A Hollywood le encanta entregar películas que nadie pidió y hoy es el turno de Tron: Ares (2025), una gesta trash, autoconsciente y por momentos humorística escrita por un tal Jesse Wigutow cuyo único otro trabajo en el séptimo arte fue Herencia de Familia (It Runs in the Family, 2003), aquella comedia dramática mediocre con Kirk y Michael Douglas, padre e hijo, y dirigida por el noruego Joachim Rønning, responsable de las simpáticas Max Manus (2008) y Kon-Tiki: Un Viaje Fantástico (Kon-Tiki, 2012) y de tristes bodrios de la talla de Bandidas (2006), Piratas del Caribe: La Venganza de Salazar (Pirates of the Caribbean: Dead Men Tell No Tales, 2017), Maléfica 2: Dueña del Mal (Maleficent: Mistress of Evil, 2019) y La Joven y el Mar (Young Woman and the Sea, 2024), todas codirigidas junto a su compatriota Espen Sandberg salvo las dos últimas. Estamos ante un evidente reboot con algunos ingredientes de continuación en relación a los dos capítulos previos, Tron (1982), de Steven Lisberger, y Tron: El Legado (Tron: Legacy, 2010), de Joseph Kosinski, y con un único personaje unificador en la piel del querido Jeff Bridges, Kevin Flynn, hacker y fuerza creativa por antonomasia detrás de un gigante del sector tecnológico, la corporación ENCOM. Una vez más la dimensión visual y la música son los principales puntos a favor del film, en este último apartado antes en manos de Wendy Carlos y Daft Punk, los artífices respectivamente de los soundtracks de Tron y Tron: El Legado, y ahora bajo la tutela de Nine Inch Nails, suerte de regreso al rock industrial de parte de Trent Reznor y Atticus Ross a posteriori de un par de álbumes atribuidos a NIN aunque bajo el paraguas del dark ambient, Ghosts V: Together (2020) y Ghosts VI: Locusts (2020), secuelas de Ghosts I–IV (2008), una colección de cuatro EPs. En lo que atañe al diseño de entornos virtuales y sus “juguetes”, la primera se entretuvo a puro colorinche ochentoso, la segunda apostó por un popurrí entre gótico y cyberpunk y la propuesta que nos ocupa, finalmente, se consagra en cuerpo y alma a las tonalidades rojizas más histéricas. Ahora bien, vale recordar que la primera fallaba debido a problemas de orden narrativo y la segunda a raíz de un Bridges reconstruido digitalmente/ rejuvenecido tracción a CGI que componía al villano de turno, Clu, con un rostro símil maniquí que resultaba hilarante por lo rudimentario, más allá del hecho de que ambas eran disfrutables en sus torpezas y plantearon nociones interesantes de impronta semi avant-garde para su tiempo, sobre todo en materia del alcance concreto de la virtualidad, los videojuegos y la inteligencia artificial durante la posmodernidad escapista.
Después de la muerte de Flynn para destruir a Clu durante el final del capítulo anterior, la antorcha no pasa a los protagonistas naturales, el algoritmo Quorra (Olivia Wilde) y el hijo de Kevin, Sam (Garrett Hedlund), sino a los representantes de dos bandos en pugna dentro de la oligarquía tecnológica del 2025 ucrónico de la trama, primero la CEO de ENCOM, Eve Kim (Greta Lee), quien lamenta el fallecimiento de su hermana, Tess (Selene Yun), suele trabajar con un amigo tontuelo, Seth Flores (Arturo Castro), y prácticamente delegó la administración de la compañía en un socio de estirpe hindú, Ajay Singh (Hasan Minhaj), y segundo el CEO de Dillinger Systems, Julian Dillinger (Evan Peters), nada menos que el nieto del maloso del opus de 1982, Ed Dillinger (David Warner), y el vástago de la hija de este último, Elisabeth Dillinger (Gillian Anderson), en esencia un muchacho que creó un programa de control maestro hiper inteligente para su ecosistema virtual, Ares (Jared Leto), y una segunda al mando menos astuta aunque más leal, Athena (Jodie Turner-Smith). El eje de conflicto a lo espionaje industrial pasa por la facultad de materializar las construcciones digitales, tanto las de ENCOM como las de Dillinger Systems, por ello Julian pretende convertir en armas a los aparatejos del entramado virtual y transformar a los programas en soldados, como Ares y Athena, mientras que Eve apunta a metas humanitarias que chocan, de hecho, con los objetivos de la competencia y su tecnología más avanzada y paradójica, esa que permite la subsistencia en el universo corpóreo de las creaciones artificiales sólo por 29 minutos, después de los cuales se autodestruyen por arte de magia. Kim sabe de todo esto y busca un legendario “código de permanencia” que podría solucionar el problemilla y garantizar la vida sin restricciones de los programas en nuestro mundo, milagro que halla en una estación de investigación de Alaska que supo pertenecer a Flynn, lo que genera que se intensifique la guerra entre ambas empresas y eventualmente se produzca una inusual alianza entre Eve y un Ares que desarrolla sentimientos, pretende vivir más de 29 minutos en la praxis real y sobre todo se muestra en desacuerdo con su usuario, Julian, el cual suele aparecer en La Red de Dillinger Systems como una cabezota parlante a lo Zardoz (1974), aquella joya del kitsch de John Boorman con Sean Connery y Charlotte Rampling, todo un déspota que hackea a ENCOM para empantanarle el lanzamiento de una nueva versión del videojuego Space Paranoids, elimina a otra inteligencia artificial de su invención, Caius (Cameron Monaghan), e intenta asesinar a Kim para conseguir nuestro código permanente.
El asunto escala en violencia cuando la sensata Elisabeth retoma el control de la empresa y se propone desconectar los láseres utilizados para llevar y traer programas y personas desde el plano digital, así las cosas es ejecutada por una Athena que recibió el mando informático de parte de Julian luego de la deserción de Ares y a la que se le asignó la directiva de hallar el ansiado código cuanto antes sin que importen los medios. Eve y Ares comparten cierta aprensión para con la muerte, ella por el óbito de su hermana y él por haberse desintegrado una y otra vez en nuestro mundo por la ambición y la crueldad de Dillinger, esquema que abarca la aparición del fantasma virtual de Kevin en función de los avatares del relato, ya que Kim es acorralada en un muelle y destruye su copia del código y por ello más adelante Ares ingresa en La Red ochentosa primigenia desde la oficina cuasi petrificada de Flynn del museo de ENCOM. Tron: Ares profundiza una dimensión apenas insinuada en Tron: El Legado, la invasión de lo digital en el terreno de lo analógico/ real, ahora encarándola en parte desde la industria armamentista y desde el fetiche actual con las IAs, sin embargo la jugada a veces sabe a rancio porque el planteo se corresponde a las impresiones cutres en 3D, por supuesto en pantalla en versión cool con neón y láseres rojos, y a una “rebelión de las máquinas” calcada de Terminator (The Terminator, 1984) y Terminator 2: El Juicio Final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), ambas de James Cameron, y una capacidad de sentir híbrida -mitad humana y mitad sintética- que recuerda a la patentada por RoboCop (1987), de Paul Verhoeven. La aventura abstracta de antaño, cuyo atractivo pasaba por la pirotecnia sensorial innovadora y los seudos juegos olímpicos de la virtualidad, muta en un thriller estándar de espionaje dentro de una ciencia ficción retro aunque todavía maquillada para pasar por novedosa, ya sin serlo. Los cabecillas del enclave corporativo se manejan con intermediarios, el bando de los buenos con humanos (pensemos en Singh dependiendo del “trabajo sucio” de Kim) y la facción de los malos con sicarios digitales (Julian terceriza las carnicerías primero en Ares y después en Athena), porque la explotación y la cobardía son los pilares invariantes del capitalismo, ya sea que hablemos de ayer, hoy o mañana. Aquí especialmente Terminator 2: El Juicio Final funciona como un pivote crucial ya que Ares posee la sensibilidad del T-800 de Arnold Schwarzenegger y Athena ocupa el lugar letal y expeditivo del T-1000 de metal líquido de Robert Patrick, algo que acerca a Tron: Ares a las remakes espirituales o no reconocidas del Hollywood perezoso de hoy en día.
Sin duda el código de permanencia, algo así como el Santo Grial para la unificación de los mundos de los programas y los usuarios, adquiere connotaciones entre religiosas y bélicas del mismo modo que el personaje del correcto Leto se transforma en una figura trágica frankensteineana que se rebela contra su creador y su mandato de directivas volcadas al maquiavelismo y la acumulación de poder, dinero y seguridad para continuar especulando impunemente en todos los ámbitos posibles, desde lo tecnológico y lo empresarial hasta lo financiero y lo publicitario. La presencia de Just Can’t Get Enough (1981), gran clásico de Depeche Mode, la reaparición gratuita pero amena de Bridges y efectivamente la decisión de reproducir en el último acto aquellos diseños ochentosos de La Red/ el ciberespacio de ENCOM constituyen los ingredientes de una nostalgia bien encauzada porque no se siente banal o forzada, como suele ocurrir en la enorme mayoría de los productos del mainstream del Siglo XXI. Hoy queda de manifiesto que el equipo creativo estaba más interesado en Robotech (1985), la serie de Carl Macek que adaptó tres productos nipones independientes, y en otros animes modelo mecha que en los films previos de la franquicia Tron a cargo de Lisberger y Kosinski, detalle que el gigantismo del último acto enfatiza sin sutileza alguna a través de los armatostes reglamentarios y las batallas -o la infaltable destrucción- en un contexto citadino. En Tron: Ares se plantea una especie de triángulo amoroso tácito entre la autómata negra fanática de la sumisión, Athena, el programa con sentimientos a lo Pixar, Ares, y la fémina con rasgos asiáticos que encontró el código permanente cual arqueóloga detrás de un tesoro que merece ser hurtado, esa Kim de la estupenda Lee que en ocasiones termina opacando al androide remixado del también productor Leto, todo entre los típicos destrozos de la súper acción de Hollywood y una serie de floreos en combates/ peleas que le deben más a Matrix (The Matrix, 1999), de los por entonces hermanos Larry y Andy Wachowski, que al surrealismo sui generis de Tron. En esta oportunidad la programación, como decíamos antes refritando a Cameron y sus fuentes del pasado remoto como Rumbo a lo Desconocido (The Outer Limits, 1963-1965), la genial serie de Leslie Stevens, se nos aparece como una esclavitud que le deja a cada individuo la decisión de qué hacer con ella, si respetarla como un perro faldero o desobedecer al amo para alcanzar una autonomía que definitivamente no todos anhelan, muchos prefiriendo estar cobijados bajo la “comodidad” del yugo y sus promesas y jerarquías patéticas. Ya en las postrimerías del metraje se afirma que no existe lo eterno, desde la vida más prosaica hasta las posibilidades de crecimiento y decadencia que tanto fetichiza el capitalismo contemporáneo, ese que pasa de un extremo al otro con la misma ingenuidad de los órdenes del optimismo y el fatalismo, en este sentido los dos universos del relato, el digital y el físico, funcionan como un ámbito de fuga de lo conocido o quizás lo considerado claustrofóbico, de allí que la perspectiva de turno resulte fundamental para comprender las razones que llevan a cualquier ser o entidad a abandonar una región que un colega -pero de la otra orilla- está atravesando por primera vez con toda la esperanza a cuestas. Por suerte el film de Rønning no barre bajo la alfombra su trasfondo profundamente estrafalario y hasta se podría aseverar que lo ventila con orgullo robando sin vergüenza elementos ajenos para en última instancia ofrecer un producto con la marca Tron que poco y nada tiene que ver con la saga hasta este instante, ardid que desde ya no genera muchas expectativas a futuro -el facilismo del final abierto lo subraya- aunque ello no quita que nuestro experimento supera el promedio de calidad de los tanques del nuevo milenio…
Tron: Ares (Estados Unidos, 2025)
Dirección: Joachim Rønning. Guión: Jesse Wigutow. Elenco: Jared Leto, Greta Lee, Evan Peters, Jodie Turner-Smith, Hasan Minhaj, Arturo Castro, Gillian Anderson, Jeff Bridges, Cameron Monaghan, Selene Yun. Producción: Jared Leto, Steven Lisberger, Sean Bailey, Jeffrey Silver, Emma Ludbrook y Justin Springer. Duración: 119 minutos.