La Noche del Cazador (The Night of the Hunter)

El tesoro y los falsos profetas

Por Emiliano Fernández

El terror, el suspenso y en especial los thrillers de asesinos en serie contemporáneos no existirían si no fuese por La Noche del Cazador (The Night of the Hunter, 1955), la única película como director del británico Charles Laughton y una de las obras más fascinantes y vanguardistas de la historia del cine, una pequeña joya que retoma ingredientes varios del expresionismo alemán para reconfigurarlos según la arquitectura dramática de los cuentos de hadas para adultos y el oscurantismo luterano/ calvinista del sur de los Estados Unidos; todos elementos asimismo puestos al servicio del retrato de la fortaleza de los niños, de las miserias que niegan los adultos y de uno de los mejores villanos del séptimo arte, ese Harry Powell del inmenso Robert Mitchum, figura contradictoria que a su vez unifica los delirios religiosos mesiánicos, la misoginia símil cruzada purificadora ascética, el sustrato amoral y despiadado de los psicópatas, el ideario del delincuente improvisado prosaico de la ciudad o el campo y hasta el carácter oportunista de aquellos que sacan ventaja en un contexto de crisis a costa del sudor, la credulidad o el analfabetismo ajenos. La artificialidad de siempre del cine hollywoodense, esa que en algunas etapas históricas pasa al primer plano y en otras se pretende esconder debajo de la alfombra, aquí funciona como un engranaje narrativo más dentro de una pesadilla en la que las represiones sexuales, el fundamentalismo y sobre todo la estupidez promedio del vulgo quedan al descubierto mediante una suerte de claustrofobia y olvido sociales en los que los inocentes, hoy por hoy un par de niños, son abandonados por casi todos los adultos y puestos a merced de este delicioso homicida que no deja de acecharlos por la razón más antigua de todas las razones, léase el dinero que llevan consigo.

 

La acción transcurre en aquella década del 30 de la Gran Depresión, en West Virginia, y la premisa de base es en verdad minúscula: por un lado tenemos a Powell, un asesino en serie que gusta de casarse con viudas, identificar dónde guardar sus ahorros/ valores y matarlas en un periplo errante sin fin, señor que se la pasa hablando con Dios y adopta en público el disfraz de un predicador protestante que hasta cierto punto se condice con su propia y paradójica persona, ya que hablamos de alguien que aborrece al sexo, propaga las alegorías bíblicas por parajes bucólicos y se siente en simultáneo atraído y repelido por las mujeres, a las que considera todas putas y ya se sabe que a las putas se las mata porque corrompen y enturbian el “sacrosanto” corazón de los hombres, amén de llevarse unos billetitos que dice emplear para difundir la palabra divina; y por otro lado está la prole de un tal Ben Harper (Peter Graves), un ladrón de bancos que luego de un último atraco cae desesperado en el hogar familiar y oculta el botín de diez mil dólares en la muñeca de trapo de su pequeña hija, Pearl (Sally Jane Bruce), y le encarga a su otro vástago, el mayorcito John (Billy Chapin), el cuidar de su hermana y el nunca revelar a nadie, ni siquiera a la madre de los purretes, Willa (Shelley Winters), el secreto sobre la ubicación del dinero. Ben y Harry pronto comparten celda en prisión, después de que arrestan a Powell por conducir un coche robado, y mientras el primero es sentenciado a muerte vía ahorcamiento por haber matado a dos hombres durante el asalto, el segundo termina siendo liberado y así se propone ganarse la confianza de la flamante viuda del clan Harper, convertirla en su esposa y averiguar cuanto antes dónde está el por entonces suculento botín del otrora cabeza de la parentela.

 

Con todo el pueblito de turno preguntándose también sobre la localización de los dólares y condescendiéndose -y al mismo tiempo manteniendo distancia- para con Willa y sus niños, el tremendo Harry encuentra en la ignorancia popular de la región el caldo de cultivo perfecto para imponerse como autoridad religiosa y hasta ser celebrado como un soltero apetecible, con la dueña de la heladería donde trabaja la mujer, la soberbia e insoportable Icey Spoon (Evelyn Varden), insistiéndole a Willa para que avance hacia una eventual relación con el maquiavélico Powell. Efectivamente el asunto deriva en matrimonio y el predicador se transforma en el nuevo “papi” de John y Pearl, no obstante desde el inicio el muchacho se da cuenta de que lo que pretende el forastero es hacerse del dinero e insta a su hermana al silencio, sin embargo la misma idiosincrasia sincera y poco cautelosa de los pequeños los delata y su sumisa y bobalicona madre tampoco ayuda demasiado, al extremo de que cuando descubre las verdaderas intenciones del personaje de Mitchum su actitud sigue siendo de completa pasividad y ratifica que la presencia del hombre se corresponde con la salvación del alma femenina. Obligados a escapar a posteriori del asesinato de su progenitora por parte de Harry y sin poder recurrir a un veterano borrachín amigo de John, Birdie Steptoe (James Gleason), quien encuentra el cadáver de la mujer y su auto en el fondo del Río Ohio y no dice nada por temor a que le endilguen el cuerpo, los chicos huyen en un bote por el torrente de aguas y terminan en la casa de Rachel Cooper (la maravillosa Lillian Gish), una señora mayor que suele adoptar a niños desamparados y que en última instancia se enfrentará a un Powell que no ha dejado de seguirles el rastro a los mocosos.

 

Más allá del prodigioso arsenal expresionista que también tiene mucho del film noir en general de los 30, 40 y 50 (minimalismo tétrico continuo, ambigüedad ética, diálogos y actuaciones exageradas, abstracciones de una generosa precisión, un tono narrativo siempre bordeando el ensueño mundano símil alucinación, juegos magníficos de luces y sombras, diseño muy estilizado de sets, tomas hermanadas al acervo surrealista, una utilización recurrente de perspectivas y ángulos distorsionados, etc.), la propuesta sabe desplegar un catálogo de recursos retóricos propios que hacen a la perfección/ riqueza incomparable de la experiencia que nos regala, amalgama que incluye insólitos chispazos de musical freak maquillado, de melodrama hogareño de reconstitución familiar y hasta de aventura volcada al abandono al que la sociedad somete a sus representantes de menor edad, tratándolos con indiferencia o agrediéndolos a gusto (como decíamos anteriormente, el acoso porfiado del homicida en pos de que los niños le entreguen los diez mil dólares es también un indicio de la abulia estatal, la ingenuidad/ idiotez de los vecinos del clan y la misma capacidad de resistencia de los pequeños y su destreza en eso de adaptarse a diferentes coyunturas para sobrevivir lejos de la sombra de unos adultos juzgados inoperantes, apáticos o peligrosos). La naturaleza, en cambio, aparece en la trama como la verdadera espectadora etérea de los acontecimientos, una Diosa concreta y vitalista que mira a los pequeños encarnada en los animales con los que se topan en su fuga, como arañas, sapos, búhos, tortugas, conejos, ovejas, vacas y zorros; cuya contracara es esa religión transformada en chiste comunal inconsciente y en herramienta para la manipulación del prójimo desde el desconocimiento.

 

Ahora bien, La Noche del Cazador está muy enfocada desde la perspectiva masculina del mundo y esa picardía -a veces inofensiva, en otras ocasiones cataclísmica- que implica en esencia decirles a todos exactamente lo que quieren oír y luego hacer lo que el sujeto en cuestión desea, sin ninguna imposición verdadera de por medio: John se las arregla para contener a Pearl y mantenerla a salvo a pesar de que la nena es un claro lastre en el viaje homologado a un cero a la izquierda, el mismo Powell abusa de la soledad de Willa y su condición de indefensión para doblegarla con el discurso cristiano reduccionista de la culpa original, y hasta el patético marido de Icey, el también hiper obediente y dócil Walt Spoon (Don Beddoe), sospecha desde el vamos del predicador que tanto defiende su esposa, por ejemplo con la mujer aceptando de lleno la versión que da para “explicar” la desaparición de Willa, esa supuesta partida repentina con vistas a entregarse a una vida de pecado por fuera de su familia. Este sustrato crítico con respecto a la soberbia caníbal masculina y la banalidad tontuela femenina llega a su cumbre mediante el personaje de Gish, quien hace las veces de la “madre fuerte” que necesitan John y Pearl (el Complejo de Edipo anda flotando en el aire en lo que atañe al niño y marca la necesidad de ser protegido en su corta edad, ya que las exigencias de adoptar una vida adulta le están destruyendo su infancia), explícitamente afirma que las mujeres son unas estúpidas (la adolescente Ruby, interpretada por Gloria Castillo, vive con Rachel, se enamora del villano y le esconde a su madre postiza sus encuentros furtivos con hombres que la denigran o la tratan como una prostituta), e incluso adopta una perspectiva independiente muy varonil en lo que al mundo se refiere, estableciendo su libertad sin renunciar del todo a una compañía que disfruta y mucho (dice haber perdido el amor de su hijo y por ello lo reemplaza con sus queridos huérfanos sin dejar que nadie intervenga en la ecuación, incluido el psicópata de turno). Quizás lo más curioso del guión de James Agee y el propio Laughton, a partir de una novela de Davis Grubb de 1953, ahora leída en términos de una semblanza inconformista de amenaza y perdición, sea la legendaria analogía entre Cooper y Powell mediante la escena del acecho final, cuando el predicador se pone a cantar su leitmotiv en la puerta de la residencia de Rachel, Leaning on the Everlasting Arms, un himno piadoso de Anthony J. Showalter y Elisha Hoffman de 1887, y de golpe la veterana lo acompaña como segunda voz, dando a entender que ahí existe un terreno ideológico en común vinculado a un conservadurismo social, político y económico que de todas formas en algún momento se bifurcó hacia la solidaridad de ella para con los desvalidos y el ventajismo agridulce del -de por sí- bastante carismático y bizarro Harry; el cual viste atuendo y sombrero negro reglamentarios, anda siempre con una navaja retráctil a lo falo y tiene tatuados “amor” y “odio” en sus nudillos de sus manos derecha e izquierda respectivamente, detalles que utiliza una y otra vez para ilustrar la fábula maniquea del bien contra el mal y así maravillar a cualquier auditorio de cándidos al paso que se convierten en su congregación, como si se tratase de algún aviso comercial ambulante que actúa sobre consumidores lelos con sus autodefensas por el suelo.

 

Dicho de otro modo, la poética y misteriosa realización por un lado unifica la oscuridad temática de la etapa muda con el rigor iconoclasta del cine de autor del futuro y por otro lado construye un andamiaje conceptual muy complejo y de impronta mítica escudándose en -y partiendo desde- catalizadores simples que llegan a su apoteosis en el último acto, cuando la imposibilidad de ofrecer definiciones tajantes se hace más angustiosa que nunca en función de la condena entrecruzada a prácticamente todos los sectores involucrados y sus adalides individuales: el Estado que mató sumariamente a Ben -simbolizado en Bart (Paul Bryar), el verdugo kafkiano del gobierno- es el mismo que matará rebosante de júbilo a Powell, igualando dos crímenes que no tienen nada que ver porque el asalto en contexto de pobreza extendida del primero decididamente no se puede comparar con las 25 féminas que se cargó el segundo en su derrotero como “Casanova santificado” al servicio de un cristianismo autodidacta; para colmo la turba descocada que pretende lincharlo y marcha al departamento de policía está encabezada por esa misma Icey que pasó de la exaltación acrítica al anhelo furioso de sangre sin ninguna fase intermedia; y finalmente Powell asimismo termina siendo una sorpresa/ estafa algo mucho ridícula como némesis tenebroso porque la anciana arremete contra él con inusitada eficacia cuando el señor pisa un gato, el animal delata con un maullido al intruso en la casa de la matriarca y ésta le pega un tiro en el trasero, circunstancia que lo lleva a gritar de dolor y a esconderse en un granero donde tiempo después será arrestado. La llegada de la Navidad y el acogimiento definitivo de John en el hogar de una Cooper bien andrógina en su faceta materna/ paterna, con el nene regalándole una manzana envuelta en un paño símil mantelito y ella entregándole un reloj, enfatiza lo poco que importan los roles de madre y padre cuando hay cariño involucrado y en especial cuando resulta urgente hacer frente a falsos profetas vernáculos y/ o buscadores de algún tesoro brillante que parece aguardar al final del arcoíris del capitalismo payasesco internacional; en esta oportunidad poniendo de relieve los delirios entrecruzados motivados por la represión sexual, la hipocresía de las religiones organizadas, la falta de justicia a nivel cotidiano, la nula coherencia de unas mayorías caprichosas que se autodestruyen de tanto en tanto, y las frustraciones de individuos que prefieren sustraerse en sus burbujas de fe ciega en lo que sea antes que salir a resolver sus problemas particulares reales o sus homólogos sociales, aquí relacionados con una indigencia -ideológica, económica, cultural, espiritual, etc.- más o menos pronunciada que lleva a muchísimas personas a ser víctimas de depredadores como el presente. Apuntalada en la fotografía de Stanley Cortez, la edición de Robert Golden, la música de Walter Schumann y el apego por lo rimbombante críptico del genial Laughton, recordado actor él mismo y demostrando gran talento en la dirección de sus colegas, La Noche del Cazador es un film inmortal con la astucia suficiente para subrayar lo profano terrorífico y quitarle el velo de “pureza” a las mentiras y fabulaciones comunales que se esconden en eufemismos de bípedos que sólo buscan enriquecerse o descargar sobre terceros el pesar por su fariseísmo y diversas contradicciones irresueltas…

 

La Noche del Cazador (The Night of the Hunter, Estados Unidos, 1955)

Dirección: Charles Laughton. Guión: James Agee y Charles Laughton. Elenco: Robert Mitchum, Shelley Winters, Lillian Gish, Billy Chapin, James Gleason, Evelyn Varden, Peter Graves, Don Beddoe, Sally Jane Bruce, Gloria Castillo. Producción: Paul Gregory. Duración: 92 minutos.

Puntaje: 10