El Huevo de la Serpiente (The Serpent's Egg)

Exterminamos lo inferior

Por Emiliano Fernández

Los fascismos del Siglo XX y los del nuevo milenio tienen importantes puntos en común en materia de sus pivotes de máxima o condiciones recurrentes o “clima” comunal que permite su nacimiento y relativa expansión, pensemos por ejemplo en la miseria o crisis económica, las frustraciones sociales, el analfabetismo político popular extremo, la propaganda masiva, la mediocridad intelectual de las mayorías y sus “ídolos”, esos regímenes institucionales de fondo siempre débiles, el lobby mediático de derecha y toda esa predisposición social hacia la solución fácil o los chivos expiatorios más burdos, sin embargo las diferencias también son cuantiosas y abarcan una retahíla de factores que conviene considerar desde el vamos, a saber: primero, el fascismo de antaño operaba sobre una cultura de masas cohesiva y con convicciones fuertes que en nuestro presente en gran medida desapareció gracias a la falta de solidaridad para con el prójimo y sus tribulaciones, el discurso político del desprecio al adversario señalado a dedo y la subdivisión maniática operada por el marketing capitalista, segundo, el neonazismo o neofranquismo no cuenta con una militancia verdadera detrás a contrapelo de lo que sucedía en el pasado con esos partidos políticos de una gigantesca llegada social, tercero, aquellos dictadores o pichones de dictadores en términos concretos eran excelentes oradores que sabían convencer a su público con una retórica florida que invitaba al suicidio colectivo símil flautista de Hamelín, capacidad hoy inexistente porque los payasos del Siglo XXI no pueden expresarse como un ser humano normal y dependen de la maquinaría publicitaria para imponerse en la arena pública, cuarto, la automitificación de antaño funcionaba como un relato sin fisuras morales, históricas o discursivas mediante una manipulación muy aceitada, algo ahora imposible porque Internet de inmediato pone en evidencia el engaño o las patrañas del caso, quinto, antes un chauvinismo fortísimo era un ingrediente crucial del combo mientras que hoy está lejos de serlo por la identidad partida o bien esquizofrénica del bípedo de la actualidad, sexto, la construcción ideológica pretérita funcionaba tanto sobre lo positivo/ lo anhelado como lo negativo/ lo odiado, este último el único criterio significativo -y gran limitación pragmática- de los neofascistas, y séptimo, el infantilismo o utopía “loteprodista” de salvadores mágicos en el presente es más importante que en el Siglo XX, época en la que la profundidad de los análisis era mayor y/ o más rica.

 

Uno quizás podría agregar algunas distinciones más entre los energúmenos descerebrados de antaño y los infradotados de mierda de nuestra contemporaneidad, en sintonía con una violencia hoy más simbólica que material, contradicciones en la arenga ahora permanentes y risibles y por supuesto el recurso agotado de la polémica ad infinitum para caldear el debate en tiempos de un cinismo al que no se le mueve un pelo por la catarata de mentiras, estupideces, amenazas, despropósitos, insultos o pretendidas “bombas” discursivas, no obstante lo verdaderamente fundamental es la crisis de los aparatos de poder tradicionales, esas democracias cooptadas por las oligarquías capitalistas en primera persona o por sus testaferros, que permiten el ascenso temporal de una pandilla de psicóticos, intolerantes y narcisistas grotescos que se dicen situados en contra del statu quo aunque lo acompañan en cada una de sus propuestas hambreadoras y represoras, de hecho exacerbándolas porque la ortodoxia ideológica pasa a justificar cualquier barbaridad con tal de demostrar que se tiene la razón y el rival, sujeto deshumanizado destinado al cadalso, no. El Huevo de la Serpiente (The Serpent’s Egg, 1977), indudablemente una de las peores películas de Ingmar Bergman y parte constituyente de su peculiar díptico rodado en inglés, aquel que se completa con la diminuta y también “complicada” El Toque (The Touch, 1971), paradójicamente es uno de los mejores retratos de la angustia y la ciclotimia social que sirven de terreno fértil para este esquema autoritario desde el que se pretende crear un modelo compartimentalizado y rígido de comunidad, sin disensos o rispideces u opiniones contrarias, como si las sociedades humanas estuviesen controladas por un atavismo o tendencia al orden y no por su opuesto exacto y verdadero quid, un caos que siempre se pretende barrer bajo la alfombra y suele explotar tarde o temprano. Este idealismo ciego que ensalza la falacia de un mundo en paz y estructurado, según los criterios del capitalismo y de sus déspotas plutocráticos de la alta burguesía, crece de manera parasitaria sobre los errores y barrabasadas ajenas porque el mesianismo desconoce la autocrítica, así en la pantalla de a poco reaparecen obsesiones del cineasta sueco como la locura, la deshonra, el aburrimiento sádico, la cotidianeidad como espacio de desconsuelo, la decadencia profesional, la melancolía, la mediocridad promedio de la humanidad y los límites de la tolerancia en cuanto a los ataques al ego y la dignidad.

 

Bergman a mediados de los 70 estaba exiliado en Alemania Occidental, aquella República Federal de Alemania, en un estado de profunda depresión porque había sido acusado en Suecia y luego exonerado de evasión de impuestos, lo que generó un arresto escandaloso, una internación en un neuropsiquiátrico y la curiosa idea de ya intentar una coproducción norteamericana gigantesca con dinerillo de Dino De Laurentiis, distribución de Paramount Pictures y una estrella protagónica en ascenso como el querido David Carradine, ese Kwai Chang Caine de Kung Fu (1972–1975), la serie de la ABC, y aquel Woody Guthrie de Esta Tierra es mi Tierra (Bound for Glory, 1976), la joya de Hal Ashby, por entonces todo un especialista en gestas automovilísticas para el imponderable Roger Corman, precisamente como lo demuestran Truenos y Relámpagos (Thunder and Lightning, 1977), opus de Corey Allen, y sus dos colaboraciones con Paul Bartel, Cannonball (1976) y Carrera Mortal 2000 (Death Race 2000, 1975). Enmascarada bajo los latiguillos temáticos de siempre del sueco, léase la incomunicación, los círculos viciosos en la intimidad y la búsqueda petulante del sentido de la vida, la “no historia” de El Huevo de la Serpiente gira alrededor de Abel Rosenberg (Carradine), trapecista borracho y desempleado que en la República de Weimar de 1923 debe sobrellevar el suicidio de su hermano, Max (Hans Eichler), la desconfianza de un oficial de policía que investiga una serie de muertes horrendas, el Inspector Bauer (Gert Fröbe), la amistad insistente -y para nada recíproca- del tenebroso Hans Vergerus (Heinz Bennent), un conocido de la infancia que gustaba de eviscerar gatos, y finalmente el cariño bienintencionado aunque naif y claustrofóbico de la ex pareja de Max, Manuela (esa genial Liv Ullmann), una otrora artista circense y hoy bailarina y cantante en un cabaret de la que el finado se divorció dos años atrás, cuando ambos más Abel emigraron desde yanquilandia hacia Berlín para un acto de acrobacia que se vino abajo porque Max se lastimó la muñeca. Mientras el cabaret erotiza a las masas, la fauna esperpéntica nazi rompe cabezas inocentes y Manuela y Rosenberg hilvanan una relación romántica, el supuesto matasanos Vergerus les consigue un lugar donde vivir e incluso unos puestos en la clínica donde trabaja, Santa Ana, de archivista para el varón y lavandera para ella, todo en una trama que juega con lo aletargado, la visceralidad y lo onírico de las compulsiones de las esferas pública y privada.

 

Si bien es verdad aquello de lo que se acusa reiteradamente a la película desde la época de su estreno, en esencia su redundancia o literalidad para con recursos utilizados en el pasado por Bergman y de mucha mejor manera ya que aquí la narración a veces se siente pesada e inconducente en sus dos horas de duración total, tampoco se puede obviar el hecho de que el director y guionista logra construir un retrato eficaz de la atmósfera espiritual/ política/ social/ económica/ cultural/ bélica que patentó a la crueldad como herramienta de choque, tanto la voyeurista o pasiva como la tangible o activa, y posibilitó el Putsch de Múnich del 8 y el 9 de noviembre de 1923, un intento fallido de Golpe de Estado por parte del Partido Nazi contra la República de Weimar sirviéndose del descontento general de la población a causa de la hiperinflación, el enorme desempleo, la violencia política cotidiana, la derrota en la Primera Guerra Mundial y las condiciones leoninas que los Aliados impusieron a Alemania en el Tratado de Versalles de 1919. Bergman no sólo pinta a Abel como un judío patético y masoquista y a ella como una mártir absurda que se contagia por motu proprio de la depresión de Rosenberg, sino que también crea una coyuntura permanente de represión y complicidad vía las palizas y homicidios cometidos por las milicias parapoliciales de los nacionalsocialistas, así de a poco se forma ante nuestros ojos una bola de nieve comunal en la que aparecen las múltiples columnas vertebrales del fascismo como el acoso onanista, la estigmatización, el miedo, el racismo, la burocracia, el delirio, la ansiedad, la coacción, la vigilancia, el entretenimiento más lobotomizador, la frialdad, la pobreza, el vértigo, el odio, la apatía, el dolor, la paranoia, los embustes, la impaciencia, el oscurantismo, la candidez, la necedad y esa humillación que conduce a la irresponsabilidad, el prejuicio o la cobardía silenciosa. Cerca de otras obras de laberinto kafkiano hecho carne o autocracia, por ejemplo El Proceso (Le Procès, 1962), de Orson Welles, La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969), de Luchino Visconti, El Otro Sr. Klein (Mr. Klein, 1976), de Joseph Losey, Desesperación (Despair, 1978), de Rainer Werner Fassbinder, Lili Marleen (1981), otra aventura del gran Fassbinder, 1984 (1984), de Michael Radford, y Kafka (1991), de Steven Soderbergh, esta especie de neo film noir del sueco -con elementos de horror, melodrama y faena testimonial- contrapone sin cesar por un lado las dos modalidades por antonomasia del acervo popular, la alegre tontuela de Manuela y la apesadumbrada y egoísta de Abel, y por el otro lado la peligrosidad de un chiflado con delirios de profeta y muchos sueños de exterminar al diferente o “inferior”, aquí ese Vergerus que es un antepasado conceptual del Hitler canciller de 1933 porque está consagrado a la eugenesia más demencial y se dedica a realizar experimentos aberrantes en su clínica, de allí la referencia del título y del personaje de Bennent a la delgada membrana que permite ver al reptil ya formado en su huevo y de allí la importancia de la vehemencia brutal que prepara el terreno para el Putsch de Múnich, bisagra histórica en función de la cual Hitler deduce que el alzamiento armado no resultaría exitoso y por ello opta por la lenta construcción de un movimiento masivo semi legal que lo entronice paulatinamente en el poder y socave el margen de influencia de sus adversarios. Sin música incidental y con zooms furiosos, un tono fúnebre, actuaciones histéricas, voces en off demasiado descriptivas y un énfasis en este atolladero existencial autoimpuesto, la película dista mucho de ser perfecta o coherente al cien por ciento pero sabe burlarse de la impotencia pueril de los pueblos y su costumbre de elegir a sus verdugos confundiéndolos con unos salvadores que de un instante al otro resolverán los problemas con mano firme…

 

El Huevo de la Serpiente (The Serpent’s Egg, Estados Unidos/ República Federal de Alemania, 1977)

Dirección y Guión: Ingmar Bergman. Elenco: David Carradine, Liv Ullmann, Heinz Bennent, Gert Fröbe, Toni Berger, Christian Berkel, Glynn Turman, Erna Brünell, Hans Quest, Hans Eichler. Producción: Dino De Laurentiis. Duración: 120 minutos.

Puntaje: 7