Pocos saben que M (1931), el clásico de Fritz Lang del rubro de los asesinos en serie y una de las películas fundamentales en el desarrollo de lo que luego sería conocido como film noir, está basada en un homicida que vivió durante el período de la historia de Alemania conocido como la República de Weimar, ubicado entre la derrota germana de 1918 en la Primera Guerra Mundial y el ascenso definitivo al poder de Adolf Hitler a través de las elecciones federales de 1933, primer paso para el desmantelamiento de la democracia y el comienzo de la etapa dictatorial, hablamos de Peter Kürten (1883-1931), un sujeto al que le encantaba beber la sangre de sus víctimas -animales, niñas, mujeres y hombres- porque lo hacía eyacular, detalle que le ganó el sobrenombre de El Vampiro de Düsseldorf y que generó una histeria masiva especialmente entre 1929 y 1930, precisamente sus años más “prolíficos” en materia de la tortura, el acoso sexual, las violaciones y el asesinato. Si bien el psicópata fue apresado por los datos brindados por una de sus víctimas que pudo escapar, Maria Budlick, y efectivamente fue guillotinado en una prisión de la ciudad de Colonia, su estela macabra como mito criminal internacional nunca desapareció del todo porque, como decíamos antes, sería uno de los primeros asesinos seriales modernos y una de las primeras grandes excusas para movilizar el aparato policial y jurídico de un país en su conjunto en pos de resolver un solo caso, cuyas truculencias y sensación de impunidad ponían nerviosos a todos los habitantes, así las cosas por un lado la faena de Lang optó por retratar la curiosa cofradía que el homicida parió, léase la sociedad de los esbirros de la ley y unos miembros del hampa que querían encontrar al culpable para frenar el acoso institucional neurótico, y por el otro lado El Vampiro de Düsseldorf (Le Vampire de Düsseldorf, 1965), obra dirigida, escrita y protagonizada por Robert Hossein también a partir del derrotero de Kürten, pensó al asunto desde la marginación social, la frustración y hasta la venganza de nuestro asesino.
El clásico de 1931 tuvo dos remakes oficiales interesantes que no llegan ni remotamente a la relectura posmodernista e iconoclasta de Hossein, el cual adoraba ver antihéroes en los lugares más oscuros de la comunidad y por cierto contaba con el viento a favor porque para mediados de los años 60 la apertura cultural planetaria era mucho más importante que en la aún oscurantista década del 50, no obstante las dos películas en cuestión, la norteamericana M (1951), de Joseph Losey, y la argentina El Vampiro Negro (1953), epopeya de Román Viñoly Barreto, simbolizan la heterogénea distancia expresiva/ narrativa/ discursiva que puede existir entre los films de turno y entre ellos y el opus original, basta con pensar que el enfoque lo es todo y por ello la propuesta hollywoodense resulta en términos generales muy respetuosa para con la crónica de Lang mientras que lo hecho por Viñoly Barreto se aparta considerablemente del núcleo creativo europeo para retener la premisa de base, el accionar de un loquito adepto a matar niñas, y condimentarla con una insólita perspectiva feminista centrada en una cantante de un cabaret, Amalia Keitel (Olga Zubarry), para colmo madre soltera, testigo de las fechorías reglamentarias y fuente de los impulsos pecaminosos del representante estatal a cargo de la investigación, que recuerda a aquella Lola Lola (Marlene Dietrich) de El Ángel Azul (Der Blaue Engel, 1930), joya de Josef von Sternberg, también una señorita muy bella que sacaba a relucir la hipocresía de un burgués del montón de buen pasar económico, el Profesor Immanuel Rath (Emil Jannings), amén de un desenlace no menos sorprendente que invierte el epílogo de Lang, ahora informándonos sobre la muerte por ahorcamiento del gran chiflado, en vez de obviar el dato de turno como antes, y encima recuperando esos remates de El Tercer Hombre (The Third Man, 1949), de Carol Reed, y Fenómenos (Freaks, 1932), de Tod Browning, el primero en las alcantarillas y el segundo con un surtido de enanos y tullidos varios avanzando hacia el villano principal de la odisea.
La historia comienza, de hecho, por el final porque ahora estamos en las postrimerías del juicio de Teodoro Ulber (Nathán Pinzón), el reemplazo de Hans Beckert (Peter Lorre) de M, y además nos topamos con una secuencia onírica símil representación hitchcockiana de la locura -hoy vinculada a la evaluación psicológica del criminal- que remite a aquella del retrato de los pormenores de la muerte del hijito de Frank Carter alias Félix Lane (Narciso Ibáñez Menta) de La Bestia Debe Morir (1952), el otro film noir crucial de la carrera de Viñoly Barreto que como el presente fue restaurado por el Archivo del Cine y la Televisión de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA Film & Television Archive) a partir de fondos provistos por la Fundación del Cine Negro (Film Noir Foundation) y la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood (Hollywood Foreign Press Association), exacto tratamiento que recibió otro clásico argentino del formato, Los Tallos Amargos (1956), de Fernando Ayala. El racconto de El Vampiro Negro arranca con Amalia viendo por una ventana del cabaret a un hombre arrastrando el cadáver de una niña y arrojándolo por una boca de tormenta hacia el alcantarillado de Buenos Aires, un suceso que también trastorna a una compañera llamada Cora (Nelly Panizza), linda ninfa que además trabaja de prostituta en su casa, y al dueño del lugar, Gastón (Pascual Pelliciota), un narcotraficante que eludió el sistema legal. Mientras los diminutos cadáveres se acumulan a lo largo de la metrópoli conocemos a los dos extremos del meollo, primero el psicópata, ese Ulber que se desempeña como profesor de inglés y visita seguido a Cora en esencia sólo para verla ya que aparentemente es tímido o impotente, razón por la cual cree que todos se ríen de él y así se desquita con las mocosas, y segundo el violento fiscal del caso, el Doctor Bernard (Roberto Escalada), quien condena el devenir nocturno de Keitel pero se enamora de ella a pesar de estar casado con una mujer parapléjica y benigna que lo venera (Gloria Castilla).
Viñoly Barreto recupera el recordado motivo musical del asesino del film de Lang, En la Gruta del Rey de la Montaña (I Dovregubbens Hall, 1875), obra de Edvard Grieg, y si bien mantiene de manera implícita el eje conceptual del trabajo germano y de su reinterpretación hollywoodense, lo social paranoico, en materia de la movilización de los excluidos en pos de hallar al culpable y sacarse de encima a la policía, lo cierto es que la lectura retórica aquí responde a la estándar nihilista del film noir de los 40 y 50 en lo que atañe a una denuncia por lo bajo de la represión sexual generalizada y del conservadurismo castrador de índole cristiana, de allí surge tanto el sustrato de cobarde y eunuco tácito del personaje del genial Pinzón, muy amigo de descargar su furia contra los inocentes, como el doble fariseísmo de Bernard, vehemente con los sospechosos y testigos aunque ultra mansito en su hogar y deseoso de besar a Amalia -incluso de chantajearla con la posible pérdida de la tenencia de su hija por su derrotero prostibulario- mientras se muestra inmaculado y amoroso con su esposa. Esta oposición entre la pusilanimidad de los machos y la valentía o dignidad de las hembras, ya sea la irónica Cora o aquellas martirizadas en la piel de Zubarry y Castilla, se vincula con otros ingredientes ya paradigmáticos del film noir de mediados del Siglo XX como la degradación moral, el suspenso, las actuaciones siempre impostadas, los crímenes espantosos, las pistas que frustran a la policía, el tríptico infaltable de miseria, soledad y compulsiones identitarias y desde ya una femme fatale a toda pompa que oficia de testigo e incluso de “carne de cañón” de modo tercerizado, mediante su vástago. Si bien el mediocre Escalada sinceramente desentona un poco en medio de un elenco prodigioso, el director y guionista logra construir una fábula para adultos extraordinaria que exacerba por mucho el acento expresionista de La Bestia Debe Morir e indaga en esos arcanos subterráneos pero a la vista de todos que pasan desapercibidos por la insensibilidad de las grandes ciudades…
El Vampiro Negro (Argentina, 1953)
Dirección: Román Viñoly Barreto. Guión: Román Viñoly Barreto y Alberto Etchebehere. Elenco: Nathán Pinzón, Olga Zubarry, Roberto Escalada, Nelly Panizza, Gloria Castilla, Pascual Pelliciota, Mariano Vidal Molina, Ricardo Argemí, Georges Rivière, Enrique Fava. Producción: Atilio Mentasti. Duración: 90 minutos.