Ver una película de Marco Ferreri en el Siglo XXI resulta una experiencia incomparable porque su filmografía/ producción artística no sólo funciona como una burbuja de tiempo, precisamente correspondiente a una época en la que todavía la dimensión creativa podía llegar a tener preeminencia por sobre el mero negocio del cine como industria, sino más bien como una especie de consecuencia de una realidad paralela por la virulencia y el dejo críptico que se mueven de fondo, por ello en su momento las propuestas del señor solían ser comparadas con la obra de Federico Fellini o Luis Buñuel aunque en realidad mantienen características muy propias que fueron mutando con el transcurso de los años, éstos casi siempre marcados por la larga colaboración con su coguionista favorito, el español Rafael Azcona. Luego de una trilogía inaugural rodada en España, El Pisito (1958), Los Chicos (1959) y El Cochecito (1960), todas enroladas en general en un realismo grotesco, Ferreri se vuelca a su interpretación de la commedia all’italiana en ocasión de La Abeja Reina (Una Storia Moderna: L’Ape Regina, 1963), La Mujer Simia (La Donna Scimmia, 1964), Marcha Nupcial (Marcia Nuziale, 1966), El Harén (L’Harem, 1967) y El Hombre de los Cinco Globos (L’Uomo dei Cinque Palloni, 1968), una serie de faenas centradas en la sátira del Milagro Económico Italiano mediante una burla de lo oculto, la intimidad, aquí hombres y mujeres que no pueden convivir sin romperse mutuamente las cabezas. Es a partir de las fábulas experimentales apocalípticas La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, 1969) y Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, 1969), la primera pomposa y la segunda hiper doméstica, que el cine del realizador y guionista pega un fuerte volantazo y exacerba los ingredientes surrealistas, absurdos e iconoclastas que estaban presentes desde antes, planteo que provoca una revolución en el mundillo cinematográfico europeo y genera a su vez dos nuevas etapas bajo el mismo paraguas conceptual, la primera francesa y bastante amarga y la segunda más mordaz y dentro del regreso a una Italia con presupuestos muy modestos.
Efectivamente Francia fue su hogar adoptivo durante buena parte de la década del 70 y lo demuestran las tremendas La Audiencia (L’Udienza, 1972), Liza (1972), La Gran Comilona (La Grande Bouffe, 1973), No Tocar a la Mujer Blanca (Touche pas à la Femme Blanche, 1974), La Última Mujer (L’Ultima Donna, 1976) y Adiós, Mono (Ciao, Maschio, 1978), unos films de premisas cada vez más desquiciadas y apasionantes que dejan paso a sus dos últimas películas fundamentales, Un Profesor Singular (Chiedo Asilo, 1979) e Historias de Locura Ordinaria (Storie di Ordinaria Follia, 1981), trabajos de transición que decantan en el periplo errático de los 80 y 90, aquel caracterizado por una combinación del grotesco y la commedia all’italiana sarcástica de antaño aunque sin renunciar al surrealismo provocador e imprevisible marca registrada, pensemos para el caso en Historia de Piera (Storia di Piera, 1983), El Futuro es Mujer (Il Futuro è Donna, 1984), esa Te Amo (I Love You, 1986), Qué Buenos son los Blancos (Come Sono Buoni i Bianchi, 1988), La Casa de la Sonrisa (La Casa del Sorriso, 1991), La Carne (1991), Diario de un Vicio (Diario di un Vizio, 1993) y el semi documental Nitrato de Plata (Nitrato d’Argento, 1996), olvidado canto del cisne. La Audiencia es una de sus gestas más pasolinianas porque en ella lleva hacia lo institucional uno de sus motivos favoritos, la antropología del delirio, el exceso y el amor enfermo, con vistas a construir una semblanza kafkiana de izquierda que precisamente en un inicio fue una adaptación de El Castillo (Das Schloss, 1926), la célebre novela inconclusa del escritor checo, de la que no consiguió los derechos de autor, y en suma una excusa para -una vez más- trastocar las expectativas de todos porque en un Siglo XX en el que el fantasma de la burocracia social acechante estaba por todos lados, Ferreri opta por adelantarse a su tiempo, esquivar los pivotes de la odisea hermanada, El Proceso (Der Process, 1925), y plantear una situación exactamente opuesta, ahora desde el desamparo del individuo de a pie que no consigue ser escuchado/ atendido por los jerarcas inalcanzables de la posmodernidad banal.
Nada menos que Enzo Jannacci, un famoso cantante italiano del período aquí en su único papel protagónico, compone a Amedeo, ex militar que llega al Vaticano desde el interior difuso de Italia para solicitar una audiencia con el Papa Pablo VI (1963-1978), no obstante rápidamente termina detenido -justo luego de preguntar a un religioso sobre la prohibición de hablar con el Santo Padre- y sujeto a la voluntad de un oficial de policía de pocas pulgas llamado Aureliano Díaz (Ugo Tognazzi), quien lo hace espiar por una escort de lujo, Aiche (la majestuosa Claudia Cardinale). Mientras nace un romance con la señorita y la mujer lo pone en contacto con un aristócrata con influencia en el clero, el Príncipe Donati (Vittorio Gassman), el protagonista comienza a comprender que presentarse en los aposentos papales no lo llevará a ningún lado como tampoco lo hará esta maraña de personajes secundarios, los cuales asimismo incluyen a un burócrata del Vaticano amigo del oligarca, el Monseñor Amerin (Michel Piccoli), un jesuita holandés sin nombre conocido al que le confiesa al oído el motivo por el que pretende hablar con el jefazo de la Iglesia Católica (Alain Cuny) e incluso un cardenal alemán que le pega una bofetada a raíz de su vínculo con la “corriente modernista” de la institución (Maalerer Bergier). Por tratar de alcanzarle al papa desde una generosa distancia un mensaje mediante una cerbatana termina recluido en un monasterio, donde conoce a un mecánico veterano de bicicletas, Giovanni Rossi (Sigelfrido Rossi), y tiempo después lo confinan a un hospital psiquiátrico cuando su masoquismo a toda prueba lo lleva a saltar un control policial alrededor del convoy de Pablo VI, panorama que sella su destino y así fallece de noche en la Plaza de San Pedro a causa de una neumonía luego de haber sido ninguneado por todos y rechazado por una Aiche embarazada ya que Amedeo en un primer momento negó su paternidad, esa que termina en manos de un Díaz que se hace cargo del mocoso, descubre el cadáver del ex militar y ve cómo el ciclo comienza de nuevo porque en el desenlace un flamante hombrecillo quijotesco insiste con ver al Santo Padre.
En consonancia con esa excelente música de Teo Usuelli que se amalgama con la puesta en escena minimalista que tanto adoraba el realizador, siempre con muchos planos cerrados/ cortos que desencadenan angustia porque nos privan del contexto de la acción, el cine de Ferreri jamás fue entretenimiento sino visceralidad del corazón, el intelecto y los cojones, hoy hasta dándose el gusto de citar a Buñuel en modalidad fetichista de pies, en la escena en la que la meretriz lava eróticamente los del príncipe, y de regalarnos un elenco lleno de estrellas pero encabezado por un outsider de la música, lo que refuerza la identificación del espectador con lo mundano de la gesta, la claustrofobia a cielo abierto y en sí la frustración pesadillesca de Amedeo. La burocracia o vigilancia del poder represor indaga sin cesar en el motivo detrás del anhelado “cara a cara”, pretendiendo fagocitar la dimensión privada del individuo, y mientras que la influencia social se nos aparece como sinónimo de corrupción y furia, la palabra en cambio constituye un indicio de rebeldía, por ello la sola intención de querer hablar genera la censura de los payasos del statu quo. Como parodia de los sectores más conservadores de la iglesia ante la eclosión de la militancia armada y de la izquierda tercermundista de la época, el film ataca al clero y a la Democracia Cristiana, el partido hegemónico en Italia durante la segunda mitad del Siglo XX, a través del eslogan piadoso oscurantista de “pobreza, castidad y obediencia”, aquella ironía del cuadro de Mao Zedong en el monasterio, el automóvil en llamas en una calle romana típica de los Años de Plomo (1968-1988), la maqueta de Giovanni de la Plaza de San Pedro “destruida por la fe” y las maniobras castrenses improvisadas y ultra chauvinistas de Donati, movilizado en contra de las Brigadas Rojas. Ferreri mantiene con firmeza el control narrativo y jamás cae en las dos tentaciones principales, primero eso de transformar al convite en un relato coral semejante al formato comercial de moda, léase las antologías o películas ómnibus de la commedia all’italiana, y segundo la estrategia de ahorrarle hipotéticas críticas a nuestro mártir, quien simboliza el sustrato obsesivo, cholulo y bien caprichoso de las masas expectantes y del consumidor cultural palurdo del mainstream, incapaz de renunciar a sus idilios o misión de encuentro con el tótem de turno, además en pantalla hallamos una reproducción del castigo pueril más burdo porque él en un momento de celos le pega una cachetada a Aiche, justo como le habían pegado anteriormente a él, y se podría aseverar que su causa imposible, cuyo marco ideológico/ político en última instancia desconocemos por completo, funciona como una coartada moral del delincuente mojigato que no se cree delincuente y marcha hacia su eventual óbito como diletante ortodoxo de la fe. A pesar de que es una propuesta relativamente menor dentro del devenir profesional del genio milanés, su sola presencia en el período galo de su carrera la ubica entre lo mejor del cine de los años 70 y la convierte en una de las relecturas kafkianas más interesantes, ahora orientada a incomodar y sorprender al público como todo el arte valioso siempre debería hacer si desea interpelar la realidad…
La Audiencia (L’Udienza, Italia/ Francia, 1972)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri, Rafael Azcona y Dante Matelli. Elenco: Enzo Jannacci, Claudia Cardinale, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli, Vittorio Gassman, Alain Cuny, Sigelfrido Rossi, Maalerer Bergier, Daniele Dublino, Luigi Scavran. Producción: Franco Cristaldi. Duración: 106 minutos.