Desde ya que La Masacre de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974), la obra maestra de Tobe Hooper también conocida en Latinoamérica como El Loco de la Motosierra y gran joya englobada en el hicksploitation o cine de explotación de campesinos lelos y violentos, está inspirada en parte en los derroteros criminales verídicos de Ed Gein, un necrófilo muy estrafalario del Estado de Wisconsin -con un Complejo de Edipo mal curado, por cierto- que supuestamente mató a dos féminas, Mary Hogan en 1954 y Bernice Worden en 1957, y que gustaba de profanar tumbas de un cementerio cercano y confeccionar con piel humana cosillas varias como máscaras, cinturones, polainas, corsés, platos ovalados, pantallas de lámparas y hasta tachos de basura, y Elmer Wayne Henley, un asesino en serie del Estado de Texas que junto a dos cómplices, David Owen Brooks y el psicópata de temer Dean Corll, secuestró, violó, torturó y asesinó entre 1970 y 1973 a unos 28 niños, adolescentes y jóvenes adultos en lo que se dio en llamar los Asesinatos en Masa de Houston/ Houston Mass Murders, periplo cruento que derivó en diversas fosas comunes y que finalizó con el óbito de Corll en 1973 a los 33 años de edad como consecuencia de una andanada de seis disparos cortesía del propio Henley, todo en medio de una discusión porque el eventual verdugo había propuesto como víctima a una mocosa de 15 años llamada Rhonda Williams que se salía del perfil gay del trío, no obstante la película de Hooper asimismo retrata un clima de descontento social que en aquel momento resultaba relativamente novedoso y que de allí en más pasaría a formar parte de la estructura psicológica de la posmodernidad y especialmente del nuevo capitalismo de la especulación en tanto sustituto del trabajo como factor generador de riqueza, un planteo de índole nihilista y por momentos muy cínica que se vincula al colapso de las utopías del hippismo, los asesinatos de la Familia Manson de 1969, las múltiples atrocidades cometidas por los Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, la salida definitiva del patrón oro en 1971, la inflación escalonada resultante en todo el planeta, el lastimoso Escándalo Watergate correspondiente a la administración del impresentable Richard Nixon, la radicalización de los movimientos de izquierda combativa, el crecimiento exponencial del aparato represivo, el auge de la concentración industrial o formación de oligopolios, la consiguiente recesión o déficit de las economías del Primer Mundo y por sobre todas las cosas aquella Crisis del Petróleo de 1973 por la decisión de los miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo de ya dejar de exportar crudo a los aliados occidentales de Israel en la Guerra de Yom Kipur de octubre de ese año.
Coescrita por el siempre inquieto director junto a Kim Henkel, con quien mantendría una mínima sociedad creativa en aquellos inicios porque el susodicho participó en calidad de actor de la ópera prima ultra delirante de Hooper, Cáscaras de Huevo (Eggshells, 1969), una faena godardiana entre surrealista y lisérgica, y luego firmaría la trama de una parodia implícita de La Masacre de Texas a cargo del propio Tobe, Devorados Vivos (Eaten Alive, 1976), precisamente una suerte de inversión sarcástica en la que Henkel trabajó sobre un relato anterior de Alvin L. Fast y Mardi Rustam, la propuesta que nos ocupa retoma y al mismo tiempo populariza desde la dialéctica del shock muchísimos recursos de aquel cine independiente de género de los 60 y 70 destinado a los autocines y a las salas del circuito de exhibición marginal de yanquilandia y del resto del planeta, como por ejemplo el conflicto entre ciudad y ámbito bucólico, el rol de la mecanización en el desempleo y el vaciamiento migratorio del campo, el miedo de la clase media a todo lo que no sea un reflejo narcisista de ella misma, la desaparición de los valores religiosos tradicionales basados en la familia, los primeros pasos del ecologismo y el vegetarianismo culposo en la conciencia pública, la desconfianza paranoica para con el prójimo, el ascenso de la locura y la ciclotimia en tanto ejes del nuevo egoísmo plutocrático, la distancia generacional como abismo insalvable, la homologación entre capital y un canibalismo para nada sutil, la crisis muy temprana de lo esotérico new age bastante ridículo y el raudo surgimiento de aquella noción post quimeras sesentosas de cambio relacionada con la violencia caótica tomando el lugar de la pretendida paz de antaño o la solidaridad entre distintos, ya dejando atrás todo barniz romantizado/ idealista en materia de una convivencia en colectivos humanos cada día más fragmentados por el marketing, la bancarrota moral del Estado y la deshumanización por los ingredientes citados en su conjunto. Cinco son los jóvenes que el 18 de agosto de 1973 viajan campantes a bordo de una camioneta por las rutas inhóspitas de Texas, dos parejas, Sally Hardesty (Marilyn Burns) y Jerry (Allen Danziger) más Pam (Teri McMinn) y Kirk (William Vail), y el hermano gordinflón en silla de ruedas de Sally, Franklin (Paul A. Partain), un grupete a lo subproducto de una comuna hippie en retroceso -con Pam ponderando la astrología y casi todos muy cerca de la burguesía vacacional- que tiene la desafortunada idea de subir al vehículo a un autoestopista ignoto de la white trash (Edwin Neal) que se corta una mano con un cuchillo, quiere que le paguen dos dólares por una Polaroid y después de quemarla ataca al parapléjico, generando que lo bajen y que el loco marque con sangre la camioneta.
Hooper, él mismo un texano que presenció de primera mano durante su época de estudiante la masacre perpetrada en 1966 por Charles Whitman, un chiflado y ex marine de 25 años que mató a puñaladas a su madre y su esposa y después asesinó de manera indiscriminada a lo largo de 96 minutos a 15 personas e hirió a otras 31 sirviéndose de una colección de armas de fuego en lo que a posteriori se denominó el Tiroteo en la Torre de la Universidad de Texas/ University of Texas Tower Shooting, triste episodio que finiquita ese primero de agosto cuando el demente es fusilado por dos policías, Houston McCoy y Ramiro Martínez, aquí entrega una faena revolucionaria que por un lado empapa a la Clase B pirotécnica del momento con un discurso político antiinstitucional, documentalista y seudo testimonial, en donde la pretendida verdad que anuncian los títulos del comienzo es falsa, la visceralidad es sinónimo de salvajadas y lo que el ser humano le hace a los animales vía la industria de la carne es reproducido en venganza por los habitantes agrestes que fueron olvidados por el gobierno y las metrópolis, y por el otro lado puede ser leída de modo sucesivo primero como un proto slasher, sobre todo gracias a esa primera mitad en la que nuestras víctimas de corta edad van conociendo de a poco a la parentela lunática y caníbal compuesta por el autoestopista, el dueño de una gasolinera destartalada (Jim Siedow), un abuelo zombificado (John Dugan) y el inefable Cara de Cuero/ Leatherface (Gunnar Hansen), aparentemente el hermano del personaje de Neal y un señor fornido y con retraso mental que adora reventar a martillazos a los visitantes, meterlos en heladeras, cortarlos en pedazos o quizás colgarlos en ganchos y por supuesto andar persiguiendo a los “manjares” más díscolos con una linda motosierra mientras luce una máscara hecha de piel humana y viste un delantal de cocinero o ropa femenina, y segundo como una comedia negra o una epopeya de alcance absurdo, iconoclasta o satírico/ anárquico para con un sueño americano que se aparece en la segunda parte del metraje y que por aquellos años ya estaba devaluado tanto por el embate cultural subversivo del hippismo, cuyo reverso fue la contraofensiva reaccionaria del establishment fascistoide, como por el ninguneo que padecía la América Profunda, aquí con la pistola de perno retráctil simbolizando el aumento de la masa de desempleados en la única economía vernácula, la ganadera en la que supo trabajar el clan Hardesty y su homólogo antropófago, ambos vinculados a la masacre de vacunos porque el nono de la primera familia vendía su ganado a un matadero local y el abuelito de la segunda, de hecho, era un matarife que fue experto con el martillo, amén del autoestopista que afirma también haber reventado reses.
A diferencia de buena parte del slasher futuro, un ecosistema retórico que tenderá a repetir fórmulas desde un conservadurismo ideológico morboso donde lo femenino es sinónimo de una corrupción moral que reclama castigo, La Masacre de Texas deserotiza a las hembras porque sus muertes son superadas en número por las de los machos -Kirk y Jerry fallecen a martillazos old school, Franklin con la motosierra porque Cara de Cuero es algo así como su doppelgänger- e incluso se podría aseverar que el “tratamiento especial” que reciben las señoritas -Pam efectivamente colgada de un gancho y atesorada en un frigorífico y Sally torturada psicológicamente en una mítica cena familiar en la que alimentan con su sangre al abuelo de los caníbales y ella debe rezar para que el nono no le abra la cabeza de un golpe- no se debe a una hipotética misoginia o revanchismo masculino en relación a la belleza sino a su carácter de gritonas insoportables que no dejan de chillar, detalle también hermanado a los animales prestos a ser carneados ya que los alaridos de pánico enervan a los matarifes, profesión invariablemente psicopática que según el film desde el mecanicismo capitalista puede ser fría símil holocausto nazi y desde el “sustrato artesanal” de nuestros antropófagos en pantalla puede mutar en un sadismo bien rimbombante y grotesco, precisamente la gran marca registrada de la odisea brutal de Hooper porque en esta oportunidad las hipérboles de la crueldad rozan el dadaísmo más burlón, semejante andamiaje dramático de tren fantasma no da respiro alguno al espectador, la rusticidad del cine callejero de los 70 prácticamente raja la tierra -el Hollywood Clásico de los 40, 50 y 60 seguía muy confinado a los estudios- y la gloriosa mezcla de sonido juega en los instantes de calma con los informativos radiales o el country tontuelo de fondo, como si se tratase de un marco social civilizado que se cae a pedazos porque no reconoce el horror por venir, y en los momentos de frenesí apela a la histeria de las víctimas gritando de pavor y sus verdugos respondiendo con más bramidos, con comentarios sardónicos a toda pompa, con carcajadas y/ o con el sonido ensordecedor del motor de la motosierra, a lo que se suma la música experimental de Tobe y Wayne Bell, equipo que se repetiría en Devorados Vivos. Entre Psicosis (Psycho, 1960), opus de Alfred Hitchcock, Spider Baby (1967), de Jack Hill, La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero, y el cine gore en general de Herschell Gordon Lewis, la legendaria experiencia enarbola el latiguillo de la carne mancillada/ cosificada que no lucha si es mansa y que se resiste si entiende lo que le espera, desde la profanación de tumbas del inicio hasta el desenlace, sin duda el mejor del inmortal acervo de los 70…
La Masacre de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Estados Unidos, 1974)
Dirección: Tobe Hooper. Guión: Tobe Hooper y Kim Henkel. Elenco: Gunnar Hansen, Marilyn Burns, Allen Danziger, Paul A. Partain, William Vail, Teri McMinn, Edwin Neal, Jim Siedow, John Dugan, Ed Guinn. Producción: Tobe Hooper. Duración: 84 minutos.