El Apando

Crucifixión con tubos

Por Emiliano Fernández

En el Siglo XXI se recuerda al realizador mexicano Felipe Cazals (1937-2021) por una trilogía tácita de películas del mismo año enroladas en el cine testimonial y vanguardista de su época, hablamos de Canoa (1976), El Apando (1976) y Las Poquianchis (1976), planteo que tiene que ver con una serie de factores que van desde la memoria histórica del país y el impacto cultural de las propuestas en su estreno hasta los criterios cualitativos y la simple y llana disponibilidad del resto de sus films, por cierto casi todos prescindibles o inferiores dentro de un rango que abarca trabajos alimenticios, obras personales fallidas, odiseas de época, alguna que otra anomalía de género y los esperables intentos en pos de recuperar la potencia discursiva de aquel trío que marcaría a fuego su trayectoria, en sintonía con las tardías Los Motivos de Luz (1985) y Digna hasta el Último Aliento (2004), ambas también basadas en casos reales, la primera en la vida de una filicida menesterosa y la segunda en el trágico derrotero de Digna Ochoa Plácido, una abogada que defendió los derechos humanos durante el último tramo de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) posterior a la Revolución Mexicana (1910-1920), pivote político de índole mafiosa de una dictablanda que se endureció o se suavizó durante su extenso período en el poder, entre 1929 y 2000. Las tres películas están empapadas, Canoa y El Apando de manera directa y Las Poquianchis a escala espiritual, de las repercusiones del Movimiento Estudiantil de 1968 en México y de su punto final en ocasión de la Masacre de Tlatelolco del 2 de octubre de aquel año, en esencia un embate de izquierda -democratizador y antirepresivo, marcado además por la justicia social- liderado por los alumnos universitarios y con una influencia importante de sectores del proletariado, los intelectuales, la burguesía y el campesinado, generando a la postre una contraofensiva brutal del PRI sirviéndose del ejército y un grupo paramilitar, Batallón Olimpia, que incluyó espionaje, torturas, asesinatos y desapariciones.

 

Canoa analiza la paranoia católica anticomunista del vulgo, por supuesto incitada desde el gobierno en la etapa previa a la Masacre de Tlatelolco, mediante el ataque demencial de una turba de una comunidad del Estado de Puebla, San Miguel Canoa, durante la noche del 14 al 15 de septiembre de 1968, contra cinco jóvenes que eran empleados de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y pretendían escalar el volcán La Malinche, de repente siendo confundidos con socialistas a raíz de las mentiras del cura vernáculo al extremo de terminar torturados y linchados a instancias de decenas de personas. El Apando, por su parte, opta por explorar las barbaridades del enclave carcelario mexicano, paradigmáticas del ecosistema hispanoparlante y en gran medida de todo el planeta, y se basa en la novela homónima de 1969 de tintes autobiográficos de José Revueltas, uno de los tantos presos políticos detenidos por el PRI y sus esbirros en un famoso presidio de la Ciudad de México, el Palacio de Lecumberri, debido a su militancia opositora vía el Movimiento Estudiantil de 1968, para colmo de males acusándolo de ser el ideólogo de todas las protestas y por ello eventualmente condenado a la friolera de 16 años de cárcel, de los que cumplió dos bajo la ignominia de aceptar los delirios judiciales de un PRI en busca de un chivo expiatorio. Y en lo que respecta a Las Poquianchis, el film se mete con aquel clan criminal de las hermanas González Valenzuela, cuatro mujeres lideradas por Delfina González Valenzuela que entre 1945 y 1964 administraron una red de prostíbulos en los Estados de Guanajuato y Jalisco que constituyeron la sede de una retahíla interminable de fechorías como engaños, muchos secuestros, esclavitud sexual, tormentos, la infaltable corrupción institucional, homicidios y desde ya la venta y el asesinato de bebés recién nacidos, suerte de metáfora -por momentos bien literal- de la campaña represiva del PRI y de sus socios de la CIA cual espejo del resto de los regímenes despóticos latinoamericanos de las décadas del 60, 70 y 80 del Siglo XX.

 

La trilogía de 1976 de Cazals, un cineasta parte de la misma generación entre militante e iconoclasta del argentino Pino Solanas, el brasileño Glauber Rocha y el cubano Tomás Gutiérrez Alea, entre muchísimos otros, toma al cine testimonial de Costa-Gavras y Gillo Pontecorvo como horizonte ideológico e incorpora pinceladas de formalismo, docudrama, etnografía, periodismo, metadiscurso, exploitation, sátira, melodrama, ficción televisiva y thriller político y sociológico. Si bien los tres opus son muy interesantes, tranquilamente se puede afirmar que a Canoa y Las Poquianchis les sobra bastante metraje porque se abusa un poco del recurso informativo y autorreferencial en función de crónicas corales muy ambiciosas o laberínticas, en este sentido El Apando resulta mucho más compacta, mejor narrada y más cercana al cine de género clásico, al mismo tiempo retomando obsesiones temáticas de las otras dos realizaciones en sintonía con el abuso de poder, la brutalización cotidiana, las supersticiones modernas y el funcionamiento de un capitalismo que genera psicópatas y estructuras dirigenciales donde la codicia, el ventajismo, la conformidad y el disciplinamiento son las reglas máximas. El guión del propio Revueltas y José Agustín, un escritor contracultural que asimismo estuvo detenido en el Palacio de Lecumberri, se centra en dicho presidio símil panóptico, clausurado en 1976 y reconvertido en el Archivo General de la Nación en 1980, donde conviven en una celda inmunda tres reos adictos a la heroína, Albino (Salvador Sánchez), Polonio (Manuel Ojeda) y El Carajo (José Carlos Ruiz), este último un tuerto autocondescendiente en eterno síndrome de abstinencia. Con la ayuda de las novias de Albino y Polonio, La Chata (Delia Casanova) y La Meche (María Rojo), los varones convencen a la madre sin nombre de El Carajo (Luz Cortázar) para que ingrese el opioide en el penal escondido en su vagina, no obstante los tres terminan en el calabozo de castigo, el “apando”, por drogarse en horas de visita y exhibir un tatuaje erótico de Albino.

 

La película nos pasea por todos los componentes imaginables -y más, muchos más- de la cautividad, en especial el narcotráfico, la alienación, la comida escasa, el abuso sexual, el contrabando, la pésima o nula asistencia médica, los castigos y las amenazas cruzadas, la corrupción por doquier, las celdas de pesadilla y por supuesto unos guardias cavernícolas, oportunistas y/ o maquiavélicos, sin olvidarnos de detalles sorprendentes de sexploitation, surrealismo, nazisploitation y faenas de lesbianas sádicas en prisión, sobre todo cortesía de aquellas fantasías libidinosas de los personajes y el accionar de una celadora (Ana Ofelia Murguía) sobre La Meche, a quien masturba en el contexto de una revisación de genitales que la madre de El Carajo suele esquivar por su edad avanzada y la confianza natural que despierta, una veterana de pocas palabras que se debate entre el desconcierto mundano y la propensión a facilitarle las cosas al parásito de su vástago y compañía. Amparada en un tono narrativo que juega con lo hipnótico, la visceralidad y el realismo sucio de denuncia, la experiencia se vuelca a un miserabilismo fascinante e incluye un mínimo retrato de los guardiacárceles, quienes como los reos viven en la escasez aunque gozando de la libertad y trasladando el yugo a su familia o ámbito hogareño, planteo que implica la reproducción del ciclo social de la violencia, la pobreza y un oscurantismo de nunca acabar. El latiguillo de las cabezas sacadas por las mirillas de las puertas, esas que coronan las mazmorras, constituye un buen ejemplo de la doble claustrofobia de fondo que invoca la epopeya, tanto dentro del calabozo como fuera por estar rodeados de rejas y muros que todo lo abarcan, amén de pinceladas de humor negro como la costumbre de El Carajo de cortarse las venas, para usar las jeringas de la enfermería, o la presencia de un reo farsesco tendiente a la gula y la incontinencia urinaria (Tomás Pérez Turrent, nada menos que el guionista de Canoa y Las Poquianchis). Desde el prólogo con aquel guardia de Sergio Calderón que vive en los suburbios de la metrópoli y le ofrece unos billetes esporádicos a su parentela, pasando por un desarrollo casi siempre cronológico más algunos flashbacks que enturbian la percepción, hasta llegar a un desenlace en verdad memorable de la mano de la revuelta iniciada por La Chata y La Meche para que saquen del apando a los tres prisioneros, escena que deriva en una insólita crucifixión con tubos a instancias del mandamás de Lecumberri, ese teniente en la piel de Álvaro Carcaño, la obra de Cazals es una de las mejores odiseas carcelarias del cine de América Latina y se las arregla para aprovechar su brevedad, atesorando apenas 84 minutos de duración, e indagar en los atropellos de un confinamiento deshumanizador que jamás rehabilita a nadie, sólo empeora problemas preexistentes o directamente funciona de instituto formador de delincuentes, cuya profesionalización una y otra vez tiene que ver con el hecho de haber pasado un tiempo en algún correccional del entramado público/ estatal…

 

El Apando (México, 1976)

Dirección: Felipe Cazals. Guión: José Revueltas y José Agustín. Elenco: Manuel Ojeda, Salvador Sánchez, José Carlos Ruiz, Delia Casanova, María Rojo, Álvaro Carcaño, Luz Cortázar, Sergio Calderón, Ana Ofelia Murguía, Tomás Pérez Turrent. Producción: Héctor López y Fernando Macotela. Duración: 84 minutos.

Puntaje: 9