El caso de Robert Wiene ilustra de pies a cabeza hasta qué punto una sola película puede comerle la carrera a su creador al extremo de anular en la memoria cinéfila todo el resto de su producción artística como si nunca hubiese existido, panorama que se complica por la histórica vagancia y estupidez de la prensa posmoderna y por el simple paso del tiempo y la destrucción de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, generando la desaparición de una infinidad de obras rodadas durante la República de Weimar (1918-1933). A lo largo de las décadas casi todos -público y crítica- han relacionado a Wiene, artífice de muchos films hoy perdidos y de un buen número de melodramas y comedias de raigambre popular, de manera maniática con El Gabinete del Dr. Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920), una realización ultra legendaria y fetichizada hasta el absurdo en una jugada analítica/ en recepción que tiene que ver con la enorme influencia del film dentro del expresionismo germano, aquel de Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), de F.W. Murnau, y Metrópolis (1927), de Fritz Lang, y de éste dentro del acervo promedio del film noir, el terror y el suspenso tanto de impronta hollywoodense como europea, en ocasiones haciéndolo responsable máximo de todos los méritos de la faena y en otras oportunidades relativizando el asunto y trasladando los elogios desmedidos a los guionistas, Carl Mayer y Hans Janowitz, al director de fotografía Willy Hameister y/ o a los diseñadores encargados de construir los recordados sets de cadencia cubista y lúgubre, Walter Reimann, Hermann Warm y Walter Röhrig, sin embargo resulta muy evidente que Wiene fue el principal responsable de introducir el otro “ingrediente estrella” de la película, el giro argumental del desenlace para que la narración mute en el delirio de un paciente de un neuropsiquiátrico, y que la obra en términos generales respondía a obsesiones repetidas del director como la paranoia, la doble personalidad, el control maquiavélico del sujeto, el secretismo del poder, la contingencia homicida, los falsos culpables, los misterios de la psicología humana, la locura apenas disimulada y la seducción sobrenatural por parte del otro social que mina la resistencia de la fuerza de voluntad del individuo aislado, tópicos patentes en otros films de horror del realizador, como Miedo (Furcht, 1917) y Genuine (Genuine, die Tragödie eines Seltsamen Hauses, 1920), y en coqueteos posteriores en línea con Raskolnikow (1923), relectura de Crimen y Castigo (Prestupléniye i Nakazániye, 1866), de Fiódor Dostoyevski, y El Otro (Der Andere, 1930), exégesis tácita de El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886), de Robert Louis Stevenson.
Otro detalle que nos permite burlarnos del volumen de pavadas monotemáticas larguísimas que se han escrito sobre El Gabinete del Dr. Caligari, todas encaradas desde la comodidad de la distancia temporal y a sabiendas de las claras resonancias futuras, éstas en los textos paradójicamente desacopladas del contexto de la trayectoria específica de Wiene, es el hecho de que el cineasta en esencia era un artesano de su tiempo y -como todos los otros miembros del equipo técnico- estaba más preocupado por la urgencia de garantizarse el trabajo, ahorrar costos de producción y generar una buena repercusión en taquilla que por las vanguardias artísticas o un discurso revolucionario de crítica abierta antiinstitucional, por ello se eligió la estética expresionista, movimiento de moda en su momento, se utilizó un generoso cúmulo de lienzos pintados/ mattes como decorados para la filmación, mucho más baratos que andar construyendo sets monumentales en la tradición norteamericana, y por ello el mismo año del estreno de El Gabinete del Dr. Caligari el amigo Robert le regaló al mundo la friolera de otras cinco realizaciones, incluso una de ellas siendo la mencionada Genuine, otro convite de terror que gira alrededor de un exterior que toma posesión de la psiquis endeble de los personajes y en especial un submundo metropolitano que se mueve en paralelo con respecto a la previsibilidad burguesa de una superficie que pretende ser reluciente, detalle asimismo visible en las propuestas criminales de Wiene en un abanico que va desde Pánico en la Casa de Ardon (Der Schrecken im Hause Ardon, 1920) hasta Tifón (Taifun, 1933), luego reestrenada con otra edición bajo el título de Archivo Policial 909 (Polizeiakte 909). Ahora bien, la única otra película dentro del derrotero del director alemán que goza de una mínima popularidad, carrera que por cierto finalizaría en un exilio parisino debido al ascenso del nazismo con el fallecimiento de Wiene durante el rodaje de Ultimátum (1938), completada por su amigo Robert Siodmak y protagonizada por el querido Erich von Stroheim, es Las Manos de Orlac (Orlacs Hände, 1924), adaptación austríaca vía el guión de Louis Nerz de la novela homónima de 1920 de Maurice Renard, a su vez una variación símil proto body horror del motivo de base de El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde, aunque aprovechando el interés del público y los gobiernos de las sociedades de inicios del Siglo XX para con los trasplantes gracias a las carnicerías de la Primera Guerra Mundial, una técnica médica aún en su infancia ya que recién durante la década del 40 -y especialmente mucho después del final de la Segunda Guerra Mundial, que sobrepasó con creces a las masacres de la contienda anterior- se avanzaría en el rubro.
Las Manos de Orlac no sólo provocaría una catarata de imitaciones en torno al latiguillo de lo ajeno insertado o creciendo en el cuerpo, las cuales abarcan el cáncer, la cirugía plástica y esa otra clásica de los trasplantes y reemplazos varios biotécnicos, sino que sería objeto de diversas remakes oficiales y no oficiales, pensemos en Las Manos de Orlac (Mad Love, 1935), de Karl Freund, La Bestia con Cinco Dedos (The Beast with Five Fingers, 1946), de Robert Florey, Las Manos de Orlac (The Hands of Orlac, 1960), de Edmond T. Gréville, La Mano que se Arrastra (The Crawling Hand, 1963), de Herbert L. Strock, y La Mano (The Hand, 1981), de Oliver Stone, siendo sólo el opus del austríaco Freund, coronado por un excelente desempaño de Peter Lorre, el único realmente memorable del lote. La historia es microscópica y se centra en el célebre pianista del título, Paul Orlac (Conrad Veidt, actor fetiche de Wiene ya visto en Miedo, en el rol del Sacerdote Indio, y en El Gabinete del Dr. Caligari, en el papel de Cesare, aquel sonámbulo controlado por el Caligari de Werner Krauss), quien producto de un espantoso accidente ferroviario, en el que dos trenes chocan de frente, se fractura la base del cráneo y queda con ambas manos destrozadas. Así las cosas, el hombre es salvado por un cirujano, el Doctor Serral (Hans Homma), que le opera la cabeza y le trasplanta las extremidades de un ladrón y asesino que fue guillotinado hace poco, Vasseur (Fritz Kortner), bajo la insistencia de su esposa, Yvonne (Alexandra Sorina). Apenas descubre el asunto Orlac comienza a pensar que sus flamantes manos continúan respondiendo a las inclinaciones homicidas del dueño anterior, sujeto que mató a un viejo usurero, y por ello se siente incapacitado para volver a tocar a sus semejantes o el piano al punto de que el matrimonio pronto cae en la miseria y los acreedores los presionan, por ello Yvonne tiene la idea de pedirle dinero al padre de su marido (Fritz Strassny), un anciano ricachón y avaro que vive en una mansión junto a su sirviente (Paul Askonas). Paul halla el cadáver de su padre y cree que es responsable pero sin estar seguro ni recordar el evento, lo que deja todo servido para el chantaje de un hombre que dice ser Vasseur, un manco con la cabeza reposicionada en el cuello por obra de un asistente de Serral, a cambio de un millón de marcos para no decirle nada a la policía. Orlac se entrega a la ley y así los uniformados descubren, con la ayuda de la criada de la pareja protagónica, Regine (Carmen Cartellieri), cómplice del villano, que el tal Vasseur se llama Nera, ex ayudante del cirujano y maestro estafador que asesinó por el dinerillo al usurero y al padre de Paul usando unos guantes de caucho con las huellas robadas del guillotinado, un pobre diablo que murió siendo inocente.
Si bien la película no llega al nivel de calidad de El Gabinete del Dr. Caligari porque Wiene por momentos abusa de un desarrollo demasiado aletargado y algo redundante, el film es una verdadera maravilla en cuanto a las actuaciones hiperbólicas de todo el elenco, bastante más exageradas que el estándar del cine mudo de entonces, la dirección de arte de índole sutilmente expresionista de Stefan Wessely, genial trabajo de enajenación sofocante moderada que puede verse en el hogar del protagonista y mucho más en la casona grotesca de su progenitor, y finalmente la atmósfera en general de un relato consagrado a una degradación psicológica bien prosaica que carece de la fanfarria fantástica del otro clásico de 1920, amén de la adorablemente ridícula premisa de las manos tomando el control del cuerpo cual metáfora del carácter imprevisto y explícitamente destructivo no sólo de las innovaciones técnicas, biológicas y médicas, sino también de la esquizofrenia o cualquier tipo de conducta violenta que anide en los sujetos que padecen un desdoblamiento de la personalidad, fantasías macabras y un extrañamiento progresivo. Las Manos de Orlac, más allá del interés de Wiene para con la figura del inocente arrastrado hacia la criminalidad sin su consentimiento, relación de espejo entre Vasseur y el pianista, asimismo es un producto de su tiempo y por ello en la figura de Nera se pueden encontrar ecos de los archivillanos tan populares de entonces, aquellos de los seriales del inefable Louis Feuillade, léase Fantômas (1913), Los Vampiros (Les Vampires, 1915) y Judex (1916), como por ejemplo su gustito por el disfraz, aquí coronado con utilería como un par de manos de metal, los guantes de caucho y una pegatina para el cuello a lo cicatriz, y su sabiduría en el arte de la extorsión, de allí se explica el complejo plan de chantaje dedicado a Paul, a quien señala como culpable ante los ojos de los esbirros policiales mediante las huellas dactilares de las manos de Vasseur en la escena del crimen del Orlac veterano, la letra del susodicho en una carta falsa que sacó al sirviente de la mansión durante el homicidio y hasta el testimonio de la criada en materia de que vio al pianista con un puñal que supo pertenecer al guillotinado, arma con una X aparatosa en su mango. Este trasfondo angustiante, basado en las certezas de que la manipulación recorre todos los resortes comunales y por ello no se puede confiar en nadie, ni siquiera en la propia estabilidad psíquica o cordura, constituye un tesoro discursivo que desembocaría en el mismo corazón del cine de horror por venir al igual que la noción que homologa al cuerpo con un campo de lucha en el que compiten idiosincrasias opuestas, una propia conformista anodina y otra foránea tendiente a forzar la inmolación…
Las Manos de Orlac (Orlacs Hände, Austria, 1924)
Dirección: Robert Wiene. Guión: Louis Nerz. Elenco: Conrad Veidt, Alexandra Sorina, Fritz Strassny, Paul Askonas, Carmen Cartellieri, Hans Homma, Fritz Kortner. Producción: Karl Ehrlich. Duración: 99 minutos.