The Cure es una de las pocas bandas que todavía atesoran una química artística envidiable que va mucho más allá de la figura de su frontman, guitarrista, compositor principal y único miembro estable a lo largo de toda su existencia, Robert Smith, ya que el grupo británico ha logrado sintetizar una belleza tan afligida como potente que sería la base del rock gótico, por supuesto sin desmerecer los aportes de otros pioneros variopintos como Joy Division, Magazine, Siouxsie and the Banshees, Bauhaus, The Sisters of Mercy, Echo & the Bunnymen y Dead Can Dance. El colectivo, en un inicio relativamente prolífico según los cánones de la época, con el tiempo desarrollaría una fama tragicómica en relación a las eternas esperas entre álbum y álbum que se rellenarían con tours -o proyectos paralelos menos ambiciosos- y por cierto se agudizarían desde los años 90 y en especial el nuevo milenio, cuando el carácter perfeccionista, dubitativo y algo mucho histérico del amigo Robert, siempre preocupado por la fijación/ hermenéutica de su propia trascendencia, lo llevaría a archivar o por lo menos retrasar reiteradamente cada nuevo lanzamiento para regrabarlo, remezclarlo, modificar los arreglos, trastocar el orden de las canciones u ofrecérselo en su conjunto a algún productor externo que arroje luz sobre qué incorporar a la pócima y qué dejar sin cambios, por más que la palabra final siempre fue, es y será la del líder indiscutido. Durante la década del 70 conocida como Easy Cure, Malice y Obelisk, la agrupación atravesaría una infinidad de cambios en su alineación, en ocasiones por peleas, en otros casos por adicciones y en la mayoría de las oportunidades por estrés, y comenzaría su derrotero discográfico con Three Imaginary Boys (1979), debut muy desparejo en el que el post punk darky marca registrada, tanto el pomposo como el minimalista, se amalgama con la new wave y un rock gótico en ciernes, y Boys Don’t Cry (1980), relectura superadora norteamericana de Three Imaginary Boys que modifica extensivamente el tracklist para incluir singles que serían hits y clásicos rotundos en los años por venir.
La trilogía siguiente asentaría en gran medida la personalidad de The Cure, hablamos de Seventeen Seconds (1980), vuelco hacia la dark wave más rockera que no descuida los sintetizadores y los pasajes experimentales/ etéreos y enriquece sustancialmente la propuesta sonora ya patentando en un cien por ciento esa sensibilidad entre nihilista, reflexiva y fatalista que los caracterizaría a posteriori, Faith (1981), suerte de versión depurada y espiritualmente exacerbada del álbum previo que se abre hacia los mantras psicodélicos y ciertos coqueteos con un proto pop según los muchachos de Crawley, ciudad ubicada a 45 kilómetros de Londres, más pinceladas de krautrock y acid rock que se debaten entre la misantropía y la accesibilidad, y Pornography (1982), primera epopeya dark en la que el post punk comienza a unificarse sin medias tintas con el power pop y el fetiche para con el bombardeo lisérgico ampuloso, hoy entre la hipnosis, la angustia del púber, una densidad sofocante y esa melancolía adepta al existencialismo lúgubre. The Top (1984) significó una nueva metamorfosis pero hacia un pop semi amigable que ya se asomaba en distintos tracks de antaño, ahora aceptado desde una sensibilidad insólitamente clasicista sesentosa y no tan ochentosa edulcorada como se juzgó en su momento, todavía arrastrando mucho de la desesperación y la paranoia como corresponde a todo opus de transición. The Head on the Door (1985), al igual que el disco anterior, fue otra obra muy influenciada por Blue Sunshine (1983), la única placa que Smith editó junto a Steven Severin, de Siouxsie and the Banshees, bajo el seudónimo de The Glove, por ello The Head on the Door respeta la estela de The Top en eso de combinar la neopsicodelia, el rock gótico, el pop luminoso y la dark wave más paradigmática de su tiempo, de hecho anticipando los rasgos centrales de la escena alternativa guitarrera de la segunda mitad de los 80 en adelante. Luego de Staring at the Sea (1986), legendario compilado que aprovechó el éxito y la madurez compositiva de la placa previa para refritar todo lo que podría crecer retrospectivamente en los charts y/ o el inconsciente colectivo del público rockero, llegaría Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me (1987), doble que amplifica aún más el catálogo de recursos de la banda -a veces con inteligencia, en otras ocasiones desde la torpeza- para sumar pinceladas de noise, art rock, funk, dream pop, glam, indie, rhythm and blues, proto shoegaze, balada, rock de estadios y cuasi música disco, en suma preludiando las facetas artísticas que favorecería el grupo especialmente durante los años 90.
Disintegration (1989) no sólo es la obra maestra irrefutable de The Cure, un trabajo que sintetiza de maravillas en simultáneo su costado pop de teclados/ sintetizadores y el cuelgue psicodélico/ gótico rimbombante de siempre, sino también uno de los mejores discos de la historia del rock, suerte de oda a una zozobra agridulce y spectorizada homologada a la inquietud, el romanticismo, el desconcierto, la sensualidad, la tristeza, el solipsismo, la ansiedad y ese caos estándar metropolitano que nos engaña con muchos atajos y salidas, todos igual de fatuos e intercambiables. Se podría decir que Wish (1992) fue una secuela nada disimulada de Disintegration aunque con menos momentos sublimes y más orientada al rock alternativo y un brit pop por entonces naciente, lo que a la postre desembocó en un disco que pretendiendo duplicar el abanico estilístico de Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me, desde el jangle pop sesentoso y aquel enfoque de épicas sombrías de Pornography y el mismo Disintegration, se siente bastante esquizofrénico o quizás un poco perdido en su propio laberinto, amén de incluir los primeros coqueteos electrónicos de parte del grupo símil drum and bass. El período de decadencia creativa arranca con Wild Mood Swings (1996), disco que lleva hasta la hipérbole y el hedonismo tontuelo aquella idea de Wish de recuperar el caleidoscopio estilístico del álbum doble de 1987 porque los ingleses se la pasan saltando de género en género sin coherencia alguna ni canciones verdaderamente memorables, así deambulamos entre el pop barroco, el jazz, el mariachi moderno, el new jack swing, el rock indie e incluso un post punk de corazoncito retro que por momentos pretende no descuidar la veta artística introspectiva que tantas satisfacciones nos ha dado en el pasado. Galore (1997), pensado en su contexto histórico, funciona como una rareza a tener en cuenta porque es la secuela de Staring at the Sea, por cierto este último también intitulado Standing on a Beach, que compila los hits prominentes del período más exitoso en términos comerciales de The Cure mientras celebra de manera más o menos explícita la costumbre mainstream de aquellos años de remixar las canciones para acercarlas al big beat de moda o ese pop atemporal radio friendly.
Bloodflowers (2000), lamentablemente, no pasó de su condición de intento forzado -o más bien en pose rockera automática- de recuperar la magia más aciaga y tenebrosa de los británicos, sin embargo en esta oportunidad todo deriva en tracks repetitivos, huecos, extenuantes o algo mucho estériles adeptos a caer en todos los clichés concebibles del ecosistema gótico que el mismo colectivo ayudó a perfeccionar allá lejos en los 80. Después de The Cure (2004), obra que suena a contracara de Bloodflowers en lo que atañe al evidente objetivo de fondo de encapsular la faceta popera del grupo aunque sin descuidar su sustrato apesadumbrado y guitarrero, uno más pesado en materia de intensidad rockera y con resultados un poco más dignos que aquellos de cuatro años atrás, sería el turno de 4:13 Dream (2008), opus que continúa el hilo de sobreproducción y composiciones descartables de los dos discos anteriores al extremo de que asimismo se obsesiona con destilar la oscuridad de Bloodflowers y el power pop de la placa autotitulada de 2004, aquí con los músicos directamente consagrados a un semi optimismo psicodélico que resulta tan simpático como intrascendente en su desesperación por invocar el sonido clásico del grupo de sus primeros lustros de vida. Nuevo trabajo de estudio luego de la friolera de 16 años, Songs of a Lost World (2024), coproducido por Smith y Paul Corkett, el responsable de Bloodflowers, por un lado es el primer álbum con Reeves Gabrels en guitarra desde que se incorporase a la formación estable en 2012, socio crucial de Robert en Wrong Number, el único tema nuevo de Galore, y sobre todo de David Bowie durante la fase de Tin Machine y la seguidilla de Outside (1995), Earthling (1997) y Hours (1999), y por el otro lado constituye un regreso a lo mejor de la carrera de The Cure porque por fin los veteranos logran duplicar el dejo alucinado, fascinante y extremadamente adictivo de Disintegration desde la depresión y un gran temor a la muerte, la soledad y esas desdichas cotidianas que antes no pasaban del lirismo autocontenido y ahora se sienten en carne propia por la sexta década en promedio en este mundo de los señores, hoy por hoy Smith y Gabrels más Jason Cooper en batería y percusión, Roger O’Donnell en teclados y el bajista reincidente Simon Gallup, segundo miembro con más años en la banda después del frontman.
Capas y capas de teclados y una base tranquila de batería constituyen el núcleo del primer tema del lote, Alone, efectivamente una vuelta hiper concienzuda a Plainsong, de Disintegration, y aquel objetivo de fondo de acercar la belleza y el desconsuelo como si se tratasen de regiones anímicas hermanadas, ahora recuperando un poema póstumo del inglés Ernest Dowson, Residuos (Dregs, 1902), y construyendo una loa al “final de cada canción que cantamos”, panorama funesto que incluye un fuego que muta en cenizas, estrellas que se oscurecen con lágrimas, un brindis por nuestro vacío, aves que caen del cielo, esperanzas y sueños ya desaparecidos, mucho lamento con una voz quebrada, fantasmas que pasan frío y están asustados, un mundo onírico que se detiene de golpe y por supuesto la muerte de las palabras y del amor porque también se esfuman de nuestra vista. And Nothing Is Forever, ahora con referencias sutiles a Lovesong y Pictures of You, está apuntalada alrededor de un piano, cuerdas sintetizadas y una típica intervención posmodernista en guitarra de parte de Gabrels, uno de los profesionales más originales del instrumento de las últimas décadas, para retratar una situación que según Robert fue real e involucra la promesa a un ser querido de que se estará a su lado en los últimos momentos de su vida, algo que no pudo darse por circunstancias externas y por ello nos topamos con este hermoso réquiem maquillado en el que interviene la memoria en tanto mecanismo compensatorio para que desaparezca el dolor y el arrepentimiento, amén de abrazos, silencios, una canción de cuna murmurada y esa quietud digna de una lágrima en el rostro que nos habla de un “mundo que ha envejecido” y del hecho de que “nada es para siempre”, ni lo bueno ni lo malo. A Fragile Thing se abre camino como una composición pop apesadumbrada en la tradición de la fase de gloria comercial del grupo, léase The Head on the Door, Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me, Disintegration y Wish, en esta oportunidad apelando a una base rítmica post punk, un piano siempre hipnótico y unos versos en los que se denuncia sin medias tintas la paradoja del cariño, a la vez frágil y muy resistente, y la hipocresía romántica del narrador, quien recibe reproches de su contraparte porque aparentemente forzó la separación de la pareja en cuestión a puro capricho narcisista y el tiempo en soledad repercutió muy mal en la señorita, que termina “herida, triste y perdida” a raíz de la distancia.
Con una intro que recuerda a Untitled, de Disintegration, pero en versión fúnebre e inflada desde la épica sonora, Warsong es algo así como la lectura noise de The Cure de una típica canción de Pink Floyd orientada a analizar el alma humana en su acepción menos pacífica, más bien todo lo contrario ya que el tema explora las peleas en el plano personal, casi siempre arrastradas desde lejos y funcionando como una bola de nieve de rencores, y en la dimensión más macro de lo social, ahí sí por nimiedades supremas que no hacen más que ocultar ortodoxia, ceguera, fariseísmo y una colección de debilidades en idiosincrasia y/ o credo que a su vez se enmascaran con el fetiche del nuevo milenio, el embuste, típica arma de los psicópatas de hoy en día y típico instrumento del cobarde que se automitologiza mientras ensucia sin cesar al prójimo porque, como canta Smith en su estilo semi recitado favorito, “nacimos para la guerra” y la bondad no parece ser una característica innata del ser humano, “nos decimos mentiras para ocultar la verdad y nos odiamos por todo lo que hacemos/ es vergüenza, orgullo herido, ira vengativa ardiendo en lo profundo/ veneno en nuestra sangre y dolor, sueños rotos, esperanzas tristes por todo lo que podríamos haber sido/ todos incomprendidos”. Recuperando el agite de Fascination Street y el tema homónimo de Disintegration, Drone: Nodrone es una odisea veloz para el promedio de la banda que juega con el funk en su estribillo, incluye otro desempeño supremo de Gabrels en guitarra, cita al paso en su letra a Killing an Arab, de Boys Don’t Cry, y Happiness Is a Warm Gun, tema de John Lennon para The Beatles aka Álbum Blanco (1968), e indaga en el desaliento y ese paradigmático pesimismo de Robert en otro de sus ataques de furia interna/ externa, ahora subrayando los problemas de comunicación, las dudas del caso, la pérdida de la memoria y la propia identidad, la tendencia comunal a malinterpretarlo todo, esa utopía vinculada a la “última chance para ser feliz” y en especial la incompatibilidad con un otro difuso que nos lleva de a poco a la posibilidad de un suicidio de un disparo, debido a que “las respuestas que tengo no son las respuestas que quieres”.
Dedicada al hermano mayor ya fallecido del vocalista, Richard, quien de hecho lo introdujo durante su infancia en el rock pasándole discos de The Beatles y The Rolling Stones, I Can Never Say Goodbye alude en su estribillo a uno de los pasajes más famosos de Macbeth (1606), de William Shakespeare, “algo malo está por suceder”/ “something wicked this way comes”, también el título de una célebre novela de 1962 de Ray Bradbury -conocida en castellano como La Feria de las Tinieblas– que sería adaptada a la gran pantalla en 1983 por el cineasta británico Jack Clayton, entramado discursivo que en la canción que nos ocupa nos reenvía al motivo macabro estándar de Songs of a Lost World para regalarnos otro pianito atribulado y más pinceladas disonantes del amigo Reeves y meditar sobre otra de las facetas del óbito, específicamente el duelo, de allí que la sensación premonitoria de la cita de Shakespeare se unifique con la tragedia, con truenos, campanas y susurros en una “noche cruel y traicionera” y con la amarga certeza de que “nunca puedo decir adiós”, ya de rodillas y cargando un vacío insondable en el corazón. All I Ever Am, lo más parecido de la placa a los planteos musicales y el sentir en general detrás de Pornography, entrelaza de maravillas otra percusión post punk, diversas capas de sintetizadores, solos aislados de guitarra y esa sensibilidad pop apenada marca registrada de Robert, aquí repensando la insatisfacción intrínseca al amor y a la llegada de una vejez homologada más a resignación, cansancio, culpa y congoja que a sabiduría o quizás paz mundana, como bien lo explicita el inmaculado estribillo, “pierdo toda mi vida así, reflejando el tiempo y los recuerdos/ y todo por miedo a lo que encontraré si solo me detengo y vacío mi mente/ de todos los fantasmas y todos los sueños, todo lo que creo/ la idea de que lo que soy de alguna manera nunca es todo lo que me define”. Cerca de epopeyas como The Kiss, apertura de Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me, y Closedown, tercer track de Disintegration, Endsong cierra el álbum con una joya que supera los diez minutos de duración, ofrece otra excusa a Gabrels para más solos de impronta heavy/ psicodélica y continúa reflexionando sobre el fallecimiento reciente de los seres queridos -el hermano y también los padres del cantante- y acerca del desfasaje entre el mundo de la juventud y el de la adultez, analogía masoquista de por medio que refuerza el nihilismo de The Cure y su permanente sospecha de que el ser humano empeora todo lo que toca y eventualmente lo destruye preguntándose después a pura paradoja cómo se llegó a ese punto, de allí se explica el fluir de un tiempo que nos fagocita y la misma sensación de no “pertenecer” a esta flamante coyuntura porque “no queda nada de lo que amaba” y “todo se siente mal” a raíz de la soledad al final de cada canción.
Si bien resulta indudable que Songs of a Lost World es un enorme “más de lo mismo” para The Cure, detalle evidente en una banda con semejante derrotero a cuestas, tampoco se puede pasar por alto que este “más de lo mismo” constituye la mejor versión -tan breve como coherente y majestuosa- del colectivo musical en prácticamente tres décadas, precisamente contadas desde Wild Mood Swings y abarcando además los tres trabajos siguientes, Bloodflowers, The Cure y 4:13 Dream, en suma una tetralogía de discos fallidos que el flamante opus viene a derribar de un plumazo para incluso superar al errático pero también disfrutable Wish. Como otros artistas veteranos que hicieron las paces con su pasado y optaron por recuperar con inteligencia distintos ingredientes de su trayectoria o tal vez un período o “álbum insignia” en concreto, en sintonía con No Name (2024), de Jack White, Aghori Mhori Mei (2024), de The Smashing Pumpkins, =1 (2024), de Deep Purple, Nonetheless (2024), de Pet Shop Boys, Glasgow Eyes (2024), de The Jesus and Mary Chain, Dark Matter (2024), de Pearl Jam, Memento Mori (2023), de Depeche Mode, I/O (2023), de Peter Gabriel, The Ballad of Darren (2023), de Blur, Mercy (2023), de John Cale, Hackney Diamonds (2023), de The Rolling Stones, Autofiction (2022), de Suede, y Doggerel (2022), de Pixies, entre otros, en esta oportunidad los liderados por Smith se obsesionan con retomar la ambición sonora de Disintegration pero dejando de lado la accesibilidad de los singles automáticos, planteo que rejuvenece a escala identitaria al grupo gracias a la efervescencia de la voz de Robert, los excelentes arreglos de Corkett, el apego a las intros generosas, la maestría de Gabrels en su instrumento, esas letras insólitamente inspiradas y sensatas y por supuesto una naturalidad darky como no se veía en muchísimo tiempo, en parte vinculada a la vida del compositor excluyente -vejez, luto, personalidad taciturna, etc.- y en parte producto de un capitalismo parasitario y salvaje modelo Siglo XXI que no deja espacio para el optimismo y parece confirmar los vaticinios más infaustos de las canciones de The Cure, una banda que con estas ocho flamantes composiciones vuelve a sorprender y reaviva de manera tardía aunque segura su deslumbrante esencia.
Songs of a Lost World, de The Cure (2024)
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