A pesar de que es una figura poco conocida para el público y la prensa en general, Seijun Suzuki es reverenciado en determinados círculos cinéfilos avant-garde por su carácter de anomalía histórica y por su condición de pionero en lo que respecta al desarrollo de las películas sobre la yakuza: el género en sí había nacido durante el período mudo, aquel de las tres primeras décadas del Siglo XX, y tendía a vincular al cruzado criminal individual con un marco de forajido afable o justiciero a lo Robin Hood que era obligado a enfrentarse a las autoridades, no obstante el período de mayor popularidad del esquema es el siguiente, conocido como “ninkyo eiga” y encabezado por Nikkatsu, estudio especializado en faenas de género para el que trabajaba, precisamente, Suzuki, señor que fue capaz de redondear unas 40 realizaciones Clase B entre 1956 y 1967, ganándose el desprecio de la compañía -y en especial de su presidente, el conservador Kyusaku Hori- a raíz de su inconformismo y sus excentricidades relacionadas con el arte pop, el surrealismo de impronta kitsch y una autoparodia apenas camuflada, todo desde el comienzo de la fase experimental del director, alrededor de 1963, hasta su despido definitivo del estudio con motivo de la hoy legendaria Marcado para Matar (Koroshi no Rakuin, 1967), gran cenit de este suicidio profesional en cámara lenta. Muchas de las obras primigenias de Suzuki para Nikkatsu responden en sí a las características del ninkyo eiga, en líneas generales centradas en las dos primeras etapas después de la Restauración Meiji de 1868 o traspaso del poder del shogun al emperador por presión nacionalista antioccidental, Era Meiji (1868-1912) y Era Taisho (1912-1926), con los yakuzas retratados como cuasi gangsters al servicio de un jefe inexpugnable y divididos entre un honor fetichizado y sus anhelos personales, sin embargo a partir de La Juventud de la Bestia (Yajû no Seishun, 1963) la producción del cineasta experimenta una seguidilla de cambios muy radicales para la época que tienen que ver con la sutil introducción de humor absurdo, escenas de acción delirantes, pincelas de melodrama exacerbado, reflexiones sobre la orfandad institucional y una estética siempre saturada cercana al musical hollywoodense.
Fue en El Vagabundo de Tokio (Tôkyô Nagaremono, 1966) cuando el autosabotaje de franca idiosincrasia lunática y contracultural alcanzó nuevas cúspides ya que Nikkatsu le impuso a Suzuki una fuerte reducción presupuestaria, como castigo por su estilo cada vez más barroco, y el realizador respondió profundizando su quid surrealista y exprimiendo al máximo cada yen basándose en la enorme experiencia acumulada al servicio del estudio, cuyo ritmo frenético de trabajo lo llevó por ejemplo a rodar seis películas en 1961. El sustrato anómalo de la carrera de Suzuki y sobre todo de El Vagabundo de Tokio, joya idolatrada por gente como Takeshi Kitano, Quentin Tarantino, Jim Jarmusch, Wong Kar-wai y John Woo, homologan al director a la siguiente fase en el desarrollo del cine de yakuzas, una “jitsuroku eiga” marcada sobre todo por los aportes del también prolífico y revolucionario Kinji Fukasaku y esa extensa saga que comenzó con Batallas sin Honor ni Humanidad (Jingi naki Tatakai, 1973), una crónica hiper violenta en la que el bushido, el código de ética de los samuráis, ya no tiene mayor relevancia porque valores como el coraje, la lealtad, la compasión y la sinceridad desaparecen junto al otrora todopoderoso honor para dejar paso a una modernidad representada en la codicia y el egoísmo, tristes eufemismos del dinero y el poder, planteo que se complementa con un cambio de contexto histórico para los relatos, en esta oportunidad ambientados ya no en el pasado idealizado de las Eras Meiji y Taisho sino en un presente traumático vinculado a la derrota en la Segunda Guerra Mundial y a la ocupación norteamericana de Japón (1945-1952), en esencia la Era Showa (1926-1989), responsabilidad del Emperador Hirohito, quien evadió ser juzgado por sus crímenes de guerra gracias a su buena relación con los Estados Unidos. A pesar de que a simple vista el estilo documental y de cámaras en mano exaltadas de Fukasaku parece lejano en relación al esteticismo ampuloso de Suzuki, en realidad ambos trabajan a nivel conceptual el reemplazo del honor por la perfidia social entrecruzada y ponen en cuestión la rigidez ya anacrónica del cine de yakuzas, pensando los límites y las paradojas del formato.
Luego de una introducción en blanco y negro que nos presenta la golpiza de los matones de Otsuka (Eimei Esumi) sobre el protagonista, Tetsu, el Águila (Tetsuya Watari), leal al ex jefe yakuza Kurata (Ryuji Kita), un episodio que se anticipa a la fotografía dominante en Marcado para Matar y Elegía de Lucha (Kenka Erejî, 1966), las dos últimas propuestas de Suzuki para Nikkatsu antes de su despido, su juicio contra la compañía y un ostracismo de una década impuesto por los estudios nipones, veda laboral que se corta con Una Historia de Dolor y Tristeza (Hishu Monogatari, 1977), la trama comienza con el maquiavélico Otsuka, poderoso mandamás criminal del Tokio de los años 60, y su idea de aprovechar la debilidad de su otrora colega yakuza aunque de otro clan, Kurata, tomando posesión de un edificio que incluye el Club Arles, local nocturno donde canta la novia de Tetsu, Chiharu (Chieko Matsubara), y que Kurata compró con dinero prestado de Yoshii (Michio Hino), a quien Otsuka y su principal matón, Tatsuzo, la Víbora (Tamio Kawaji), presionan para que acepte un dinerillo que cubra las deudas de Kurata con el objetivo de obligar a este último a entregar el título de propiedad del inmueble. La riña no se hace esperar porque Otsuka mata a Yoshii y por su parte Kurata, a través de una bala rebotada ultra bizarra en la tradición de Suzuki, revienta a la secretaria de Yoshii, Mutsuko (Tomoko Hamakawa), la cual era una espía de Otsuka y la pareja de otro de sus matones, panorama que habilita extorsiones y un “entendimiento” de que es necesario un silencio compartido, donde no encaja el único soldado que conservó ese Kurata que pretende mutar en empresario legítimo, hablamos por supuesto de Tetsu, quien se hace cargo del óbito de Mutsuko a puro sacrificio desinteresado y decide marcharse de Tokio para no generar nuevos enfrentamientos. El protagonista se convierte en un vagabundo, debe sobrevivir a intentos varios de homicidio de los secuaces de Otsuka y recibe ayuda de Umetani (Isao Tamagawa), el dueño de un club nocturno en Sasebo bautizado Saloon Western, y de Kenji Aizawa alias Estrella Fugaz (Hideaki Nitani), un antiguo miembro del Clan Otsuka y hoy un yakuza errante y muy solitario como Tetsu.
La primera parte de El Vagabundo de Tokio, en la que se establece la base retórica para un exilio que presagia el de Suzuki a posteriori de Marcado para Matar, respeta la estructura básica del ninkyo eiga aunque moviendo la acción al presente y limitando las adorables locuras del director a las risotadas fuera de lugar de Mutsuko, gran adepta al manga, a su típico sinsentido en materia de las escenas símil film noir, en especial las de las muertes de la chica y Yoshii y aquella del semi secuestro de Tetsu, y a ese diseño de producción de Takeo Kimura muy en sintonía con la estética de colores furiosos del hippismo, el Flower Power y el primer rock/ pop masivo, no obstante es en la segunda mitad cuando Suzuki se regodea en serio en el absurdo autosatírico arrojando por la ventana cualquier vestigio de solemnidad, léase el marco fundamental de las faenas sobre la yakuza, y optando en cambio por bombardearnos con secuencias de acción demenciales y bastante largas con motivo del derrotero del personaje del genial Watari por Japón en su condición de paria y “blanco móvil”, señor que continúa siendo fiel a Kurata y suele chocar con un Kenji que condena semejante autoengaño y anticipa la traición pancista del jefe, quien efectivamente termina pactando con Otsuka y ordenando el asesinato de su perro faldero, un muchacho de una osadía muy festejada en el hampa. Las escenas en la nieve, con Tetsu cantando entre balaceras y trenes amenazantes, y en Saloon Western, sede de un slapstick antiimperialista porque los malos son marineros yanquis, constituyen el preludio perfecto para el legendario desenlace en Tokio, un momento entre minimalista, implacable, expresionista y lírico hiper impostado a lo Jean-Pierre Melville, símbolo tanto del honor maltrecho y de la regresión histórica que propone la película, desde los sindicatos criminales de la yakuza a los ronins o samuráis sin amo/ daimio del pasado, como de cierta melancolía bombástica muy propia del cine de Suzuki, en este sentido basta con recordar que Tetsu rechaza la compañía de Chiharu, ya que “un vagabundo no necesita una mujer”, y le dispara en venganza a Kurata vía aquella maravillosa pirueta de arrojar su pistola, recuperarla a la distancia y gatillar…
El Vagabundo de Tokio (Tôkyô Nagaremono, Japón, 1966)
Dirección: Seijun Suzuki. Guión: Yasunori Kawauchi. Elenco: Tetsuya Watari, Chieko Matsubara, Hideaki Nitani, Tamio Kawaji, Ryuji Kita, Isao Tamagawa, Eimei Esumi, Tomoko Hamakawa, Michio Hino, Takeshi Yoshida. Producción: Tetsuro Nakagawa. Duración: 83 minutos.