Qué mal que estaremos a nivel cultural en nuestros días que uno se ve obligado a reconocer que Mujer Bonita (Pretty Woman, 1990), de Garry Marshall, una película que dista mucho de ser perfecta o siquiera valiosa, por lo menos posee paciencia narrativa, encanto/ carisma y esas buenas actuaciones de las que carecen prácticamente todas las comedias románticas de la actualidad, algo que por cierto se explica por una simple perspectiva humanista que todavía allá a finales de los 80 y comienzos de los 90 era posible en el mainstream más pomposo y manipulador, a diferencia del fetiche digital del nuevo milenio y el reemplazo del atractivo de las estrellas por una tonelada de estruendos ensordecedores en los tanques fantásticos y por una catarata semejante pero de sobreexplicaciones narrativas, estereotipos y diálogos redundantes y/ o pueriles en el campo ya específico del corazón. La película es artificial, tonta y delirante hasta la médula, puede leerse como un simple exploitation no reconocido de la reciente y mucho mejor Secretaria Ejecutiva (Working Girl, 1988), de Mike Nichols, y combina diversos ingredientes de La Cenicienta, cuento de tradición oral recuperado por Giambattista Basile, Charles Perrault y los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm que eleva a la feminidad menesterosa al estrato de la realeza, el inefable motivo retórico de la “prostituta con un corazón de oro”, planteo irónico que le asigna a la hembra inmoral una integridad y unas buenas intenciones que sus equivalentes pudorosas no tienen, la metáfora de Pigmalión, una figura masculina mitológica de Chipre que por medio de la intervención de Afrodita consigue dotar de vida a Galatea, una escultura que simboliza a la mujer perfecta y que él mismo creó, la típica fábula dickensiana sobre el parásito social al que le crece la consciencia y deja de fagocitar al resto de los mortales, suerte de eclosión de una solidaridad que sustituye al egoísmo capitalista estándar, y finalmente una arquitectura dramática vinculada muy a la distancia con el primer Billy Wilder, el de obras hilarantes/ románticas en sintonía con La Mundana (A Foreign Affair, 1948), Amor en la Tarde (Love in the Afternoon, 1957) y Sabrina (1954), entre otras epopeyas de atracción entre opuestos.
Para aquellos que no lo sepan vale aclarar que Mujer Bonita comenzó siendo una tragedia tradicional porque el guión original de J.F. Lawton -un señor muy bizarro que justo antes y después del film que nos ocupa dirigió y escribió dos mega trasheadas intituladas Mujeres Caníbales en la Jungla del Aguacate de la Muerte (Cannibal Women in the Avocado Jungle of Death, 1989) y El Hombre de la Pizza (Pizza Man, 1991), inicio de una carrera volcada al absurdo paródico y el thriller de acción más exagerado que incluyó faenas variopintas como Alerta Máxima (Under Siege, 1992), de Andrew Davis, Blankman (1994), de Mike Binder, Perseguido (The Hunted, 1995), dirigida por el mismísimo Lawton, Reacción en Cadena (Chain Reaction, 1996), también de Davis, y DOA: Dead or Alive (2006), de Corey Yuen- incluía dos detalles insólitos considerando lo que The Walt Disney Company a posteriori hizo a través de su compañía productora especializada en el público adulto, Touchstone Pictures, hablamos de la adicción a la cocaína de la protagonista, Vivian Ward (Julia Roberts), la meretriz de turno, y de un desenlace a lo Perdidos en la Noche (Midnight Cowboy, 1969), de John Schlesinger, en el que en vez de quedarse con su querido Edward Lewis (Richard Gere), el millonario aséptico/ lavado en cuestión, se marchaba en ómnibus a Disneyland junto con su mejor amiga, compañera de vivienda e introductora en el oficio y el mundo de las furcias, Kit De Luca (Laura San Giacomo). Fue Jeffrey Katzenberg, por entonces el CEO de Disney y futuro jerarca y fundador de DreamWorks Animation, quien hizo reescribir por completo el guión de base de Lawton para transformar a Ward en una puta adorable y a Lewis en un Príncipe Azul de cuento de hadas con el objetivo manifiesto de además incluir uno de los caballitos de batalla discursivos del Partido Demócrata en su acepción hollywoodense, nos referimos a la sentencia de que el mainstream yanqui es una máquina cultural que crea productos -algunos buenos, otros mediocres y muchos más muy malos- y no una paradigmática “picadora de carne” empresarial del rubro capitalista, lo que esconde una rivalidad entre la artesanía creadora de placer y esa especulación que destruye.
Aquí Lewis, precisamente, es el mandamás de un conglomerado que se dedica a comprar compañías en dificultades financieras para subdividirlas y vender cada parte por separado con vistas a maximizar las ganancias, tarea que lleva a cabo junto con su mano derecha y cruel abogado, Philip Stuckey (Jason Alexander), por ello ambos se proponen adquirir un astillero en propiedad de James Morse (Ralph Bellamy) y utilizan a un senador amigo para detener un posible contrato estatal de 350 millones para construir destructores navales, así el valor de la empresa baja en consonancia con la falta de trabajo. Edward, un neoyorquino que estuvo casado y viene de pelearse con su novia porque la trata como a una empleada, se topa con Vivian, que vive y trabaja en la zona roja de Los Ángeles, cuando llega a la ciudad para finiquitar el asunto del astillero y se pierde en la metrópoli conduciendo el automóvil de Stuckey. La película en sí gira una y otra vez a lo largo de sus excesivas dos horas sobre la misma premisa, léase el hecho de que el hombre contrata a la mujer como escort durante seis días por tres mil dólares para que lo acompañe en sus eventos de la alta burguesía, sin mayor desarrollo a la vista ya que resulta muy evidente que el guión de Lawton era bastante escuálido y le faltaban conflictos significativos y para colmo Marshall, un profesional de amplio bagaje televisivo, jamás fue un artista particularmente inteligente o talentoso más allá de cierto clasicismo que primero se nota en las citas que incluye, como Yo Amo a Lucy (I Love Lucy, 1951-1957), con los míticos Lucille Ball y Desi Arnaz, y Charada (Charade, 1963), dirigida por Stanley Donen y protagonizada por Cary Grant y Audrey Hepburn, y segundo siempre lo hizo confiar en los actores y viabilizar una química innegable entre ellos, en esta oportunidad una Roberts magnífica y desconocida que venía de Un Pedazo de Cielo (Mystic Pizza, 1988), de Donald Petrie, y Flores de Acero (Steel Magnolias, 1989), de Herbert Ross, y un Gere muy digno que aún estaba lejos de ser expulsado de Hollywood por sus ataques contra China, gran socio comercial, en pos de la independencia del Tíbet y especialmente en ocasión de la muy floja Justicia Roja (Red Corner, 1997), de Jon Avnet.
Al igual que aquella Katy Jurado de A la Hora Señalada (High Noon, 1952), joya de Fred Zinnemann, la Giulietta Masina de Las Noches de Cabiria (Le Notti di Cabiria, 1957), de Federico Fellini, la linda Hepburn de Desayuno en Tiffany’s (Breakfast at Tiffany’s, 1961), de Blake Edwards, la Shirley MacLaine de Sweet Charity (1969), reinterpretación en clave musical a cargo del extraordinario Bob Fosse de Las Noches de Cabiria, la Mira Sorvino de Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, 1995), de Woody Allen, la Elisabeth Shue de Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995), de Mike Figgis, la Kim Basinger de Los Ángeles al Desnudo (L.A. Confidential, 1997), de Curtis Hanson, y esa Jennifer Jason Leigh de El Maquinista (The Machinist, 2004), de Brad Anderson, nuestra Vivian es una meretriz que hace de la decencia y el humanismo su horizonte y que en esta ocasión es transformada por el poder del dinero y pierde de a poco su sustrato burdo aunque sin que se vea modificada su brújula moral, por ello por un lado condena la profesión de Edward, una sanguijuela a gran escala, y señala sus dificultades para acercarse en serio a las mujeres, tratándolas de manera respetuosa como damas de compañía y poco más porque es un adicto al trabajo, su verdadera obsesión, y por el otro lado funciona en sí como una mixtura de La Cenicienta y Galatea que descubre a William Shakespeare, a La Traviata (1853), de Giuseppe Verdi y Francesco Maria Piave, a la elegancia en el vestir y a los restaurants más opulentos por obra y gracia de su cliente y mecenas en este ascenso plutocrático, en suma un capitalista muy poco probable que eventualmente también hace gala de su corazón de oro cuando rehúsa adquirir el emporio de Morse y hasta se asocia con él para por fin erigir algo, lo que sea, en vez de destrozar y rematar todo lo que se cruza en su camino. Se agradecen personajes bien construidos como el villano, un Stuckey que además de formar parte de la lacra burocrática, legal y excrementicia pretende violarla porque sabe que “ablandó” al otrora gélido Lewis, y Barney Thompson (Héctor Elizondo), el manager del hotel donde se hospeda el millonario y compinche tácito de Vivian después de un comienzo en el que la prejuzga negativamente, no obstante a decir verdad los mejores momentos del metraje se condensan en el choque cultural/ económico/ social/ político del inicio, como aquellos célebres episodios de ella cantando obnubilada en la bañera Kiss (1986), de Prince, y pidiéndole al macho apenas 300 dólares por la primera noche o las escenas correspondientes a la compra de ropa en medio de la petulancia execrable de Beverly Hills, amén de los primeros devaneos amorosos en los que le aclara que no besa en la boca porque ello es un tesoro de la dignidad reservado exclusivamente al cariño verdadero y no a ese sexo en tanto moneda de cambio que aquí funciona exactamente igual al trabajo mundano de la sociedad, de allí la constante analogía entre ella acostándose por dinero y él sodomizando conceptualmente a terceros bajo el mismo objetivo. El film de Marshall, una “feel-good movie” apenas correcta y la comedia romántica más exitosa de la historia del cine, fetichiza de más al vil metal y honestamente se cae muchísimo en su segunda mitad porque los clichés se multiplican y ese automatismo hollywoodense del montón tiende a construirla a ella como un personaje pasivo, movida que puede ser verosímil ya que se acopla al rol desdibujado de tantas féminas en la realidad aunque contrasta demasiado con aquella efusividad primigenia que se termina licuando a medida que la discriminación hipócrita comunal asoma su cabeza al “denunciarla” como prostituta. Más allá de temazos varios en la banda sonora, como Fame ’90 (1990), de David Bowie, It Must Have Been Love (1987), de Roxette, y la titular Oh, Pretty Woman (1964), de Roy Orbison, la piedra angular de Mujer Bonita es el desempeño de unos Gere y Roberts que nunca fueron unas luminarias de la actuación pero aquí se llevan las palmas y sostienen al derrotero narrativo en su conjunto, uno al que no hay que tomárselo muy en serio como la misma faena reclama cuando en los segundos finales aparece un afroamericano que nos recuerda que lo que vimos fue un sueño de la fábrica de mentiras más grande del globo…
Mujer Bonita (Pretty Woman, Estados Unidos, 1990)
Dirección: Garry Marshall. Guión: J.F. Lawton. Elenco: Richard Gere, Julia Roberts, Ralph Bellamy, Jason Alexander, Laura San Giacomo, Alex Hyde-White, Amy Yasbeck, Elinor Donahue, Héctor Elizondo, Judith Baldwin. Producción: Arnon Milchan y Steven Reuther. Duración: 120 minutos.