Zona de Guerra (The War Zone)

La estupefacción del deseo

Por Emiliano Fernández

Tim Roth, sin duda uno de los mejores y más valientes y versátiles actores trabajando en el enclave anglosajón desde que debutase allá lejos y hace tiempo en TV en Hecho en Gran Bretaña (Made in Britain, 1982), dirigida por Alan Clarke y escrita por David Leland, y en el séptimo arte en La Ejecución (The Hit, 1984), bajo la batuta de Stephen Frears y con un guión de Peter Prince, dos propuestas magistrales que se ubican entre lo más valioso de su tiempo, lamentablemente conoció de primera mano las debacles familiares porque fue víctima de abuso sexual por parte de su abuelo paterno desde la niñez hasta la adolescencia, un perverso que asimismo había molestado al progenitor del intérprete cuando joven, y para colmo de males su hijo menor, el músico Cormac Roth, falleció en 2022 a los 25 años de edad a causa de un tumor de células germinales, esas que contienen el material genético. En el Siglo XXI muy pocos espectadores conocen la única película de Roth como realizador, Zona de Guerra (The War Zone, 1999), aunque los que la vieron en su momento de estreno sí la recuerdan porque constituye una experiencia devastadora como pocas equivalentes del rubro de la descomposición familiar, un film que sitúa una temática siempre delicada en el mismo núcleo narrativo, nada menos que el incesto, para indagar en el choque entre las dimensiones pública y privada de los sujetos siguiendo unos lineamientos muy específicos, hablamos por un lado del castigo fundamental contra el psicópata de turno desde un criterio social consensuado, éste por supuesto enraizado en la ética o conjunto de nociones que regulan los intercambios humanos estableciendo lo positivo y lo negativo, y por el otro lado la estabilidad enferma del hogar en cuestión, esa que se destruiría si la conducta perversa sale a la luz y por ello el engaño o el silencio generan sentimientos contradictorios de culpa, aprensión, cólera y vergüenza en las víctimas y su círculo cercano, todo a su vez basado en criterios patológicos o profundamente desviados de la normalidad en lo que atañe a los vínculos amorosos, sexuales, libidinosos o simplemente amistosos y familiares, aquellos de la convivencia cotidiana. Aquí la depresión y la intensidad le escapan a las cursilerías del ecosistema comercial masivo y se fusionan con las tragedias griegas y toda su pirotecnia.

 

El guión de Alexander Stuart, responsable de la trama de Inocencia Trágica (Ordeal by Innocence, 1984), deslucida adaptación a cargo de Desmond Davis para Cannon Films de la famosa novela de 1958 de Agatha Christie, y productor sui géneris de Insignificancia (Insignificance, 1985), aquella maravilla de Nicolas Roeg inspirada en la puesta teatral de 1982 de Terry Johnson, está basado en su novela homónima de 1989, un trabajo por cierto muy polémico que comenzó a escribir en medio del dolor y el enojo por el fallecimiento de su hijo enfermo de cáncer y todo el proceso previo de la quimioterapia, y se centra en Tom (excelente desempeño del debutante Freddie Cunliffe, el cual a posteriori se volcaría a la televisión hasta desaparecer), un muchacho de unos quince años que tuvo problemas para adaptarse a distintos colegios y que se vio obligado a abandonar Londres por el capricho de su padre (el querido e inefable Ray Winstone), un vendedor de muebles para el hogar, y su madre (Tilda Swinton, por entonces mamá reciente de gemelos), una mujer en las últimas etapas de un embarazo, quienes junto al joven y su hermana mayor, Jessie (Lara Belmont), se mudaron a una zona rural y costera de Devon, un condado del extremo sur del Reino Unido. La parentela protagoniza un accidente automovilístico cuando iba al hospital por el nacimiento del crío, una mocosa bautizada Alice (Megan Thorp), sin embargo el verdadero cataclismo se produce cuando Tom ve azarosamente por una ventana del baño al progenitor y Jessie desnudos y en actividad sexual, provocando una confrontación con su hermana que se va enrareciendo de a poco por el ninguneo, mucha angustia y el hallazgo de una foto comprometedora. Luego de una velada en una playa con ambos jóvenes más el novio de la púber, Nick (cameo de un Colin Farrell muy bisoño), Tom filma la sodomización de Jessie a instancias del personaje de Winstone en un viejo búnker de la costa y después arroja la grabación al mar y le quema un pecho a la chica con un encendedor. Cuando en una visita a Londres, antes del inicio del período lectivo del quinceañero, Tom finalmente advierta a su madre sobre la conducta del padre, debido a la aparición de sangre en el pañal de Alice, el asunto derivará en la negación del abusador y en su raudo apuñalamiento por el muchacho.

 

Moviéndose entre los culebrones pesadillescos de Tennessee Williams, aquel realismo de fregadero de cocina/ kitchen sink realism de la Nueva Ola Británica de los años 60, el cine social inglés modelo Ken Loach, Mike Leigh y el primer Frears, el acervo indie visceral de los 90, algo del melodrama hollywoodense aunque ahora muy exacerbado y por supuesto esa claustrofobia familiar polirubro que tantas películas analizaron de distinta forma, desde la perspectiva infantil primigenia de Los Inocentes (The Innocents, 1961) y La Casa de Nuestra Madre (Our Mother’s House, 1967), ambas del inigualable Jack Clayton, hasta el incesto también categórico de La Luna (1979), de Bernardo Bertolucci, Padrastro (Beau Père, 1981), obra de Bertrand Blier, El Color Púrpura (The Color Purple, 1985), de Steven Spielberg, Flores en el Ático (Flowers in the Attic, 1987), de Jeffrey Bloom, El Jardín de Cemento (The Cement Garden, 1993), de Andrew Birkin, La Hermanita (Zusje, 1995), de Robert Jan Westdijk, La Celebración (Festen, 1998), de Thomas Vinterberg, Solo contra Todos (Seul contre Tous, 1998), de Gaspar Noé, Mi Madre (Ma Mère, 2004), de Christophe Honoré, Géminis (2005), de Albertina Carri, Daniel & Ana (2009), de Michel Franco, y la tremenda Canino (Kynodontas, 2009), de Yorgos Lanthimos, entre otras, el opus de Roth no sólo opta por una mirada colateral en lo referido al descubrimiento de las mentiras, la doble personalidad y la psicopatía del mandamás del clan sino que además construye un naturalismo hogareño muy cuidadoso apuntalado en el misterio, la desnudez, el laconismo, la hipocresía, el aislamiento, la frustración y cierta aproximación a un tedio burgués que desemboca en barbaridades como las retratadas, precisamente como si toda la propuesta fuese homologable a una utopía de clase media hecha añicos o quizás a un paraíso bucólico tácito desperdiciado por una oscuridad psicológica que la mitad de la familia abraza y la otra niega de manera inconsciente, algo típico en estos casos en los que las pistas se hacen evidentes ante ojos ajenos mientras que los protagonistas no pueden salir de las penumbras porque prefirieron seguir con sus rutinas como si nada hubiese pasado, conformismo sutil y automatizado que se transforma en cómplice de los atropellos del marco vital más prosaico.

 

Sin la moralina ni esos sermones insoportables/ redundantes ni la aburrida intervención de el popurrí de instituciones sacrosantas del cine mainstream promedio, el film coquetea con el ascetismo expresivo de Ingmar Bergman, el sadismo de Michael Haneke e incluso el exploitation artístico símil Pier Paolo Pasolini pero en realidad edifica su propia lectura del horror y deja que los hechos, el mutismo y las aberraciones físicas y mentales hablen por sí mismas, así las cosas a lo largo de los 99 minutos nos topamos con una madre que hace las veces de la ciega o ingenua de siempre que desde su idiotez o egoísmo banal es la última en enterarse de lo que sucede puertas adentro, Jessie funciona como la clásica víctima cautiva que se debate entre la humillación, el masoquismo y la aceptación por costumbre de las violaciones, el padre sin nombre, por su parte, es un depravado que como tantos psicópatas pretende tercerizar su responsabilidad a través de una estrategia mitómana de negación en espiral, la beba viene a simbolizar esa inocencia de antaño que regresa aunque ya no puede convivir con semejante clima de opresión y finalmente el protagonista, Tom, encarna por un lado el punto de vista morboso del espectador, en simultáneo secuaz pasivo del villano y testigo de su caída, y por el otro lado la estupefacción o marasmo del deseo fervoroso, en alguna medida el paradigmático de la adolescencia y en parte volcado a una bastardización somnolienta de la lujuria que lo deja sin poder reaccionar ante una vecina de Devon que lo atrae, Lucy (Kate Ashfield), y frente a una amiga londinense de su hermana que hace de prostituta implícita que podría “descomprimir” la tensión, Carol (Aisling O’Sullivan). Con un bello leitmotiv del compositor Simon Boswell, etéreo y meditabundo como el tono de la epopeya en general, y un desenlace ambiguo que sigue la línea retórica planteada, punto final que deja abierta la posibilidad del suicidio de los hermanos o su sanación al apartarse de la sociedad o quizás la reproducción de la dinámica incestuosa, Zona de Guerra ofrece un retrato sincero de una hecatombe cocinada a fuego lento e interpretada con maestría por todo el elenco en su conjunto, dentro del cual el trabajo de Belmont está prácticamente al mismo nivel cualitativo que el de los veteranos y la otra gran sorpresa actoral, Cunliffe…

 

Zona de Guerra (The War Zone, Reino Unido/ Italia, 1999)

Dirección: Tim Roth. Guión: Alexander Stuart. Elenco: Freddie Cunliffe, Lara Belmont, Ray Winstone, Tilda Swinton, Colin Farrell, Kate Ashfield, Aisling O’Sullivan, Kim Wall, Annabelle Apsion, Megan Thorp. Producción: Dixie Linder y Sarah Radclyffe. Duración: 99 minutos.

Puntaje: 9