Aquelarre (The City of the Dead)

Misa negra en honor a Lucifer

Por Emiliano Fernández

Las décadas del 50 y 60 fueron el contexto productivo de una infinidad de películas de género de bajo presupuesto y muy corta duración, por lo general un poco más de una hora, que estaban destinadas a los autocines y/ o el circuito de exhibición tradicional en salas, en sí una andanada de funciones dobles, triples o en continuado que casi siempre explotaban durante años -y en plan de gira nacional, por cierto- cada pequeña realización hecha con esfuerzo y un afán exploitation/ mentalidad comercial/ hambre de masividad indisimulable. Mucho antes de que la frontera entre el mainstream y el indie fuese un vacío insondable, como ocurre desde los años 80 en todo el ámbito cultural y especialmente en el calamitoso Siglo XXI, hubo una época en la que el Hollywood más poderoso debía pelearle casi de igual a igual a aquel circuito underground que no sólo daba una batalla muy digna sino que ofrecía las “emociones fuertes” que todos los productos asépticos e inofensivos de la gran industria no solían entregar. El acervo británico del séptimo arte, socio del norteamericano pero de un modo periférico y servil, como toda cinematografía nacional marginal adoraba copiarle a rasgos generales las fórmulas a Hollywood y en ocasiones situaba en los mismos Estados Unidos las historias de sus films, siendo de hecho Aquelarre (The City of the Dead, 1960), del argentino/ inglés John Llewellyn Moxey, uno de los máximos exponentes del rubro porque literalmente fue rodada en Shepperton Studios, en Inglaterra, pero transcurre en un pueblito ficcional del Estado de Massachusetts, Whitewood. La película es recordada por los fanáticos del horror no sólo por su innegable calidad, sin duda alguna apuntalada en su fascinante y lúgubre iconografía y en una diligencia narrativa que exuda eficacia, sino también debido a su importancia en la temática del satanismo y la brujería correspondiente a la etapa previa a El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y El Exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, dos joyas que marcarían un antes y un después aunque basándose en estos peldaños de la Clase B del discurrir histórico anterior.

 

Otro punto a tener en cuenta cuando se habla de Aquelarre, también conocida en castellano como El Hotel del Horror siguiendo el título que tuvo en yanquilandia, Horror Hotel, es que fue la primera película británica y la primera de terror del legendario Milton Subotsky, un productor y guionista norteamericano que desarrolló casi toda su trayectoria en el Reino Unido y que fundó junto a Max Rosenberg -aquí asimismo oficiando de productor aunque sin acreditar- Amicus Productions, compañía que rivalizó con la Hammer Film Productions y se especializó en las antologías de horror inspiradas en una mítica propuesta de Ealing Studios, Al Morir la Noche (Dead of Night, 1945), dirigida por Alberto Cavalcanti, Charles Crichton, Basil Dearden y Robert Hamer, lo que por un lado significó el nacimiento de la versión contemporánea del largometraje del espanto que aglutina relatos cortos y por el otro lado impulsó o revitalizó las carreras de Freddie Francis, Peter Duffell, Roy Ward Baker y Kevin Connor. Fue precisamente Subotsky quien reescribió el guión original, destinado a un piloto para una serie de TV con Boris Karloff y firmado por el estadounidense George Baxt, un señor a su vez conocido por La Sombra del Gato (The Shadow of the Cat, 1961), de John Gilling, La Torre del Diablo (Tower of Evil, 1972), de Jim O’Connolly, y sus tres colaboraciones con el realizador Sidney Hayers, léase El Fantasma del Circo (Circus of Horrors, 1960), Cada Minuto Cuenta (Payroll, 1961) y la célebre Arde, Bruja, Arde (Night of the Eagle, 1962), convite que comparte con Aquelarre el tópico de la hechicería y cuyo título en castellano se deriva del homólogo para el mercado norteamericano, Burn, Witch, Burn, amén de otros típicos trabajos sin acreditar de la época por parte de Baxt en sintonía con La Revancha de Frankenstein (The Revenge of Frankenstein, 1958), de Terence Fisher, y El Circo de los Vampiros (Vampire Circus, 1972), de Robert Young, ambas craneadas para la Hammer en un periplo que va desde el cenit creativo de fines de los 50 e inicios de los 60 hasta la decadencia de los 70, cuando el gótico desfallece frente al nihilismo global.

 

El prólogo establece la premisa de base, hablamos del choque entre la angustia diabólica y un puritanismo que luego muta en cinismo científico, y nos presenta a Elizabeth Selwyn (Patricia Jessel), una bruja que tiene de secuaz/ pareja a un tal Jethrow Keane (Valentine Dyall), siendo quemada en 1692 por los habitantes de Whitewood aunque no sin antes maldecirlos y sellar su pacto con Mefistófeles a cambio de vida eterna y una venganza contra sus verdugos del vulgo, anhelo que se materializa tres años después cuando las hijas de los lugareños aparecen sin una gota de sangre en sus cuerpos. En aquel presente de 1960 la estudiante universitaria Nan Barlow (Venetia Stevenson) sigue el consejo de su siniestro profesor de historia, el especialista en brujería Alan Driscoll (Christopher Lee), y decide visitar durante las vacaciones el pueblito de turno y hospedarse en La Posada del Cuervo (The Raven’s Inn), establecimiento administrado por una Señora Newless que es la versión aggiornada y clandestina de Selwyn, la cual lidera el aquelarre local junto con un fantasmal Keane, tiene de sirvienta a una muda esclavizada, Lottie (Ann Beach), y en esencia está en guerra con el clérigo ciego de Whitewood, el Reverendo Russell (Norman MacOwan), cuya nieta, Patricia (Betta St. John), a su vez llegó hace unas semanas para hacerse cargo de la tienda de antigüedades de la parentela. Es esta última quien le presta un libro muy curioso a Nan, Tratado sobre el Culto al Diablo en Nueva Inglaterra, mediante el cual descubre los rituales de los satanistas de Selwyn y compañía, eso de elegir a una ninfa para el sacrificio, robarle algún objeto personal, marcarla mediante un ave muerta y una rama de madreselva y finalmente beber su sangre luego de asesinarla con un cuchillo en la infame “hora 13”. Desde ya que Barlow pronto se queda sin su pulsera y no puede evitar su destino sacrificial, situación que dispara la curiosidad del novio de la finada/ desaparecida, Bill Maitland (Tom Naylor), y sobre todo de su hermano, Richard (Dennis Lotis), profesor escéptico que junto a Patricia descubre de a poco lo que sucede gracias a las palabras del Reverendo Russell.

 

La película crea una suerte de versión claustrofóbica lovecraftiana de la brujería, ahora con un Whitewood que se parece mucho a la Arkham del amigo H.P. Lovecraft, y aprovecha con maestría el cerco del suspenso que se cierra tanto sobre Nan como sobre Patricia, en pantalla con la excusa de las clásicas misas negras en honor a Lucifer y centradas en dos festividades al año que ameritan el derramamiento de sangre, la Fiesta de la Candelaria y el Sabbat de las Brujas, un esquema discursivo que incluso segmenta muy bien las distintas interpretaciones que el asuntillo genera a través de los pareceres de Bill, quien considera que las nigromantes de antaño fueron unas mujeres tontas, Richard, el cual juzga a las supuestas brujas como víctimas de supersticiones y del pánico religioso de los puritanos, Patricia, representante de una especie de agnosticismo que se mezcla con la indecisión, y Nan + Alan, partidarios plenos de creer en lo sobrenatural y en la destreza para el mal de las hechiceras y los hechiceros. Moxey, aquí entregando su ópera prima en el campo del séptimo arte y su única película destacable más allá de la muy inferior El Circo del Terror (Circus of Fear, 1966), fue uno de los directores más prolíficos trabajando en el audiovisual británico, pensemos en esa catarata de telefilms que van desde el thriller de Nightmare in Badham County (1976), Killjoy (1981) e I, Desire (1982), pasan por la ciencia ficción de Genesis II (1973) y Where Have All the People Gone? (1974) y llegan hasta el horror de The House That Would Not Die (1970), A Taste of Evil (1971), Home for the Holidays (1972) y la famosa El Vampiro (The Night Stalker, 1972), gran clásico de los chupasangres de TV -con Darren McGavin como Carl Kolchak- y catalizadora de una secuela, la de 1973 de Dan Curtis, y de la serie homónima de la ABC, emitida entre 1974 y 1975. Aquelarre, con su hilarante desnivel actoral por los flojos Naylor y Lotis, las correctas Stevenson y St. John y los geniales Lee, Jessel, MacOwan y Dyall, se abre camino como una de las mejores realizaciones de su época y hasta de la historia del cine acerca de la magia negra bucólica…

 

Aquelarre (The City of the Dead, Reino Unido, 1960)

Dirección: John Llewellyn Moxey. Guión: George Baxt y Milton Subotsky. Elenco: Patricia Jessel, Christopher Lee, Valentine Dyall, Norman MacOwan, Dennis Lotis, Tom Naylor, Betta St. John, Venetia Stevenson, Ann Beach, Fred Johnson. Producción: Milton Subotsky, Donald Taylor, Seymour S. Dorner y Max Rosenberg. Duración: 78 minutos.

Puntaje: 9