Cuando el legendario realizador austríaco Fritz Lang entrega Perversidad (Scarlet Street, 1945), una de sus mejores películas de la extensa etapa estadounidense de su carrera, ya estaba más que asentado en Hollywood luego de una década de someterse a sus caprichos, un esquema productivo en el que había rodado un surtido muy variopinto de films que va desde los clásicos del film noir Furia (Fury, 1936), Sólo se Vive una Vez (You Only Live Once, 1937), El Hombre Atrapado (Man Hunt, 1941), Los Verdugos También Mueren (Hangmen Also Die!, 1943), Prisioneros del Terror (Ministry of Fear, 1944) y La Mujer del Cuadro (The Woman in the Window, 1944), pasa por policiales más accesorios aunque todavía amenos en sintonía con Tú y yo (You and Me, 1938) y Marea de Luna (Moontide, 1942), y finalmente llega a opus olvidables o directamente fallidos como por ejemplo la gesta bélica Confirme o Niegue (Confirm or Deny, 1941) y los westerns La Venganza de Frank James (The Return of Frank James, 1940) y Espíritu de Conquista (Western Union, 1941), sinceramente registros que nunca llegó a dominar del todo porque lo suyo siempre fue la claustrofobia metropolitana, el desasosiego a cielo abierto y/ o el entramado de las relaciones interpersonales menos sanas, esas a su vez siempre marcadas por la dialéctica del corazón, por las injusticas sociales capitalistas, por los vaivenes del delito y por los casi siempre trasnochados intentos estatales en pos de corregir a los facinerosos e incorporar a los excluidos. Es precisamente la interpretación muy concreta de Lang de un cine negro que ayudó a parir gracias a sus clásicos del primer período profesional en Alemania, país del que huyó en 1933 debido al ascenso al poder del nazismo para llegar primero a Francia y a posteriori a Estados Unidos, la que hallamos sin medias tintas en Perversidad, un trabajo que recupera ingredientes varios de las cuatro patas principales del policial langiano, nos referimos al melodrama patológico, el thriller de suspenso, los relatos agitados de espionaje o retención de información y las infaltables alegorías antiinstitucionales que solían poner en ridículo al sistema judicial y de represión de cada distrito y sus criterios morales implícitos.
Recuperando tres de los actores principales de La Mujer del Cuadro y reteniendo los roles de aquella, léase ese Edward G. Robinson como un burgués solitario y mediocre que cae bajo las garras de la vampiresa de Joan Bennett y del parásito con patas de Dan Duryea, Perversidad se basa en la misma novela de 1930 de Georges de La Fouchardière y André Mouëzy-Éon que inspiró La Perra (La Chienne, 1931), joya lamentablemente muy poco conocida de Jean Renoir, no obstante el opus hollywoodense no puede interpretarse del todo como una remake en el sentido habitual del término porque es muy distinto al francés ya que sigue los lineamientos discursivos y la angustia constantemente a punto de estallar del film noir, como decíamos antes, mientras que la obra de Renoir funciona como una fábula tragicómica mucho más volcada al erotismo y al realismo poético galo, de allí que el amigo Jean de manera hilarantemente resentida manifestase en su momento su rechazo tanto a Perversidad como a la otra obra del austríaco que tomó de referencia lejana a una epopeya suya, La Bestia Humana (Human Desire, 1954), película con Glenn Ford, Gloria Grahame y Broderick Crawford inspirada en la novela homónima de 1890 de Émile Zola, ya adaptada anteriormente por Renoir en 1938 con las actuaciones de Jean Gabin y Simone Simon. Bajo la sombra apabullante de clásicos suyos primigenios de la manipulación, las compulsiones identitarias y el crimen más enrevesado, como el serial El Doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, 1922) o los films tradicionales Los Espías (Spione, 1928), M (1931) y El Testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1933), Lang aquí se hace un festín con sus latiguillos de siempre que consiguió importar a una yanquilandia controlada con mano férrea por el Código Hays o sistema de autocensura de los grandes estudios, pensemos en la vulnerabilidad humana, el triángulo amoroso, una mediana edad de dejo anodino, el desamparo comunal y la miseria, la lucha entre los sexos, la impunidad como régimen mafioso o broma del destino, el desprecio hacia el aparato estandarizado del orden y la justicia y por supuesto esa imaginación que muta en locura y un óbito pomposo.
El guión de Dudley Nichols, por cierto muy recordado por haber sido uno de los primeros libretistas en rechazar un Oscar, específicamente el que ganó por El Delator (The Informer, 1935), opus de John Ford, debido a un reclamo gremial de la entidad que había fundado en 1933, el Sindicato de Guionistas (Screen Writers Guild), comienza con una fiesta de 1934 en honor a los 25 años de servicio de Christopher “Chris” Cross (Robinson), cajero de una enorme tienda de venta de ropa de Nueva York que está casado con una mujer esperpéntica y dominante que lo desprecia, Adele (Rosalind Ivan), tanto porque lo considera un pelmazo aburrido que gana poco dinero como porque extraña e idolatra al marido anterior, Homer Higgins (Charles Kemper), un sargento de policía que se ahogó tratando de rescatar a una hembra de las aguas del Río Este. Luego de recibir de regalo un reloj de oro con brillantes de parte de su jefe, J.J. Hogarth (Russell Hicks), y de caminar unas cuadras con un colega y amigo, Charles Pringle (Samuel S. Hinds), Cross ve cómo un desconocido, Johnny Prince (Duryea), golpea en el rostro, empuja y patea en el piso a una mujer, Katharine “Kitty” March (Bennett), por ello trata de defenderla y logra noquear al agresor con su paraguas, ese mismo que huye antes de que llegue la policía y sin que Christopher haya podido verlo bien. March, una prostituta que dice ser actriz, empieza a engatusar a Cross, que se hace pasar por un pintor muy cotizado cuando en realidad siempre fue amateur, a instancias del novio de la ninfa, precisamente Prince, proxeneta que vive explotándola y se aparece todo el tiempo en el departamento humilde que ella comparte con una tal Millie Ray (Margaret Lindsay), a la que presenta a ojos del veterano como la pareja de Johnny. Chris no sólo roba bonos a su esposa y un dinerillo en su trabajo para alquilarle un departamento a Kitty, adonde traslada sus lienzos, sino que termina doblemente estafado cuando Prince vende los cuadros y se los hace firmar a Kitty, quien se transforma en una artista importante bajo el ala de un crítico de arte moderno, Damon Janeway (Jess Barker), jugada que anticipa esas sátiras sobre la pintura de Giuseppe Tornatore y el dúo de Mariano Cohn y Gastón Duprat.
La película va mucho más allá de lo esperable en términos del género y de la época, en este caso la reaparición del marido supuestamente fallecido de Adele, un Higgins hoy andrajoso que se dedicaba al chantaje y se esfumó con 2.700 dólares del bolso de aquella finada que pretendió rescatar sin éxito alguno, y el descubrimiento accidental por parte de Cross del engaño romántico al que fue sometido por March y Prince para birlarle unos billetes y ya tomar posesión de las pinturas de turno, un suceso fortuito que deriva en el asesinato de la meretriz con un picahielos y en el traslado de la culpa hacia el sospechoso más evidente, un Johnny que solía usarla de saco de boxeo, ya que Lang en esta oportunidad subraya que la farsa del mercado del arte, comarca donde se crean visionarios con apenas un ademán que a su vez sentencia al olvido al resto de los pintores, se unifica con la ironía del desenlace de un castigo autobuscado tendiente a darse la mano con la condena adicional que impone la sociedad, por ello el amor utópico con destino de ruina -el de Chris y Kitty- se superpone al homicidio directo de ella y el indirecto del amante/ alcahuete/ tótem de la fémina, un Prince que termina sentado en la silla eléctrica por el crimen cometido por el otrora cajero, quien de hecho primero pierde su trabajo cuando Hogarth descubre el robo de dinero y después pasa a escuchar las voces de la parejita maldita en su cabeza, lo que implica que la energía creativa y artística de antaño finiquita su metamorfosis hacia la esquizofrenia porque lo “inofensivo” siempre oculta el germen de lo patológico, como el cariño o la ambición. Este típico cuento de degradación moral fue boicoteado al momento de su estreno en diferentes ciudades de Estados Unidos debido al sustrato castrador del período y al glorioso énfasis puesto en el hecho de que ella es una arpía masoquista que necesita del sádico vividor del novio y la presa, por su parte, es un fracasado en el amor y en su hobby, el arte, que desea reinventarse para sobrevivir y simular que alcanza sus sueños, todo con un gran desempeño del trío protagónico y con la clara convicción narrativa de amalgamar el film noir de femme fatale con la estafa pictórica para agudizar el patetismo, la perfidia y la crueldad de fondo…
Perversidad (Scarlet Street, Estados Unidos, 1945)
Dirección: Fritz Lang. Guión: Dudley Nichols. Elenco: Edward G. Robinson, Joan Bennett, Dan Duryea, Margaret Lindsay, Rosalind Ivan, Jess Barker, Charles Kemper, Samuel S. Hinds, Russell Hicks, Arthur Loft. Producción: Fritz Lang y Walter Wanger. Duración: 103 minutos.