico muy específico de Ucrania, los hutsules, el cual vive en los Montes Cárpatos de Europa del Este, se dedica a la ganadería y la explotación forestal, adscribe a la Iglesia Ortodoxa Ucraniana, comparte orígenes con los rumanos, los polacos, los checos y los eslovacos y en general se caracteriza por su frondosa y colorida vestimenta, sus rituales comunales bucólicos, la intrincada decoración hogareña, una arquitectura de grandes proporciones y una serie de canciones, cánticos y danzas muy particulares. El genial guión de Iván Chendej y el propio Paradzhánov está inspirado en los trabajos literarios de Mykhailo Kotsiubynsky, un autor ucraniano especializado en la descripción del pueblo de su país a comienzos del Siglo XX, y se centra en Iván Paliychuk (Igor Dzyura), un niño pastor de una familia hutsul humilde que es salvado por su hermano cuando cae un árbol y mata a su protector, por ello a la madre del clan (Nina Alisova) sólo le queda Iván ya que todos sus otros vástagos fallecieron por uno u otro motivo. Un día en la iglesia el progenitor del protagonista (Aleksandr Gai) se burla de la generosa dádiva que ofrece al templo sacro el patriarca de pocas pulgas (Aleksandr Raydanov) de una familia rival y rica que explota a los pobres, los Guteniuk, así el hombre, a instancias de su esposa conventillera (Neonila Gnepovskaya), entra en una contienda con el padre de Iván y lo asesina de un hachazo. Es en este preciso momento que el niño queda prendido de la hija de los Guteniuk, Marichka (Valentina Glinko), una nena como él a la que primero le pega de pura bronca y hasta le tira un pañuelo en un río helado para luego, durante una procesión fúnebre en la que su madre le desea la peste y la muerte del ganado a la parentela homicida, empezar a charlar ya sin peleas porque ella pastorea corderos y el joven vacas. El amor surge con el tiempo y las versiones adultas de Iván (Iván Mikolaychuk) y Marichka (Larisa Kadochnikova) planean casarse pero durante un período del muchacho como jornalero a la distancia, con vistas a ahorrar para una casa matrimonial, la chica resbala en un peñasco tratando de recuperar a un cordero y se ahoga al caer en las aguas de un río muy agitado. Iván se consagra al luto y el trabajo exhaustivo y eventualmente se casa con otra fémina, Palagna (Tatyana Bestayeva), aunque sigue obsesionado con una Marichka a la que ve en visiones y ante la frialdad hogareña la esposa termina en brazos de un brujo al que visita para quedar embarazada, Yurko Malfar (Spartak Bagashvili), señor bien arisco que tiene el poder de atraer y repeler a las tormentas. En una taberna se produce el esperable combate entre Yurko e Iván y el primero mata al segundo de un golpe en la mollera que lo conduce a reencontrarse con su amada en el agua y el bosque de ultratumba, entierro popular incluido.

 

De los dos títulos con los que es conocida la propuesta de Paradzhánov, La Sombra de Nuestros Antepasados Olvidados, traducción libre del ruso original que a su vez responde al dejo poético y aquí quizás algo mucho antropológico del director, y Los Corceles de Fuego, producto del ingenio de los distribuidores mundiales y rótulo sin duda mucho más utilizado en los mercados de habla hispana, es el segundo el que mejor sintetiza a escala conceptual la conjunción estética, ideológica y procedimental que ofrece el film que nos ocupa, basta con pensar que hace referencia tanto a esos caballos enrojecidos que vemos justo luego de la muerte del padre del protagonista a manos del progenitor de Marichka, momento que además abarca una toma subjetiva desde el punto de vista de la víctima y con sangre brotando desde el extremo superior de la cámara cual frente abierta, como a aquel corcel que enmarca el primer encuentro o “flechazo” de amor entre Iván y Palagna, cuando el muchacho hierra a un blanco animal y de golpe queda prendido de la mirada de la mujer teniendo aún los clavos en la boca, dos momentos no sólo cruciales del relato sino además un buen resumen en conjunto del ímpetu artístico en simultáneo realista/ apegado a la tierra y alucinado/ adepto a la imaginación fulgurante del georgiano, así el trágico fallecimiento del personaje de Aleksandr Gai se produce en medio de esa serie frenética y muy compleja de travellings de cadencia etnográfica del inicio del metraje y la segunda y fallida unión romántica de nuestro antihéroe se corresponde a un regreso a la fotografía de colores vivos luego de una retahíla de cortas viñetas en blanco y negro orientadas a retratar -incluso con narraciones en off de terceros circunstanciales del montón- la depresión y la melancolía que experimentó Paliychuk a posteriori de la muerte accidental de Marichka en el episodio con el cordero, estados del alma que de una forma vedada lo acompañarán hasta el final de sus días porque el vínculo labrado en esas infancia y juventud compartidas con la difunta no puede ser del todo olvidado o “tapado” por un amor ulterior y menos intenso como el que lo une a Palagna. En este sentido se puede aseverar que Paradzhánov rankea en punta como uno de los cineastas más malinterpretados de la historia porque ninguno de sus supuestos admiradores obvios, en sintonía con Theo Angelopoulos, Béla Tarr, Mohsen Makhmalbaf y el mismo Tarkovski, todos bastante gélidos y algo anodinos en comparación, pudo igualar la maravillosa amalgama de fondo de Los Corceles de Fuego y las tres epopeyas que la siguieron, hablamos de un formalismo que en vez de ser frío y distante en su relación con el espectador y las circunstancias, situaciones y hechos analizados funciona en cambio como un cálido lienzo de una época, una región y en especial una cultura vivificada en pantalla y siempre a punto de desaparecer en la realidad a raíz de la típica uniformización moderna de los Estados centralizados, precisamente por ello las aventuras visuales extravagantes del amigo Serguéi apuntan a la rauda ponderación intuitiva de lo marginal, bello y escondido.

 

En función de un claro influjo fatalista shakesperiano que remite a Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, 1597) y una vocación metafórica rupturista para con los engranajes narrativos clásicos de Occidente y aquel realismo socialista ya más que decadente por la repetición santificada por cada nación de la URSS, Los Corceles de Fuego anticipa en algunas escenas la que después se convertiría en la técnica simbólica favorita del realizador a partir de El Color de la Granada, recuperada con todo en La Leyenda de la Fortaleza de Suram y en cierta medida en Ashik-Kerib, nos referimos al fetiche de Pardzhánov con las “tableaux vivants” o pinturas vivientes, léase esas puestas en escena semi estáticas semejantes a los cuadros que el georgiano tomó de algunos momentos famosos del acervo cinematográfico de Luis Buñuel y Pier Paolo Pasolini para en El Color de la Granada representar la vida, carrera y muerte de Harutyun Sayatyan alias Sayat Nová, legendario poeta y trovador de Armenia del Siglo XVIII y uno de los músicos más famosos de su país, autor de una infinidad de canciones que el director y guionista utilizaba para musicalizar sus sutiles y esplendorosas fantasías y combinarlas con coreografías varias, intertítulos a lo cine mudo, movimientos en segundo plano, poses símil maniquí, diversas tomas detalle y una riqueza exquisita en materia de los sets, el vestuario y la ornamentación en general de unas tableaux vivants que definitivamente influyeron en muchos creadores posteriores, como por ejemplo Peter Greenaway, Alejandro Jodorowsky, David Lynch, Raúl Ruiz, Richard Kelly y Ben Wheatley, entre otros. Si por un lado las pinturas vivientes aparecen prefiguradas en la secuencia del casamiento de Iván y Palagna, las viñetas en blanco y negro y algunos pasajes oníricos aislados y otros cuantos dedicados a las ceremonias religiosas y todas las labores agrestes, por el otro lado el poderío netamente narrativo de gran parte del metraje puede interpretarse como una “solución negociada” entre el tradicionalismo negado de la primera fase profesional del realizador y la catarata de alegorías que sobrevino a posteriori gracias a su interés de siempre en torno a la revalorización de un pasado cuasi olvidado desde una paradójica vanguardia expresiva que se la pasa experimentando con las dimensiones visual y sonora en tanto campos de batalla por antonomasia contra el conformismo del vulgo y como terrenos en los que es prioritario asaltar la sensibilidad adormecida del espectador curioso y culto aunque por supuesto mucho más versado en aquellas estrategias retóricas almidonadas del mainstream mundial. El regreso paulatino a nociones ancestrales como el odio comunal, el cariño entre opuestos, la muerte del ser querido, la familia fragmentada, el adulterio, la frustración existencial, las reyertas banales, la inequidad social, la dignidad de los oprimidos y la pasión a lo suplicio cristiano constituye el sustrato de base de una odisea hipnótica, florida y arrebatadora que explora las leyendas y las costumbres de los Cárpatos como un tesoro en eterno éxtasis que nos impele a sumergirnos en la magia de lo esencial…

 

Los Corceles de Fuego (Tini Zabutykh Predkiv, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, 1965)

Dirección: Serguéi Paradzhánov. Guión: Serguéi Paradzhánov e Iván Chendej. Elenco: Iván Mikolaychuk, Larisa Kadochnikova, Tatyana Bestayeva, Spartak Bagashvili, Nina Alisova, Aleksandr Gai, Neonila Gnepovskaya, Aleksandr Raydanov, Igor Dzyura, Valentina Glinko. Producción: N. Yureva. Duración: 96 minutos.

Puntaje: 10