El Veneno (La Poison)

Instrucciones para la absolución

Por Emiliano Fernández

Por fuera de Francia no es muy conocido el nombre de Sacha Guitry (1885-1957) pero el señor en su época fue uno de los actores más populares a escala nacional y uno de los dramaturgos más prolíficos durante las primeras décadas del Siglo XX, período en el que inaugura su costumbre de protagonizar sus propias obras y situar en un rol prominente a su esposa del momento, siempre con menos edad que el picarón Guitry. Es a mediados de la década del 30, con la biopic Pasteur (1935), su primer largometraje, cuando vuelca sus esfuerzos hacia el séptimo arte y se transforma en una de las figuras más prominentes del rubro en Francia durante un lustro, sin embargo la buena racha -por lo menos en términos de respetabilidad vernácula- se corta con la ocupación alemana y la rauda instauración de aquella Francia de Vichy (1940-1944), régimen títere controlado por los nazis y a cargo del Mariscal Philippe Pétain, en esencia el sur del país porque el norte quedó en manos directas de los germanos a la espera de una invasión desde el Reino Unido. Guitry siguió trabajando en teatro y cine durante la ocupación e incluso realizó un documental de repaso histórico sumamente polémico, De Juana de Arco a Philippe Pétain (De Jeanne d’Arc à Philippe Pétain, 1944), por supuesto ganándose acusaciones de colaboracionismo y terminando en la posguerra arrestado por los militantes de la Resistencia Francesa y encerrado en un campo de prisioneros que deterioró mucho su salud. Si bien eventualmente fue liberado por falta de pruebas, el realizador, guionista y actor vio su reputación manchada y prueba de ello es un intento de defensa apenas maquillado, El Diablo Cojo (Le Diable Boiteux, 1948), retrato de Charles Maurice de Talleyrand, un estadista galo acomodaticio, que Sacha utilizó como un alegato autoindulgente. Efectivamente al señor se le permitió seguir filmando y en las postrimerías de su vida, falleciendo de cáncer a los 72 años de edad, había recuperado algo del encanto de antaño, sin duda más cerca de la popularidad que del prestigio porque su trabajo estuvo vinculado a las obras ligeras o por el contrario, a las epopeyas chauvinistas. Guitry en la pantalla se paseó por dramas, películas biográficas, gestas históricas, faenas románticas, musicales, propuestas bélicas y hasta trabajos criminales, aunque el grueso de su producción artística en el ecosistema cinematográfico fueron comedias que casi siempre estaban condimentadas con alguno de los ingredientes mencionados, típica fórmula de la industria cultural de su tiempo abocada a la previsibilidad de marco netamente artesanal.

 

En la memoria popular -y sobre todo por fuera de Francia- han sobrevivido apenas dos propuestas del director, una del período previo a la Segunda Guerra Mundial, La Historia de un Tramposo (Le Roman d’un Tricheur, 1936), y otra de los años posteriores, El Veneno (La Poison, 1951), ambas vinculadas al delito aunque con diferencias notables porque la primera es un clásico producto de Sacha concebido para su propio lucimiento, interpretando a un bribón oportunista en su edad avanzada, y la segunda funciona como una sátira social acerca del matrimonio con la actuación estelar de uno de sus actores favoritos, Michel Simon, a quien incluso le permitió rodar todas sus escenas en una sola toma, sin planos de respaldo porque el intérprete no gustaba de perder el tiempo repitiéndose. A pesar de que Guitry volvería a colaborar con Simon en La Vida de un Hombre Honesto (La Vie d’un Honnête Homme, 1953) y Los 3 Forman un Par (Les 3 Font la Paire, 1957), esta última el “canto del cisne” del realizador y otra de sus incursiones criminales farsescas junto con Asesinos y Ladrones (Assassins et Voleurs, 1956), lo cierto es que El Veneno es la película insignia del dúo y quizás la mejor faena de Sacha en términos macros, de hecho superando a la también disfrutable La Historia de un Tramposo porque hablamos de un film corrosivo para su momento y mucho más en un Siglo XXI repleto de indignados automáticos risibles que han perdido el sentido del humor y especialmente la capacidad de autocrítica, una herramienta fundamental para reconocer errores de toda índole cual paja en el ojo propio, no sólo en el ajeno. La trama es microscópica, como solía ser el caso en los productos de Guitry, y se centra en Paul Louis Victor Braconnier (Simon), un horticultor de 53 años casado desde hace tres décadas con una mujer que odia, Blandine Braconnier (Germaine Reuver), fémina tan malograda a nivel físico, ético y psicológico como su marido, al que asimismo desprecia con toda la energía del alma porque tiende a censurar su alcoholismo. Mientras Paul suele pasar tiempo en el bar local o charlando con una florista para no ir a su hogar, la Señora Tyberghen (Jeanne Fusier-Gir), y le comenta al cura del pueblito donde viven, Remonville, un tal Méthivier (Albert Duvaleix), que su esposa bebe tres litros de vino por día, Blandine por su parte parece detestar a la dueña metiche de una mercería, la Señora Michaud (Pauline Carton), y le compra mucho veneno para ratas al farmacéutico del lugar, el Señor Gaillard (Georges Bever), con la idea de matar a Paul en el mediano plazo.

 

Después de escuchar por radio el testimonio de un célebre abogado penalista de la capital que ha logrado su centésima absolución, Louis Aubanel (Jean Debucourt), el protagonista se presenta en su bufete en París para interiorizarse sobre las mejores circunstancias legales ante un homicidio con vistas a garantizar una defensa eficaz, todo encima mintiéndole al chupasangre jurídico diciéndole que de hecho acaba de acuchillar a su mujer. De regreso en Remonville, el horticultor difunde rumores falsos de infidelidad con un vecino cualquiera, Jules Martinet (Jacques Derives), y mata a Blandine justo en el instante en el que la fémina se proponía envenenarlo ofreciéndole un vaso de vino, por ello luego se entrega a la policía y en el juicio en su contra extorsiona a Aubanel para que no se niegue a ser su abogado defensor afirmando que lo ayudó a planificar el asunto en la etapa anterior al delito, además el pueblo en su conjunto se pone del lado del homicida porque su crimen hizo que los ojos del país se posen sobre Remonville y la publicidad de turno ayudó a revitalizar la alicaída economía, necesitada de algún milagro o una jugada estrambótica de esta naturaleza para despertar del soponcio. Guitry en esta oportunidad se sirve del esquema de la tragicomedia paródica, entre el sustrato temático ligero y cierto cinismo virulento que aparece de golpe en determinadas escenas, para analizar el desprecio matrimonial en una época de enlaces para toda la vida desde el fundamentalismo masoquista del catolicismo más nefasto, necio y oscurantista. El cineasta al comienzo apuesta por unos insólitos títulos declamativos por escrito que dejan paso a la presentación en cámara de todo el equipo artístico y técnico en un homenaje cariñoso a sus socios creativos, detalle que ya se había visto en la década del 30 en La Historia de un Tramposo y que por cierto anticiparía jugadas similares y más famosas en los créditos de Soberbia (The Magnificent Ambersons, 1942), de Orson Welles, y Fahrenheit 451 (1966), de François Truffaut. Resulta admirable el gag de la discusión radial que es confundida por los vecinos con una pelea de pareja, al igual que el estupendo montaje paralelo del desenlace entre la farsa en la corte y primero los intercambios entre la florista y los purretes de Remonville y a posteriori los juegos macabros de los mocosos recreando el crimen/ el litigio y aventurando una condena a la guillotina que nunca sucede, porque nuestro entrañable femicida sale libre de culpa y cargo en función de un remate que sería imposible de plasmar en un nuevo milenio ultra adepto a la policía moral y artística.

 

Simon, todo un tótem de la cinematografía gala, está perfecto como el desesperado de antaño que para no estar en su hogar con los suyos, aquí una esposa sin hijos a la vista, se pasa todo el día dando vueltas por el barrio desperdiciando las horas y “haciendo sociales” con propios y extraños que lo consideran un chiste viviente, en este sentido se trabaja con astucia el contraste entre el cuerpo grotesco de las mujeres de edad avanzada y la panza estándar de los hombres veteranos que de todos modos siguen anhelando la anatomía de las ninfas de su juventud como si el tiempo no pasase para todos y la amargura no carcomiese la convivencia. En la película, que tendría una remake inferior aunque amena, Un Crimen en el Paraíso (Un Crime au Paradis, 2001), opus humanista de Jean Becker, también se da cita un fuerte cuestionamiento sobre la influencia de los medios de comunicación y los líderes de opinión sobre el vulgo y sus decisiones, de allí que la lacra legal reconvertida en estrella de la radio hegemonice la mente del marido con fantasías criminales, precisamente queriendo pasar por un asesino contextual y no por un homicida premeditado cual persona que sabe muy bien lo que hace porque se asesoró con un experto de la impunidad o la especulación jurídica, prácticamente recibiendo instrucciones para su absolución de parte de Aubanel. Si por un lado el cotilleo popular y la ruina del matrimonio se mezclan con las “circunstancias atenuantes” y una crisis de la mediana edad llevada a la hipérbole, por el otro lado aquí se explora la violencia doméstica de vieja escuela en la que los prejuicios posmodernos imbéciles no aplican, como la demonización del varón y la victimización de la mujer como si fuese un angelito impoluto que reclama lástima bajo cualquier coyuntura, sin dejar pasar el hecho de que el turismo, la morbosidad masiva y toda la codicia de los lugareños, grandes latiguillos de Remonville, anticipan el futuro de Francia y Europa en su totalidad, cuya principal fuente de riqueza desde las postrimerías del Siglo XX será ese pasado imperialista manchado con sangre que irán pagando de a poco con la inmigración de los habitantes menesterosos de sus antiguas colonias. A lo anterior se suma la denuncia de la complicidad entre delito y aparato procesal que vive del susodicho, en El Veneno incluso enfatizando la hipocresía de Aubanel -un caso testigo, modélico- de liberar a culpables hasta la médula para luego sentirse estafado o vulnerable cuando el homicida lo manipula para extorsionarlo en calidad de secuaz explícito del asunto, sin posibilidad de esconderse detrás de su profesión o de la distancia para con los sucesos juzgados. Paul, el protagonista, salta de la apatía al valor y de este último a la soberbia durante el juicio en sí, metamorfosis que se mueve sobre el telón de fondo de la oposición entre la honestidad popular, cargada de una sagacidad paradójicamente algo naif, y la pretendida seriedad del establishment o el poder burgués, desde los tribunales y la policía hasta la prensa y esa iglesia representada en Méthivier. Otra dicotomía es la complementaria del fariseísmo de ciudad, homologado al engaño romántico y el divorcio, y el mencionado masoquismo del campo o los suburbios, orientado a esperar que el cónyuge muera para rehacer la vida, cuando ya es tarde para ello, así las cosas Braconnier considera al asesinato un acto de castigo en pos de su liberación, para poder existir sin los grilletes del esperpento de su esposa, de allí se entiende que su sincericidio durante el juicio sea de lo más profuso y emancipador. En última instancia el emparejamiento en belleza o fealdad en la pareja poco importa a la hora de garantizar una convivencia en paz porque el rencor venenoso acumulado con los años y la insatisfacción sexual pesan más que la sincronía estética o siquiera los recuerdos atesorados en común…

 

El Veneno (La Poison, Francia, 1951)

Dirección y Guión: Sacha Guitry. Elenco: Michel Simon, Germaine Reuver, Jean Debucourt, Georges Bever, Pauline Carton, Jeanne Fusier-Gir, Albert Duvaleix, Jacques Derives, Louis de Funès, Marcelle Arnold. Producción: Paul Wagner y Alain Poiré. Duración: 86 minutos.

Puntaje: 10