El cine a lo largo y ancho de su vasta historia ha trabajo la brujería desde distintos ángulos narrativos y discursivos, hablamos del arte de los ritos y los hechizos de raudo carácter mefistofélico ya sea dentro de una cosmovisión espiritual autocontenida o con vistas a una misión pragmática y bien concreta que implica manipular, hostigar y/ o sacar provecho del prójimo, no obstante las perspectivas elegidas por el acervo audiovisual mainstream e indie no han sido precisamente muchas y apenas si pueden resumirse en las siguientes: primero, el estereotipo maléfico que generalmente forma parte de un combo con otros clichés del horror como el vudú, los zombies, la nigromancia, el ocultismo, los encantamientos, las sectas, la posesión y el teriomorfismo o capacidad de transformarse en otros animales con esos lobos de la licantropía llevándose todas las miradas, segundo, la vertiente posmoderna que utiliza a las brujas para hablar de discriminación o misoginia o persecución política o ignorancia popular, algo que tiene que ver con la imagen estándar de la cacería y quema de los hechiceros y las hechiceras en cuestión cual cruzada fundamentalista en pos de aplastar a cualquiera que piense distinto en el atolladero de la sociedad prosaica, tercero, el punto de vista light que homologa a la brujería a las comedias o las propuestas infantiles centradas en lo sobrenatural inofensivo o “apto para todo público”, en este caso casi siempre jugando con la ironía de la señora o señorita en apariencia todopoderosa, gracias a su sabiduría en el terreno de las pociones y demás, aunque padeciendo los males de cualquier otra mujer del montón a escala física, psicológica, laboral y sobre todo romántica, en sí cortesía de unos hombres que tienden a sabotearlo todo, y cuarto, esa perspectiva sacrificial que en términos prácticos es un derivado de la primera categoría aunque con los años se ha separado tanto de sus orígenes -por la insistencia del aparato hollywoodense al respecto, explotándola de manera especializada o cuasi maniática- que hoy por hoy tenemos un enorme volumen de realizaciones sobre el tópico fetichizado de la corrupción identitaria/ moral/ humana/ familiar/ hogareña, así la magia negra una y otra vez tiende a ser equiparada a una especie de parásito o virus que se mete de improviso en el círculo cercano del o la protagonista y carcome sus relaciones hasta finalmente fagocitarlo/ la al aniquilar su existencia y anhelos.
Ahora bien, una vertiente casi siempre obviada -o muy poco tenida en cuenta, a rasgos generales- es sin embargo la más mundana e interesante, la de la brujería vista desde ojos positivos porque puede ser redireccionada hacia la autodefensa, la bondad o algún planteo ético solidario, en este sentido Arde, Bruja, Arde (Night of the Eagle, 1962), del realizador británico Sidney Hayers, constituye toda una rareza porque no sólo pinta al arte macabro bajo un halo amable sino que incluso piensa a la brujería como una herramienta neutra de muerte o protección sin intencionalidad de por sí más allá del interés del practicante de turno, un esquema ideológico insólito en el enclave anglosajón y el terror a escala macro que por un lado considera al conjuro/ gualicho/ hechizo/ maldición/ embrujo como una garantía de influencia sobre terceros o control de su voluntad y destino inmediato, algo vinculado al vudú haitiano aunque también a la macumba de las religiones afrobrasileñas como el archiconocido candomblé, y por el otro lado juzga a la fe como un arma de doble filo que abarca tanto al creyente enfebrecido como al cínico cientificista e igual de idiota, arrogancia ortodoxa de por medio que niega la posibilidad de ver al mundo desde otras perspectivas muy diferentes a las propias. Basado en Esposa Hechicera (Conjure Wife), un relato del gran Fritz Leiber que apareció en 1943 en la revista Desconocido (Unknown), en 1952 en una antología tripartita con textos de James Blish y Fletcher Pratt y finalmente en forma de novela en 1953, el guión de Richard Matheson y Charles Beaumont, dos genios que concibieron muchos capítulos para La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), la serie de Rod Serling para la CBS, fue reescrito por George Baxt, célebre por Aquelarre (The City of the Dead, 1960), de John Llewellyn Moxey, bajo la insistencia de la compañía productora, aquella Anglo-Amalgamated que solía trabajar con la empresa responsable del proyecto, la legendaria American International Pictures o AIP de James H. Nicholson y Samuel Z. Arkoff. Tanto la película como el libro, el cual sería adaptado en otras dos ocasiones con mucha menos suerte, Amenaza Incógnita (Weird Woman, 1944), de Reginald Le Borg, y Conjuro de Brujas (Witches’ Brew, 1980), de Richard Shorr, mutaron en sinónimos de toda esta rama no explorada de la brujería positiva, adusta y batallante.
Arde, Bruja, Arde, hilarante título en castellano que se vincula con una línea de diálogo de Flora Carr (Margaret Johnston), con el gustito pirómano de la faena y con el nombre que recibió la propuesta en el mercado estadounidense, Burn, Witch, Burn, se centra en el matrimonio de Tansy Taylor (Janet Blair), una hechicera desde que en un viaje a Jamaica presenciase cómo un brujo, Carubius, salvó a una niña consumiendo la vida de su madre, y el psicólogo Norman Taylor (Peter Wyngarde), un profesor universitario muy exitoso que encabeza el ranking vernáculo de promedios, suele atacar vehementemente toda forma de superstición y está cerca de recibir un ascenso -hermanado a una cátedra de sociología- al punto de despertar la envidia de sus colegas y esposas, con quienes juega al bridge todos los viernes. Es justo después de una partida de naipes, mientras su pareja busca en su hogar algún indicio de un nuevo “mal de ojo” hasta encontrar un muñequito vudú atado a la pantalla de un velador, cuando el docente descubre la primera pista sobre las actividades secretas de su esposa, así se topa con una araña muerta en una vasija en un cajón de una cómoda y al día siguiente halla algo de tierra en un forro unido con alfileres al cuello de un saco, provocando que revise toda la casa y apile una voluminosa cantidad de amuletos de magia negra que funcionan de protección ante los ataques de las otras féminas del campus. Un Norman presuntuoso no comprende el peligro, confronta con su mujer y quema todos los objetos, por ello mismo las debacles se acumulan en secuencia ya que una alumna lo acusa de haberla violado, Margaret Abbott (Judith Stott), su noviecito lo amenaza con un revólver momentos después, Fred Jennings (Bill Mitchell), y para colmo recibe por correo una grabación de una charla que dio en Mánchester e incluye de fondo un sonido hipnótico que conlleva la destrucción de todos los que lo escuchan, en pantalla generando que unos esclavos zombificados arremetan contra el hogar de los Taylor. Presa de la angustia, Tansy lleva a cabo un ritual en el que se ofrece morir para salvar a su marido y que a su vez es anulado por un Norman cada minuto más creyente, no obstante la mujer ataca al varón con un cuchillo porque está siendo controlada mediante un muñeco vudú por la susodicha Flora, pareja coja de uno de los colegas del personaje de Wyngarde, Lindsay Carr (Colin Gordon).
La película no sólo humaniza el culto satánico pomposo de La Noche del Demonio (Night of the Demon, 1957), de Jacques Tourneur, como se suele decir, sino que profundiza -desde la claustrofobia de la pugna académica/ institucional- esa guerra fría entre el escepticismo porfiado y la devoción pagana o diabólica de larga data, precisamente equiparando ambas regiones porque la segunda puede no estar sustentada en “valores empíricos”, como asevera Norman, aunque no arrastra la hipocresía y ceguera de la ciencia en materia de prejuicios negados, frialdad tecnocrática, altanería y una ortodoxia formal tantas veces alejada de la vida cotidiana y sus necesidades más urgentes. La fotografía expresionista de Reginald H. Wyer y la asimismo elogiable música de William Alwyn se unifican de maravillas con las estupendas actuaciones de Blair, Wyngarde y Johnston y un catálogo de recursos temáticos y narrativos que incluyen las tomas subjetivas desde el punto de vista de Tansy luego de su intento de suicidio en la playa, el sustrato cuidadoso y ultra artesanal de cada secuencia de suspenso, aquel conjuro de protección dirigido al público a modo de prólogo en la acepción norteamericana, con la voz de Paul Frees y en clara sintonía con los graciosos artilugios publicitarios de William Castle, y por supuesto el motivo del águila al que apunta el título original y el desenlace en su conjunto, también señalando la idiosincrasia antojadiza y/ o paradójica de la fe ancestral y del cinismo metropolitano moderno porque la misma águila que perseguía a Norman en sus delirios, debido a la mentada grabación hipnótica, es la que se le cae encima a Flora tanto por escuchar el sonido maldito como por andar paseándose con la cinta por el campus, símbolo de una magia negra que puede cambiar de bando como cualquier arma al servicio de quien guste gatillar y siempre presta a los tristes accidentes. Hayers, realizador mayormente televisivo que por cierto venía de otras dos colaboraciones con Baxt, las hoy olvidadas El Fantasma del Circo (Circus of Horrors, 1960) y Cada Minuto Cuenta (Payroll, 1961), aquí entrega su mejor película por lejos y definitivamente la más célebre ya que otros trabajos amenos de su prolífica cosecha, como por ejemplo el drama romántico de aventuras La Trampa (The Trap, 1966) y el estrafalario “giallo inglés” Asalto (Assault, 1971), jamás alcanzaron este nivel de reconocimiento y cariño cinéfilo…
Arde, Bruja, Arde (Night of the Eagle, Reino Unido, 1962)
Dirección: Sidney Hayers. Guión: Richard Matheson, Charles Beaumont y George Baxt. Elenco: Janet Blair, Peter Wyngarde, Margaret Johnston, Colin Gordon, Judith Stott, Bill Mitchell, Anthony Nicholls, Kathleen Byron, Reginald Beckwith, Jessica Dunning. Producción: Albert Fennell. Duración: 90 minutos.