Vuelve, Pequeña Sheba (Come Back, Little Sheba)

Frágiles y narcisistas

Por Emiliano Fernández

La carrera de casi cuatro décadas del realizador norteamericano Daniel Mann es un tanto inusual porque el grueso de los directores trabajando en Hollywood suelen tener un período profesional interesante recién unos cuantos años luego de empezar con las cámaras, cuando han acumulado una experiencia que les permita lucirse en la típica etapa intermedia -entre los inicios y las postrimerías- de su trayectoria, siendo éste para nada el caso del susodicho porque la mejor película de Mann es precisamente su debut, Vuelve, Pequeña Sheba (Come Back, Little Sheba, 1952), encarada después de su paso por el mundo del teatro en calidad de actor y director. Si bien la epopeya que nos ocupa cosecharía un merecido éxito y le ganaría un Oscar a la Mejor Actriz a Shirley Booth, coprotagonista junto a Burt Lancaster, Mann no lo supo aprovechar porque de inmediato se consagró a una retahíla de propuestas anodinas u olvidables en la que apenas se destacan un par de dramas, las correctas Mañana Lloraré (I’ll Cry Tomorrow, 1955), biopic sobre la actriz Lillian Roth (Susan Hayward), y Una Venus en Visón (Butterfield 8, 1960), tragedia romántica con Elizabeth Taylor, y un par de comedias algo mucho fallidas, La Rosa Tatuada (The Rose Tattoo, 1955), aquella adaptación con Lancaster y la enorme Anna Magnani de la obra homónima de Tennessee Williams de 1951, y La Casa de Té de la Luna de Agosto (The Teahouse of the August Moon, 1956), en este caso una traslación con Marlon Brando y Glenn Ford de la puesta de John Patrick de 1953, en conjunto oficiando de preámbulo para la faena por la que muchos hoy por hoy lo recuerdan en el ámbito del cine de género, la simpática y ya bastante tardía Willard (1971), aquella odisea de horror y aparatosa venganza centrada en Willard Stiles (Bruce Davison) y sus ratas asesinas que tendría una secuela, la bastante floja Ben (1972), de Phil Karlson, y una remake, la digna pero redundante Willard (2003), de Glen Morgan.

 

Más allá de las citadas, Mann entregaría alguna que otra película modestamente atractiva, como Flint Peligro Supremo (Our Man Flint, 1966), comedia de espionaje protagonizada por James Coburn, o Los Vengadores (The Revengers, 1972), un western revisionista con William Holden y Ernest Borgnine, sin embargo su carrera cinematográfica llegaría a su fin en los bajos fondos de Viaje al Miedo (Journey Into Fear, 1975), remake del clásico de 1943 de Norman Foster y Orson Welles, y Matilda (1978), aquel mamarracho familiero impresentable con Elliott Gould y un pobre diablo -Gary Morgan- en un traje de un canguro boxeador. Vuelve, Pequeña Sheba cuenta con un guión de Ketti Frings, conocida por sus colaboraciones con Mitchell Leisen, Robert Stevenson, William Dieterle, Robert Siodmak y John Sturges, que a su vez está basado en la obra teatral homónima de 1950 del célebre William Inge, junto con Williams, Eugene O’Neill y Arthur Miller uno de los dramaturgos más respetados de Estados Unidos. Los dos personajes centrales conforman un matrimonio de mediana edad, el quiropráctico Doc Delaney (Lancaster) y la ama de casa Lola Delaney (Booth). El primero fue un estudiante de medicina que tuvo que abandonar la universidad cuando Lola quedó embarazada y fue echada de su hogar por su padre, no obstante la hija de ambos murió y la criatura de Booth ya no pudo tener más vástagos. Doc se transformó con los años en un alcohólico imprevisible que le contagió el estilo de vida desaliñado y hedonista a su esposa, quien se considera a sí misma vieja, gorda y descuidada, aunque el hombre lleva más de un año sobrio gracias a Alcohólicos Anónimos y el apoyo de Lola, la cual a su vez alquila una habitación del hogar conyugal a una estudiante, Marie Buckholder (Terry Moore), quien está comprometida con un joven que vive lejos, Bruce Cunningham (Walter Kelley), y suele noviar con un atleta local tontuelo, Turk Fisher (Richard Jaeckel).

 

El encanto de la ópera prima de Mann es difícil de describir porque en esencia lo que el film propone es un realismo intimista descarnado muy poco habitual en la comarca de la hipocresía y la estupidez como Hollywood, hablamos de una película que no maquilla las situaciones con eufemismos ni pretende caerle bien al espectador volcando el asunto hacia formulaciones maniqueas o reduccionistas mainstream: Doc todo el tiempo se muestra agradecido pero algo distante para con su esposa, lo que en el mundo masculino funciona como un sinónimo de falta de interés ante esa apariencia menopáusica estándar de Lola, además saca a relucir una concepción falaz que le asigna a Marie una inexistente pureza en contraposición al que sería el agente de la corrupción, Turk, un joven tan egoísta, irónico y rebosante de sexualidad como la ninfa, rechazo conservador que se contrapone con respecto al voyeurismo romántico y muy nostálgico de Lola, quien adora ver a la parejita intimar porque se siente identificada con Buckholder ya que le recuerda a cómo era ella a esa edad, antes de que todo se vaya a pique por la expulsión del hogar familiar, el fallecimiento de la niña y la imposibilidad de Doc de finalizar su carrera como médico, debido a ello la mujer desarrolló una idiosincrasia verborrágica y sumisa/ complaciente que se extiende a todos los mortales a su alrededor ya que incluso abarca al cartero (Paul McVey) y a la vecina de al lado, la Señora Coffman (Lisa Golm), una esclava de cuatro críos que es objeto de la admiración de la esposa de Doc, siempre presa de los sueños rotos de un pasado que no quiere abandonar y que impide la felicidad en el presente cual inocencia masacrada por la praxis cotidiana, noción compartida por lo bajo por el personaje de Lancaster aunque desde la óptica masculina, esa de una represión que resiente el hecho de ver su vida destruida al dejarse atar a una hembra que pasó de la desfachatez púber a la depresión melodramática.

 

El título se refiere a una perrita que era la mascota de los Delaney y que motiva sueños y episodios semi autistas de Lola en los que la sigue llamando a pesar de estar perdida desde hace meses, símbolo de estos fantasmas de antaño que también están condensados en el alcoholismo explícito de Doc y el conceptual de su mujer, ambos compartiendo una farsa de felicidad conjunta, muy dependientes de la ayuda externa -sobre todo de dos miembros de Alcohólicos Anónimos, Ed Anderson (Philip Ober) y Elmo Chester (Edwin Max)- y constituyendo una versión patética y por ello más plausible de Don Birnam (Ray Milland), aquel adicto equivalente de Días sin Huella (The Lost Weekend, 1945), de Billy Wilder, las dos odiseas a su vez claros antecedentes de otras recordadas reformulaciones del rubro en sintonía con El Hombre del Brazo de Oro (The Man with the Golden Arm, 1955), de Otto Preminger, Delirio de Locura (Bigger Than Life, 1956), de Nicholas Ray, y Días de Vino y Rosas (Days of Wine and Roses, 1962), de Blake Edwards. Inge, un homosexual de clóset que se suicidaría en 1973 con monóxido de carbono a los 60 años de edad, incluyó rasgos autobiográficos como su alcoholismo, la soledad de tormento sexual, el rol de AA en su mejoría y aquel matrimonio con otra Lola que se parecía a su tocaya de Vuelve, Pequeña Sheba, puntapié para una trayectoria que lo vincularía al séptimo arte en Picnic (1955), de Joshua Logan, Nunca Fui Santa (Bus Stop, 1956), asimismo de Logan, La Oscuridad al Final de la Escalera (The Dark at the Top of the Stairs, 1960), de Delbert Mann, Esplendor en la Hierba (Splendor in the Grass, 1961), de Elia Kazan, Su Propio Infierno (All Fall Down, 1962), de John Frankenheimer, Venus a la Venta (The Stripper, 1963), de Franklin J. Schaffner, Amargo Retorno (Bus Riley’s Back in Town, 1965), de Harvey Hart, y Buena Suerte, Miss Wyckoff (Good Luck, Miss Wyckoff, 1979), un opus de Marvin J. Chomsky.

 

Lancaster, una bestia sagrada que venía de clásicos como Los Asesinos (The Killers, 1946), de Robert Siodmak, Fuerza Bruta (Brute Force, 1947), de Jules Dassin, Yo Solo me Basto (I Walk Alone, 1947), de Byron Haskin, Vida por Vida (All My Sons, 1948), de Irving Reis, Perdón, Número Equivocado (Sorry, Wrong Number, 1948), de Anatole Litvak, y Sin Ley y sin Alma (Criss Cross, 1949), otra de Siodmak, aquí se contiene durante buena parte del desarrollo dramático para explotar con todo cuando la ninfa, Marie, esa hija tácita o amante en potencia, putanea con Fisher en los momentos previos a su reencuentro con el burguesito correcto de Cunningham, excusa para que el genial Burt “haga lo suyo” a puro histrionismo despampanante, en esta ocasión uno orientado a emborracharse sin más, abalanzarse contra Lola, acusarla de golfa, amenazarla con un cuchillo y estrangularla con sus propias manos, escena mítica enraizada en la tensión hogareña que finiquita con el desmayo del varón justo antes de cargarse a la criatura de Booth, por cierto una actriz estupenda de origen teatral que ya había interpretado a Lola en las tablas y después apenas si volvería a trabajar en cine en otras cuatro oportunidades, léase Directo a Broadway (Main Street to Broadway, 1953), de Tay Garnett, La Casamentera (The Matchmaker, 1958), de Joseph Anthony, y sus otras dos colaboraciones con Mann, las hoy completamente olvidadas El Amor de la Señora Leslie (About Mrs. Leslie, 1954) y Trágica Fascinación (Hot Spell, 1958). El mundo que nos presenta Vuelve, Pequeña Sheba está hegemonizado por seres humanos en simultáneo frágiles, narcisistas y diletantes de compulsiones varias y un necesario nivel de autoengaño para sobrevivir a nuestros anhelos truncos, esos grandes objetivos que se trazan en la niñez y la adolescencia y paulatinamente van quedando en la nada con el transcurso de los años o quizás, si se tiene suerte, demuestran su naturaleza bien trivial una vez que se los alcanza…

 

Vuelve, Pequeña Sheba (Come Back, Little Sheba, Estados Unidos, 1952)

Dirección: Daniel Mann. Guión: Ketti Frings. Elenco: Burt Lancaster, Shirley Booth, Terry Moore, Richard Jaeckel, Philip Ober, Edwin Max, Lisa Golm, Walter Kelley, Paul McVey, Anthony Jochim. Producción: Hal B. Wallis. Duración: 96 minutos.

Puntaje: 10