La Muchacha de la Valija (La Ragazza con la Valigia)

Devoción o dependencia

Por Emiliano Fernández

Considerada estrictamente desde el punto de vista de la carrera de Claudia Cardinale, La Muchacha de la Valija (La Ragazza con la Valigia, 1961), de Valerio Zurlini, es toda una rareza porque constituye una de las pocas películas del período inicial de la actriz, sin duda el mejor y más prolífico, que la tienen como centro excluyente del derrotero dramático ya que si bien nos topamos en el relato en cuestión con un contrapeso masculino, nada menos que un bisoño Jacques Perrin, éste lejos estaba aún de convertirse en uno de los actores y productores más famosos de Europa y apenas si había participado en roles secundarios en La Verdad (La Vérité, 1960), de Henri-Georges Clouzot, y en un par de clásicos de Marcel Carné, Las Puertas de la Noche (Les Portes de la Nuit, 1946) y Los Tramposos (Les Tricheurs, 1958). A pesar de que en pantalla el trabajo de ambos es igualmente estupendo y ya presagiaba las grandes joyas por venir, el título deja bien en claro el papel fundamental de una Cardinale que venía de Los Desconocidos de Siempre (I Soliti Ignoti, 1958), de Mario Monicelli, El Enigma Maldito (Un Maledetto Imbroglio, 1959), de Pietro Germi, El Bello Antonio (Il Bell’ Antonio, 1960), de Mauro Bolognini, y Rocco y sus Hermanos (Rocco e i suoi Fratelli, 1960), de Luchino Visconti, y pronto se embarcaría en obras muy diferentes como La Viaccia (1961), también de Bolognini, Cartouche (1962), de Philippe de Broca, El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), de Visconti, (1963), de Federico Fellini, La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963), de Blake Edwards, Atavismo Impúdico (Vaghe stelle dell’Orsa, 1965), otra de Visconti, Talla de Valientes (Lost Command, 1966), de Mark Robson, Los Profesionales (The Professionals, 1966), de Richard Brooks, El Día de la Lechuza (Il Giorno della Civetta, 1968), de Damiano Damiani, Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968), de Sergio Leone, La Tienda Roja (Krasnaya Palatka, 1969), de Mikhail Kalatozov, La Audiencia (L’Udienza, 1972), de Marco Ferreri, Réquiem para un Homicida (La Scoumoune, 1972), de José Giovanni, Grupo de Familia (Gruppo di Famiglia in un Interno, 1974), del socio habitual Visconti, Jesús de Nazareth (Jesus of Nazareth, 1977), la famosa miniserie de Franco Zeffirelli, La Piel (La Pelle, 1981), de Liliana Cavani, y Fitzcarraldo (1982), dirigida por Werner Herzog y cierre simbólico de aquellos años dorados de la intérprete, lapso de dos décadas que la posicionaron como una de las mujeres más hermosas, histriónicas y talentosas de toda la historia del séptimo arte.

 

Como decíamos con anterioridad, el grueso de la gloriosa etapa primigenia de Cardinale está consagrado a papeles cruciales pero casi siempre acompañando a una figura masculina de renombre y por ello situándose de manera implícita en una posición relegada, algo que no ocurre en La Muchacha de la Valija porque su magnetismo es tal que arrastra a todos los hombres del relato tras ella incluso interpretando a un personaje típicamente polémico de la época y uno de esos en los que la actriz se especializaba en sus comienzos, el de una joven con una vida más o menos cercana a la sutil prostitución. El guión de Zurlini, Leonardo Benvenuti, Piero De Bernardi, Enrico Medioli y Giuseppe Patroni Griffi prácticamente no tiene una historia en sí y nos ofrece una serie de situaciones en espiral que se repiten porque en esta oportunidad lo importante es retratar un “estado de cosas” que atraviesa a los dos personajes principales debido a su edad, clase social y contexto histórico en consonancia con el hedonismo y la supuesta bonanza del Milagro Económico Italiano de la posguerra: Aída Zepponi (Cardinale en formato antiglamour) es una cantante veinteañera de clubes nocturnos cuyas pobreza, falta de instrucción y corta edad la hacen depender de los hombres y así termina abandonada en un taller mecánico -apenas con su pesada valija de mano, ya sin hogar ni recursos- por un tal Marcello Fainardi (Corrado Pani) que la hizo renunciar a su trabajo y le prometió una carrera meteórica en el mundo del espectáculo vía la grabación de un álbum, un muchacho ricachón, soberbio y huérfano de madre que vive en una mansión bucólica junto a su tía (Luciana Angiolillo), la criada Lucía (Elsa Albani) y su hermano menor Lorenzo Fainardi (Perrin), un joven de 16 años al que manda a negar su existencia cuando de repente la chica encuentra la casona y pretende vengarse del varón que le mintió y la dejó sin nada. Lorenzo, también en una situación subordinada porque se encuentra bajo la sombra de su tía y de un cura que le imparte lecciones de matemáticas, Pietro Introna (Romolo Valli), de inmediato queda prendido de Aída, definitivamente su primer amor, y comienza a ayudarla recomendándole un albergue para dormir, dándole dinero, impostando a otra persona para intentar recuperar su trabajo, dejándola que se bañe en su hogar, ofreciéndole comida, pagándole un hotel lujoso y hasta regalándole un vestido para que asista al restaurant del lugar, no obstante luego en vez de acompañarlo al cine se va con un burgués muy petulante, Francia (Renato Baldini), otro huésped del mismo hotel.

 

El prodigioso film, obra más que decisiva de los primeros años de Zurlini en el campo de los largometrajes ficcionales después de dedicarse durante un largo tiempo a los cortos documentales, aglutina todas las características del cine del director y guionista como un ritmo narrativo aletargado y meticuloso, un existencialismo de callejones sin salida, una excelente dirección de actores, un trabajo inconmensurable en fotografía y un naturalismo apuntalado en los tiempos muertos, los vaivenes identitarios o actitudinales, los sinsabores que se mezclan con las alegrías y en especial esos instantes humanistas enigmáticos que bien se resumen en las múltiples caras de Perrin en una magistral toma fija de un minuto de duración durante aquella escena en la que observa con el corazón semi roto cómo su amada baila con Francia en un círculo vicioso de nunca acabar, otro hombre cosificante, egoísta y fabulador que la trata como una meretriz descartable, no sólo en la tradición de Marcello sino también de los dos machos siguientes, Piero Benotti (Gian Maria Volontè), novio previo de la mujer y mandamás de una banda musical, con quien pretende reconstruir la relación para que la fiche como cantante, y Romolo (Riccardo Garrone), primo del anterior y obsesionado con tener sexo con Aída al punto de convencerla de aceptar 20 mil liras para ello. La película construye con maestría la compleja relación entre ambos jóvenes porque tanto Zepponi como Lorenzo son intermitentemente víctimas y responsables del atolladero en el que están, ella basureada por todos salvo el muchacho y enamorándolo sin siquiera coquetear, a pesar de que sabía del cariño creciente y que el vínculo está condenado a la imposibilidad o el fracaso por la distancia económica y de edad, y él ocultándole desde el vamos la identidad de su hermano y aseverando que no conoce a ese tal Marcello Marchiori que la engañó, apellido falso para llevarla a la cama y luego borrarse de su vida, planteo retórico que asimismo queda en evidencia mediante las tácticas aparatosas utilizadas por el adolescente para sacarle de encima a Piero y Romolo, primero mintiéndole acerca de un encuentro pautado entre Marcello y ella en un museo, al que manda a Introna para que le diga la verdad pero el sacerdote la invita a marcharse desde el fariseísmo moral promedio en materia de la atracción y repulsa hacia el sexo femenino, y segundo a través de una pelea con el personaje de Garrone en plena playa que desemboca en una paliza para el muchacho, logrando nuevamente que no se venda al mejor postor por pobreza y rauda desesperación.

 

Zurlini, cercano en parte al existencialismo de Visconti y Michelangelo Antonioni, por un lado anticipa los motivos de los romances prohibidos, la hipocresía social y las luchas de clases de la segunda generación neorrealista, en sintonía con Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini, Ettore Scola, Marco Bellocchio, Lina Wertmüller y los hermanos Vittorio y Paolo Taviani, y por el otro lado aquí erige una de sus dos obras magnas, siendo la otra El Desierto de los Tártaros (Il Deserto dei Tartari, 1976), su última película dentro de una carrera en la que también se destacaron Verano Violento (Estate Violenta, 1959), Crónica Familiar (Cronaca Familiare, 1962), Las Mujeres Soldado (Le Soldatesse, 1965) y Primera Noche de Quietud (La Prima Notte di Quiete, 1972), faenas en las que volvería una y otra vez a sus fetiches ideológicos de siempre vía las hembras martirizadas, los dilemas familiares, los laberintos de la idiosincrasia y sobre todo las relaciones de final más o menos trágico o funesto, un remate que hoy por hoy se traduce en la vuelta de Lorenzo a la comodidad sin preocupaciones del hogar de su parentela y la resignación en espejo de Aída a seguir sobreviviendo a los tumbos en una sociedad que la valora exclusivamente por su generosa belleza, por ello esta última adquiere la forma de virtud y condena dentro de la trama debido a que le abre puertas y al mismo tiempo se las cierra cuando los hombres de turno descubren su inocencia y sustrato menesteroso, lo que desde ya implica que más que por su condición femenina la discriminación sistemática que padece es por su rol relegado/ mísero/ pauperizado en el reino de la plutocracia banal de entonces, la de esa recuperación económica general posbélica que dejaba fuera a buena parte de la población por más que el discurso oficial afirmase lo contrario. A través de los exquisitos Perrin y Cardinale, más un gran desempeño adicional de Volontè, Valli y Garrone, el opus de Zurlini analiza el límite entre devoción y dependencia en lo que respecta al amor de la primera juventud y pone en el tapete las diferencias entre los estratos pudientes y los subalternos en el capitalismo, manipulación esclavista de por medio, amén de recuperar el tabú del estupro tácito y una noción muy cara al melodrama de parejas disparejas, léase la idea de la compañera o el compañero ideal en el momento equivocado, a raíz de ello el joven en última instancia se ve obligado a seguir los pasos de todos los amantes previos de Zepponi al abandonarla, para colmo con un sobre que en lugar de una carta de afecto confesional contiene dinero, luego de que por fin intercambiaron unos besos tardíos entre pares, ya que si bien pertenecen a escalafones sociales opuestos de todos modos comparten características fundamentales que de hecho fueron aquellas que los acercaron en primer término, pensemos en la ingenuidad de buenas intenciones de la pubertad, en cierta indecisión o hasta mutismo vergonzoso por desconocimiento ante cuál sería la mejor movida posterior, en esa indignación cíclica frente al maquiavelismo comunal por falta de experiencia suficiente que inmunice, en una ternura en común que siempre trata de ver la faceta benigna de los sujetos y en una dominación que les coloca una y otra vez los grilletes en los pies por más que intenten rebelarse y alcanzar algún grado de autonomía por fuera del mandato de quienes se sitúan de manera antojadiza y unilateral por arriba de sus cabezas, en suma una serie de humillaciones que se condicen con la praxis de las mayorías postergadas y los desfasajes e injusticias de su mundanidad…

 

La Muchacha de la Valija (La Ragazza con la Valigia, Italia/ Francia, 1961)

Dirección: Valerio Zurlini. Guión: Valerio Zurlini, Leonardo Benvenuti, Piero De Bernardi, Enrico Medioli y Giuseppe Patroni Griffi. Elenco: Claudia Cardinale, Jacques Perrin, Gian Maria Volontè, Romolo Valli, Riccardo Garrone, Luciana Angiolillo, Renato Baldini, Corrado Pani, Elsa Albani, Enzo Garinei. Producción: Maurizio Lodi-Fè. Duración: 116 minutos.

Puntaje: 10