Hablar de Luis Buñuel, uno de los vanguardistas más inteligentes, certeros y procaces de la historia del séptimo arte, es hablar de su vida y su idiosincrasia, ambas enmarcadas en un recorrido que incluye su nacimiento un 22 de febrero de 1900 en Calanda, en Aragón, su educación católica, aquellos inicios en el surrealismo europeo de las primeras décadas del Siglo XX, su militantica en favor del bando republicano durante la Guerra Civil Española, su obligado exilio a partir de la victoria del franquismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, un viaje cosmopolita itinerante que finalmente lo llevaría a radicarse en México, su participación fundamental en dar a conocer en todo el mundo la exultante industria cinematográfica azteca, los sucesivos intentos por regresar de manera permanente a su España natal a pesar de la censura y las persecuciones de los fascistas, la consolidación de su nombre como cineasta todo terreno capaz de adaptarse a diferentes culturas, su regreso a la París que lo vio dar sus primeros pasos en el cine y finalmente su muerte el 29 de julio de 1983 en la Ciudad de México a los 83 años de edad. Muy pocos directores y guionistas son sinónimos de todo un régimen discursivo propio con características tan personales y complejas como Buñuel, no sólo un artista prodigioso y astuto sino también un militante incansable en contra de los tres “pilares” de la sociedad capitalista vetusta que lo vio nacer y en buena medida de la nuestra del Siglo XXI, hablamos de la burguesía, el clero y esa derecha autoritaria que aún retiene gran parte de los aparatos estatales del globo: recuperar al aragonés es de hecho trazar caminos posibles de resistencia que en el séptimo arte contemporáneo resultan muy difíciles de hallar porque el público y los artistas actuales están en extremo cooptados por un mainstream y un indie internacionales pusilánimes, higiénicos y muy intrascendentes que han dejado de lado la revulsión social y aquella gloriosa interpelación a un espectador al que se debería sacar de su zona de confort y no adormecer a pura desidia, ausencia de ideas novedosas y condicionamiento comercial símil lobotomía marketinera/ publicitaria. Si bien casi todas sus películas tuvieron una base literaria previa y el señor solía trabajar con coguionistas habituales como Salvador Dalí, Luis Alcoriza, Julio Alejandro y Jean-Claude Carrière, lo cierto es que su típico enfoque heterodoxo en materia de las traslaciones y su idiosincrasia corrosiva e iconoclasta casi siempre terminaban imponiéndose incluso en la serie de obras por encargo que filmó en México y que le permitió volver al ruedo luego del martirio de los tres lustros sin encarar proyectos autónomos entre Las Hurdes- Tierra Sin Pan (1933) y Gran Casino (1947). En las siguientes líneas nos consagraremos a la monumental tarea de analizar los 32 films del señor con el objetivo de poner de relieve las constantes temáticas, formales e ideológicas que recorren su atribulada carrera, ejemplo de un porfiar aguerrido en el que se entrelazan el marxismo, el psicoanálisis, el humor absurdo, la sátira social, el folletín, el shock sensorial, la crudeza de la explotación capitalista, la hipocresía burguesa, algún que otro dispositivo fantástico, el “amour fou”, el fetichismo, el Marqués de Sade, la lucha política callejera, las perversiones sexuales, la obsesión, las patéticas celebraciones de influjo aristocrático, la fuerza del azar, el machismo, las paradojas de la existencia, la marginación, los secretos del pasado, la fecalofilia, el caos, los rituales católicos, el incesto, el erotismo orientado a los objetos, la histeria femenina, la violencia, el romanticismo demacrado, la servidumbre, las mascaradas comunales compartidas, la pulsión de muerte, las aventuras exóticas, la ofuscación amorosa, los delirios de impunidad de los ricos, el afán de control, el homicidio, el sustrato onírico, los beatos insufribles, la poesía, el juego de los opuestos, el exhibicionismo, la insatisfacción del deseo, las repeticiones cotidianas, la enajenación, la asociación libre, los prejuicios, el clásico ciclo de autodestrucción humana, los celos, la miseria, el anarquismo, los ejercicios intelectuales, la frustración, los tullidos, el melodrama más sobrecargado, los autoengaños sociales, la ausencia de verdadera comunicación, el impulso criminal, la parodia de lo establecido y el sentido común, la risa sardónica, el arte de manipular al prójimo, los horrendos soplones, la venganza, las masacres a manos de las fuerzas policiales/ militares/ gubernamentales, la resistencia popular activa, el oscurantismo religioso, las ilusiones de pureza y virtud del cristianismo, las parafilias, el peregrinaje, la esclavitud, el erotismo implícito o explícito, el desprecio, la ingenuidad, la pantomima artística, las diferencias de edad y orígenes en los vínculos afectivos, la inversión lógica, el absolutismo, la algarabía herética, el nihilismo, el cariño no correspondido, el collage y ese imponderable surrealismo que a su vez se emparda con movimientos previos como el dadaísmo, coetáneos como el culto a la patafísica y posteriores como el Grupo Pánico. La vigencia y poderío retórico de Buñuel exigían un examen pormenorizado de toda su obra y no sólo de esos lugares comunes de la crítica cinematográfica que a puro facilismo, ignorancia y dejadez muchos se la pasan reproduciendo a lo largo del tiempo cual loros sin curiosidad o conciencia propia. Sin más preámbulos, es hora de recordar al maestro español y su extraordinaria obra remitiéndonos a lo reprimido social/ económico/ psicológico/ cultural/ simbólico para sacarlo a la superficie, exhibirlo desnudo sin su ajuar de mentiras y engaños y finalmente pincharlo sin piedad alguna, primero porque es divertido y segundo porque lo reclama la necesidad de un verdadero cambio social que despoje de su cinismo y pasividad a un enclave occidental que aún hoy continúa siendo “civilizado y cristiano”, siempre dispuesto a defender el espantoso orden regresivo que nos rodea y a besar la mano del oligarca que hambrea, tortura y roba desde la cúpula empresarial, estatal y eclesiástica.
Índice:
Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, 1929):
El generoso tiempo transcurrido desde el estreno de Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, 1929) no ha socavado en nada su potencia retórica por el simple hecho de que así como en su momento representó un acto de maravillosa rebeldía contra una coyuntura social y una industria cinematográfica atadas a los cánones narrativos tradicionales, la lógica occidental y esa obsesión con dejar satisfecho al otro celebrando la frustración silenciosa y los esquemas comunales de antaño, hoy asimismo vuelve a ser un ejemplo de la potencialidad discursiva inconformista que anida en el séptimo arte porque a decir verdad continuamos presos de un mainstream y en buena medida de una escena indie o alternativa -adepta a seguirle los pasos al anterior cual perro faldero de pocos recursos- que se muestran extremadamente conservadores y repetitivos en sus fórmulas ajadas de siempre vinculadas al consumo cultural pasivo. Si bien la primera película surrealista en términos prácticos fue La Caracola y el Clérigo (La Coquille et le Clergyman, 1928), dirigida por Germaine Dulac y escrita por Antonin Artaud, el film que nos ocupa significó una verdadera revolución para su época y fue de hecho la primera obra maestra de aquella vanguardia artística del Siglo XX en lo que respecta al joven medio audiovisual: la ópera prima de Buñuel, a partir de un guión del susodicho y Salvador Dalí compuesto en su mayoría por sueños interconectados de ambos, explícitamente construye un entramado fantástico y terrorífico que le escapa a los lugares comunes y al enclave de la razón con el objetivo de abrazar una doctrina del shock sensorial que movilice una respuesta instintiva y primigenia de quien ve en función de una colección de imágenes poéticas que giran en torno a navajas que cercenan globos oculares, personajes andróginos varios, accidentes en vía pública, pequeñas cajas que fetichizan los misterios en su interior, manos devoradas por hormigas que se convierten en vello axilar y luego en un erizo, el arte de picar con un bastón una mano amputada, esa irrefrenable tentación de violar motivada por la muerte, el deseo de recorrer la anatomía femenina de punta a punta, la presencia de un par de burros putrefactos sobre sendos pianos de cola y dos frailes maristas atados a una soga, la posibilidad de aparecer y desaparecer a gusto, los castigos infantiles y la venganza posterior, una polilla con un tórax símil calavera, una boca que desaparece y deviene en vello axilar, y finalmente dos amantes que desdeñan los objetos fetichizados del pasado y así terminan enterrados hasta el pecho en la arena de una región costera, ambos pudriéndose bajo el sol. Como el resto de las obras de Buñuel, la intención de fondo pasa por evitar las clásicas metáforas lineales del emporio figurativo europeo sin embargo el marco general de la película está muy hermanado a la sátira, el humor negro y el horror contracultural, en esta ocasión pegándole duro y parejo a la familia y el amor rutinario (detrás de la relación entre los sexos se esconden pasiones ocultas híbridas, una vejación todo terreno y la necesidad psicológica de poseer al otro a pura coerción), la pantomima hipócrita de las instituciones y comunidades organizadas (todas las dimensiones del ser humano aparecen enmarcadas en la fantochada de una virtud que se deshace rápido para dejar paso a un doppelgänger enviciado; tanto la ciudad como el campo, tanto la policía y representantes estatales como los “ciudadanos comunes”, tanto la vida pública como su homóloga privada) y desde ya la religión y los profetas de la sanación espiritual vía la culpa internalizada y la mojigatería santurrona (el sexo y la violencia recubren los regímenes simbólico y material de manera compulsiva negando las prerrogativas cristianas, sus ritos y toda esa soberbia manipuladora basada en un supuesto privilegio de redimir a terceros aprovechándose de su ignorancia y docilidad). Un Perro Andaluz es mucho más que aquella escena icónica protagonizada por un Buñuel cortando el globo ocular de una fémina a los pocos segundos de iniciado el metraje o esa misma trabazón onírica caótica que tanto amaron los surrealistas del período: hablamos en esencia de un trabajo profundamente de quiebre que sintetiza la fuerza y el poder alegórico del cine como medio de comunicación social, al cual el español le agregó un lirismo apesadumbrado y sardónico que constituye un tesoro inconmensurable destinado a desparramar vehemencia, provocación, delirio, erotismo y un absurdo que incluso hoy se condice con buena parte del entramado compartido a nivel de la reaccionaria moral masiva.
Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, Francia, 1929)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Salvador Dalí. Elenco: Pierre Batcheff, Simone Mareuil, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Robert Hommet, Marval, Fano Messan, Jaume Miravitlles. Producción: Luis Buñuel. Duración: 16 minutos.
La Edad de Oro (L’âge d’or, 1930):
Suerte de secuela conceptual de Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, 1929), La Edad de Oro (L’âge d’or, 1930) es una propuesta aún más ambiciosa no sólo por una duración más extensa y porque combina el sustrato mudo del pasado con las primeras manifestaciones del cine sonoro, sino también porque ahora los ataques al clero y la nauseabunda sociedad burguesa adquieren una preponderancia que sobrepasa a las preocupaciones freudianas y nietzscheanas del opus previo, llegando al punto de estructurar un estrambótico periplo por la libido, las máscaras comunales y la pulsión de muerte. En este sentido la película es enteramente responsabilidad de Buñuel por un lado porque es sabido que para entonces se había peleado con Salvador Dalí, más allá de que siga apareciendo como coguionista en los créditos, y por otro lado ya que el film nos presenta dos de las características fundamentales de toda la producción posterior del cineasta, léase la presencia de protagonistas que no pueden satisfacer sus deseos más imperiosos por diversos motivos internos/ externos y en general la construcción de una historia cuya dialéctica básica es continuamente trastocada vía pequeños atentados narrativos vinculados a elementos fuera de contexto que siguen la lógica de los sueños y hasta de los chistes (pensemos en la permanente propensión hacia el remate inesperado de tono sarcástico e hiriente). Luego de un inicio símil documental sobre los escorpiones, metáfora acerca del carácter ponzoñoso de la propia realización, la “no trama” juega con la representación animalizada y carente de toda inhibición de un burgués (personificado por el gran Gaston Modot) que disfruta matando animales, ejerciendo violencia gratuita contra cualquiera que se cruce en su camino y en especial anhelando el reencuentro con su amada (en la bella piel de Lya Lys); todo con una exquisita catarata de episodios surrealistas en el medio que disparan munición gruesa contra la liturgia patética de la Iglesia Católica, la hipocresía de la aristocracia, la represión sexual de la sociedad, la sensación de impunidad de las capas dirigentes, la decadencia y ceguera de los burgueses, los impulsos violentos sublimados, y la falta de imaginación y la pasividad conservadora con las que encaran su vida la mayoría de los mortales. La película destruye toda previsibilidad de una manera magnífica y despampanante, desde unos jerarcas cristianos que mueren en un peñón rocoso profiriendo sus plegarias y unos siervos agonizantes que pretenden dar batalla pero apenas si pueden moverse producto de la explotación; pasando por una ceremonia pública que es interrumpida por unos amantes presos de la misofilia y la fecalofilia, sutiles referencias a la masturbación y a una sexualidad carente de brío como un dedo femenino vendado o una vaca en una cama, y una fiesta de alta alcurnia en la que los asistentes no se mosquean ante el paso de una carreta con campesinos bebiendo, una criada que muere por un incendio en la cocina o la decisión de uno de los peones de matar a su vástago por haberle tirado su cigarrillo al suelo; llegando finalmente a un encuentro sexual frustrado del dúo protagónico en los jardines que también es saboteado por una llamada telefónica, un poco de fetichismo de pies, la sombra de una futura vejez, la necesidad de asesinar a los hijos que podrían nacer, la misma torpeza de los personajes y hasta la intención de ella de abandonarlo por un veterano director de orquesta, lo que provoca una escena de celos de parte de él en la que termina tirando por la ventana de su habitación un pino en llamas, un arzobispo, un arado y una jirafa. El destino escandaloso y revulsivo detrás del planteo gloriosamente iconoclasta de La Edad de Oro encuentra su cenit en un epílogo que cita a pura valentía y desenfado a Las 120 Jornadas de Sodoma, o la Escuela de Libertinaje (Les Cent Vingt Journées de Sodome, ou l’École du Libertinage), la famosa novela del Marqués de Sade escrita en 1785, con un Duque de Blangis (Lionel Salem) -que unifica en un mismo personaje a Sade y al propio Jesucristo- saliendo luego de una orgia de sangre, torturas y parafilias varias que se extendió durante 120 días y hasta matando a una de las simpáticas muchachas que sirvieron de carne de cañón para estos señores feudales empardados a burgueses modernos de impronta capitalista/ caníbal/ deshumanizadora. Aquí las jerarquías institucionales, el apatito carnal, las prácticas consuetudinarias, el autocontrol y la parafernalia de etiqueta estallan por los aires de la mano de un palimpsesto en el que presente, pasado y futuro se confunden a través de imágenes de ruptura para con lo establecido, diálogos y soliloquios en off tan absurdos como de vanguardia y situaciones muy graciosas que ventilan el sustrato instintivo autovedado en función de agradar a un burgués, un oligarca o un miembro de la nobleza vernácula que tiende a echar mano de su catálogo de patrañas para garantizar su tajada de usurero y la retención de sus privilegios.
La Edad de Oro (L’âge d’or, Francia, 1930)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Salvador Dalí. Elenco: Gaston Modot, Lya Lys, Caridad de Laberdesque, Max Ernst, Josep Llorens Artigas, Lionel Salem, Germaine Noizet, Duchange, Bonaventura Ibáñez, Jean Aurenche. Producción: Le Vicomte de Noailles. Duración: 60 minutos.
Las Hurdes- Tierra Sin Pan (1933):
Definitivamente Las Hurdes- Tierra Sin Pan (1933) es una de las propuestas más fuertes y polémicas de la carrera de Buñuel, lo que por supuesto es decir mucho porque nos referimos a un cineasta cuyas obras han despertado censura, persecuciones y un sinfín de embestidas contra su persona por parte de la derecha y los sectores más conservadores de la sociedad occidental: la película está inspirada en Las Jurdes: Étude de Géographie Humaine (1927), un ensayo etnográfico de Maurice Legendre que examinaba la paupérrima región española del título, y hacia allí mismo se dirigió el cineasta para rodar lo que luego sería una especie de documental de tono surrealista en el que los padecimientos del pueblo de base están sutilmente exagerados mediante una andanada de detalles que si bien tienen sustento verdadero, fueron llevados en ocasiones a la hipérbole con el objetivo de subrayar la miseria y poner el angustioso panorama retratado a consideración de las capas privilegiadas, el clero y la administración estatal, nada menos que los tres agentes sociales hegemónicos y los únicos con verdadera capacidad para revertir la situación. Como era de prever, el realizador vuelve a servirse del permanente desafío visual y conceptual para alcanzar su meta de denuncia explícita, lo que desencadena un convite en el que se dan la mano la antropología de la indigencia, la exposición de las penurias de los habitantes de la zona, el armado semi ficcional de algunas escenas y un proto exploitation de izquierda precursor de esos documentales “mondo” que llegarían a su pináculo mucho más adelante, en las décadas del 60 y 70, gracias a la decisión de analizar/ montar las barrabasadas, olvidos convenientes y delirios plutocráticos del futuro capital neocolonialista. El film por un lado registra escenas cotidianas de Las Hurdes, un conjunto de muchos pueblos pequeños de índole medieval, y por el otro ofrece comentarios mediante un locutor en off que describe el padecer de unos españoles que viven en pleno Siglo XX, época de enormes progresos mecánicos, industriales, comunicacionales y técnicos, como aldeanos de eras previas en las que la aislación y el carácter rudimentario del devenir cotidiano constituían las máximas ineludibles. Entre el oscurantismo religioso, el hambre, el incesto, el paludismo, las malformaciones congénitas y la falta de higiene y una vivienda digna, el aragonés nos pasea por las fatalidades que atraviesan los lugareños y sus intentos vanos por dar con un sistema autosustentable que libere a la región del dominio de otras zonas más ricas y la saque del retraso al que también la condenan la aridez del suelo, las plagas y la ausencia de medicinas; todos factores a su vez agravados por una alimentación a base de papas y porotos que plantan con gran dificultad y por el hecho de que las únicas dos fuentes de ingresos son un subsidio estatal por acoger a huérfanos y un jornal por trabajar en una mínima “industria” vinculada a la apicultura, aunque con colmenas propiedad de individuos de poblados vecinos. En una etapa anterior a la Guerra Civil y en medio de una Segunda República que prometía modernizar a España en su conjunto, Las Hurdes- Tierra Sin Pan señala la postergación/ omisión en la supuesta “avanzada civilizatoria” de toda una comarca que seguía viviendo bajo las tribulaciones de siglos previos sin que ni siquiera se haya asomado la promesa del progreso o una simple mejora en las condiciones de vida que permita erradicar la pobreza. Buñuel cae en algunos excesos pragmáticos como por ejemplo la recordada secuencia que pretende ilustrar la “caída accidental” de una cabra de un peñasco cuando vemos de costado el humo de un arma y el famoso episodio del burro picado por las abejas hasta morir, no obstante el afán discursivo libertario -orientado al auxilio urgente y la implementación de políticas públicas concretas- saca a relucir al mismo tiempo la potencia del cine como instrumento de lucha social y el enrolamiento sin medias tintas del director en torno a los ideales marxistas históricos, ahora tomando la forma de ironías acerca de la propiedad privada y una arenga final centrada en la necesidad de toma de conciencia por parte de los excluidos del sistema capitalista vía una mancomunión de campesinos y obreros para dar de baja a los fascistas y los terratenientes. El surrealismo de antaño encuentra un nuevo cauce en una arquitectura que celebra el socialismo de barricada y las posibilidades discursivas del naciente género documental, con Buñuel inspirándose en los trabajos de Robert Flaherty y Dziga Vértov y asimismo despertando las ansias artísticas de un enorme espectro de realizadores que van desde Joris Ivens al genial Werner Herzog.
Las Hurdes- Tierra Sin Pan (España, 1933)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel, Rafael Sánchez Ventura y Pierre Unik. Elenco: Abel Jacquin, Alexandre O’Neill. Producción: Luis Buñuel y Ramón Acín. Duración: 30 minutos.
Producto del estallido de la Guerra Civil Española en 1936, la militancia de Buñuel a favor de los republicanos, la eventual victoria de los franquistas en 1939 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial ese mismo año, el aragonés se vio obligado a exiliarse en primera instancia en Estados Unidos, donde no pudo convencer a ningún productor norteamericano de financiar sus proyectos y tuvo que conformarse con trabajos grises como montajista de documentales para el Museo de Arte Moderno de Nueva York y jefe de doblaje de versiones en castellano para Warner Brothers. Como su otrora amigo Salvador Dalí publicó en 1942 una autobiografía en la que señalaba que Buñuel era ateo y comunista, la estancia en yanquilandia se complicó aún más y por una serie de casualidades consiguió aterrizar en un cine mexicano que estaba atravesando su Época de Oro gracias al enorme volumen y variedad de películas producidas, a un star system autóctono que competía a la par con su homólogo hollywoodense y finalmente al éxito del que gozaban los films tanto en el mercado azteca como en España y el resto de Latinoamérica. Gran Casino (1947) fue efectivamente su regreso a la dirección luego de la lejana Las Hurdes- Tierra Sin Pan (1933), en esencia una película por encargo de índole netamente comercial que sobresale por su solvencia y calidez: la historia es muy sencilla y gira alrededor de la desaparición de José Enrique Irigoyen (Francisco Jambrina), un empresario petrolero argentino que sufre los embates de la mafia de los conglomerados internacionales del rubro, y la obligada reconversión de Gerardo Ramírez (Jorge Negrete) de empleado a gerente a cargo de los pozos, lo que por supuesto lo pone en la mira de los capitalistas y en especial de su esbirro de turno, Don Fabio (José Baviera), dueño de un casino y adepto a utilizar a una de sus “anfitrionas”/ prostitutas, Camelia (Mercedes Barba), para engatusar y después matar a cualquier cuentapropista que tenga un pozo petrolero y no desee vendérselo a los jerarcas extranjeros. La llegada de la hermana de Irigoyen, Mercedes (Libertad Lamarque), complica todavía más el asunto porque ella desconfía de Ramírez, quien desde ya se enamora de la mujer, y de inmediato la susodicha decide infiltrarse en el casino del título de Don Fabio, el último lugar en el que fue visto su hermano, para intentar descubrir qué está sucediendo. Más allá del genial oficio de Buñuel como realizador, la película se sostiene fundamentalmente por la simpática combinación de géneros de fondo (el melodrama se mezcla hábilmente con el policial negro, las aventuras y hasta el musical, tracción a segmentos enmarcados en tangos y rancheras melodiosas) y por la profesionalidad y el innegable carisma de los dos protagonistas principales (Negrete era una estrella de enormes proporciones, uno de esos artistas integrales del pasado que podían actuar y cantar de manera perfecta, y Lamarque estaba ya enraizada en la sociedad e industria cinematográfica mexicanas debido a su más que conocida enemistad con Eva Duarte de Perón, lo que llevó a que estuviese prohibida tácitamente en Argentina durante las dos primeras presidencias peronistas). A pesar de que la propuesta es una obra menor dentro de la ilustre carrera del español y en buena medida responde a lo que él llamó “producciones alimenticias” destinadas a garantizar su supervivencia y la de su familia, aun así el film incluye dos pequeños detalles típicamente buñuelianos: una insólita toma de Ramírez jugando con un palo en un pozo de brea mientras el personaje charla todo embelesado con Mercedes, suerte de metáfora sexual bien camuflada, y un insert de unos cristales que se rompen con motivo de la escena en la que Negrete mata a un sicario de Don Fabio que estaba escondido detrás de una cortina golpeándolo con una estatua decorativa de mesa, sutil referencia abstracta a una vida que se extingue que resulta muy inusual en el contexto de la realización y hasta nos reenvía al pasado surrealista del director. El relato de por sí también sorprende porque incorpora una denuncia enfática de izquierda sobre el imperialismo petrolero en México previo a la expropiación/ nacionalización de 1938, en esencia porque la acción transcurre en los primeros años del Siglo XX y el desenlace llega al punto de mostrar a un personaje norteamericano como el responsable máximo de los homicidios y aprietes varios, un tal Van Eckerman (Charles Rooner), y de promover la desobediencia ante el poder del capital optando por dinamitar los preciados pozos antes de que caigan en manos del oligopolio.
Gran Casino (México, 1947)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Mauricio Magdaleno. Elenco: Jorge Negrete, Libertad Lamarque, Meche Barba, Agustín Isunza, Julio Villarreal, José Baviera, Alfonso Bedoya, Francisco Jambrina, Fernande Albany, Charles Rooner. Producción: Óscar Dancigers. Duración: 92 minutos.
La segunda película por encargo de Buñuel en México supera a la amena Gran Casino (1947), obra que derivó en un fracaso que explica el lapso de dos años entre aquella y El Gran Calavera (1949), la que por cierto sí fue un éxito de taquilla y terminó de cimentar el arraigo del realizador en tierras aztecas y su fama de profesional eficiente bajo presupuestos que iban del rango de lo modesto al nivel de lo francamente económico. Como en el caso previo, los logros del convite sin duda corren en paralelo a la destreza de Buñuel en lo que atañe a administrar las pausas entre los distintos actos/ géneros que abarcaban esta clase de productos destinados a un consumo popular de lo más variopinto que a su vez constituía el eje central del auge de la industria cinematográfica mexicana de mediados del Siglo XX: aquí tenemos una primera media hora que sigue los pasos de las comedias desaforadas, una segunda parte vinculada a una sátira social insólitamente comprometida con remarcar las diferencias de clase del período, y finalmente un tercer y último capítulo que se vuelca al melodrama propiamente dicho pero sin descuidar el desarrollo narrativo acumulado hasta el momento. Ahora el protagonista excluyente es Ramiro de la Mata (Fernando Soler), un magnate dueño de una empresa minera que se dio a la bebida luego de la muerte de su esposa Elena, circunstancia que en simultáneo lo dejó a merced de su despiadada familia, la cual en su conjunto funciona como un parásito de su fortuna e incluye a su hermano hiper vago Ladislao (Andrés Soler), la esposa hipocondríaca de este Milagros (Maruja Grifell) y sus hijos Eduardo (Gustavo Rojo) y Virginia (Rosario Granados). A posteriori de un episodio cercano a la muerte motivado por su alcoholismo, Ramiro es objeto de un engaño pergeñado por su otro hermano, el médico Gregorio (Francisco Jambrina), quien opta por darle el escarmiento definitivo mudando a la familia a los suburbios del D.F. y haciéndole creer -complicidad de todos mediante- que su riqueza se desvaneció por culpa de su estilo de vida despreocupado y hedonista en el que accedía a todos los pedidos de su parentela y era ninguneado tanto por el servicio doméstico como por los empleados de su firma. Eventualmente el hombre descubre la fachada luego de un intento de suicidio, con un joven humilde llamado Pablo (Rubén Rojo) salvándole el pellejo, encara a Gregorio y decide continuar con la farsa con el objetivo de dar vuelta el asunto haciéndoles creer que de hecho todos están en la miseria para así él regalarles la misma lección a sus familiares con vistas a que abandonen la estupidez, la pasividad y los caprichos superfluos en pos de que por fin hagan algo con sus vidas. Por supuesto que Virginia termina enamorada de Pablo y el idilio romántico se corta con la reaparición de un pretendiente anterior de la chica, Alfredo (Luis Alcoriza), el cual genera la separación de esta pareja de extremos opuestos de la sociedad. Como todo buen folletín, la película viabiliza varias interpretaciones: puede ser leída como un viaje hacia el campo de la responsabilidad por parte de un burgués que se había mostrado un tanto disoluto y payasesco; también se puede considerar a la trama un proceso escalonado de redención por parte de aristócratas modernos que viven en el aislamiento y la soberbia más absoluta y que de golpe se ven en la necesidad de compartir vecindario y trabajos con los sectores pauperizados de la comunidad; y el film asimismo posibilita una lectura aún más radical -y motivada por una acusación muy lúcida y crispada durante el segmento final en boca de Pablo, más que nunca hablando por el propio Buñuel- orientada a subrayar lo inútiles y perezosos que son los burgueses en general dentro del enclave social, siempre juzgando al resto desde el orgullo y la falsedad y autovictimizándose de las maneras más patéticas y risibles (resultan muy graciosos los diálogos que ofrece el guión del matrimonio compuesto por Luis y Janet Alcoriza a partir de la puesta teatral original de Adolfo Torrado). El desempeño de Soler, ya un veterano de la actuación por entonces, es excelente y se adapta de maravillas a los cambios que experimenta Ramiro desde el borrachín de corazón dócil del inicio, pasando por el estratega de la fábula moral del nudo y terminando en ese adalid de la sensatez que liberó al clan de su sustrato maquiavélico/ vividor/ pusilánime y garantizó que su hija se saque de encima a Alfredo, otro esperpento burgués adepto al dinero, para regresar con Pablo, símbolo del lumpenproletariado del D.F.
El Gran Calavera (México, 1949)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Alcoriza y Janet Alcoriza. Elenco: Fernando Soler, Rosario Granados, Andrés Soler, Rubén Rojo, Gustavo Rojo, Maruja Grifell, Francisco Jambrina, Luis Alcoriza, Antonio Bravo, Antonio Monsell. Producción: Óscar Dancigers y Fernando Soler. Duración: 92 minutos.
En uno de los regresos más espectaculares de la historia del cine, Los Olvidados (1950) significó la vuelta de Buñuel al candelero internacional con una obra maestra que no sólo estaba en el mismo rango cualitativo de La Edad de Oro (L’âge d’or, 1930), sino que en gran medida lo reconfiguraba bajo otros parámetros ya que por un lado el aragonés volvía a firmar el guión, restaurando el estatuto autoral de su cine, y por el otro se decidía a introducir ya a pleno el antiguo arsenal surrealista dentro de un marco de visceralidad social, en franca sintonía con la hoy lejana Las Hurdes- Tierra Sin Pan (1933), que no ofrece ningún aliciente al espectador en su retrato del execrable ciclo de la miseria e indignidad capitalistas. Precisamente, el film se centra en los suburbios de la Ciudad de México y analiza de manera descarnada tópicos como la pobreza extrema, el hacinamiento, la violencia, la frustración ad infinitum, el trabajo infantil, el analfabetismo, las traiciones entrecruzadas, la delincuencia, el oscurantismo popular, las familias numerosas, el rencor, la crueldad, el egoísmo, la explotación laboral, la pederastia y el maltrato animal. Todo comienza con la salida del correccional de menores de El Jaibo (Roberto Cobo), un adolescente huérfano, y su obsesión con vengarse de quien considera fue el que lo delató a las autoridades, Julián (Javier Amézcua), a quien asesina a golpes en un descampado mientras Pedro (Alfonso Mejía) ve el episodio, a su vez un chico que también vaga por las calles porque su madre (Estela Inda) se niega a alimentarlo y a darle afecto ya que el joven siempre se ausenta sin aviso y en esencia debido a que lo relaciona con el comienzo de su martirio -primer hijo a los 14 años- en términos de muchas bocas para alimentar en la más pura soledad. Al mismo tiempo Ojitos (Mario Ramírez), un niño abandonado de improviso por su padre, empieza a desempeñarse como lazarillo para Don Carmelo (Miguel Inclán), un ciego reaccionario, mezquino y con tendencias pederastas que se gana la vida tocando canciones en los mercados del D.F. y como curandero en la casa de Meche (Alma Delia Fuentes), una adolescente a quien El Jaibo y el anciano pretenden violar cuanto antes. Entre robos perpetrados por el prófugo y su pandilla contra el ciego y un tullido sin piernas que se arrastra con un carrito, Pedro desea congraciarse con su madre consiguiendo un trabajo tradicional pero termina siendo acusado del hurto de un cuchillo de mango de plata a cargo de El Jaibo y enviado a una institución estatal en donde lo asignan a una granja, sin embargo no pasará mucho tiempo hasta que sus compañeros de correrías lo vuelvan a llevar a la segregación de siempre. La película es tanto un homenaje al neorrealismo italiano como una sutil parodia porque en vez de inclinarse por una romantización de los pobres que celebre sus supuestas ingenuidad y bondad símil Vittorio De Sica, aquí se opta por un análisis austero y sin catarsis en el que los susodichos quedan presos de una ciclotimia emocional/ pragmática permanente en función de su condición de explotados, la desidia institucional, la ceguera de las capas burguesas y la desesperación de tener que competir por las migajas que el sistema capitalista les reserva en el reparto general de la riqueza, dentro del cual no pasan de ser meros esclavos intercambiables condenados a ese olvido al que se refiere el título. De todas formas, el realismo de base del aragonés incluye marcas propias del fetichismo de antaño (la obsesión con los pies y piernas femeninas, el shock y los animales, ahora con una presencia constante de gallinas cosificadas) y hasta instantes y escenas completamente surrealistas (el célebre sueño de Pedro en cámara lenta en el que se unifican la culpa, el amor por su madre y el hambre, o cuando el pequeño tira un huevo contra la cámara en el internado, detalle jocoso en línea con un quiebre irrespetuoso de la “cuarta pared”, o la alucinación con motivo de la muerte de El Jaibo, metáfora de la soledad y el desamparo que marcaron sus días y que lo sentenciaron a la violencia sistemática para sobrevivir). El realizador va mucho más allá de tantas fábulas sociales posteriores y de aquel mismísimo presente, denunciando la prostitución infantil con clientela burguesa pedófila y la explotación social mediante la alegoría de una calesita llena de burguesitos siendo movida por la mano de obra de niños pobres semi esclavizados… y ni hablar de ese paternalismo hipócrita por parte de un Estado que acusa a los padres de falta de amor y cuidados cuando jamás se hizo presente para ayudar/ asistir en la crianza y alimentación de los chicos, llegando al punto de internarlos en instituciones donde la mayoría de las veces se profundiza la marginación y aprenden el oficio de la delincuencia y/ o lo perfeccionan.
Los Olvidados (México, 1950)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Luis Alcoriza. Elenco: Roberto Cobo, Alfonso Mejía, Mario Ramírez, Miguel Inclán, Estela Inda, Alma Delia Fuentes, Francisco Jambrina, Efraín Arauz, Javier Amézcua, Jorge Pérez. Producción: Óscar Dancigers, Sergio Kogan y Jaime A. Menasce. Duración: 85 minutos.
Sin duda Susana (1951) es una de las películas más singulares de la carrera de Buñuel porque es en la que aparece por primera vez uno de sus motivos más importantes a futuro, léase el de la manía de posesión por parte de un hombre maduro para con una mujer joven que -palabras más, palabras menos- lo manipula a gusto en función de esa mega estupidez del varón que siempre se da cita ante la belleza femenina. Combinando lo que a mediados del Siglo XX se entendía por melodrama erótico y agregándole una pizca de policial negro, sobre todo la presencia de una “femme fatale” francamente imparable, el español en esta ocasión nos ofrece un relato centrado en la chica del título (compuesta por una excelente Rosita Quintana), una prisionera de un reformatorio para mujeres que consigue escapar en un día lluvioso y termina en la hacienda de Don Guadalupe (Fernando Soler), hombre entrado en años que al igual que su esposa Doña Carmen (Matilde Palou) y el hijo de ambos Alberto (Luis López Somoza), un estudiante de agronomía, aceptan la mentira que la señorita improvisa para justificar su mísera apariencia y su situación desamparada, en esencia un ardid vinculado a la condición de huérfana y a un intento de violación por parte de un padrastro del que huyó. De a poco la chica irá seduciendo no sólo a Alberto y al capataz del lugar, Jesús (Víctor Manuel Mendoza), sino también al mismo Don Guadalupe con el objetivo de asegurar/ extender su permanencia para que la policía no la encuentre: si bien Jesús toma conocimiento de que es una fugitiva y Felisa (María Gentil Arcos), la sirvienta supersticiosa y de mayor confianza de Doña Carmen, no cree en la “historia de vida” de la tremenda Susana, la protagonista se las arregla para sembrar una discordia bien exacerbada -tracción a insinuaciones, rechazos, encuentros planeados y muchos celos- que continuamente amenaza con explotarle en la cara porque por un lado los tres hombres comienzan a enemistarse entre sí y por el otro las demás mujeres descubren el entramado de la perfidia y desean castigarla por despertar tantas pasiones gracias a su carisma, juventud y prodigiosa hermosura. Como en toda obra de Buñuel, el sexo y la muerte adquieren un rol fundamental y aquí pasan a estar representados en la sensualidad explícita de la trama en general, la atención que recibe el cuerpo de Quintana en lo que respecta a la lente de la cámara, su rol hilarantemente destructor para con el modelo de familia tradicional y cristiana, la fascinación con el influjo incontrolable de la perversión sobre una inocencia utópica/ celestial, la puesta en crisis de ese típico machismo mexicano que queda desnudo a merced de este Mefistófeles con pollera, y finalmente la introducción a conciencia de una yegua llamada Lozana propiedad de Don Guadalupe, la cual al inicio pierde a su potrillo durante el parto (justo coincidiendo con la llegada de Susana al hogar) y durante el resto del relato mantiene una fiebre que la acerca a la muerte y que sólo se disipa en el desenlace (como afirma el veterinario Don Severiano, interpretado por Rafael Icardo, “aunque es muy duro matar lo que se quiere, todavía es una prueba de amor”, enfatizando esta doble dimensión protectora/ dañina del cariño humano). Por supuesto que el cineasta no deja pasar la oportunidad para mechar además características muy de él en línea con la insatisfacción del deseo, las transgresiones que reafirman nuestra libertad individual, la sátira de la castidad del matrimonio, una sombra materna y un Complejo de Edipo omnipresentes, los delirios de posesión total sobre el ser querido, la represión sexual escudada en la pantomima burguesa de la decencia y finalmente los vaivenes sentimentales/ anímicos dignos de las novelas rosas más gustosas de sumergirse en el morbo de lo vedado y el incontenible escándalo social. La celebración del anatema irónico, aunado a dardos nada disimulados contra la Iglesia Católica y hasta la corrección política de los productos del mainstream, aparecen sobre todo en el comienzo y el final: en el primero Susana está rodeada por otra de esas faunas buñuelianas de siempre -murciélago, ratas, araña- y es rogándole a Dios que logra escapar sacando como si nada los barrotes de su celda, dando a entender que en suma el todopoderoso aprueba el accionar de la protagonista, y el “desenlace feliz” -con Susana de vuelta al presidio- termina empantanado cuando el mismo Don Guadalupe señala que “parece un sueño”, subrayando el carácter irreal de una familia que se recompone por arte de magia a pesar de una confianza y un respeto mutuos ya deshechos, a lo que se agrega la desopilante sentencia complementaria de Felisa en torno a que “el sueño era lo otro, señor, una pesadilla del demonio: esta es la pura verdad de Dios”.
Susana (México, 1951)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel, Jaime Salvador y Rodolfo Usigli. Elenco: Fernando Soler, Rosita Quintana, Víctor Manuel Mendoza, María Gentil Arcos, Luis López Somoza, Matilde Palou, Rafael Icardo, Enrique del Castillo, Jesús García, Leonor Gómez. Producción: Sergio Kogan. Duración: 86 minutos.
De un modo similar a lo que ocurría con Gran Casino (1947), La Hija del Engaño (1951) es una propuesta que sigue una fórmula comercial muy asentada, en este caso la del melodrama hecho y derecho, que pasa a complementar con chispazos de comedia, hoy más que nunca de tono físico y costumbrista, con el objetivo de construir un producto masivo que logra balancear -desde la astucia narrativa/ procedimental- las lágrimas y las risas: la película que nos ocupa es una adaptación mexicanizada de Don Quintín, el Amargao, el famoso sainete español de 1924 de Carlos Arniches y Antonio Estremera, ahora vía un guión de Luis y Janet Alcoriza, colaboradores habituales de Buñuel durante esta etapa. Quintín Guzmán (nuevamente el maravilloso Fernando Soler) es un vendedor viajante con fuertes convicciones morales que atraviesa problemas económicos que impiden que su esposa María (Lily Aclemar) y su beba lleven una vida más estable, situación que empeora a niveles inusitados cuando el hombre descubre en la cama a María con su mejor amigo, Julio (Álvaro Matute), provocando que expulse a la susodicha de la casa y que ésta le diga que la niña no es de él. Quintín decide abandonar a la pequeña en un hogar al costado de una ruta y la pareja que allí habita, compuesta por Lencho (Roberto Meyer) y Toña García (Conchita Gentil Arcos), optan por quedársela a pesar de ya tener a una hija de la misma edad. Luego de dos décadas de cultivar celos, odio y un malhumor crónico por la traición de su esposa, a quien por cierto jamás le contó dónde está la hoy muchacha, Martha (Alicia Caro), el protagonista muta de gerente de una casa de juegos a dueño de un cabaret muy concurrido, desde el cual le pasa una mensualidad como manutención a los García sin nunca más volver a ver a la chica. Así como Lencho -un tremendo alcohólico- golpeaba a su mujer, luego de su fallecimiento empieza a pegarles a su hija adoptiva Martha y a su hija propiamente dicha Jovita (Amparo Garrido), lo que no impide que la primera comience una relación romántica con Paco (Rubén Rojo), un joven mecánico que promete sacarla de su ambiente enviciado y llevársela con él a la capital del país. Como María en su lecho de muerte le confiesa a Quintín que Martha es hija de él y que le mintió en su momento para intentar llevarse a la niña, el hombre a la par de dos guardaespaldas/ asistentes, Angelito (Fernando Soto) y Jonrón (Nacho Contla), parte en busca de la señorita pero cuando llega a la vivienda de los García, Martha huye despavorida del lugar junto a Paco después de más maltratos por parte de Lencho. Mientras que el protagonista se transforma en un hombre cada vez más cruel y huraño y manda a sus empleados a rastrillar todo México en pos de su retoño, Martha y su marido disfrutan de su vida en el D.F. gracias a que el muchacho se hizo socio en un garaje y ella está embarazada. Como todo buen melodrama del período, el film incluye elementos destinados a satisfacer a todos los públicos y en general ofrece una partición tajante entre rasgos de índole machista (las mujeres son objetos para los hombres, suelen ningunearlas y se abalanzan sobre ellas de manera bien brusca) e indicios varios de ese proto feminismo siempre presente en los folletines (por más presumidos y violentos que sean los varones, las mujeres en gran medida los controlan y los ponen en ridículo remarcando su cobardía o carácter intempestivo o vana jactancia). La Hija del Engaño en especial sobresale en la carrera de Buñuel porque es el primer convite en su trayectoria que engloba episodios de comedia ya nada disimulada, sostenidos en los payasescos Angelito y Jonrón, lo que genera una propuesta muy correcta y de raigambre popular que sin embargo incorpora detalles propios del español como por ejemplo ese cura que visita el cabaret para informarle a Quintín sobre una María moribunda, el mismo nombre del establecimiento, nada menos que El Infierno, o el muy interesante fundido a negro para la elipsis de los 20 años, cuando los personajes en la casa de los García cierran un armario -desde donde registra todo la cámara- y escuchamos los golpes de Lencho a su esposa que se transforman en un flashforward hacia las quejas por falta de alimento de Martha. El mismo final, con Quintín dedicándole a los espectadores su latiguillo “nada me sale bien”, es otro ejemplo de Buñuel destrozando a pura ironía la cuarta pared como lo hiciese en Los Olvidados (1950).
La Hija del Engaño (México, 1951)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Alcoriza y Janet Alcoriza. Elenco: Fernando Soler, Alicia Caro, Fernando Soto, Rubén Rojo, Nacho Contla, Amparo Garrido, Lily Aclemar, Álvaro Matute, Roberto Meyer, Conchita Gentil Arcos. Producción: Óscar Dancigers. Duración: 78 minutos.
Un año antes de El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953), el clásico de Henri-Georges Clouzot acerca de un grupo de hombres que es contratado para transportar un cargamento de nitroglicerina en autobuses, Buñuel realiza una pequeña película que no sólo anticipa el esquema retórico principal de la obra francesa sino que además nos ofrece el primer exponente -en su versión más pura y directa- de un género al cual el director a posteriori volvería en varias ocasiones, nada menos que el cine de aventuras, aquí tomando la forma de lo que a partir de la década del 60 pasaría a llamarse “road movie”. La historia se centra en un viaje en colectivo que debe encarar Oliverio (Esteban Márquez) desde su pueblo natal San Jeronimito, un lugar inhóspito en la costa del Océano Pacífico, hasta la ciudad de Petatlán: el joven se ve obligado a renunciar a su Luna de Miel con Albina (Carmelita González) porque su madre agonizante, Doña Ester (Paz Villegas), lo insta a partir hacia Petatlán para buscar a un notario público de confianza con el objetivo de poder dejarle el rancho y todas sus posesiones a Chuchito, un nene que fue el único vástago de Jacinta, hija de Ester que murió hace tiempo dando a luz. Como sólo Oliverio quiere al niño y sus dos hermanos mayores, Felipe (Pedro Ibarra) y Juan (Roberto Cobo), se muestran avaros, totalmente desinteresados por el destino de su madre y proclives a crear una situación en la que puedan “arreglar” ellos por su cuenta un testamento que los declare herederos universales, al protagonista no le quedará otra opción que subirse al único micro de la región, propiedad del también conductor Silvestre (Luis Aceves Castañeda), para sobrellevar con la mayor de las premuras una multitud de dificultades como una cubierta pinchada, caminos montañosos muy áridos, bancos de niebla, otros automóviles que tapan pasos estrechos, el nacimiento de un bebé, ríos que atascan las ruedas del colectivo, una parada en casa de la progenitora del conductor para agasajar a la mujer por el día de su santo, la insistencia de una tal Raquel (Lilia Prado) con intimar cuanto antes con Oliverio y hasta el entierro de una ahijada de Silvestre a quien mordió una víbora. La película es una de las más extrañas y desconcertantes de la etapa mexicana del aragonés porque acumula detalles tanto comerciales como autorales, combinándose ambos de una manera muy inteligente vía retroalimentación y complementariedad: tenemos una parodia de la hipocresía de la política (en el micro encontramos a un candidato a diputado que por un lado ofrece discursos floridos y por el otro gusta de empuñar un arma al momento de resolver cualquier conflicto), una crítica a la inutilidad del progreso técnico en situaciones de crisis (en el río dos bueyes terminan sacando al autobús del lodo mientras un tractor que venía en auxilio también queda varado), una sátira de la “urbanidad” y la templanza recatada/ arrogante de las capas acaudaladas (otro pasajero, un otrora terrateniente, se la pasa pidiendo fiado, diciendo que pagará todo cuando la justicia le devuelva sus tierras y tratando de enseñarle “modales de etiqueta” a su nietecita) y una burla al patetismo detrás de la soberbia de los turistas (en ocasión de la comilona y el baile en honor a la mamá de Silvestre, se aparece una comitiva de norteamericanos deseosos de conocer una “fiesta típica” y de puro capricho ingresan a la residencia y hasta pretenden comprarle de prepo el sombrero a Oliverio). Más allá del sustrato cambalachesco de Subida al Cielo (1952) y su retrato de la multifacética cultura mexicana y latina en general, con ese micro llevando desde seres humanos y sus pertenencias hasta animales y cadáveres, aquí el cineasta consigue un trabajo alegórico muy interesante que apunta a enfatizar que la tentación sexual que genera Raquel en Oliverio, ante la cual finalmente sucumbe, funciona como una reafirmación de la libertad individual y la posibilidad de cambio, algo a lo que asimismo está orientado el objetivo de fondo de dejarle todo a Chuchito para que algún día pueda estudiar y sacar por fin a la familia en su conjunto del oscurantismo/ analfabetismo de siempre. El dejo inconformista del film se extiende al paralelismo moral del desenlace (el protagonista pone la huella dactilar de su madre muerta sobre el documento que trajo de Petatlán, de un modo similar al fraude testamentario pergeñado por sus hermanos) y la legendaria fantasía erótica/ edípica de Oliverio a bordo del micro (allí se dan cita su atracción por Raquel, la idea de abandonar a Albina, el sentimiento de culpa, la sombra omnipresente del cordón umbilical que lo ata a su madre, la impotencia ante un hipotético fracaso y la imposibilidad de deshacer los hechos o el daño causado por la infidelidad).
Subida al Cielo (México, 1952)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel, Manuel Altolaguirre, Juan de la Cabada y Lilia Solano Galeana. Elenco: Esteban Márquez, Lilia Prado, Luis Aceves Castañeda, Manuel Dondé, Roberto Cobo, Beatriz Ramos, Manuel Noriega, Roberto Meyer, Pedro Elviro, Pedro Ibarra. Producción: Manuel Altolaguirre y María Luisa Gómez Mena. Duración: 85 minutos.
La más que conocida opinión de Buñuel sobre Una Mujer sin Amor (1952), relacionada con su sentencia de que constituye la peor película de su carrera, de seguro tuvo que ver con el simple hecho de que el film en cuestión es quizás el que más responde a la arquitectura clásica de los melodramas, esa que en otras obras pudo maquillar mediante la combinación de géneros y que aquí se alza desde un purismo inusitado, por lo menos dentro de lo que fue la prolongada trayectoria del cineasta: incluso así, la interpretación de Buñuel no toma en consideración que el mismo melodrama esconde un fuerte componente de crítica social y feminismo incipiente que en la película sale a la luz de manera progresiva y esplendorosa, a su vez amoldándose de maravillas con la irreverencia marxista de siempre del aragonés (ahora son los conceptos y su inconformismo los que priman y no aquellas marcas formales surrealistas de antaño). La protagonista es Rosario (Rosario Granados), una mujer joven e infeliz casada con Don Carlos Montero (Julio Villarreal), el dueño conservador, autoritario y adusto de una casa de antigüedades con el que tuvo un hijo, Carlos (Jaime Calpe en su versión infantil, Joaquín Cordero como adulto). En una fuga del niño motivada por una bofetada que le propina su padre por supuestamente haber robado algo en el colegio, el muchacho es encontrado y llevado a su hogar por Julio Mistral (Tito Junco), un ingeniero forestal que tiempo después comienza un romance apasionado con Rosario, el cual se termina cuando ella decide no acompañarlo a instalarse en Brasil por trabajo debido a que su marido sufre de una angina de pecho y prefiere quedarse a cuidarlo, abrumada por la culpa y el miedo a que la hipotética huida con su amante genere la muerte de Don Carlos. Los años pasan, el Carlos hijo crece, nace un hermano llamado Miguel (Javier Loya) y ambos eventualmente se convierten en médicos, sin embargo la alegría que le produce a Rosario ver a sus vástagos prósperos y en buenos términos pronto llega a su fin con la repentina noticia de que Miguel heredó una fortuna de un Julio que terminó falleciendo en Brasil sin jamás volver a ver a la mujer, circunstancia que despierta la envidia de Carlos y sus dudas sobre quién es el verdadero padre de su hermano menor; algo que se complica aún más por el hecho de que los dos muchachos están enamorados de la misma señorita, la también doctora Luisa (Elda Peralta), quien está embelesada con Miguel para angustia de un Carlos que se transforma en un agente destructor de la familia y un diletante de una misoginia hasta hace poco impensada que incluye a su madre en honor a la “vergüenza” que le ocasiona su infidelidad del pasado. Más allá de la típica celebración del amor real por sobre los matrimonios arreglados por conveniencia económica (Rosario es de origen humilde y en gran medida Don Carlos “se la compró” a sus progenitores), sustrato muy propio del melodrama rosa, la propuesta llama la atención por su virulencia discursiva y su excelente factura general, proponiendo un ataque directo a esa patética sociedad burguesa por la que Rosario sacrifica su felicidad, en términos prácticos denunciando su ambición plutocrática en pos de una “carrera” respetable -avaricia representada en Carlos hijo- y su autoritarismo machista e hipócrita -la ceguera más brusca está encarnada en Carlos padre- en tanto dos facetas de la misma insensibilidad y deshumanización permanente que hace brotar el odio donde debería haber comprensión o un gesto de afecto. La película incorpora además temáticas caras a Buñuel como el romance entre un hombre mayor y una mujer más joven, el afán de control absoluto, ese sentimiento tan cristiano de una culpa ad infinitum, el castigo corporal símil privilegio de señor feudal, el egoísmo más reaccionario y petulante de los capitalistas, un endiosamiento de la figura materna como si no fuese una mujer con deseos propios al igual que cualquier otro individuo, y en especial la sombra de una sociedad castradora y vulgar que confunde dominio con amor y celebra las apariencias por sobre la realidad concreta con vistas a reproducir un esquema paternalista, rígido y teocrático en donde la voluntad de las capas marginadas, léase la enorme mayoría de la población, queda a merced de los caprichos de los psicópatas que se autoasignan como representantes del orden, la decencia o cualquier otra pavada que justifique la inequidad y el yugo de turno no sólo en el ámbito público sino fundamentalmente en la privacidad.
Una Mujer sin Amor (México, 1952)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel, Jaime Salvador y Rodolfo Usigli. Elenco: Rosario Granados, Tito Junco, Julio Villarreal, Joaquín Cordero, Javier Loya, Elda Peralta, Jaime Calpe, Eva Calvo, Miguel Manzano, Rodolfo Calvo. Producción: Sergio Kogan. Duración: 85 minutos.
Mezcla de cine testimonial, policial negro y melodrama, El Bruto (1953) recupera aquel retrato de la marginación de Las Hurdes- Tierra Sin Pan (1933) y Los Olvidados (1950) para volcarlo hacia la lucha de clases tanto mediante la propiedad inmueble como a través de los avatares del corazón, hoy sirviéndose del recordado Pedro Armendáriz -todo un galán en la época, además de un gran actor- en el rol protagónico de un empleado forzudo y violento de un frigorífico que es contratado por un capitalista para llevar a cabo su “trabajo sucio”. Andrés Cabrera (Andrés Soler) es un burgués dueño de un complejo de viviendas que necesita desalojar cuanto antes para tirar abajo las construcciones y vender el terreno, pero como se interponen los vecinos y su líder, Carmelo González (Roberto Meyer), quienes se niegan a abandonar el lugar después de muchos años de vivir allí y haber pagado siempre el alquiler a Cabrera, éste decide utilizar los músculos de Pedro (Armendáriz), apodado “El Bruto”, para amedrentar a los inquilinos empezando por Carmelo. Todo se sale de cauce primero cuando el susodicho intercepta a su víctima y le pega una trompada, provocándole la muerte debido a una enfermedad preexistente, y luego cuando Paloma (la legendaria Katy Jurado), la esposa joven de Andrés, prácticamente se le tira encima para dar inicio a un romance que viene a remediar un matrimonio nulo, sin amor. Así como en un primer momento Cabrera obligó a renunciar a El Bruto a su trabajo y lo confinó a la carnicería que atiende Paloma, después de la muerte de Carmelo y de un intento de los vecinos de lincharlo en venganza lo insta a esconderse en una obra en construcción de su propiedad, donde lo visita una embelesada Paloma. La oportunidad de redención llega vía un engranaje morboso prototípico de los dramones, por el lado de la hija adolescente de Carmelo, Meche (Rosa Arenas), quien comienza a aceptar el cariño que le ofrece Pedro a sabiendas de que es una suerte de esquirol/ mercenario de Cabrera aunque sin tener conocimiento que es el responsable del deceso de su padre. Mientras avanzan los planes del burgués para desunir y enfrentar a los arrendatarios pobres haciendo que uno a uno abandonen la vecindad, una despiadada Paloma no se tomará para nada bien que El Bruto pretenda dejarla para casarse con Meche, y por ello mismo le revelará el rol que jugó Pedro en el fallecimiento de Carmelo. Fiel a su estilo, Buñuel analiza de modo bien realista por un lado el ciclo de autodestrucción popular bajo el dominio de jerarcas acaudalados que se creen “patrones de estancia” dueños de la vida de todos a su cargo, y por otro lado la desesperación de los sectores metropolitanos marginados: pensemos en el mismo Pedro, ejemplo tanto de esbirro asalariado como de traidor para con su clase social, o en la familia de su pareja anterior, un clan que vive robándose los pocos recursos disponibles entre sí y que parece anticipar a aquella miseria caótica de Feos, Sucios y Malos (Brutti, Sporchi e Cattivi, 1976), el clásico de Ettore Scola. El filofascismo de Cabrera queda enmarcado en su deseo de “acabar con los revolucionarios” y en especial con Carmelo, quien entiende que “la ley es para los ricos” como bien queda reflejado en una policía y un aparato judicial al servicio del propietario. El humor negro también dice presente gracias a detalles como el asco que siente Cabrera ante Pedro, al cual le niega a pura hipocresía un apretón de manos ensangrentadas en el frigorífico, y la presencia del padre del primero, Don Pepe (Paco Martínez), un anciano cuya única preocupación son los caramelos que le trae Andrés, incluso a costa de pasar delante de su hijo muerto en el final y ni verlo, preso de su obsesión con las golosinas. Aquí el aragonés no sólo apuesta a una doble relación entre hombres mayores y jovencitas (Cabrera y Paloma, Pedro y Meche) y a señalar la represión sexual (el machismo, homologado a tratar a las mujeres como siervas domésticas, esconde un sinfín de frustraciones que también aparecen bajo el ropaje de la violencia amatoria), sino que además consigue construir un interesante andamiaje metafórico: las flores cortadas por Paloma al inicio, la responsable de la idea central de contratar a un matón, representan a los “rebeldes” a ajusticiar, la carne quemada que estaba cocinando Pedro en la obra en construcción hace las veces de alegoría sobre la condición de desclasados de él y Paloma, y finalmente la gallina que el protagonista le regala a Meche, esa que compensa una que le mató al escapar de la turba y que Paloma mira fijamente en el memorable desenlace, es signo del amor extinto y la imposibilidad de una expiación facilista modelo hollywoodense.
El Bruto (México, 1953)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Luis Alcoriza. Elenco: Pedro Armendáriz, Katy Jurado, Rosita Arenas, Andrés Soler, Beatriz Ramos, Paco Martínez, Roberto Meyer, Gloria Mestre, Paz Villegas, José Muñoz. Producción: Óscar Dancigers, Sergio Kogan y Gabriel Castro. Duración: 81 minutos.
Basada en la novela homónima de Mercedes Pinto de 1926, Él (1953) no sólo es una de las mayores obras maestras de Buñuel sino un trabajo que se conecta con sus primeros días como realizador y que anticipa muchas de sus temáticas predilectas de la etapa francesa posterior, como por ejemplo el cristianismo descocado, la represión sexual, las apariencias, las matufias del capitalismo urbano, la mojigatería religiosa/ social, el fetichismo, la pretensión de posesión amatoria y en general el surgimiento de monstruos occidentales adeptos al control total y “santificados” por el mercado, la comunidad y la Iglesia Católica. Ahora el protagonista es Francisco Galván (gran desempeño de Arturo de Córdova), un virgen de 40 años, santurrón, ciclotímico y bastante inestable que gusta de mostrarse medido y piadoso ante los ojos públicos, un hombre que inaugura su camino hacia la locura de los celos patológicos cuando en una misa ve los pies/ zapatos de Gloria Vilalta (una excelente Delia Garcés), una mujer un poco más joven que está comprometida con un amigo ingeniero de Francisco, Raúl Conde (Luis Beristáin). Gran parte de la trama toma la forma de un racconto, una técnica poco utilizada en el cine de entonces, en el que Gloria le cuenta precisamente a Raúl lo que aconteció luego de que Francisco lograse engatusarla con su aire de seguridad y su trato cordial con el objetivo de que abandone a Conde y se case con él: la continua paranoia persecutoria del protagonista, una libido maltrecha, la sospecha eterna de mentiras, la vacilación/ inconsistencia emocional y el miedo a una posible infidelidad de ella lo conducen a encerrarla en su mansión, a agredirla y a diferentes escenas de celos en torno a un conocido de la mujer, Ricardo (Rafael Banquells), un joven abogado que trabaja para Francisco (Roberto Meyer) y -por supuesto- el propio Raúl. Ninguneada por su misma madre, Doña Esperanza (Aurora Walker), y por el confesor favorito de Galván, el Padre Velasco (Carlos Martínez Baena), quienes no prestan atención a su pedido de ayuda, Vilalta debe afrontar sola un “simulacro” de homicidio, con Francisco disparándole balas de salva, y un intento de asesinato bien real en lo alto de un campanario que retomaría más adelante Alfred Hitchcock en Vértigo (1958), desde el cual pretende arrojarla al vacío fruto de su obsesión con la idea demencial de que lo engaña o que siquiera la toca o mira otro hombre. De hecho, en la realización la injusticia se mezcla con la locura (en ningún momento la chica lo traiciona como él cree y sin embargo en la esfera pública se muestra sensato y prudente) y el poder económico se unifica con el dominio sexual/ íntimo (si bien es poseedor de una vasta fortuna, Francisco espera ganar un pleito judicial para recuperar la propiedad de terrenos y construcciones varias en la ciudad de Guanajuato que pertenecieron a su familia, segundo eje de los trágicos vaivenes de su estado mental porque la resolución siempre parece asomarse contraria a sus expectativas). Mientras que por un lado tenemos primero la necesidad de Gloria de agradar y obedecer desde la sumisión según los cánones de la época y en segundo término los privilegios cosificantes de Francisco para con la mujer por su condición de varón rico y piadoso, por otro lado se unifican el fantasma omnipresente de una sociedad machista e hipócrita que garantiza la impunidad del marido (insultos, vejaciones, golpes y violaciones de por medio) y esa infaltable capacidad de engaño de los verdaderos psicópatas, los que se aprovechan del sustrato conservador y previsible del enclave donde viven para ejercer sus abusos (la manía con la pureza, la virtud y el orden trae a colación una utopía romántica bastante patética y un autoritarismo latente que sale a la luz desde la cobardía/ mediocridad del intento de homicidio con balas de salva y desde delirios individualistas/ fervorosos sintetizados en su odio a los seres humanos, a quienes gusta de ver desde las alturas y considera gusanos que desea aplastar, y en una alienación plutocrática sin frenos, a su vez ejemplificada en su frase “el egoísmo es la esencia de un alma noble”). Entre el melodrama de mujer golpeada más exquisito y el estudio descarnado de un cuadro de paranoia, Él aglutina muchas marcas registradas conceptuales de Buñuel como el rito del Jueves Santo del inicio, con el Padre Velasco lavando y besando los pies de un muchacho e insinuando la pederastia, el talante lujurioso de Pablo (Manuel Dondé), el criado de Galván que no se parece en nada a su empleador, el intento de Francisco de coserle la vagina a Gloria para asegurarse de su fidelidad, representación extrema y surrealista de las ansias de control absoluto del hombre, y finalmente el extraordinario desenlace, remarcando tanto la caída de toda máscara como el doble hecho de que los humanos no cambian a nivel esencial y sus impulsos apenas si son sublimados a conveniencia particular y/ o de la comunidad de turno.
Él (México, 1953)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Luis Alcoriza. Elenco: Arturo de Córdova, Delia Garcés, Aurora Walker, Carlos Martínez Baena, Manuel Dondé, Rafael Banquells, Fernando Casanova, José Pidal, Roberto Meyer, Luis Beristáin. Producción: Óscar Dancigers. Duración: 92 minutos.
La Ilusión Viaja en Tranvía (1954):
Sin lugar a dudas una de las películas más extrañas de la etapa mexicana de la carrera del aragonés es La Ilusión Viaja en Tranvía (1954), una especie de comedia de aventuras que permanentemente coquetea con el costumbrismo, el absurdo y la crítica social dando forma a un cóctel de lo más singular que -una vez más- vuelve a funcionar a la perfección gracias a la mano maestra y el pulso narrativo siempre inteligente del gran realizador. El disparador de la historia es muy sencillo y se resume en los arreglos adelantados del tranvía número 133 del D.F. por parte de un par de simples tripulantes, Juan “Caireles” Godínez (Carlos Navarro) y Tobías “Tarrajas” Hernández (el muy gracioso Fernando Soto), los cuales reparan la unidad antes de que la toquen los mecánicos de los talleres de la compañía concesionaria. En vez de recibir una felicitación por la sagacidad y el interés demostrado, el jefe de tráfico (Felipe Montoya) les recrimina su “exceso de eficiencia”, pone en duda sus puestos y hasta les informa que el 133 está destinado a desguace porque será reemplazado por un trolebús más moderno. Frustrados porque se identifican con el tranvía ya que es un marginado como ellos y los automovilistas no lo respetan por estar un tanto maltrecho, los hombres se van a tomar una copas a la salida del trabajo y llegan bastante alegres a una fiesta popular con una obra de teatro incluida en la que Caireles interpreta a Dios y Tarrajas al Diablo; en una clásica secuencia buñueliana de tono paródico en la que se representa a pura farsa el “renacimiento” de Luzbel, el episodio de Adán y Eva con la serpiente y la manzana y hasta la lucha del Arcángel Miguel contra Mefistófeles. En un entreacto de supuestos diez minutos libres, los muchachos tienen la idea de meterse en plena madrugada a los talleres a beber aprovechando que el velador del lugar, Don Braulio (Guillermo Bravo Sosa), también asistió a la fiesta, y así deciden sacar al tranvía 133 a la calle primero “para que le dé el fresco” y después directamente para ofrecerles un paseo a todos los asistentes al evento, a quienes por cierto dejaron plantados con una obra que no pudo continuar porque ellos estuvieron entretenidos un rato largo con el alcohol y las delirantes charlas de borrachos. A pesar de los regaños de Lupita (la hermosa Lilia Prado), hermana de Tarrajas, por el hecho de tomar prestada la unidad y correr peligro de ser descubiertos y echados, el dúo comienza a recorrer los barrios llevando a todos desde la sede de la juerga hasta sus respectivas casas, lo que los enfrentará a un montón de problemas cuando por fin se propongan devolver el tranvía a los talleres, entre los cuales están el constante pedido de parar por parte de eventuales pasajeros, una comitiva escolar que encargó una unidad para una excursión llena de niños, la presencia de un inspector de la empresa, el hecho de que los viajantes diurnos desean abonar el pasaje, el encuentro con unos traficantes de maíz y finalmente la amenaza que representa para los muchachos Don Pinillos (Agustín Isunza), un ex empleado de la línea que está obsesionado con denunciarlos por el simpático “secuestro” del tranvía. La película en cierto modo es una reformulación en tono jocoso de Subida al Cielo (1952) y -como aquella- le brinda a Buñuel la oportunidad de entregar una serie de referencias sarcásticas típicas de él: los pasajeros suben al coche con animales y reses (tanto carne en general como vísceras que asimismo regalan a los conductores), la cabeza colgada de una vaca tira el sombrero de copa de un duque, una disertación del Profesor (José Pidal), el dramaturgo de turno, nos informa cómo la inflación deviene en la miseria del pueblo y en un mayor enriquecimiento y lujo de industriales y comerciantes, dos pasajeras beatas fetichizan una efigie de Cristo, en un set de filmación una bella mujer se arregla las medias ante los ojos obnubilados de un nene huérfano a quien se le dijo que podría ser su madre, una señora estadounidense desea pagar el viaje porque de no hacerlo sería sinónimo de comunismo, dos oligarcas burgueses charlan sobre su desprecio hacia los obreros y la posibilidad de que algún día gobiernen el mundo, vemos algo de anatomía femenina de la cintura hacia abajo y hasta la especulación capitalista se aparece bajo la forma de esos mafiosos traficantes de maíz en tiempos de escasez general. El film nos presenta la paradoja de intentar huir en un medio de transporte público al que todos pretenden detener para subirse, jugando tanto con la unidad 133 como símbolo de dignidad popular y un desacato bien estrambótico como con una compañía concesionaria que encarna la mediocridad institucional, la burocracia y la obsolescencia programada más absurda. El final, con los protagonistas saliendo inmunes del irreverente episodio, pone en ridículo a la par al soplón de Don Pinillos, el cual es ninguneado por la compañía que tanto dice amar y tratado cual vejestorio senil, y a la empresa y su ansiada eficacia capitalista siempre desesperada por el control total sobre cosas y hombres, todo debido a una dupla de lúmpenes y una chica que les pasan el trapo a los tecnócratas y lambiscones de la gerencia.
La Ilusión Viaja en Tranvía (México, 1954)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Alcoriza, Juan de la Cabada, Mauricio de la Serna y José Revueltas. Elenco: Carlos Navarro, Fernando Soto, Lilia Prado, Agustín Isunza, Miguel Manzano, Guillermo Bravo Sosa, José Pidal, Felipe Montoya, Javier de la Parra, Paz Villegas. Producción: Armando Orive Alba. Duración: 90 minutos.
Adaptar Cumbres Borrascosas (Wuthering Heights), la inmortal novela de Emily Brontë de 1847, era un viejo proyecto de Buñuel que databa de comienzos de la década del 30 y que recién pudo llevar a cabo durante sus años en México, logrando uno de sus trabajos más deslumbrantes e irresistibles no sólo del período azteca sino de toda su carrera: Abismos de Pasión (1954) por un lado termina de confirmar la maestría absoluta del realizador en el campo del melodrama y por el otro pone en primer plano el terreno fecundo que constituía el libro de la británica en lo que respecta a desencadenar un surrealismo que en esta ocasión no se halla en la superficie de las imágenes sino en la actitud vehemente y profundamente impulsiva de los personajes protagónicos, su idiosincrasia en general y las circunstancias en las que se ven envueltos a lo largo de la trama. Buñuel aquí se saltea toda la infancia y adolescencia de Heathcliff, la fuerza propulsora del relato, y va directo al regreso del mítico personaje, ahora llamado Alejandro (Jorge Mistral), a una finca gobernada por el terrateniente Eduardo (Ernesto Alonso) con el objetivo de reclamar a la que fuera su amor muchos años atrás, Catalina (Irasema Dilián), hoy nada menos que la esposa de Eduardo. A pesar de que la mujer aún lo quiere con locura y la brusquedad de él no hace más que excitarla, Catalina decide tratarlo como una especie de amigo de la infancia y quedarse con su marido porque está embarazada. El asunto se complica primero porque Alejandro, otrora un sirviente paupérrimo maltratado por los patrones de estancia de la región y su parentela, ahora es un hombre rico que está a punto de tomar posesión sobre la granja de Ricardo (Luis Aceves Castañeda), el hermano alcohólico de Catalina que hipotecó su propiedad por su adicción al juego, y segundo debido a que Alejandro decide casarse de puro despecho con Isabel (Lilia Prado), la hermana ingenua de Eduardo, con vistas a hacer sufrir a Catalina como ella lo ha hecho sufrir a él uniéndose con otro hombre. Entre chismes que lleva y trae María (Hortensia Santoveña), la criada metiche de la estancia de Catalina, los delirios santurrones del fanático cristiano José (Francisco Reiguera), el sirviente de la granja de Ricardo, y el comportamiento violento de Jorge (Jaime González), el hijo del anterior, el relato se irá oscureciendo por la tragedia entrecruzada tanto a raíz de la delicada condición de salud de una Catalina que caerá enferma a medida que progresa su preñez como de la mano del odio que Isabel y Ricardo le dedican a Alejandro, respuesta al ninguneo y el desprecio que el susodicho siente hacia ellos porque los relaciona con la clase social de los hacendados que lo martirizó y motivó su separación en primera instancia de la mujer que ama. Ayudado por el gran desempeño del elenco y la combinación de base de la novela entre la historia de venganza y ese “amour fou” tan caro a los surrealistas, Buñuel opone los modales refinados e hipócritas de los terratenientes, siempre sustentados en la esclavitud y la explotación de terceros, con el pequeño huracán incontrolable que representa Heathcliff/ Alejandro, ejemplo del resentimiento del pueblo bien direccionado contra los parásitos sociales que lo basurearon a más no poder. A diferencia del secretismo paradigmático de los melodramas, el film desparrama verdad y sinceridad constante en materia de las pasiones de los protagonistas, sorprendiendo con un tono narrativo exacerbado que hace honor al título en castellano ya que a la vez que se analiza la tendencia humana hacia la autodestrucción, se erige una concepción totalizadora del amor que expulsa a todo y todos sin piedad ni máscara alguna de por medio, llegando al punto del sadomasoquismo emocional explícito por el apego de Alejandro a los exabruptos y la ferocidad y el gustito morboso de Catalina por lo salvaje/ indómito. A la par de la denuncia de la superstición bucólica vía José y el cotilleo contraproducente de María, la película no romantiza a ningún personaje para hacerlo querible símil Hollywood, optando por subrayar que todos prefieren al cariño carnal por sobre la familia y que la crueldad no tiene límites cuando viene amparada por las entrañas de la frustración ardiente… basta considerar el rol que desempeña Isabel, esa “cuarta en discordia” que podría haber representado la virtud o una hipotética redención en una historia del enclave cinematográfico tradicional, no obstante aquí no pasa de ser una “estúpida romántica” -como la llama Catalina con gran acierto- que quiere cambiar a Alejandro, mientras su verdadero amor lo desea como es, bien tosco y bestial. Jugando con el hobby entomológico de Eduardo, al cual le encanta disecar y coleccionar insectos, y con una pulsión de muerte que aparece en las ansias homicidas de Isabel y Ricardo y la disposición necrofílica de Alejandro del final, el cineasta homologa el afecto real con el óbito y hasta emparda a Belcebú con la efervescencia agridulce de la vida de tantas veces que la cadena de personajes relaciona a Alejandro con el mismísimo Diablo.
Abismos de Pasión (México, 1954)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel, Julio Alejandro y Arduino Maiuri. Elenco: Jorge Mistral, Irasema Dilián, Lilia Prado, Ernesto Alonso, Francisco Reiguera, Hortensia Santoveña, Jaime González Quiñones, Luis Aceves Castañeda. Producción: Óscar Dancigers y Abelardo L. Rodríguez. Duración: 90 minutos.
En franca contraposición con Abismos de Pasión (1954), la propuesta anterior de Buñuel que gozó de toda su dedicación y entusiasmo, Robinson Crusoe (1954) en cambio es una obra que bien podría calificarse como la peor de todo el devenir profesional de Buñuel visto en su conjunto, principalmente porque se nota que el aragonés no sentía el más mínimo interés por la novela de 1719 de Daniel Defoe, signo innegable del colonialismo europeo del momento disfrazado de relato de aventuras en tierras exóticas, circunstancia que derivó en un trabajo correcto y disfrutable pero algo anodino, donde por más que se percibe la pretensión del español de profundizar en la psicología del célebre protagonista, bastante más de lo que el libro incluye en materia de inquietudes y angustias varias por su soledad, lo cierto es que el desarrollo se siente un tanto mecánico y carente del brío de las otras películas por encargo de Buñuel (no es para nada extraño que este, su primer opus en inglés y en color, sea el menos interesante de su producción porque aquí sí que nos acercamos peligrosamente al terreno del cine hollywoodense olvidable e insípido). El derrotero general respeta el de la novela y curiosamente dedica gran parte del metraje al aislamiento y melancolía del protagonista (compuesto con eficacia por Dan O’Herlihy), un británico de buena posición económica que deja su hogar para recorrer el mundo y así navegando por África -con el fin de comprar esclavos negros y vendérselos a los terratenientes de Brasil- ve cómo la embarcación en que viajaba es golpeada por una tormenta y su destino lo lleva a una isla desierta, donde queda varado sin más ayuda que la de su navaja. Al tiempo descubre los restos del barco, saca distintos pertrechos de su interior, construye un faro improvisado, elige una cueva en la que vivir, comienza a cazar, sufre una enfermedad tropical, cría cabras por su leche y carne, se le da por leer con fervor la Biblia y siembra unas semillas de trigo que rescató de la nave ya hundida; a lo que se suman tres animales de compañía, un gato llamado Sam, un perro de nombre Rex y hasta un loro apodado Polly. Es recién en el último acto de la historia que se topa con una tribu de caníbales de una isla vecina y termina rescatando a uno de los suyos que estaba presto a ser engullido, a quien llama Viernes (Jaime Fernández): con el nativo primero se muestra severo y desconfiado y luego baja un poco la guardia y comienza a tratarlo de “amigo” aunque a decir verdad lo tiene más como un asistente/ siervo/ esclavo a la vieja usanza, esa de cuando era un burgués en Inglaterra. Buñuel subraya que Crusoe lo obliga a decirle “amo” durante todo momento, comete el acto de crueldad de ponerle grilletes en los pies y jamás realiza ningún esfuerzo por comprender la lengua de Viernes, optando por enseñarle/ imponerle el inglés e inculcarle el cristianismo, lo que por cierto motiva una escena muy propia del español en la que el indígena cuestiona al europeo porque considera una ridiculez que Dios se enoje con los humanos cuando él deja obrar a sus anchas al Diablo para que los tiente con la maldad. Otros instantes buñuelianos pasan por la atracción de Robinson ante un espantapájaros con un vestido femenino, la secuencia en la que alimenta con una hormiga a unos pequeños insectos que se entierran en la arena, el episodio centrado en Viernes travestido y con un collar de monedas de oro “para la guerra” y finalmente el sueño de Crusoe enfermo con su padre, quien le niega agua para beber mientras baña a un cerdo gigante, se ríe al tirar al suelo un balde lleno y hasta afirma que Dios nunca le perdonará el haber abandonado a su madre y a él en pos de recorrer el globo. El film tampoco le escapa a metáforas clásicas en torno a la relectura moderna de la novela de Defoe como por ejemplo la paradoja de que después de años de anhelar la compañía de humanos termina espantado y preso de fantasías homicidas frente al más mínimo indicio de otro hombre, y asimismo el temor de que los nativos saqueasen sus preciadas posesiones deriva en la triste verdad de que los occidentales son infinitamente más peligrosos en su eterna búsqueda demencial de poder y riquezas (si bien desde el vamos -y como buen burgués- señala que la isla es de su propiedad, mata a todo animal que encuentra y termina emborrachándose como escapismo fácil ante los problemas que lo aquejan, cuando otros blancos se aparecen con sus reyertas individuales decide aprovechar la coyuntura para salir por fin de lo que percibe como una prisión y no un paraíso natural, en sintonía con la ceguera del colonialismo ególatra del período). Entre el carácter destructor y autoritario de la supuesta civilización y la inutilidad propia de las capas sociales acaudaladas, con Crusoe reconociendo que es pésimo en las labores manuales porque siempre tuvo criados que las hacían por él, la película incluye un dejo muy irónico en su desenlace cuando el protagonista cree escuchar a su perro ya muerto ladrar a lo lejos mientras abandona la isla en un bote con otros europeos y Viernes, dando a entender que en el fondo estima mucho más al buenazo de Rex que a su esclavo humano.
Robinson Crusoe (México/ Estados Unidos, 1954)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Hugo Butler. Elenco: Dan O’Herlihy, Jaime Fernández, Felipe de Alba, Chel López, José Chávez, Emilio Garibay. Producción: Óscar Dancigers y George Pepper. Duración: 90 minutos.
Otra de las grandes rarezas de la producción de Buñuel es El Río y la Muerte (1954), una propuesta en la que el realizador explora tres de las características más tristemente célebres de la cultura mexicana y de gran parte de Latinoamérica en su conjunto, nada menos que la violencia social crónica, el machismo y la ignorancia fabuladora de los sectores rurales: decidido a analizar estos “rasgos autóctonos” que ya para esta altura de su exilio mexicano conocía de sobra, aquí adapta la novela Muro Blanco en Roca Negra de 1951 de Miguel Álvarez Acosta junto con su colaborador habitual Luis Alcoriza, excusa para tratar los tópicos de una manera bien específica y pormenorizada. El prólogo nos presenta una situación de exabrupto primigenio con dos hombres bebiendo en una fiesta en honor al ahijado de uno de ellos, señores que pasan de tratarse de “compadres” a discutir por un comentario inocente considerado ofensivo, lo que deriva en que uno de ellos acuchille al otro y el hermano del finado jure una venganza que se extenderá hacia la descendencia del homicida sin ningún tipo de miramiento. La historia a posteriori avanza muchos años y nos sitúa en un hospital del D.F. en el que se encuentra internado Gerardo Anguiano (Joaquín Cordero), un médico que está en un pulmón de acero por padecer poliomielitis y que nació en el pueblo sede del enfrentamiento inicial y toda su estela subsiguiente. La paz de Gerardo se termina cuando lo visita un tal Romulo Menchaca (Jaime Fernández), quien lo cachetea y jura que lo matará apenas pueda ponerse en pie en honor a esa larga cadena de revanchas entrecruzadas entre los dos clanes; a su vez disparador de un racconto enmarcado en el protagonista contándole a su amiga y enfermera Elsa (Silvia Derbez) cómo su padre Felipe (Miguel Torruco) mató al progenitor de Romulo allá lejos y hace tiempo, antes de que él se mudase a Ciudad de México para abandonar una ira congénita que lo sigue sin cesar ya que hasta su madre Mercedes (Columba Domínguez) lo insta a regresar para batirse a duelo con sus “enemigos naturales”. El poblado en cuestión es Santa Viviana, donde los rituales de la muerte tienen por centro a un río cercano y donde la costumbre manda que en las peleas de frente a frente el muerto resultante sea llevado por las calles del lugar y luego subido a una canoa para llegar al cementerio, y el homicida de turno tenga que nadar hacia la otra orilla para ocultarse en el monte hasta que se considere pagada su deuda de sangre sin que las autoridades estatales hagan nada para capturarlo o anular el ciclo de la violencia caprichosa. Por más que el padre de Mercedes, el respetado Don Nemesio (José Elías Moreno), abogue por el cese de las hostilidades, Polo Menchaca (Víctor Alcocer) mata a Zósimo Anguiano (Manuel Dondé), el primo de Felipe, y éste asimismo se carga en defensa propia a Filegonio Menchaca (Jorge Arriaga), lo que lo lleva a exiliarse en el monte hasta que la muerte de Don Nemesio lo vuelve a traer a Santa Viviana y a la espiral del dolor sufrido e infligido. El opus de Buñuel señala explícitamente al aislamiento, la tradición comunal y la incultura como los motores de un odio irresponsable y feroz cuyo origen siempre se remonta a nimiedades que ya nadie recuerda, haciendo todos del desquite su razón de ser con el mayor de los fanatismos: el esquema de “los Anguiano contra los Menchaca” se reproduce y multiplica en cada casa del pueblo mediante reyertas que derivan en que -amparados por la payasada consuetudinaria del honor, la arrogancia y el desprecio por la paz- los residentes gasten la plata que no tienen en comprar revólveres porque cualquier discusión suele terminar a los balazos. Gerardo, al igual que Don Nemesio, desea finiquitar los conflictos y por ello en el film la educación es sinónimo de vida (recordemos que el protagonista es médico) y la barbarie de la cultura del ensañamiento está homologada a la muerte (la faceta regresiva de las costumbres aparece con toda su furia y crueldad vía acusaciones recíprocas de cobardía cotidiana). Detalles característicos del estilo del director son el hecho de que el cura católico del lugar, el Padre Julián (Carlos Martínez Baena), también vaya armado y santifique que todos los pobladores “se defiendan” mutuamente, la presencia de una mini industria del destierro temporal, con Don Honorio (José Muñoz) encargado de llevar provisiones y noticias a los asesinos en el monte, una Mercedes que se transforma de pacifista de joven a belicista en su vejez por su ansia de represalias, y ni hablar de la costumbre de llevar el ataúd a la casa de la familia del homicida para que los deudos del fallecido se descarguen a puro insulto y agresión antes del entierro en el cementerio. Atacando tanto la impulsividad de los jóvenes como la tozudez de los veteranos, El Río y la Muerte pone de manifiesto rituales enraizados en el vulgo y muy difíciles de extirpar que sin embargo motivan uno de los muy pocos finales optimistas de la carrera de Buñuel, en el que prima el entendimiento por sobre toda riña.
El Río y la Muerte (México, 1954)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Luis Alcoriza. Elenco: Miguel Torruco, Joaquín Cordero, Columba Domínguez, Jaime Fernández, Víctor Alcocer, Silvia Derbez, José Elías Moreno, Carlos Martínez Baena, Alfredo Varela, Miguel Manzano. Producción: Armando Orive Alba. Duración: 91 minutos.
Ensayo de un Crimen- La Vida Criminal de Archibaldo de la Cruz (1955):
Aquellos celos y aquel afán de posesión amorosa totalizadora de Él (1953) se transforman en una hilarante manía homicida en Ensayo de un Crimen- La Vida Criminal de Archibaldo de la Cruz (1955), lo más cerca que estuvo Buñuel de crear un relato de suspenso tradicional que en este caso coquetea tanto con el humor negro como con esos asesinos símil ciudadanos comunes en la tradición de Alfred Hitchcock, quien a su vez acusaría recibo de la gentileza incorporando elementos de la iconografía del español en trabajos suyos posteriores como Vértigo (1958), Psicosis (Psycho, 1960), Marnie (1964) y Frenesí (Frenzy, 1972). La narración está dividida en dos relatos retrospectivos, con el primero centrado en Archibaldo de la Cruz (muy buen trabajo de Ernesto Alonso) contándole un episodio de su infancia a una monja, la Hermana Trinidad (Chabela Durán), que lo cuida cual enfermera en una cama de hospital por un supuesto cuadro de estrés: en tiempos de la Revolución Mexicana el protagonista era apenas un niño nacido en una familia burguesa muy rica, un hijo único caprichoso adorado por su madre (Eva Calvo) y criado por una institutriz (Leonor Llausás) que un día, a condición de que deje de quejarse y permita a sus progenitores ir al teatro en paz, recibe de parte de su mamá una caja musical con una pequeña bailarina que danza al ritmo de una canción de cuna. Mientras su madre se entera por boca de su aristocrático marido (Enrique Díaz) que la función teatral se suspendió por enfrentamientos callejeros y por ello la pareja acaudalada les desea la muerte a los “revoltosos”, la institutriz improvisa un cuento para el pequeño en torno a la cajita musical en el que un rey le manda a un genio construir el artefacto para que cada vez que lo pusiese a funcionar uno de sus muchos enemigos cayese muerto, lo que deriva en la fascinación del nene y en una “demostración práctica” con el muchacho accionando el aparato y concentrándose en la pobre institutriz, quien a pura coincidencia se asoma por la ventana y es asesinada por una bala perdida. Convencido de que puede disponer a gusto de la vida de los demás, el Archibaldo adulto luego intenta matar a la monja con una navaja -el hombre tiene una para cada día, como buen burgués adicto al lujo más absurdo- pero la mujer escapa y cae accidentalmente por el hueco de un ascensor debido a una puerta abierta por una avería. El segundo racconto adquiere la forma de la confesión de culpabilidad de De la Cruz ante un juez (Armando Velasco) sobre una serie de muertes de las que se considera responsable y por ello se reivindica como una especie de “asesino en serie”, ayudado por supuesto por esa cajita musical a la que tanto ama: a la institutriz y la religiosa se le suman Patricia Terrazas (Rita Macedo), una mujer que quiere matar aunque se termina suicidando, Lavinia (Miroslava), una modelo y guía de turismo para yanquis imbéciles que también escapa de sus manos (el hombre se debe contentar con “asesinar” a un maniquí idéntico a ella que compró en calidad de preámbulo y como excusa para disfrutar del corpiño, bombacha y medias con las que lo vistió…), y Carlota Cervantes (Ariadne Welter), una señorita con la que pretende casarse y dispararle después, sin embargo asimismo caerá muerta por la intervención de un tercero. El film apuesta a una parodia de la farsa de la decencia en los seres humanos (la monja dice que todos los niños son “buenos y puros” y él mismo deposita en Carlota sus esperanzas de “recuperarse” porque la ve sumisa y devota, a pesar de que ella como las otras mujeres lo engañan de una forma u otra ya que todas tienen amantes y/ o en realidad no están interesadas en él) y de la patética virtualidad burguesa basada en un deseo que nunca se consuma (Archibaldo, que cree que puede engatusar a quien quiera con su cordialidad y apariencia refinada, siempre termina en ridículo e impotente por un impulso homicida/ sádico que no puede materializar entre el Complejo de Edipo, la atracción hacia el óbito, la violencia social, mucha ingenuidad malsana, la sensualidad necrofílica, la necesidad de reconocimiento público y el fetichismo con la potencialidad fantástica/ destructora que esconde la caja musical, a su vez relacionada con el placer que otorga el poder y el infligir daño). Del mismo modo en que la frustración amorosa va de la mano del fiasco criminal, una y otra vez nos topamos con un personaje adinerado que quiere sangre y vísceras pero que debe resignarse a muertes a la distancia, higiénicas y de segunda mano que responden a su cobardía e insatisfacción crónica. Buñuel subraya que por más que se deleite en bellas fantasías surrealistas en las que la sangre mancha la lente de la cámara y un humo infernal lo cubre todo, De la Cruz queda preso del azar y esa típica impunidad burguesa que en esta ocasión ni siquiera es buscada por el parásito social en cuestión. Más allá de detalles maravillosos como el hecho de que Archibaldo sólo toma leche, símbolo de su mega infantilismo, y es ceramista por hobby, caricatura de alguien que trabaja con sus manos no obstante no puede usarlas para matar como tanto desea, aquí sobresalen el maniquí idéntico a Lavinia que “mata” De la Cruz como consuelo, algo así como un doppelgänger cosificado y tieso de la mujer real y signo de la pusilanimidad y mala fortuna del hombre, la conversación chauvinista/ fervorosa/ lírica entre un militar, un sacerdote y un político, por demás onanista para con la patria y la pompa católica, y finalmente la genial ironía del desenlace vía Archibaldo yéndose con Lavinia, la única mujer que “sobrevivió” a su compañía y cuyo simulacro de muerte fue lo más cercano al crimen que jamás estuvo en este limbo entre la praxis real y la imaginación.
Ensayo de un Crimen- La Vida Criminal de Archibaldo de la Cruz (México, 1955)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Eduardo Ugarte. Elenco: Ernesto Alonso, Rita Macedo, Miroslava, Ariadne Welter, Andrea Palma, Rodolfo Landa, José María Linares-Rivas, Leonor Llausás, Eva Calvo, Enrique Díaz. Producción: Alfonso Patiño Gómez. Duración: 89 minutos.
Así es la Aurora (Cela s’appelle l’aurore, 1956):
La piedra fundacional en el progresivo regreso de Buñuel a Europa fue Así es la Aurora (Cela s’appelle l’aurore, 1956), una obra que a simple vista parece respetar el esquema general de los melodramas mexicanos, esos que a partir de este momento quedarán en buena medida en el pasado, no obstante por un lado constituye una suerte de “adaptación a la francesa” del formato, con un tono más meloso y un desarrollo menos intrincado y más lineal, y por otro lado hablamos del primer exponente de film abiertamente político por parte del realizador y guionista, ahora volcándose a un cine testimonial maquillado bajo el estandarte tradicional de las tragedias del corazón en una zona inhóspita caracterizada por la pauperización y un poder público/ estatal/ capitalista por demás endogámico y maquiavélico. Aquí el eje es el Doctor Valerio (Georges Marchal), un médico que llegó hace tres años a un pequeño y mísero pueblo de Córcega con su esposa Angela (Nelly Borgeaud), una típica burguesa de plástico y bien aburrida que desprecia a los humildes y por ello le recrimina que le preste más atención a sus pacientes pobres que a ella. Dispuesta a visitar durante unos meses a su padre (Henri Nassiet), la mujer se marcha hacia Niza y el protagonista queda solo para atender sin quejas vacuas a los habitantes del lugar, entre los cuales se encuentra Sandro Galli (Giani Esposito), cuya esposa Magda (Brigitte Elloy) está muy enferma: como el hombre descuida unos días su trabajo como encargado de la viña y unos almendros para estar al lado de Magda, el oligarca de su empleador, Gorzone (Jean-Jacques Delbo), dueño además de una fábrica y patriarca económico de la región, primero lo regaña y luego lo echa de la casa en la que vive, motivando una mudanza improvisada en la que muere la esposa de Sandro, asimismo un veterano de la Segunda Guerra Mundial que jura venganza contra Gorzone y así lo termina matando en medio de otra de esas clásicas fiestas/ mascaradas burguesas buñuelianas. Al mismo tiempo tenemos la historia del affaire entre Valerio y Clara (Lucia Bosé), una mujer mucho más lúcida que la infantil Angela a la que conoce cuando atiende a una niña que fue violada por su abuelo pederasta. El máximo responsable del aparato de represión local es el Comisario Fasaro (Julien Bertheau), un personaje hipócrita que cita poesía y dice estar en contra de la brutalidad policial pero gusta de mantener vigilados a todos los residentes del pueblo y no le tiembla el pulso para ejercer coerción cuando lo considera necesario. El regreso a Córcega de Angela, ahora con su padre, un burgués fascistoide solidario para con Gorzone y deseoso de la cabeza de Sandro, coincide con el médico albergando en su hogar al homicida fugitivo, frente a lo cual el progenitor de Angela -en clave de soplón chupamedias de derecha- termina denunciándolo ante Fasaro. Como siempre en el caso de Buñuel, aquí no opera ningún tipo de romantización y se llaman a las cosas por su nombre: en primera instancia tenemos a unas clases populares dominadas por la necesidad, la mugre, las familias numerosas, el caos y el desamparo estatal (la constante presencia de gatos y sus crías a lo largo del film viene a representar este rebusque callejero ad infinitum al que está condenado el estrato social); el “señor feudal” de turno se siente impune y juega a puro egoísmo e insensibilidad con la vida y muerte de todos los que dependen de él (no sólo la ley está de parte de Gorzone sino también el clero, ya que -en otro de esos detalles infaltables propios del realizador- nos topamos con un sacerdote en la velada que deriva en la muerte del susodicho, cuya versión antagónica y sacrílega es el cuadro de Jesús que tiene el protagonista en su casa, con cables de luz, transformadores y sangre delante de la figura); y finalmente tampoco podemos obviar la actitud paternalista aunque desinteresada del Doctor Valerio para con Sandro y los menesterosos en general (su rol como único médico del lugar no lo exime de ser espiado por los esbirros de Fasaro, el cual viene a personificar la pata gubernamental/ represiva del refrán “pueblo chico, infierno grande”). A su vez Delphine (Yvette Thilly), la criada conservadora de Angela, hace las veces de cómplice implícito miserable que celebra los caprichos de los burgueses, y Azzopardi (Pascal Mazzotti), la mano derecha de Gorzone, simboliza el típico lambiscón del poder que en esta ocasión no puede tomar un café ni un maldito trago sin que le quiten la bandeja o copa en cuestión. El desenlace, con Valerio negándose a estrechar la mano de Gorzone, un monstruo que pasa de decir -ante el cadáver de un Sandro que se suicidó- “pobrecillo, qué triste” a llamarlo segundos después “cerdo”, es también maravilloso por su carácter antipolicial y antiinstituciones y en pos de una solidaridad popular contra las constantes arremetidas autoritarias de la derecha plutocrática en el poder, proponiendo también una preeminencia de las convicciones ideológicas y del sacrificio individual en el trajín cotidiano para alcanzar los objetivos libertarios de fondo.
Así es la Aurora (Cela s’appelle l’aurore, Francia/ Italia, 1956)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Jean Ferry. Elenco: Georges Marchal, Lucia Bosé, Julien Bertheau, Giani Esposito, Yvette Thilly, Nelly Borgeaud, Jean-Jacques Delbo, Simone Paris, Robert Le Fort, Brigitte Elloy. Producción: Edmond Ténoudji. Duración: 102 minutos.
La Muerte en este Jardín (La Mort en ce Jardin, 1956):
La segunda película en color de Buñuel, La Muerte en este Jardín (La Mort en ce Jardin, 1956), supera lo hecho en ocasión de Robinson Crusoe (1954) y también está orientada a las tribulaciones en comarcas silvestres alejadas de la “civilización occidental”, no obstante aquí el sustrato temático apuesta a la resistencia antifascista del opus previo, Así es la Aurora (Cela s’appelle l’aurore, 1956). Entre el proto western revisionista, el cine testimonial y esas gestas agridulces de aventuras por tierras inhóspitas en línea con opus del enorme John Huston como El Tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948), La Reina Africana (1951) y La Burla del Diablo (Beat the Devil, 1953), la película está dividida en una primera parte que transcurre en un poblado de un país sin identificar de Sudamérica lindante con Brasil, y en un segundo capítulo que se desarrolla en plena jungla siguiendo los lineamientos de una suerte de versión primigenia de road movie, hoy combinando el viaje por barco y una simple caminata así como el periplo de Subida al Cielo (1952) fue en ómnibus y el de La Ilusión Viaja en Tranvía (1954) en aquel querido medio de transporte del siglo pasado. La historia comienza con unos soldados leyéndoles a los buscadores de diamantes del Valle de Guluva un decreto gubernamental por el cual son expulsados del territorio aduciendo que el derecho a explotar los yacimientos está reservado al Estado aunque en realidad todo se trata de una movida del corrupto militar que administra la zona, el Capitán Ferrero (Jorge Martínez de Hoyos), quien tienen negocios turbios con un tal Chenko (Tito Junco) que lleva y trae prostitutas en su embarcación para los exploradores que rastrillan el lugar en busca de riquezas, los cuales a su vez suelen concurrir a la casa/ burdel de Djin (Simone Signoret), también socia de Chenko. Cuando los buscadores de diamantes se unifican para protestar bajo el mando de Alberto (Luis Aceves Castañeda), el clima social se irá caldeando y derivará en un episodio de enfrentamiento contra las tropas de Ferrero y en un posterior fusilamiento público -a pura crueldad autoritaria- de un prisionero del bando popular, catalizador de un motín y enfrentamientos callejeros. Al mismo tiempo Shark (Georges Marchal), un antihéroe bastante cínico que pasaba por el pueblo, termina siendo encarcelado -luego de que Djin lo traicionase para robarle su dinero, secundada por el propio Ferrero- y escapando del presidio en ocasión de la revuelta masiva, a la que se suma y en la que muere Alberto. Declarada la ley marcial y con una recompensa sobre las cabezas de Shark y de Castin (Charles Vanel), un buscador de diamantes añoso y pusilánime que atesora una fortuna, pretende casarse con Djin y miente a todos diciendo que no participó del alzamiento; finalmente en el barco de Chenko coinciden en plena fuga el susodicho, Shark, Djin, Castin, María (Michèle Girardon), la hija sordomuda de este último, y el Padre Lizardi (un muy joven Michel Piccoli), un misionero que trabaja para el poder colonial cristianizando a indígenas para después robarles sus tierras (hasta posee un reloj de pulsera de lujo obsequiado por la Compañía de Refinerías del Norte, típica empresa monopólica europea). La propuesta examina tanto una revolución en una comarca controlada con mano de hierro por una milicia teocrática, corrupta, absolutista y semi colonial, como la capacidad de los seres humanos para reinventarse a sí mismos en la selva, con Buñuel enfatizando primero que el poder estatal se homologa al económico y religioso (Lizardi le dice a Shark que gracias a misioneros como él “las tribus escuchan la palabra de Dios”, a lo que el astuto fugitivo acota “por la voz de los explotadores”) y segundo que sólo en un contexto de desesperación el hombre simula ser una persona mejor, más caritativa y sincera, reduciendo a nada la posibilidad de verdadera redención que ofrece la jungla a través de un viaje que iguala a todos (si bien pasan hambre y penurias varias y hasta consiguen “cargarse” a un Chenko que escapa para alertar a las tropas en otro de esos paradigmáticos ajusticiamientos buñuelianos contra el soplón patético de turno, luego de que los extraviados se salvan encontrando los restos de un avión estrellado la solidaridad entre ellos en gran medida desaparece, con Shark y Djin volviendo a ser unos egoístas, Castin de nuevo un cobarde, María una inútil ingenua y Lizardi un hipócrita monumental que llega al punto de robarle a la sordomuda unas joyas que la chica encontró). El director se divierte de lo lindo a expensas de los brutales guardias de Ferrero que sin embargo se arrodillan en la iglesia para rezar, el sacerdote considerando quemar las páginas de su Biblia para avivar el fuego en la selva, las hormigas comiendo la piel de una serpiente despellejada, una foto del Arco del Triunfo que “cobra vida” y es arrojada a las llamas, y la anécdota de tintes homosexuales reprimidos que narra Lizardi -sin que nadie lo escuche- sobre un seminarista gordo que robaba huevos para degustar en soledad. Aquí la ambición y la soberbia se enfrentan a la muerte del título en función de personajes bien avaros, en esencia reducidos a mendigos entre los escombros de una aeronave con 50 fallecidos alrededor, y de un Castin enajenado que comienza a matarlos uno a uno ya que considera que todos son culpables de algo y que Dios desea que por fin sean castigados.
La Muerte en este Jardín (La Mort en ce Jardin, Francia/ México, 1956)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel, Luis Alcoriza, Raymond Queneau y Gabriel Arout. Elenco: Georges Marchal, Charles Vanel, Simone Signoret, Michel Piccoli, Tito Junco, Raúl Ramírez, Luis Aceves Castañeda, Jorge Martínez de Hoyos, Alberto Pedret, Michèle Girardon. Producción: Óscar Dancigers y David Mage. Duración: 104 minutos.
Nazarín (1959) es la primera de las tres adaptaciones que encararía Buñuel, asistido por su coguionista Julio Alejandro, de novelas del español Benito Pérez Galdós, siendo las otras dos Viridiana (1961) y Tristana (1970): aquí se mete de lleno por primera vez -y ya sin ningún tipo de maquillaje y/ o coqueteo con otros géneros- en una sátira anticlerical de lo más nihilista que se sirve del protagonista del título para trazar un paralelismo con el propio Jesucristo y lanzar una andanada de críticas más o menos solapadas hacia las instituciones católicas y la doctrina iniciática de Jesús, la cual desde ya no tuvo ni tiene eco alguno en la rigidez autoritaria e hipócrita de la iglesia y de hecho no se condice para nada con el salvaje mundo de los humanos, en el fondo siempre prestos a pisarse entre sí con tal de hacerse con la última migaja de lo que sea que dicte su capricho. El Padre Nazario (un perfecto Francisco Rabal) vive en una mísera vecindad del D.F. de principios del Siglo XX, Mesón de Héroes, y es la apoteosis de la virtud y la caridad desinteresada porque en esencia se la pasa soportando robos, hambre, pobreza, abusos, persecuciones y calumnias varias que parecen negar su idiosincrasia compasiva y bien fundamentalista, detalle que suele utilizar para reconfirmar una y otra vez sus convicciones y brindar la otra mejilla. Una noche una prostituta llamada Andara (Rita Macedo) se presenta en su casa y le pide asilo para ocultarse de las autoridades luego de haber matado a su prima, otra meretriz, a raíz de una discusión por un hurto, así el sacerdote le cura un cuchillazo que tiene la mujer en su hombro y decide darle refugio. El tiempo pasa entre conversaciones caracterizadas por el choque entre la mundanidad supersticiosa de la chica y la soberbia teocrática del hombre, hasta que finalmente descubren la presencia de Andara por su sugerente perfume y avisada por Beatriz (Marga López), una mujer bienintencionada pero algo demente que viene de separarse del agresivo Pinto (Noé Murayama), la prostituta decide escapar aunque no sin antes prender fuego la morada del sacerdote a puro delirio en pos de ocultar sus pasos. Complicado ante la justicia por albergar a una fugitiva y hasta acusado de facilitar el incendio de la vecindad, Nazario hace caso omiso de todo y acepta con resignación que su amigo cura Don Ángel (Edmundo Barbero) le niegue alojamiento y la misma iglesia lo expulse de lleno como clérigo, circunstancia que asimismo el protagonista aprovecha para convertirse en peregrino con el objetivo de abandonar la ciudad y recorrer las zonas rurales de México pidiendo limosna y haciendo el bien a diestra y siniestra. Entre obreros que no lo quieren porque trabaja apenas por la comida, un viejo menesteroso al que le da sus botas y otro cura que le roba el morral y el sarape, un Nazario tan altruista como mísero se reencuentra en un pueblito con Beatriz y Andara, quienes comienzan a seguirlo con fervor después de verlo realizar un supuesto milagro con una nena enferma que se recupera de repente luego de que el hombre le dedicase un rezo, el cual desencadena un festival de gritos, contorsiones y súplicas celestiales por parte de la fauna femenina. Los tres van juntos por el páramo desparramando fe y se topan con ninguneo y provocaciones de una pareja asolada por la peste, un reaparecido Pinto que quiere llevarse a Beatriz y hasta otros presos que se divierten martirizando al religioso luego de que finalmente es detenido por la policía. Aquí el cineasta ridiculiza con dedicación y paciencia nociones históricas del cristianismo como por ejemplo que la limosna no vulnera la dignidad de quien la recibe, que la mansedumbre y la sumisión siempre tienen recompensa y que “la humillación es buena para el alma”, logrando un retrato exquisito de un masoquismo que se mezcla con lo pagano, el folklore oscurantista y el fanatismo más disparatado y enceguecido. El paternalismo del protagonista, arrogante y sincero al mismo tiempo, enfatiza la inutilidad de los conceptos del mal absoluto y la bondad absoluta en un mundo súper egoísta como el humano en el que priman la cobardía, la envidia y la falta de solidaridad y respeto tanto entre los marginados como entre los explotadores y sus esbirros del Estado. Buñuel ofrece momentos extraordinarios que funcionan como marcas registradas autorales vía chispazos de canibalismo (Beatriz, luego de un intento de suicidio, fantasea con vengarse de Pinto mordiéndole el labio y una Andara sedienta bebe de una vasija con agua enturbiada por su propia sangre) y de denigración, brutalidad y corrupción en las esferas católica y social en general (las prostitutas insultan al cura al inicio, Andara tiene una alucinación en torno a un Cristo riéndose del sermón de Nazario en pos del arrepentimiento, durante su peregrinaje un sacerdote le roba las botas y otro lo ningunea ante un coronel poniendo a su vez de manifiesto un choque entre el catolicismo de izquierda de Nazario y el institucionalizado de derecha, la pretensión de imponer la fe encuentra resistencia cortante en la pareja apestada, Pinto por su parte representa al machismo violento mexicano, y finalmente hasta un enano llamado Ujo -personificado por Jesús Fernández- es torturado por unos niños y tomado de “juguete” por Andara, de quien está enamorado). En Nazarín la obcecación masculina se confunde con la histeria femenina, el amor carnal se entrelaza con el fervor religioso y la penitencia se iguala al suplicio y el sentir psicopático, dando lugar a un hilarante trío sexual implícito y a una obra maestra sobre el carácter profundo del repugnante espíritu humano.
Nazarín (México, 1959)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Julio Alejandro. Elenco: Francisco Rabal, Marga López, Rita Macedo, Ignacio López Tarso, Ofelia Guilmáin, Luis Aceves Castañeda, Noé Murayama, Rosenda Monteros, Jesús Fernández, Ada Carrasco. Producción: Manuel Barbachano Ponce. Duración: 94 minutos.
Los Ambiciosos (La Fièvre Monte à El Pao, 1959):
En cierto sentido Los Ambiciosos (La Fièvre Monte à El Pao, 1959) puede ser considerada el cierre de una trilogía conceptual, esa que empezó con Así es la Aurora (Cela s’appelle l’aurore, 1956) y continuó con La Muerte en este Jardín (La Mort en ce Jardin, 1956), alrededor de la resistencia y la hipotética revolución contra un régimen absolutista e hiper conservador que por supuesto funciona como una metáfora del franquismo español: mientras que en Así es la Aurora se analizaba el tópico desde la perspectiva de una intelligentsia culta y en La Muerte en este Jardín desde la óptica de los marginados, ahora es el turno de poner el foco sobre los disidentes tanto dentro como fuera de la dictadura execrable de turno. La historia tiene por centro a la isla de Ojeda, un pequeño enclave del Océano Atlántico que pertenece a un país sudamericano sin identificar dominado por un gobierno autoritario civil/ militar de terratenientes y burgueses que gusta de hacerse de presos políticos de a montones. Es precisamente en la capital de la isla, El Pao, donde reside y trabaja Ramón Vázquez (Gérard Philipe), secretario de talante progresivo de Mariano Vargas (Miguel Ángel Ferriz), gobernador de la zona y garante de una infinidad de abusos como por ejemplo que los internos de la penitenciaría del lugar trabajen símil esclavos -casi sin agua ni descanso- en las plantaciones del alcalde de la ciudad. De repente Vargas cae asesinado en un acto público por obra de García (Raúl Dantés), un teniente opositor de extrema derecha, y Vázquez es nombrado delegado general, transformándose en la máxima autoridad de la isla e iniciando un romance con la viuda de Vargas, Inés (María Félix), quien ya antes había tenido un acercamiento con él y con el Coronel Olivares (Roberto Cañedo). Cuando finalmente llega el sucesor del gobernador, el maquiavélico Alejandro Gual (Jean Servais), Vázquez es designado jefe de seguridad y además de revertir una serie de medidas para mejorar las condiciones de vida de los prisioneros políticos, Gual decide atacar a la flamante pareja achacándole el homicidio de Vargas a Ramón para quedarse con una Inés que se niega a estar con él (los militares finalmente encuentran a García y le hacen confesar falsamente que Vázquez lo indujo a cometer el crimen vía un doble motivo político/ pasional por su relación con la mujer en cuestión). Con García asesinado por un par de sicarios de Gual, Inés accede a la petición del gobernador pero al mismo tiempo urde -con un renuente Ramón- un plan para destituirlo haciéndolo ver como responsable por negligencia de un motín que estallará pronto en la penitenciaría del que se entera Vázquez a través de Cárdenas (Domingo Soler), un otrora profesor de derecho de Ramón que hoy está detenido, y para ello Inés engatusa a Gual para llevarlo al continente con la excusa de asistir a una corrida de toros con el objetivo de que quede frente al presidente Carlos Barreiro (Andrés Soler) como una figura política ausente en medio de la ambiciosa rebelión de los presos. Dicho y hecho, Gual es arrestado y luego ejecutado y un Vázquez triunfante logra asimismo que los sublevados se rindan, por lo que Barreiro lo convierte en el nuevo gobernador de Ojeda. No obstante la alegría del hombre dura poco ya que el presidente quiere sacarse de encima a su hermano opositor, nada menos que el vice, y para ello le encarga al ministro Sáenz (Augusto Benedico) que pruebe que Gual conspiró junto a su hermano para derrocarlo provocando el motín. Sáenz obliga a Ramón a hacerle firmar una confesión apócrifa a Inés en la que relata cómo Gual le contó sus planes destituyentes para luego poder arrestar al vice, en lo que será el último mojón en el proceso de envilecimiento ético que atraviesa Vázquez en pos de un ascenso político/ militar que le permita introducir en el régimen los cambios libertarios que tanto desea. Buñuel señala por un lado el hambre y la pobreza del pueblo y por el otro el discurso clásico de los fascistas para justificar su accionar, con el despotismo/ populismo de derecha como sinónimo de felicidad y la autonomía/ incremento de derechos reales como sinónimo de una tristeza y una frustración crónicas para un vulgo simplón que se conforma con poco y nada de la riqueza que ofrece el país; frente a lo cual se suma una coyuntura tracción a demagogia, corrupción, esclavitud, impunidad, mucha extorsión y la infaltable “caza de subversivos”, léase cualquiera que piense distinto u ose cuestionar el orden establecido. Entre el proto thriller testimonial y el melodrama exacerbado, la película nos presenta a un Vázquez que simboliza el progresismo fallido dentro de una dictadura desalmada adepta a “maquillar” la verdad sin ningún miramiento, algo así como un burócrata idealista y humanista que trata de imponer en vano su credo de izquierda ante el poder ejercido por una derecha psicópata y caníbal: como en toda sociedad tercermundista, aquí las luchas políticas adquieren la forma de golpes de Estado camuflados y purgas en las que se mezcla lo público y lo privado de manera constante, sacando a relucir la superficialidad de los cambios propuestos a menos que se llegue a la cima, lo que desde ya implica la ruina moral del “escalador” de turno porque éste termina apelando a los mismos manejos espurios de la competencia, y transparentando la existencia de una eterna espiral de descabezamientos cíclicos en base a mentiras, torturas, amenazas, asesinatos e intrigas de diversa naturaleza.
Los Ambiciosos (La Fièvre Monte à El Pao, Francia/ México, 1959)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel, Luis Alcoriza, Charles Dorat y Louis Sapin. Elenco: Gérard Philipe, María Félix, Jean Servais, Miguel Ángel Ferriz, Raúl Dantés, Domingo Soler, Víctor Junco, Roberto Cañedo, Andrés Soler, Luis Aceves Castañeda. Producción: Óscar Dancigers, Gregorio Walerstein y Jacques Bar. Duración: 109 minutos.
La Joven (The Young One, 1960):
Por suerte La Joven (The Young One, 1960), la segunda y última película de Buñuel hablada en inglés luego de Robinson Crusoe (1954), supera por mucho a la anterior y consigue posicionarse como una de las grandes rarezas de su filmografía porque deja entrever que el aragonés no sólo se adapta con gran facilidad a la iconografía habitual del cine estadounidense sino que va más allá del promedio político/ retórico del enclave a pura valentía: jugando a la par con el drama de marginados y el thriller bucólico, el director construye un cuento moral sumamente complejo acerca del aislamiento, la hipocresía, el racismo, la cobardía social y la violación, todos temas tabúes en el Hollywood de la época que recién comenzarían a tratarse años después de manera bastante tibia y alejada de la inclemencia y el inconformismo todo terreno de Buñuel. El relato gira alrededor de la llegada a un coto de caza privado e insular, perteneciente a un exclusivo club de la burguesía sureña, de Traver (Bernie Hamilton), un músico negro de jazz que viene huyendo desde el continente luego de que una blanca lo acusara de haberla violado y unos hombres lo reconociesen, generando una turba presta a lincharlo cuanto antes. El responsable máximo de la isla es Miller (Zachary Scott), un hombre de mediana edad que trabaja de cuidador del coto y tiene un negocio de apicultura junto a un anciano borrachín que fallece de golpe: la nieta del susodicho, Evalyn (Key Meersman), es una jovencita que apenas está ingresando en la adolescencia y que sufre el constante maltrato de Miller, el cual la ningunea, le propina golpes y la tiene de sirvienta hasta que un día, cuando la ve con el pelo arreglado, comienza a interesarse sexualmente en ella y así se vuelca a primero intentar “comprarla” con regalos varios, como un vestido y zapatos de tacón, y luego directamente a la pederastia abusando de la ingenuidad de la chica y la misma posición dominante del hombre en una comarca inhóspita y solitaria. Traver, homologado a un animal al cual se le da caza, le solicita ayuda urgente a la niña y hasta le paga por comida, gasolina, una escopeta e implementos para reparar su bote y continuar su fuga, no obstante un arrogante y basureador Miller no ve con buenos ojos su presencia y así comienza un juego de poder entre los varones en el que el blanco hegemónico sabe que puede matar al negro y salir impune y éste en cambio debe contentarse con empuñar un arma para defenderse de la violencia que provocan los prejuicios y el oscurantismo esclavista de yanquilandia. La de por sí maltrecha comunicación vía una convivencia forzada, motivada por sucesivos disparos contra la embarcación del fugitivo, termina de implosionar cuando arriban a la isla -para encabezar los servicios fúnebres en honor al anciano- el Reverendo Fleetwood (Claudio Brook) y Jackson (Crahan Denton), el dueño de una lancha que resulta ser incluso más racista que Miller y que le informa sobre el supuesto crimen del negro, motivando que Traver escape entre los matorrales, pise una trampa para osos y pronto sea atado, todo mientras el religioso se entera por boca de Evalyn de los abusos de los que fue objeto por parte de Miller. Fiel a su estilo, el realizador somete a un escrutinio impiadoso a todos los personajes: en primer lugar tenemos el constante paralelismo entre Miller y Traver ya que ambos aman la música con el primero tocando la guitarra y el segundo el clarinete, el blanco mata a una liebre para comer y el negro a un cangrejo, los dos a su vez compiten por el afecto de la nena y los pertrechos -el primero imponiéndose desde el autoritarismo y el segundo a través de la afabilidad- y ni hablar de que ambos tienen sobre sus cabezas una acusación de violación, aunque el cargo contra Miller es real y el de Traver falso, en esencia debido a una burguesa blanca, histérica, despechada y alcohólica que pretendió desquitarse por haberla rechazado; luego viene la presencia de Jackson, que simboliza el sustrato fascista yanqui en materia de un conservadurismo feroz y enceguecido, y del Reverendo Fleetwood, un clérigo protestante que al inicio parece ser una excepción dentro de la fauna religiosa de Buñuel porque representa la “voz de la razón”, sin embargo al final implícitamente acepta entregarle la niña a Miller a condición de que lo ayude a salvar a Traver de un Jackson dispuesto a asesinarlo y de ese pueblo continental que también pretende lincharlo sin juicio de por medio; y hasta Evalyn tampoco es una santita porque mata a una araña que no le hizo absolutamente nada y no le dice a Miller que Traver le dejó 20 dólares por la gasolina y la escopeta que se llevó, lo que bien podría haber ocasionado que el blanco lo matase por considerarlo un ladrón. Buñuel analiza por un lado la hipocresía social y eclesiástica, representada en los dichos del pastor protestante “debe haber culpa y expiación o el pecado volverá a ser cometido”, algo que queda en nada por obra del mismo ministro, y por otro lado esta conjunción permanente entre la ingenuidad y una sutil perversión, entre una bondad y una maldad que se mueven al unísono como dimensiones siempre presentes en cada uno de los humanos y puestas de relieve no sólo en el erotismo de la escena en la que la joven se ducha frente a Traver o cuando Miller la viste como una mujer y le coloca los zapatos de tacón, sino también en el maravilloso desenlace con la chica jugando a la rayuela en el muelle y saltando con ese mismo calzado que la sexualiza en términos comunales sin que Evalyn pueda o llegue a tomar suficiente conciencia de ello.
La Joven (The Young One, México/ Estados Unidos, 1960)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Hugo Butler. Elenco: Zachary Scott, Bernie Hamilton, Key Meersman, Crahan Denton, Claudio Brook. Producción: George Pepper. Duración: 95 minutos.
El regreso del cineasta a España, el cual le costaría denuncias, odio, censura y nuevas persecuciones, finalmente se produciría con Viridiana (1961), un trabajo que sintetiza todas sus preocupaciones ideológicas de siempre y que bien podemos calificar como su más grande e ilustre obra maestra, un convite donde se unifican a pura perfección la fascinación contracultural de su génesis surrealista con ese humor mordaz y extremadamente astuto que lo acompañó a lo largo de toda su magnífica trayectoria. La trama está dividida en dos partes bien marcadas, con la primera desencadenándose a partir de la invitación de Don Jaime (el eterno Fernando Rey), un terrateniente rico y avejentado, a su sobrina Viridiana (la excelente Silvia Pinal), una novicia a la que le faltan apenas unos días para tomar los hábitos, con el objetivo de que lo visite en su vasta propiedad, algo a lo que la mujer sólo accede cuando la Madre Superiora (Rosita Yarza) prácticamente se lo ordena para que pueda despedirse del hombre que le pagó todos sus estudios a la distancia y a quien en gran medida desconoce. Al llegar la protagonista al lugar se topa con el señor y sus criados, el caracúlico Moncho (Francisco René), la siempre sumisa Ramona (Margarita Lozano) y la hija de esta última Rita (Teresa Rabal), una nena algo revoltosa y obsesionada con saltar la soga en todo momento. Pronto las intenciones de Jaime quedan de manifiesto primero cuando la insta a lucir el vestido de boda de su esposa muerta, a la cual su sobrina se parece mucho, para pedirle casamiento a puro morbo incestuoso, y luego cuando horas antes de la partida de la novicia, y en complicidad con Ramona, la droga con vistas a que caiga desvanecida y así mantener relaciones sexuales con ella como gustito necrofílico orientado a retenerla, por ello el hombre a la mañana siguiente le miente diciéndole que la violó estando desmayada (en realidad la besó, le desabotonó la blusa, se acobardó y se fue a su cuarto). Habiéndose ganado el desprecio de la chica, Jaime a posteriori no consigue hacerle creer que todo fue un ardid para que se quede con él anulando su vocación religiosa vía la vergüenza de haber mantenido relaciones sexuales con su tío, y finalmente decide suicidarse colgándose de un árbol con la cuerda de saltar de Rita. La muerte del terrateniente cierra el primer capítulo y abre la segunda parte de la historia, ya que ella efectivamente renuncia de golpe a la vida eclesiástica y porque a la estancia arriba Jorge (un impecable Francisco Rabal), el otro heredero de Jaime por su condición de hijo único e ilegítimo del susodicho, un hombre que trabajaba en el despacho de un arquitecto y que odia al finado debido a que los abandonó a su madre y a él siendo apenas un bebé. Mientras Viridiana transforma a la propiedad en una especie de refugio para los mendigos y menesterosos en general de la zona, para disgusto de los criados y de Jorge, éste se muda de manera permanente al caserón -motivado por la idea de limpiar de malezas las tierras y ponerlas a trabajar- con su novia argentina Lucía (Victoria Zinny), señorita que se termina yendo ya que percibe que el hombre está detrás de Viridiana, quien a su vez no le presta demasiada atención debido a su obsesión con la filantropía desinteresada. Entre Ramona enamorándose de Jorge y el proyecto de éste en pos de poner luz en la casa y hacer reformas edilicias varias, los pobres aprovechan la ausencia de los dos herederos, los cuales se marchan en pos de reunirse con el notario público junto con una Ramona que lleva a Rita al dentista, para colarse en la mansión principal de la finca y organizar un festín en el que no faltan los insultos, los gritos, las peleas, la violencia, la irreverencia religiosa, el sexo y los destrozos por celos y frustración acumulada gracias a tanto ritual sagrado de cotillón a expensas de Viridiana, quien hasta padece a su vuelta un intento de violación por parte de un par de esas “almas carenciadas” que estaba cuidando con muchísimo amor. Aquí Buñuel carga a la película de un sustrato alegórico francamente extraordinario sustentado en un gran número de pequeños detalles que ponen de manifiesto sus intenciones irónicas/ marxistas/ iconoclastas de fondo: ya desde los créditos iniciales se percibe el dejo sardónico con el coro Aleluya (Hallelujah) perteneciente a El Mesías (Der Messias), el famoso oratorio de Georg Friedrich Händel de 1741, ese mismo que también sonará de fondo durante el bacanal sacrílego de los mendigos; la primera vez que vemos a Jaime en el film es cuando él a su vez observa con fascinación fetichista las piernas y -por supuesto- los pies/ el calzado de Rita saltando la cuerda, un lindo detalle pedófilo a cargo del personaje; la sensualidad y la obcecación santurrona toman preeminencia en la escena en la que Viridiana se desviste para dormir por primera vez en el caserón mientras su tío toca el órgano y Ramona la espía por el ojo de la cerradura… y hasta descubrimos que lo único que lleva en su valija es un crucifijo, una Biblia, una corona de espinas, unos clavos y un martillo; la secuencia de una Viridiana tocando las ubres de una vaca al intentar aprender a ordeñar juega desde ya con la metáfora fálica y el “onanismo asistido”; la hipocresía burguesa por su parte aparece cuando Jaime salva a una abeja de ahogarse en un tonel sin jamás haberse preocupado por su propio hijo; la infaltable represión sexual adquiere una impronta insólitamente explícita y gay cuando el personaje de Rey se prueba los zapatos y el corsé de su esposa fallecida, algo que en cierta medida nos devuelve a la furia discursiva de la época de Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, 1929) y La Edad de Oro (L’âge d’or, 1930); el detalle de que Viridiana sea sonámbula funciona como un componente paródico para con la mojigatería cristiana decadente, ya que da a entender que está “poseída” por la fe y las prácticas lúgubres del clero y porque -de hecho- lleva cenizas a la cama de Jaime augurando su penitencia y posterior muerte; el episodio del manoseo y la “no violación” apunta al incesto, la necrofilia y en especial a la perversión de los ideales de la falsa pureza que esgrime la derecha y los sectores más regresivos de la sociedad, frente a lo cual -para colmo- debemos agregar una solidaridad femenina igual a cero porque Ramona ayuda a su patrón en todo para que siga albergándola a ella y su hija; el instante nocturno en el que Rita le dice a Moncho que tiene miedo debido a que un “toro negro entró por la alacena” combina el surrealismo y el presagio de la arremetida de su madre y el veterano contra la novicia; que Rita se ponga a saltar la cuerda inmediatamente después de que la Guardia Civil baja del árbol a Jaime, quien por cierto vale recordar que se colgó con una de las sogas de la niña, subraya la insensibilidad no sólo de la chica sino del propio hombre, quien no era querido -ni se hizo querer- por nadie; como en Las Hurdes- Tierra Sin Pan (1933), Los Olvidados (1950) y todos los opus del período mexicano en general, la representación que hace Buñuel de los pobres es profundamente antineorrealista acorde con diálogos y actitudes gloriosamente bestiales, blasfemas, súper agresivas, hilarantes y sin adornos; la superficialidad de la caridad cristiana no sólo aparece en la debacle culinaria en la mansión sino también en una decisión de Jorge que no tiene nada que envidiarle a las de la protagonista, nos referimos a cuando salva a un perro llamado Canelo de malos tratos por parte de un pajuerano que lo llevaba atado a una carreta a caballo, un animal que compra de inmediato -sintiéndose artífice de una obra celestial- para que segundos después pase otro perro en idénticas condiciones que el anterior, asimismo amarrado de manera inhumana a un carruaje en movimiento; tampoco podemos olvidar el “crucifijo navaja” de Jaime que encuentra su hijo, o cuando Jorge llama a Viridiana “beata sin sangre en las venas” porque ella le pregunta por las razones de su separación de Lucía, o aquel gato que salta sobre el ratón al igual que Jorge decide abalanzarse sobre una Ramona obnubilada con él, todos signos de esos cretinos autoritarios, santificados y citadinos/ agrestes que pululan en el cine del aragonés; casi a la par de la toma del ojo cercenado de Un Perro Andaluz -dentro del baluarte iconográfico buñueliano- se ubica la célebre secuencia de la comilona de los indigentes y su parodia de La Última Cena, el mural de Leonardo da Vinci de 1495/ 1498, con una menesterosa “sacándoles una foto” a todos con su vagina y reproduciendo el lugar/ postura de los doce apóstoles y Jesús, ahora encarnado en Don Amalio (José Calvo), un ciego cambalachesco y chivato que denunció a un colega ladrón a las autoridades porque no le dio su parte del botín luego de un robo a una iglesia, a lo que además se suma un vejete encargado de evitar los desmanes que es el primero en terminar borracho, un leproso travestido con parte del vestido nupcial de la esposa de Jaime y el propio Amalio entrándole a bastonazos a la mesa porque su “amigovia” está teniendo sexo detrás del sofá con otro hombre mientras sus críos lloran a los gritos; y el desenlace también está orientado a remarcar por un lado la supremacía machista de las sociedades latinas y por el otro la represión sexual burguesa… con un Jorge que traerá el progreso a la estancia en forma de energía eléctrica, una Viridiana que se mira en un espejo roto y se suelta el cabello enfrente de otras personas por primera vez, una Rita que juega con la corona de espinas, se pincha accidentalmente y la arroja al fuego (imagen que minutos después se contrapone a un equipo de música reproduciendo un vinilo de Ashley Beaumont cantando Shimmy Doll, un “disco de moda” indicio de una modernidad que destruye todo rastro de Jaime y del pasado piadoso de su sobrina), y finalmente una Viridiana que se sienta dócil a la mesa de Jorge y su amante Ramona para jugar al tute, símbolo del comienzo de un ménage à trois tácito cargado de sumisión que de paso cita -e invierte- aquella alegría de la última secuencia de Piso de Soltero (The Apartment, 1960), del gran Billy Wilder. Así como en el desarrollo narrativo la protagonista pasa de la dialéctica de la vergüenza/ culpa cristiana pasiva a tratar de darle cauce a su vida espiritual en el ámbito mundano más activo con tristes consecuencias, lo que por cierto trae a colación la impostura de la virtud y el decoro en los seres humanos, en Jorge por su parte se unifican el odio a su padre, la necesidad de “tener” lo que fue de él -léase Viridiana- y una sutil atracción hacia la muchacha por más que le resulte repulsiva su actitud dadivosa. Mientras que el hombre representa el capitalismo ateo y salvaje, la mujer hace las veces de una fe infantil e inútil que no modifica absolutamente nada y que en esencia funciona de una manera mecánica y deshumanizadora semejante a la de su pariente burgués (ella hace trabajar y rezar rigurosamente a sus mendigos mientras los obreros de él remodelan el inmueble y limpian los terrenos con igual obediencia ante el yugo y los caprichos del amo): consciente de que los ricos y sus criados basurean a los pordioseros y los miserables se basurean entre sí sin que nada cambie, Viridiana al final reconoce que la compasión verdadera no puede existir de manera permanente sin dignidad y con la constante marginación que los hombres se propinan los unos a los otros, a su vez punta de lanza de la superficialidad de cualquier clase de limosna -y no sólo la católica, sino también la estatal y social más macro- ya que no pasa de ser un paliativo temporal que no soluciona ninguno de los problemas estructurales de las sociedades capitalistas, con la pobreza, el desempleo y la explotación como eternos subproductos de la especulación y el saqueo a manos de todos los oligarcas burgueses/ rurales de los sectores público y privado.
Viridiana (España/ México, 1961)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Julio Alejandro. Elenco: Silvia Pinal, Fernando Rey, Francisco Rabal, José Calvo, Margarita Lozano, José Manuel Martín, Victoria Zinny, Luis Heredia, Joaquín Roa, Juan García Tiendra. Producción: Gustavo Alatriste. Duración: 90 minutos.
A diferencia de la simple aislación geográfica, mediante la cual por ejemplo los habitantes del campo desconocen el sentir de los citadinos y viceversa, la enajenación que retrata El Ángel Exterminador (1962) es aquella propia de las clases sociales en general y la de la burguesía en particular, siempre dispuesta a autoencerrarse en su egoísmo, banalidad, refinamiento impostado, estupidez y canibalismo. Es precisamente esta tendencia a comerse los unos a los otros, ya con los ricachones asumiendo que no pueden dejar de lado sus preconceptos y por consiguiente el espacio simbólico/ cultura en la que habitan, la que analiza esta nueva y genial obra maestra de Buñuel: situada en una mansión de la Calle de la Providencia de la Ciudad de México, la trama adopta el formato de los relatos corales y está centrada en un grupo de burgueses y aristócratas que se reúnen a cenar luego de asistir a la ópera. Con la pareja compuesta por Edmundo Nóbile (Enrique Rambal) y Lucía de Nóbile (Lucy Gallardo) como los anfitriones de turno, el desarrollo retórico pronto se emparda a una suerte de comedia fantástica de terror cuando todos los criados se retiran de repente por un impulso interno incontrolable, con la única excepción del mayordomo chupamedias Julio (Claudio Brook), y ni los invitados ni los dueños de casa pueden abandonar una habitación símil sala de estar, la cual se convierte en su prisión por la misma disposición inexplicable que sintió la servidumbre y que en esta ocasión los insta a quedarse en el lugar sin poder hacer nada ante un marasmo bien ridículo y desesperante. Condimentado por la insólita presencia de un pequeño oso y tres corderos en la casa, el fluir de las sonrisas y conversaciones vacuas se transforma en cansancio, incomodidad y un malestar muy profundo que se agudiza con el pasar de las horas, lo que los obliga a dormir en el cuarto en cuestión. Cuando a la mañana siguiente Lucía le ordena a Julio traer el desayuno para todos, el mayordomo también queda “atrapado” en un presidio cultural en el que nadie del exterior se decide a entrar (los policías y “rescatistas” no se atreven a pisar la vivienda) y nadie del interior se decide a salir (como buenos burgueses, primero le echan la culpa a la sociedad circundante y luego comienzan a desperdigar odio y acusaciones recíprocas entre ellos). La situación se complejiza de a poco con algo de sexo en armarios, un señor enfermo que muere, Sergio Russell (Antonio Bravo), un médico conciliador que trata de imponer infructuosamente el orden, el Doctor Carlos Conde (Augusto Benedico), un hombre histérico y afeminado que agrede por capricho a cualquiera que se cruce en su camino, Francisco Ávila (Xavier Loyá), amparado a su vez por su hermana condescendiente Juana (Ofelia Guilmáin), la presencia de drogas escondidas en una cajita que pertenecen a Edmundo, un par de intentos de violación, un amague de duelo, algún que otro empujón y muchos arrebatos autovictimizantes. Si bien logran romper una pared para dar con una cañería de agua y hasta los corderos ingresan a la habitación y son faenados mientras el oso pasea gustoso por la casa, a decir verdad el hedor del finado, el suicidio de un par de amantes y el comienzo de los delirios místicos/ religiosos motivan que cualquier pavada genere una discusión y los acerque aún más a la locura. Edmundo se transforma en el chivo expiatorio de turno gracias al hambre, la depresión y una paranoia cuyo correlato externo es la decisión de las autoridades de poner la casa en cuarentena, con los criados viendo curiosos desde afuera todo lo ocurrido. Del mismo modo que en La Edad de Oro (L’âge d’or, 1930), Él (1953), Ensayo de un Crimen- La Vida Criminal de Archibaldo de la Cruz (1955) y Viridiana (1961), aquí Buñuel examina por un lado la insatisfacción burguesa cíclica, por más fortuna y poder acumulado existan por detrás de la acaparadora clase social, y por el otro la voluntad individual transformada primero en una prisión compartida y luego en una debilidad que resulta verdaderamente pesadillesca para los personajes, sacando a relucir la abulia burguesa en tanto apoteosis de esa pasividad pusilánime: en este sentido, los diálogos delirantes, irónicos y absurdos entre los protagonistas -en esta oportunidad apareciendo por primera vez con toda su fuerza en el cine del español- señalan un sustrato de violencia, egoísmo, alienación, memez y desprecio mutuo bajo la máscara de la apariencia cordial/ cortés y aquella “etiqueta” de antaño. Entre burguesas que consideran al pueblo “menos sensible al dolor”, comparándolo con un toro herido, y actos de enorme maldad como cuando un hombre arroja afuera del cuarto las pastillas que otro necesita para aliviar su úlcera, lo que enfatiza que el típico burgués no sólo desea su propio bienestar sino además que el prójimo sufra, el mayordomo por su parte traiciona la humildad de su origen social y por ello mismo queda atrapado con sus empleadores en su encierro simbólico al adoptar su perspectiva arrogante (este “esclavo feliz” de la aristocracia come papel mojado, se crió con los jesuitas y es el que más trabaja en pos de destrozar la pared para llegar al agua). Buñuel asimismo se sirve de un generoso arsenal surrealista digno de sus comienzos, pensemos en las repeticiones recurrentes, ese segundo brindis que propone Edmundo que nadie escucha, el criado tropezando y desparramando en el piso el “guiso maltés”, el pollo dentro de la cartera de la burguesa (el cual a posteriori será eje de un muy gracioso ritual símil vudú), ese armario con una imagen sagrada en la puerta y unos jarrones dentro que es utilizado por todos como baño improvisado, las hilarantes visiones de las mujeres al orinar o defecar allí (una dice que vio un “gran precipicio” que lanzaba aguas en torrente, otra que un “águila cruzó a unos metros” debajo de ella y una tercera que el viento le lanzó un “remolino de hojas secas” sobre la cara, trasfondo lírico que es cortado de tajo por el realismo de una cuarta fémina afirmando que simplemente tiene frío), el comentario de Francisco de que viven “en una pocilga, como cerdos”, el cual a su vez es rematado por un Edmundo diciendo que la grosería, la violencia y la suciedad -esas que siempre detestó desde niño, adjudicándoselas sólo a los pobres- son ahora sus “compañeras inseparables”, la alucinación de una de las mujeres en torno al cuarto vacío y una mano amputada acechante, el abate en el exterior que utiliza a uno de los purretes a su cargo como conejillo de indias para que ingrese a la mansión y ver qué ocurre, el episodio del sacrificio del cordero con los ojos vendados, la escena de los pensamientos/ delirios colectivos, y ese mismo final con Leticia (Silvia Pinal) descubriendo que se puede romper el encantamiento reproduciendo las posiciones/ conductas anteriores al inicio del encierro y optando por salir en vez de entregarse a la apatía, lo que queda en nada porque en ocasión del Te Deum en honor a la flamante libertad se replica la situación aunque ahora en versión maximizada; en una catedral, con el pueblo en el exterior siendo reprimido por la milicia y un rebaño de corderos obedientes -más esclavos populares felices, como el mayordomo- ingresando al lugar para alimentar a los privilegiados y explotadores autorecluidos. El Ángel Exterminador no sólo es una de las mejores y más ricas películas de vanguardia de la historia del séptimo arte sino también una de las denuncias más lúcidas y francas de la pantomima de la civilidad y la civilización por un lado y la propensión a vivir en burbujas comunales enceguecidas por el otro, dos tópicos más que actuales en tiempos tan hipócritas, mentirosos e individualistas como los nuestros.
El Ángel Exterminador (México, 1962)
Dirección y Guión: Luis Buñuel. Elenco: Silvia Pinal, Enrique Rambal, Claudio Brook, José Baviera, Augusto Benedico, Antonio Bravo, Jacqueline Andere, César del Campo, Rosa Elena Durgel, Lucy Gallardo. Producción: Gustavo Alatriste. Duración: 95 minutos.
Diario de una Camarera (Le Journal d’une Femme de Chambre, 1964):
En cierto sentido se puede decir que Diario de una Camarera (Le Journal d’une Femme de Chambre, 1964) inaugura la fase final y más conocida de la carrera de Buñuel porque introduce a dos de sus colaboradores fundamentales de allí en más, el coguionista Jean-Claude Carrière y el productor Serge Silberman, quienes lo acompañarán en casi todos sus films hasta su retiro con la excepción de Simón del Desierto (1965) y Tristana (1970). Desde una primera mitad que apuesta a la comedia picaresca y una segunda parte que se vuelca al drama de impronta criminal, la película continúa la senda de las obras previas, La Joven (1960), Viridiana (1961) y El Ángel Exterminador (1962), en lo que atañe a aprovechar la progresiva apertura formal/ mayor libertad expresiva que trajo aparejada la contracultura sesentosa en todo el globo con el objetivo de regresar a aquella mordacidad anticlerical y antifascista de los inicios de la trayectoria del realizador, ya sin ningún maquillaje de por medio. Céléstine (una esplendorosa Jeanne Moreau) es una bella sirviente de modales refinados que llega desde París, luego de trabajar para diversos empleadores poderosos/ célebres, a una casona campestre de lo más particular en la que habitan el mandamás del lugar, el Señor Rabour (Jean Ozenne), un vejete fetichista de los zapatos femeninos, su hija la Señora Monteil (Françoise Lugagne), una arpía frígida y maniática de la limpieza, y el Señor Monteil (Michel Piccoli), esposo bobalicón de la anterior y siempre presto a buscar el sexo que su mujer dice no poder ofrecerle -por un supuesto “dolor” pélvico- en las sirvientas que llegan al hogar, las que su compañera debe despachar después vía sumas considerables de dinero para que se vayan en silencio. Completando el panorama bien bizarro que debe sobrellevar, la treintañera también se topa con Marianne (Marguerite Dupuy), una criada muy sumisa y algo discapacitada a nivel mental, Joseph (Georges Géret), el cochero militante de extrema derecha de la casa, su amigo el Sacristán (Bernard Musson), una nena llamada Claire (Dominique Sauvage) que suele visitar la propiedad y finalmente un par de vecinos bastante extraños, el Capitán Mauger (Daniel Ivernel), quien está peleado con el Señor Monteil y por eso gusta de tirar piedras y basura hacia su residencia, y Rose (Gilberte Géniat), su criada/ amante regordeta. Céléstine posee la astucia de la calle y se toma en solfa a toda esta familia de chiflados, manipulándolos a gusto mientras satisface su implacable curiosidad: se muestra obediente con la hija del anciano, esquiva las invitaciones a la cama de su marido y hasta se somete a los ridículos caprichos de Rabour vinculados a cambiarle el nombre a Marie, que le lea en voz alta una novela de Joris-Karl Huysmans, se calce unas “botas especiales” y comience a caminar frente a la completa fascinación del hombre y el aburrimiento de la mujer. El doble hecho que parte en dos la trama pasa por la muerte del anciano, luego de masturbarse a pura felicidad con las botas en cuestión, y la violación y asesinato de Claire a manos de Joseph, que además de fascista resulta ser pederasta y psicótico (en realidad los tres rasgos suelen ir juntos…). La protagonista en un primer momento, al enterarse del deceso de Rabour, pretende regresar a París pero cuando se le informa de la muerte de la niña, con quien se había encariñado, decide quedarse para dar con el asesino y poder vengarse, y así sus sospechas pronto recaen en el violento y parco Joseph, el “buchón oficial” de la propiedad. Buñuel analiza con meticulosidad y paciencia en primera instancia un conjunto de perversiones y trastornos sexuales varios que hacen a la patética vida de una burguesía presa de su ociosidad, sus represiones y su conservadurismo general, y en segundo término la ignorancia y prejuicios populares hermanados a la envidia, el cotilleo y las discusiones más idiotas, cuya encarnación más nociva y demencial por supuesto es el chauvinismo fanático de Joseph, el cual se mezcla con el antisemitismo, el odio al comunismo, la xenofobia, el militarismo, el desprecio a cualquier tipo de militancia obrera y/ o campesina, el catolicismo más rancio y aquel execrable tridente de “patria, orden y religión”. El realizador cuela una vez más sus marcas registradas como por ejemplo las muchas tomas de los pies y piernas de Moreau enfundados en medias oscuras, su propia condición de empleada doméstica al servicio de un hombre mayor (referencia -hoy más que nunca- a la prostitución de entrecasa y esos viejos pícaros buñuelianos), el disparo de Rabour con una escopeta a una mariposa a pesar de que dice amarlas (clásica hipocresía burguesa), la escena en la que la Señora Monteil le pide consejo a un cura (interpretado por el mismo Carrière) sobre la “frecuencia correcta” en el arte de satisfacer sexualmente a su marido -onanismo mediante- y el hombre le responde que lo más importante es que ella no sienta placer alguno, cómo Mauger termina renunciando a Rose y abalanzándose sobre la mucho menor Céléstine, cuando ella escribe “bastardo” sobre la mesa luego de lograr que Joseph sea arrestado haciéndole creer que estaba dispuesta a casarse con él e incriminándolo, y la alusión de los segundos finales a Jean Chiappe, el jefe de la policía parisina durante la década del 30 y uno de los máximos responsables en la prohibición de La Edad de Oro (L’âge d’or, 1930), aquí en boca de una horda de energúmenos políticos hiper tradicionalistas y xenófobos que vivan su nombre. El film consigue la rara proeza de balancear desde la sagacidad temáticas enrevesadas como la brutalidad campestre, el ascenso de un nacionalismo repugnante, la justicia de alcoba, esa impunidad que siempre termina asomando su cabeza en el capitalismo derechoso y la destreza de algunos individuos para sustraerse exitosamente de su entorno y manipular al enemigo fascista para neutralizarlo -dentro de lo posible- desde el anarquismo libertario.
Diario de una Camarera (Le Journal d’une Femme de Chambre, Francia/ Italia, 1964)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière. Elenco: Jeanne Moreau, Georges Géret, Daniel Ivernel, Françoise Lugagne, Marguerite Dupuy, Jean Ozenne, Michel Piccoli, Joëlle Bernard, Françoise Bertin, Jean-Claude Carrière. Producción: Serge Silberman y Michel Safra. Duración: 97 minutos.
Destinada en un primer momento a formar parte de un proyecto colectivo de carácter episódico, el cual se terminó cayendo porque los otros dos directores contactados por el productor Gustavo Alatriste, Federico Fellini y Jules Dassin, querían que sus segmentos fuesen estelarizados por sus respectivas esposas, Giulietta Masina y Melina Mercouri, cuando la idea original era que Silvia Pinal protagonizase todos los relatos, de este modo Simón del Desierto (1965), última realización mexicana de Buñuel, se terminó convirtiendo a la fuerza en un mediometraje solitario que viene a cerrar el trío de colaboraciones entre el director y Pinal, ese que se completa con las también excelentes Viridiana (1961) y El Ángel Exterminador (1962). Aquí la mujer compone a nada menos que el Diablo, ofreciendo el primer desnudo parcial de su carrera y el segundo de la obra del aragonés luego de aquellos pechos y aquella cola femeninas de Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, 1929); y su rol por supuesto se opone a otro de esos santurrones insoportables de los que tanto gustaba burlarse el realizador y guionista, hoy el personaje del título interpretado por Claudio Brook, otro regular de larga data en las propuestas de Buñuel: en esencia el film ofrece una versión paródica de la vida e idiosincrasia de Simeón el Estilita, un anacoreta cristiano hiper fundamentalista del Siglo IV que pasó los últimos 37 años de su vida haciendo penitencia arriba de distintas columnas completamente aisladas del vulgo, según él una fuente interminable de tentaciones que lo alejaban del designio sagrado de la vida contemplativa y fervorosa. El relato comienza cuando luego de seis años, seis semanas y seis días (hilarante referencia al número 666, la “Marca de la Bestia”), Simón baja de un pedestal y se sube a otro aún más alto que fue construido por un hombre rico al que este santo popular ha ayudado (signo de la connivencia entre la iglesia y los sectores acaudalados de la sociedad). Acompañado únicamente por su madre (Hortensia Santoveña), la cual se muda a una choza cercana y a quien él no le presta demasiada atención, y un enano pastor malhumorado (Jesús Fernández), cuyas cabras también viven en las inmediaciones de la columna, el protagonista será tentado por el Diablo tres veces, la primera en forma de una nena bien sexy que le muestra su cuerpo, lo insulta en latín y le pincha la espalda, la segunda disfrazado del mismo Dios y con un borrego en sus brazos, al cual después le pega una patada, y la tercera a través de un ataúd que llega desde el desierto para llevárselo en un avión comercial, ya con el objetivo de hacerlo abandonar el pedestal y regresarlo al mundo real, pero el del futuro/ aquel presente. El cineasta pone en primer plano la terquedad y arrogancia de Simón a través de su negativa a ser ungido sacerdote y sus condenas a otros hombres piadosos por nimiedades, léase los momentos en que censura a un clérigo por mirar a una mujer (nuevamente Pinal, reforzando el concepto de que para el catolicismo el cuerpo femenino es la encarnación de Belcebú) y a un muchacho del cenobio por saltar dichoso por ahí (la felicidad es sinónimo de vanagloria malsana y el sufrimiento por su parte, fetichizado al punto de la obcecación, es la base de la penitencia). La inutilidad, hipocresía y alienación detrás de la doctrina cristiana, vinculada a la culpa eterna y un ascetismo que no se condice con el contexto social ni lo modifica en verdad, quedan reflejadas en la genuflexión oscurantista popular del inicio, cuando el pueblo le besa los pies y le arranca un pedazo de su túnica, en el genial episodio del milagro, cuando el protagonista le devuelve las manos a un amputado por robo y éste no sólo lo toma sin sorpresa alguna sino que las utiliza para empujar a una de sus hijas, y en la escena en la que Mefistófeles posee a un cura (Luis Aceves Castañeda) para acusar falsamente a Simón de atesorar “manjares” en su vianda -como queso, pan y vino- a pura farsa de ayuno y recato, lo que motiva que los demás clérigos comiencen a sospechar de inmediato de él. Más allá del dejo irónico, Buñuel pone en boca del anacoreta frases que describen a la perfección el esquema ideológico católico ortodoxo como cuando afirma que “la más despreciable de tus criaturas es el hombre, señor, su sola presencia me aleja de ti” y cuando señala en éxtasis que “si no me libro del maligno hoy, señor, me libraré mañana, si no en cinco años, en diez: continencia, oración, caridad y humildad serán mis armas”, enfatizando la obsesión con un martirio masoquista en la tierra que justifique alejarse de todo placer y regocijo con el fin de hacerse merecedor de un hipotético paraíso en el más allá (en este sentido apunta el castigo autoinfligido adicional de sostenerse con una sola pierna por haber confundido a Satanás con el todopoderoso, lo que eventualmente lo acerca a la locura en un ciclo de bendiciones a cualquier ser con el que se topa). Entre el Edipo por la presencia permanente de su madre, la superficialidad de la fe cristiana y la homologación implícita a un Jesús que cambia la cruz por la columna, el aragonés recurre además a la fantasía del protagonista con bajarse, correr y estar con su progenitora, al fantasma de la impiadosa propiedad privada, esa que el sacerdote reprendido trata en vano de explicarle, y hasta a un maravilloso final en el que ni el cielo ni el infierno están disponibles porque lo ocupan otros inquilinos, nada menos que esa juventud contracultural y rockera de la década del 60 que baila el twist y a la que le importa un comino la filosofía castradora y delirante de la penitencia ad infinitum.
Simón del Desierto (México, 1965)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Julio Alejandro. Elenco: Claudio Brook, Silvia Pinal, Jesús Fernández, Enrique Álvarez Félix, Hortensia Santoveña, Francisco Reiguera, Luis Aceves Castañeda, Enrique García Álvarez, Antonio Bravo, Enrique del Castillo. Producción: Gustavo Alatriste. Duración: 43 minutos.
Una de las obras maestras más accesibles, y que sintetiza muchas de las preocupaciones conceptuales habituales de Buñuel, es Belle de Jour (1967), una película extraordinaria que por un lado significó la adopción definitiva del color por parte del director, un régimen retórico que de seguro relacionaba con la algo insípida Robinson Crusoe (1954) y que en general rechazó hasta el momento por disponer de presupuestos bastante limitados con los cuales trabajar (el color pone en primer plano los recursos disponibles, en cambio el blanco y negro los maquilla engañando al espectador con mayor facilidad), y por otro lado constituyó el opus más explícito a la fecha del señor porque aquí ya se decide a trabajar de manera evidente y concisa primero la represión sexual y el fariseísmo compulsivo de la burguesía y segundo los puntos en común y diferencias entre el mundo de la imaginación y una realidad que suele resultar de lo más decepcionante, incluso contando con las riquezas, estabilidad y generoso margen de maniobra social de las clases pudientes (hoy también salta a la luz la tendencia humana general a autosabotearse con vistas a satisfacer la pulsión de muerte y de paso victimizarse a ojos del resto de los mortales, esos que en buena medida determinan nuestra identidad concreta). La protagonista en esta oportunidad es Séverine (la glacial Catherine Deneuve, aquí a pura economía gestual), una burguesa aburrida y frígida de 23 años que está casada desde hace doce meses con Pierre Serizy (Jean Sorel), un médico epítome de la perfección -exitoso, cordial y siempre comprensivo- con el cual no mantiene relaciones sexuales tracción a una castidad que no puede explicar y que motiva que duerman en camas separadas. La trama se divide entre los recuerdos y fantasías de la chica y lo que ocurre en una realidad un tanto trastocada, construyendo un viaje en el que el destino es la satisfacción de un deseo de dominación que su insulso esposo no puede cumplir: mediante un par de flashbacks conocemos los traumas de fondo, con una figura masculina manoseándola y besándola de niña (el abuso se asoma en el horizonte) y ella misma negándose a recibir la hostia en su primera comunión (la educación religiosa y su sustrato regresivo/ violento también forman parte del dolor silencioso acumulado); y en lo que atañe al presente -en términos prácticos- éste se centra en la decisión de la mujer de acercarse a un burdel de alto perfil propiedad de Madame Anaïs Modes (Geneviève Page) para experimentar eso de la promiscuidad y el ser subyugada con vehemencia, lugar al que llega porque una amiga, Renée (Macha Méril), le comenta que una conocida mutua llamada Henriette ahora se dedica a la prostitución, circunstancia que hace que le pregunte a su marido sobre la dinámica de los prostíbulos clandestinos y termine prestando mucha atención a la dirección de uno de ellos en París -esa legendaria “Jean de Saumur 11”- que sale de boca de un amigo presuntuoso de su esposo, Henri Husson (Michel Piccoli), quien por cierto anda detrás de ella para la repugnancia de la mujer. Ahora bien, mientras que Séverine comienza a recibir clientes de dos a cinco de la tarde, va mitad/ mitad en materia de dinero con Anaïs y adopta como seudónimo el Belle de Jour del título (modificación diurna y socarrona de “belle de nuit”, argot francés por meretriz), la chica se despacha con un buen número de fantasías sadomasoquistas como la inicial cuando Pierre pasa de hablarle dulcemente en un carruaje a irritarse por su frialdad y hacerla azotar y violar por los cocheros, aquella en la que Husson le arroja barro y la insulta mientras Pierre mira aprobando todo (otro interesante detalle buñueliano es que están en un campo rodeados de toros y -según comenta Henri- todos se llaman Remordimiento y el último Expiación), esa otra en la que ella se mete debajo de una mesa de un restaurant junto a Husson con una botella rota de por medio y unos Pierre y Renée convertidos en testigos impasibles, y la del duelo entre su esposo y Henri con ella atada y su cabeza sangrando, rematada por un beso apasionado de Pierre. Sin embargo Buñuel incluye su arsenal surrealista sardónico también en el apartado real en especial vía la colorida fauna de trabajadoras y clientes que pululan en los aposentos de Anaïs: en el primer rubro tenemos a dos compañeras de Séverine, las curtidas Mathilde (Maria Latour) y Charlotte (Françoise Fabian), y la mucama/ criada Pallas (Marguerite Dupuy), y en la segunda categoría caen Adolphe (Francis Blanche), un burgués jocoso y fabricante de caramelos, el Profesor (François Maistre), un célebre ginecólogo adepto a la humillación, y un asiático sin nombre (Iska Khan), señor que gusta de emplear el misterioso contenido de una cajita que hace un sonido extraño al ser abierta y que desencadena que luego Pallas encuentre el cuarto tumbado, una toalla manchada con sangre y a Séverine boca abajo en la cama y sonriente. Quizás el episodio más gracioso y perturbador que nos trae la flamante profesión de la protagonista sea el que involucra a un Duque (Georges Marchal), quien la encara de improviso en un café y la termina convenciendo de llevarla a su mansión, donde la hace desnudar, colocarse un velo negro que le cubre todo el cuerpo y acostarse en un féretro, todo para descubrir que se trata de un fetiche necrofílico que se mezcla con el incesto porque el soliloquio del hombre -segundos antes de comenzar a masturbarse a centímetros del ataúd- nos informa que Séverine personifica a su hija muerta. En ocasión de la profundización de la crisis de identidad de la joven y de una frontera cada vez más difícil de mantener entre su vida de “burguesa respetable” y la otra de artífice del placer público, Buñuel se acerca a la dinámica del melodrama primero cuando ella en cierta medida se enamora de un cliente, Marcel (Pierre Clémenti), un gangster narco amigo de un tal Hyppolite (Francisco Rabal) que lo lleva al burdel desencadenando la pasión en cuestión, y segundo cuando arriba al lupanar el propio Husson, el cual si bien promete no decir nada a Pierre y hasta la rechaza porque lo que antes le atraía de ella era su “virtud”, a decir verdad trae a colación el peligro de ser descubierta y por ello termina renunciando a su pesar a la prostitución. La película examina con sumo cuidado el anhelo de promiscuidad en tanto mecanismo para remediar una existencia sin chispa ni propósito ni riesgo ni metamorfosis, poniendo de relieve que el amor no basta en la cotidianeidad si no hay novedades o cambios en el horizonte de la pareja; asimismo el film ofrece una perspectiva profundamente masculina de la sexualidad ya que juega sin tibiezas con la fantasía de los varones -muy “calma conciencias”- del lenocinio basado en la mujer que se prostituye por gusto y no por necesidad, a lo que se suma el gustito por las parafilias entendidas no sólo como clásicas perversiones de burgueses grasientos que se sumergen en un burdel para compensar sus días aburridos con su esposa, sino también como mecanismos en pos de introducir una mínima innovación general (la escenificación es fundamental para el placer masculino, a veces más que la propia mujer, transformada apenas en una “excusa con patas” para la pantomima erótica). Como todo gran cineasta, Buñuel se consagra a los detalles más reveladores de cada personaje, edificando una idiosincrasia de lo más particular y compleja: Madame Anaïs comprende tanto a sus mujeres como a los clientes porque es lesbiana y hasta intercambia un “piquito” con Séverine; por su parte el aguerrido Marcel, con sus prótesis dentales de metal y su cicatriz en la espalda, es el opuesto exacto de Pierre, quien es tan impecable que hasta se adelanta al clamor/ estereotipo social eterno femenino y le pide un hijo a su esposa; ella necesita tanto de mutar de piel por la fuerza que únicamente acepta su nueva profesión cuando Anaïs le ordena que empiece y Adolphe la arroja sobre la cama, así su vida sexual y afectiva conyugal/ “oficial” mejora mucho porque recupera un deseo que consideraba perdido, no obstante la pretensión de congeniar su amor socialmente aceptado por Pierre (vida como ama de casa burguesa) y su amor subrepticio por Marcel (tendencia a la promiscuidad) se choca con el ánimo de posesión y exclusividad por parte de los hombres, lo que deriva en Marcel descubriendo el domicilio de la protagonista, después de que Hyppolite la siguiese, reclamándole su amor y finalmente disparándole tres veces a Pierre, el cual queda en un estado semi comatoso. Husson en cierto sentido es un caso aparte debido a que cumple dos funciones dentro del andamiaje retórico, primero es otro de esos burgueses soberbios y maquiavélicos típicos del cine de Buñuel (Renée dice que ser rico y ocioso “son sus dos enfermedades principales”), y segundo viene a representar la expiación forzosa comunal en el desenlace, un castigo intra clase social por el cual ella debe pagar por su doble existencia y no inspirar lástima como la pobre mujer de un paciente inmovilizado y ciego al que debe cuidar (de todas formas, fiel a su temple siempre inconformista, el realizador combina la denuncia sutil de esta sanción hipócrita de la comunidad con su homóloga acerca de la abulia mortuoria de los estratos opulentos vía una Séverine que en los segundos finales -ante el dolor y el miedo que le provoca la certeza de que Husson le contó a Pierre sobre su trajín como prostituta- vuelve a encerrarse en la apatía de sus fantasías, donde es impune y nadie le reprocha nada, pergeñando en su cabeza que su marido se levanta como si nada de la silla de ruedas, la besa en la frente y ella se acerca a la ventana para ver pasar el mismo carruaje con los dos cocheros del inicio, simbolizando su pronto regreso al sexo fuera del matrimonio y enfatizando además la naturaleza cíclica del relato y de la vida en su conjunto). Esta vuelta del desenlace a una versión extrema del comienzo, con Pierre empardado a un vegetal ya totalmente incapaz de brindar placer y una Séverine que conoció el regocijo que despierta la transgresión, pone en crisis el ideal burgués de la perfección económica/ social/ cultural vinculada al conservadurismo político y el éxito más vacuo, producto de la repetición mecánica de conductas colectivas y ritos sexuales en los que la fantasía y la realidad suelen fundirse con consecuencias más o menos decepcionantes e inusuales. El sustrato conceptual de Belle de Jour por cierto asimismo nos habla del tratamiento hipócrita de la “mercancía” humana corporal por parte de la sociedad, con un vulgo que martiriza a las meretrices y ni se mosquea cuando vende por una miseria su trabajo al explotador capitalista y unos burgueses que consumen sus placeres de una forma privada y bien morbosa, siempre en la soledad del hogar y alejados de toda amenaza.
Belle de Jour (Francia/ Italia, 1967)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière. Elenco: Catherine Deneuve, Jean Sorel, Michel Piccoli, Geneviève Page, Pierre Clémenti, Françoise Fabian, Macha Méril, Marguerite Dupuy, Francisco Rabal, Iska Khan. Producción: Raymond Hakim y Robert Hakim. Duración: 100 minutos.
La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969):
La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969), primera parte de la trilogía episódica de la última etapa de la carrera de Buñuel, esa que a futuro completarían El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, 1972) y El Fantasma de la Libertad (Le Fantôme de la Liberté, 1974), es definitivamente la película en la que más se perciben los sentimientos contradictorios que despertaba en el realizador su vasta formación religiosa y el catolicismo en general, ya que de manera continua la obra deja entrever una fascinación innegable con la cronología, el ideario y los rituales cristianos que se unifica con una burla/ desprecio monumental a raíz del catálogo de conflictos verbales, torturas y asesinatos que se sucedieron en la historia humana -y que se acumulan en pantalla- en pos de “sanear” a la institución eclesiástica de cualquier indicio de herejía y de sus diletantes de turno, casi siempre transformados en víctimas del fanatismo demencial. A través de recursos como la parodia, el comentario entre líneas y una recurrente cita textual que por cierto trae a colación tanto los conocimientos sobre el tema de Buñuel como la investigación particular que encaró junto a su coguionista Jean-Claude Carrière, el film apuesta a un sustrato bastante más lírico y pedagógico que el habitual en el cine del aragonés con el objetivo de trazar un contrapunto entre el trasfondo surrealista del relato y la mundanidad e insolencia de un par de mendigos que casi siempre son despreciados y/ o marginados: la excusa central para pasearnos por el devenir del cristianismo vía una colección de sketchs entre delirantes y sarcásticos es el viaje de Pierre (Paul Frankeur) y Jean (Laurent Terzieff) desde Francia hacia la catedral de Santiago de Compostela en Galicia dentro de lo que comúnmente se denomina el Camino de Santiago, una peregrinación católica de origen medieval orientada a llegar a la supuesta tumba de Santiago el Mayor, patrono de España y uno de los doce apóstoles de Jesucristo (si bien la tradición afirma que la catedral es sede del sepulcro en cuestión, hipótesis posteriores lo desmienten y consideran que el que fue enterrado allí fue Prisciliano, un obispo ejecutado por brujería). La “no trama” abraza el formato de las road movies y gusta de saltar a puro caos entre la antigüedad y la modernidad entregando distintas viñetas con la presencia de los menesterosos como elemento unificador, quienes no hacen el recorrido por fervor religioso sino simplemente porque saben que al llegar a su destino habrá mucha gente que podrá darles una limosna o algo para comer. Así las cosas, de a poco nos topamos con un burgués con una capa (Alain Cuny), el cual le da limosna a Pierre, los insta a tener hijos con una prostituta y llamarlos “Tú no eres mi pueblo” y “No más misericordia”, y después se marcha junto a un enano que suelta una paloma; un “recuerdo” de Pierre que en realidad es de Jesús (Bernard Verley), con su madre la Virgen María (Edith Scob) pidiéndole que no se afeite porque la barba le queda muy bien; un niño con los estigmas de Cristo que consigue que un auto se detenga al costado de la ruta para que el dúo de peregrinos se suban y enseguida los hagan bajar sin explicaciones; una hilarante discusión sobre el carácter consagrado de las hostias entre un brigadier (Claude Cerval) y un cura (François Maistre), quien resulta ser un loco que se escapó de un neuropsiquiátrico; un cónclave que recita proclamas piadosas en latín y luego se entrega a una orgía para estar más cerca del todopoderoso a través del pecado; la controversia sobre la existencia de Dios entre un creyente Pierre y un ateo Jean, quien en medio de una tormenta eléctrica pide al altísimo que demuestre su presencia y segundos luego se escucha un rayo invisible de los cielos derribando una casa cercana que bien podría haber sido la perdición de Jean; un Marqués de Sade (el genial Michel Piccoli) que niega a un Dios quimérico/ fantasmal y afirma que de existir merece nuestro desprecio por la maldad otorgada a los hombres, mientras tiene encadenada a una nena piadosa que lo contradice a los gritos; un mayordomo que le explica la naturaleza bipartita humana/ divina de Jesús a unos criados de manera autoritaria y despectiva; Cristo relatando una anécdota en un almuerzo en la que a fin de cuentas los ardides capitalistas tienen más importancia que la religión; un picnic de un instituto educativo católico en el que los peregrinos por fin ven algo de hospitalidad culinaria y unas nenas recitan situaciones y doctrinas heréticas que merecen ser condenadas según los profesores y los padres del público presente, mientras Jean a su vez imagina a unos revolucionarios de izquierda ejecutando al Papa; un tribunal de la Inquisición condenando a un renegado a la hoguera y un joven sacerdote cuestionando la decisión ya que representa un eslabón más en un ciclo de muertes bajo el pretexto de distintos hombres adjudicándose cada uno la verdad; una encarnación mística de la Parca símil Diablo (Pierre Clémenti) que se aparece después de que Jean le desease a un auto que no quiso llevarlos que se le reviente una cubierta y se estrelle, lo que de hecho ocurre y deriva en que la misteriosa figura le otorgue los zapatos del conductor fallecido a Pierre; un convento en donde crucifican a una monja que ambiciona reproducir el suplicio de Jesús; y un duelo a espada entre aristócratas -en el que los viajantes actúan de testigos- debido a una lucha dialéctica de impronta teológica en torno a la pugna entre principios contradictorios como libertad/ voluntad individual/ libre albedrío por un lado y ese determinismo divino que puede variar entre lo relativo y lo absoluto por el otro. El segmento final de la película pone en interrelación todos los conceptos anteriores y los reformula multiplicando la naturaleza sardónica y poética del convite, empezando por la llegada a España de los peregrinos franceses y la aparición de dos hombres que les dejan un burro y pertrechos varios para cuidar a cambio de una moneda de oro: a posteriori los susodichos presencian cómo un obispo (Claudio Brook) desentierra y quema los restos de un clérigo acusado de herejía en función del descubrimiento de escritos póstumos, lo que provoca que los dueños del burro cuestionen la Santísima Trinidad, sean perseguidos por guardias de la Inquisición y para escapar tomen la vestimenta y armas de un par de cazadores que están bañándose en un río en medio de un bosque. Entre un rosario que recibe un disparo y una manifestación nocturna y espectral de la Virgen María, los cuatro hombres se reencuentran luego en una taberna en la que por un lado la Guardia Civil le exige documentos a los peregrinos porque tienen pinta de no ser “muy católicos” y éstos se desquitan robando una pata de jamón, y por otro lado los dos muchachos del burro deben soportar a un sacerdote español (Julien Guiomar), quien primero les relata una anécdota en la que la Virgen María ocupó el lugar de una monja enamorada, a la espera de su regreso al convento, y después les brinda un sermón sobre la virginidad de la madre de Cristo y la lujuria en general (aquí llama la atención una circunspecta interpelación a cámara por parte del personaje, el cual pretende ganar a los espectadores para el bando piadoso a puro ridículo); lo que además se complementa con una bella mujer y un burgués añoso que se materializan de la nada en los cuartos de los hombres, con este último afirmando que “mi odio hacia la ciencia y mi horror hacia la tecnología me llevarán finalmente a la absurda creencia en Dios” (la frase pone en primer plano la tendencia facilista de los humanos a caer en dicotomías cuando no pueden explicar algo al cien por ciento, haciendo que se entretengan más peleando entre ellos que tratando de encontrarle sentido a las lagunas cognitivas de turno de la doctrina o “estado de cosas” al que están defendiendo o atacando con vehemencia). Como decíamos al inicio, La Vía Láctea no sólo puede ser leída como un manifiesto anticlerical craneado por un ateo subversivo, de disposición surrealista y amante de las herejías más inteligentes de la historia del séptimo arte, en esencia porque hablamos de una de las películas de Buñuel que menos se prestan a la interpretación tradicional en torno a su cine ya que constantemente la burla y un sutil homenaje a la belleza del porfiar fervoroso se unifican de un modo por demás complejo, jugando tanto con la denuncia de una ortodoxia que sirvió de justificación para incesantes carnicerías en pos de acumular poder político/ económico/ social/ cultural, como con una obediencia delirante llevada al extremo del masoquismo y opuesta a una transgresión -tan pero tan humana- que también pasa a ser incorporada dentro del ideario teológico medieval con vistas a tratar de comprender la distancia entre los preceptos religiosos elevados y la frustrante realidad concreta que nos rodea. El fraude del desenlace apunta precisamente a ello, a homologar lo sagrado y lo profano como dimensiones inherentes al hombre más terrenal y temeroso ante la perspectiva de su propia muerte, por la que inventa conceptos como “cielo” e “infierno” para dar sentido a su vida y de paso sumarse a estructuras de dominio con siglos de hipocresía tras sus espaldas: basta con recordar a Pierre y Jean arribando a Santiago de Compostela, descubriendo que no hay nadie porque el enterrado en la catedral es ese ignoto Prisciliano y encontrándose con una prostituta que quiere tener hijos con ambos, a los que -por supuesto- llamará “Tú no eres mi pueblo” y “No más misericordia”. Hasta el mismísimo Jesús afirma que no traerá paz sino la espada y el enfrentamiento en el seno de toda familia, devolviéndole la vista a un par de ciegos que no entienden lo que ven ni pueden caminar tranquilos sin auxilio de terceros.
La Vía Láctea (La Voie Lactée, Francia/ Italia, 1969)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière. Elenco: Paul Frankeur, Laurent Terzieff, Alain Cuny, Edith Scob, Bernard Verley, François Maistre, Claude Cerval, Marguerite Dupuy, Julien Bertheau, Michel Piccoli. Producción: Serge Silberman. Duración: 102 minutos.
En el caso de Tristana (1970) tenemos uno de los trabajos más autoreferenciales de Buñuel, específicamente hermanado a Viridiana (1961) y Belle de Jour (1967), no sólo por el regreso de Fernando Rey y Catherine Deneuve en los roles centrales sino también debido a que el realizador y guionista recupera aquel planteo romántico central de la primera vinculado a una relación trágica entre una joven y un hombre mayor, recurso que asimismo explotó en el pasado aunque terminó de cristalizar en todo su esplendor en el opus con Silvia Pinal, y porque a la par hace lo propio con respecto al sustrato principal de la segunda, relacionado con el devenir sexual fuera del matrimonio/ pareja habitual con el objetivo de ampliar el margen de autonomía en relación a las privaciones de la vida burguesa y sus muros castradores, otro ingrediente de siempre del cine del aragonés que termina de eclosionar del todo en el film francés (amén de lo anterior, se sabe de sobra que rasgos varios del personaje de Rey estuvieron inspirados en el padre del cineasta y que características de la fase inicial del personaje de Deneuve aquí están basadas en detalles de la juventud de sus hermanas). La historia por momentos parece ofrecernos una suerte de reinterpretación madura y a la española de aquellos melodramas mexicanos del pasado, ya que precisamente el sustrato nostálgico recorre la película y refuerza el hecho de que fue la segunda y última propuesta ficcional -luego de Viridiana– que el realizador pudo filmar en su España natal, lo que genera tanta alegría como frustración y tristeza en consonancia con una presencia tácita del gobierno franquista que se siente en todo momento y contagia a lo lejos su envilecimiento a los protagonistas. El relato es en verdad muy sencillo y transcurre en Toledo, con el avejentado Don Lope (Rey) transformándose en el tutor de su joven ahijada Tristana (Deneuve) luego de morir sus padres: si bien en un primer momento el hombre se muestra proclive a quererla como a una hija adoptiva, de a poco la comienza a considerar una mujer sensual y aprovechándose de su ingenuidad la convierte en su amante. Lope es un hombre contradictorio a más no poder, uno de los personajes más ricos de la fauna masculina de Buñuel ya que por un lado es extremadamente conservador y machista en materia del rol asignado a las féminas en la sociedad (“la mujer honrada, pierna quebrada y en casa”, dice en una escena memorable) y suele exagerar bastante en eso de defender un “honor” que le puede costar la vida a cualquiera que ose entrar en una discusión o guste de insultar al prójimo (la acción se desarrolla a principios del Siglo XX y el derramamiento de sangre vía duelos por nimiedades todavía era algo recurrente), y por otro lado se muestra muy progresivo en lo referido a la cultura y la política (siempre defiende al débil, condena la superstición cristiana, se mofa de la policía, fue un seductor/ libertino de joven que se abalanzaba sobre cualquier mujer -salvo que sea la esposa de un amigo o una ninfa inocente- y en especial se declara enemigo de la hipocresía, la injusticia y el “vil metal”). El tiempo pasa y la muchacha se siente cada vez más infeliz porque Lope no la deja salir de la casa y así no le queda otra que escabullirse en paseos clandestinos junto a la criada, Saturna (Lola Gaos), a su vez una mujer cuyo hijo sordomudo Saturno (Jesús Fernández) no deja de generarle problemas por su carácter pendenciero y sutilmente anárquico. Es en una de esas salidas en la que Tristana conoce a Horacio (Franco Nero), un pintor del cual se enamora y con quien se termina mudando a Madrid muy a pesar de un Lope que se siente en simultáneo padre y marido de la chica, colocándose en el lugar de uno u otro según su conveniencia. Años después Horacio contacta a Lope para pedirle que reciba en su hogar a una Tristana que tiene un tumor en una de sus piernas y padece dolores muy fuertes, todo en función del deseo de la propia mujer y la idea de ella de que está cerca de la muerte, así el anciano acepta gustoso su vuelta y pasa a estar al cuidado de él y de Saturna. El cáncer se extiende y eventualmente deriva en la amputación de la pierna derecha, circunstancia fundamental en la metamorfosis final de la protagonista, que en primera instancia le achaca a Horacio haberla “entregado” a Don Lope por más que la decisión fue de ella, lo que desencadena que el hombre se marche para nunca más volver, y en segundo término comienza a ser despótica e impasible ante un Lope que curiosamente deja atrás su impronta autoritaria y se transforma en una persona mucho más afable y comprensiva. El film se sirve del sustrato incestuoso de fondo y esa melancolía en enroque de los personajes para analizar tópicos como la ciclotimia emocional (no sólo en lo que hace a los cambios ocurridos en el trayecto desde la primera a la segunda parte de la trama, sino incluso en cada capítulo por las vueltas e indecisiones del trío central), las traiciones entrecruzadas de turno (él estaba a cargo de ella y desvirtuó su rol de padre postizo, ella a su vez no está muy agradecida que digamos por haberla albergado luego del fallecimiento de sus progenitores y en cierto modo traiciona su papel de esposa implícita de él), la facilidad con la que se invierte el esquema de poder en la pareja (el sadismo, la frustración y el odio acumulados operan como catalizadores de la insatisfacción vía un contexto compartido bien nocivo) y la misma posibilidad de reconversión personal (Lope, quien decía odiar el dinero y el espíritu comercial, proclamaba la supremacía social del hombre y despreciaba el catolicismo, a posteriori hereda el cuantioso dinero de su hermana beata fallecida, el cual para colmo lo saca de la semi miseria, padece la indiferencia hiriente/ agresiva de Tristana y hasta la acompaña a misa cuando ella lo dispone; de igual forma la actitud libertaria individual del hombre cala hondo en una Tristana que jamás acepta las propuestas de casamiento de Horacio y por ello luego lo deja partir sin llantos ni alboroto). Ahora bien, el clasicismo de la narración esconde un sinfín de marcas autorales de Buñuel como la escena en la que Saturno y un amigo miran y tocan a una Tristana adolescente, el acercamiento sensual por parte de ella a una estatua/ sepulcro católico, ese trasfondo de embates de las fuerzas de represión contra el pueblo que ya estaba presente en aquella trilogía gala antifascista del realizador del segundo lustro de la década del 50, el episodio vinculado a la “decencia” pública cuando un hombre y dos mujeres reprenden a la protagonista y a Horacio por besarse en la calle, la presencia en sí de una amputada que pone de relieve el apego de Buñuel hacia los tullidos, la secuencia en la que ella le muestra su cuerpo desnudo a Saturno desde un balcón para que se masturbe (indicio inefable de la represión sexual burguesa), el casamiento por iglesia y sin amor entre Tristana y Don Lope del último tramo, y la misma metáfora de las campanadas que recorre toda la película en su conjunto, la cual por un lado trae a colación un sueño recurrente de ella, centrado en la cabeza cortada de Lope funcionando como un badajo, y por el otro viene a remarcar la nostalgia de la propuesta porque antaño los sonidos de las campanas determinaban la vida de las personas según las necesidades de las autoridades políticas, los acontecimientos sociales y la liturgia eclesiástica, en contraposición a una contemporaneidad en la que la velocidad plutocrática impide la paciencia que requiere el detenerse a escuchar y obrar en consecuencia. Aún más que la colección de dicotomías símil pugnas conceptuales en línea con la decadencia sexual versus el esplendor erótico, la madurez versus la juventud, la posesión versus la libertad, la quietud versus la algarabía o el despotismo versus la sensibilidad y la verdadera comunicación con el prójimo, lo que en realidad prima en la película es el principio de transformación y las múltiples facetas de cada individuo: así como ella encarna la autovictimización femenina burguesa, siempre a mitad de camino entre la imposición externa y el placer masoquista culposo (a Tristana le encanta elegir entre unidades aparentemente similares, signo de una meticulosidad femenina vista como banal por los varones), él por su parte termina convirtiéndose en el auténtico protagonista de la faena no sólo porque es una figura mucho más interesante, sino también porque su complejidad y paradojas lo transforman en una anomalía dentro del catálogo de los personajes burgueses del aragonés y en una especie de álter ego del propio Buñuel y su inconformismo todo terreno (como si se tratase de un miembro de la aristocracia intelectual de izquierda, Lope en una escena extraordinaria le dice al hijo de su sirvienta “el trabajo es una maldición, Saturno, abajo el trabajo que uno tiene que hacer para ganarse la vida; ese trabajo no honra como dicen algunos, sólo sirve para llenarle la andorga a los cochinos explotadores; en cambio el que se hace por gusto o por afición ennoblece al hombre, ojalá todos pudieran trabajar de ese modo”). Jugando con la búsqueda incesante de una libertad que consiga satisfacernos de lleno y con el retrato de la naturaleza contradictoria del amor a lo largo del tiempo, la película edifica una fábula exquisita y reveladora en la que quien afirmaba odiar a la religión termina tomando café con tres sacerdotes y quien reclamaba felicidad e independencia definitiva termina amargada, esclavizando a Don Lope y finalmente asesinándolo desde la perfidia y la pusilanimidad de siempre de la burguesía.
Tristana (España/ Italia/ Francia, 1970)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Julio Alejandro. Elenco: Fernando Rey, Catherine Deneuve, Franco Nero, Lola Gaos, Antonio Casas, Jesús Fernández, Vicente Soler, José Calvo, Fernando Cebrián, Antonio Ferrandis. Producción: Luis Buñuel y Robert Dorfmann. Duración: 99 minutos.
El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, 1972):
Una de las temáticas que recorre buena parte de la carrera de Buñuel es la imposibilidad de satisfacer un deseo bien concreto ya sea por una represión inconsciente, el azar más caprichoso, un trauma o miedo específico, una coyuntura macro que los sujetos en cuestión ayudaron a crear o ese dispositivo surrealista de tono paródico que desarma previsibilidades y el dualismo cartesiano e introduce el régimen del absurdo y lo improductivo -en términos capitalistas- dentro de la razón instrumental de las sociedades occidentales; un conjunto de factores que asimismo se entrelazan de manera sublime en El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, 1972), una comedia iconoclasta y de barricada que denuncia la fantochada e inmensa hipocresía que se esconden detrás de las reuniones aparentemente “refinadas” de la aristocracia europea y las clases sociales media y alta en general, enclaves siempre volcados a un cinismo permanente, mucha vanagloria, una corrupción que adquiere resonancias hilarantes y un catálogo de temores que en esencia se reducen a la contingencia de ser descubiertos en sus mentiras, ridiculizados por el pueblo y/ o ser despojados de esa impunidad de la que suelen gozar en función de su control absoluto del aparato estatal, sus personeros políticos y los sectores económicos y culturales más concentrados (su apego a la servidumbre -encarnación moderna y eufemística de la esclavitud- también genera terror a que sus secretos sean expuestos y a la vez una patética adicción a no tener que hacer nada por ellos mismos ya que siempre hay algún criado a mano dispuesto a sacrificarse en nombre del “amo”). La progresión adquiere la forma de viñetas más o menos interconectadas alrededor de un grupo de seis burgueses engreídos y bobos, el matrimonio de Henri (Jean-Pierre Cassel) y Alice Sénéchal (la siempre hermosa Stéphane Audran), Don Rafael Acosta (Fernando Rey), nada menos que el embajador de la ficticia República de Miranda, ubicada en Latinoamérica, otra pareja compuesta por François (Paul Frankeur) y Simone Thévenot (Delphine Seyrig), y finalmente Florence (Bulle Ogier), la hermana de la anterior. Si bien todos suelen reunirse en el caserón de los Sénéchal para tertulias de alta alcurnia, donde son atendidos por la sirvienta Inés (Milena Vukotic), y los tres hombres son socios en el particular negocio del tráfico de cocaína vía las valijas de un Rafael que goza de inmunidad diplomática, lo cierto es que no sólo se traicionan entre ellos (Acosta tiene un affaire con Simone y la serie de sueños buñuelianos que presenta el film dan cuenta de la desconfianza reinante), sino que además en diversas actitudes del trajín cotidiano dejan entrever sus prejuicios y profundo desprecio para con el resto de la sociedad (en este sentido resulta especialmente desopilante la aparición de un tal Monseñor Dufour -interpretado por Julien Bertheau- en la morada de los Sénéchal con la intención de convertirse en su jardinero, primero siendo echado por el dueño de casa al verlo con su ropa de trabajo y a posteriori aceptándolo sin reparos cuando se pone su sotana, amén de detalles insólitos de la vida del susodicho -sobre todo tratándose de un obispo de la inmunda y aristocrática Iglesia Católica- como que vendió su auto para ayudar a los pobres y que sus padres murieron envenenados con arsénico por un homicida desconocido). Una y otra vez este grupo de individuos intentará sentarse tranquilo para disfrutar de un encuentro culinario y una y otra vez será interrumpido bajo circunstancias sumamente bizarras que ellos aceptarán primero con un sutil enfado y luego con una resignación muy graciosa en la que el realizador parece calzarse nuevamente los zapatos de un entomólogo sádico que adora martirizar a sus insectos/ comensales burgueses fallidos: la primera insatisfacción viene de la mano de un malentendido en materia de fechas y por ello el grupo se presenta en el hogar de los Sénéchal cuando Henri está ausente por una cena de negocios; la segunda se da momentos después cuando todos quieren comer en un restaurant pero terminan yéndose al descubrir que el propietario del lugar está muerto en una habitación lindante y sus empleados esperando el coche fúnebre; el tercer desengaño involucra las sospechas de Rafael y François de que alguien avisó a la policía sobre el “temita” del narcotráfico y así deciden renunciar a lo que hubiese sido un almuerzo compartido en esencia porque Inés vio a Henri y su esposa corriendo en el jardín de la residencia, motivando la conjetura de que estaban evadiendo una redada cuando en realidad se escapaban de sus invitados para simplemente hacer el amor detrás de los arbustos; el cuarto episodio se produce cuando las tres burguesas quieren tomar algo en un bar elegante aunque de boca del mayordomo se enteran que el establecimiento no tiene ni café ni té ni leche, apenas agua (encima son interrumpidas por el Teniente Hubert de Rochcahin, interpretado por Christian Baltauss, el cual les relata de prepo cómo el fantasma shakesperiano de su madre lo instó a ajusticiar al hombre que afirmaba ser su padre y que de hecho asesinó a su progenitor real en un duelo por la mujer); la quinta frustración se condensa en la visita de un coronel (Claude Piéplu) y su tropa que suelen ser alojados en la vivienda de los Sénéchal en ocasión de maniobras militares, primero interrumpiendo con su presencia en la mansión y luego vía una andanada insistente de disparos (los detalles risueños del caso pasan por una Alice que le pide al monseñor que ayude a servir la comida como un criado más, por el propio coronel fumando marihuana y compartiendo el cigarrillo con Florence, y por los pormenores del sueño de un joven sargento atrapado entre la melancolía y el Complejo de Edipo, quien les comenta como si nada a los burgueses y los militares presentes que en la experiencia onírica caminaba por una calle símil “decorado pintado” cuando se encontró con dos hombres, uno de ellos un amigo muerto, y una mujer, su madre también fallecida); la sexta insatisfacción se da en el contexto de una velada en la casa del coronel y hasta cita a El Ángel Exterminador (1962) porque un sirviente se tropieza y dos pollos caen al suelo, los cuales son de utilería y funcionan como prólogo de un doble embuste que abarca el hecho de que todos están en el escenario de un teatro con un público expectante viéndolos -frente al cual se olvidan la letra, por ello un apuntador los ayuda a recordarla en un intento en vano ya que los burgueses se marchan despavoridos- y el incidente resulta ser un sueño de Henri previo a la cena real; circunstancia que deja paso a la séptima secuencia de desencanto culinario cuando el coronel y Acosta protagonizan una discusión y este último le dispara al militar dentro del contexto de un sueño dentro de un sueño de François (ardid muy novedoso para la época y luego utilizado en muchas obras cinematográficas posteriores, sin jamás alcanzar el nivel de calidad de este maravilloso primer gesto vanguardista); el octavo desengaño se produce cuando todos quedan arrestados en un almuerzo en casa de los Sénéchal por el Comisionado Delecluze (François Maistre), algo que luego queda en nada porque el Ministro del Interior (Michel Piccoli) ordena que los liberen gracias a las poderosas influencias del diplomático; y finalmente la novena y última insatisfacción tiene lugar cuando un comando revolucionario acribilla a todos los comensales menos a Rafael, que se esconde debajo de la mesa de turno y es encontrado segundos después cuando a pura estupidez saca una mano para tomar una feta de cordero, lo que por supuesto resulta ser otro sueño, ahora del propio Acosta, quien se despierta en medio de la noche y se dirige a la heladera para degustar unas rodajas de carne fría. Más allá de la catarata onírica principal, aquí Buñuel incluye muchos detalles, situaciones y diálogos muy típicos de él que apuntan a remarcar la naturaleza odiosa y fraudulenta de la mascarada cordial burguesa: pensemos en cuando el “señor embajador” le dispara con un rifle a uno de los juguetes mecánicos símil peluches que vende una militante socialista/ maoísta (Maria Gabriella Maione), a la que acusa de ser una “terrorista” de Miranda y más adelante manosea y manda a secuestrar por sus esbirros entre proclamas varias de Acosta vinculadas al machismo, el catolicismo y el militarismo; la escena en la que François insta al chofer de Rafael a beber un martini como ejemplo de cómo no se debería ingerir dicho cóctel, con Thévenot afirmando que se debe beber de a sorbos pequeños como el champagne y el pobre hombre tragándolo todo de golpe (este es otro símbolo de la aversión hacia el pueblo de las capas acaudaladas, a quien no le adjudican ningún “refinamiento” social y tratan como a un esclavo del cual mofarse en público a pura cobardía); aquel gracioso diálogo entre el embajador y el obispo, quien pretende halagar a Miranda pero se equivoca continuamente de país y termina lisonjeando a la Bogotá colombiana, la Cordillera de los Andes y La Pampa argentinas y hasta las pirámides de México y Guatemala (el chiste también es metadiscursivo porque Miranda es otra de las repúblicas latinoamericanas craneadas por el propio Buñuel para tratar de esquivar condenas a naciones específicas); la encerrona que los invitados del coronel le hacen a Acosta preguntándole sobre la situación de los guerrilleros y los estudiantes opositores al gobierno de su país -de este modo el hombre reconoce sin ningún prurito que reprimen y arrestan a mansalva- y cuestionando la ausencia de caviar y champagne y el crecimiento de la miseria, la corrupción y la violencia, lo que deriva en respuestas automáticas y bien simplonas/ baratas por parte de Rafael; la genial secuencia en la que mandan llamar al monseñor para que le dé la extremaunción a un hombre humilde que también es jardinero como él y que se revela como el verdugo ignoto de los padres del sacerdote por malos tratos crónicos, circunstancia azarosa que conduce a que luego de la unción el simpático obispo lo mate con una escopeta (otro indicio del fariseísmo religioso); el relato de un policía sobre un sargento muy estricto que torturó a un joven con un piano convertido en picana gigante del que brotan cucarachas, tremendo fascista que a su vez fue asesinado en una manifestación un 14 de junio y desde entonces siempre ese día de todos los años regresa a la comisaría como espectro con el objetivo de liberar a los detenidos en pos de redimirse, lo que resulta ser un sueño de Delecluze inspirado en uno de sus subordinados; la absurda obsesión de Florence con los ciclistas y los signos del zodíaco; y el puñado de conversaciones que se dan durante la cena final (tenemos a una Inés de apariencia juvenil que afirma tener 52 años y hasta haber sido abandonada por su novio por ser “muy mayor” para esperar los dos años de servicio militar que debe atravesar el muchacho, después está esa referencia a Argentina y América Latina en general como refugio de nazis cuando se le pregunta a Acosta sobre la existencia de un genocida alemán en Miranda, algo que el hombre minimiza diciendo que el susodicho es “todo un caballero”, y ni hablar del lapsus verbal por parte de Alice y Henri, quienes pretendiendo unificar opuestos terminan reforzando el rencor de clase de fondo cuando afirman que se puede ser “pobre y ladrón” al mismo tiempo, al igual que “rico y honrado”). La película constituye tanto una de las epopeyas inconformistas más imaginativas y ricas de la historia del séptimo arte como un pantallazo demoledor en torno a los prejuicios, los delirios ególatras y la psicopatía maquiavélica de los burgueses y los estratos dirigentes, cuya mega ociosidad aquí está representada mediante el motivo recurrente de los seis personajes centrales caminado por una carretera desierta en medio de un paisaje bucólico, siempre huyendo, moviéndose sin que nada cambie a su alrededor, paradójicamente vagando presos de una libertad que no los lleva a ningún lugar porque carece por completo de la conciencia/ responsabilidad política de asumirse parte de una sociedad entrelazada y vasta, eligiendo en cambio al capricho plutocrático individual como un principio rector que excluye el destino de los otros componentes comunales. Sin duda una de las humoradas más hilarantes sobre la mediocridad, paranoia e intrigas burguesas se produce mediante el complejo contraste entre -por un lado- la aparición repentina de ruidos intrusivos que tapan las palabras de los personajes durante la charla entre el embajador y la joven revolucionaria sobre Mao Tse-Tung y Sigmund Freud (una sirena ensordecedora) y los intercambios entre Delecluze y el Ministro del Interior y entre el primero y aquel sargento del sueño acerca de los motivos para liberar a los burgueses narcos y los vínculos non sanctos del Estado francés con Latinoamérica (turbina de avión y sonido maximizado de máquinas de escribir), y -por otro lado- la conversación entre Rafael, Henri y François del inicio sobre un “misterioso” embajador que fue arrestado con 40 kilos de cocaína en su valija, el cual Sénéchal pronto revela que fue el de Estados Unidos a pesar de que escuchamos pasar un auto que bien podría haber tapado sus palabras como signo de autocensura: el recurso toma la forma de una estrategia de complementariedad que pone en interrelación la decisión histórica de Buñuel de evitar las referencias directas a países bajo dictadura o con una democracia farsesca y aquella vehemencia política de las décadas del 60 y 70 relacionada con aludir explícitamente al objeto del ataque, aquí la sede del imperialismo occidental, viabilizando de este modo un esquema en el que dialogan los dardos sutiles de siempre con el señalamiento abierto de la naturaleza espuria y grasienta de las élites del Primer Mundo.
El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, Francia, 1972)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière. Elenco: Fernando Rey, Paul Frankeur, Delphine Seyrig, Bulle Ogier, Stéphane Audran, Jean-Pierre Cassel, Julien Bertheau, Milena Vukotic, Michel Piccoli, Claude Piéplu. Producción: Serge Silberman. Duración: 102 minutos.
El Fantasma de la Libertad (Le Fantôme de la Liberté, 1974):
A diferencia de La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969) y su sustrato marcadamente religioso y El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Bourgeoisie, 1972) y su inclinación hacia el examen específico de las conductas e idiosincrasia de las capas sociales acaudaladas, El Fantasma de la Libertad (Le Fantôme de la Liberté, 1974) orienta el minimalismo y esa habitual economía expresiva de Buñuel hacia un conjunto de temáticas más amplias vinculadas a un existencialismo de corte muy azaroso, interesado en poner de relieve que en la vida la casualidad juega un papel tanto o más importante que la causalidad. Más allá de tópicos caros al realizador en términos históricos como por ejemplo el anticlericalismo, la necrofilia, el autoritarismo político/ social, la pedofilia, el absurdo, el asesinato, el fetichismo, el Complejo de Edipo, el sadomasoquismo, la lucha y el sentir de los marginados, la fecalofilia, el incesto y la enorme estupidez del Estado y sus fuerzas de represión, la película que nos ocupa apuesta además a un repaso irónico/ meditabundo/ extasiado en torno a la mutabilidad de las culturas y los credos, el trasfondo del paradigma moral reinante, los tótems y los tabúes de cada época, la inversión subversiva del orden establecido, el fluir repetitivo de los rituales sociales, la búsqueda de algún tipo de verdad de la cual asirse, los enigmas detrás de las situaciones cotidianas, la preeminencia de las ideologías, el arte de contemplarnos a nosotros mismos, los anhelos que nos atan a un pasado irrecuperable y finalmente esa ceguera burguesa empardada a la represión, el conformismo y la autovictimización. En esta oportunidad los sketchs están interconectados por personajes, objetos o hasta disposiciones corporales que enlazan los distintos episodios de manera sutil, siempre encadenando los eslabones bajo aquel esquema surrealista de los comienzos de la carrera del aragonés en donde el concepto del destino cobra importancia fundamental ya que en vez de apuntar a una concatenación religiosa/ mística de acontecimientos, aquí la aleatoriedad está relacionada con los límites cognitivos del propio ser humano y su incapacidad para comprender -desde su ínfimo lugar en el planeta, por más que su ego sea hiper voluminoso- tanto la secuencia de las hechos presentados como el misterioso significado que se podría extraer -o no- del atolladero semiótico en cuestión y sus causas/ consecuencias a lo largo del tiempo. La aventura y esa mismísima suerte se abren camino como una especie de fatalidad tragicómica en la que el hombre apenas si puede mirar lo ocurrido desde afuera, a veces tratando de influir en el entramado y hasta en raras ocasiones torciendo en parte la dirección de los acontecimientos, lo que por cierto suele derivar en desastres tanto para él como para los individuos y la flora y fauna que tiene a su alrededor. La metamorfosis retórica que nos propone Buñuel es francamente fascinante: luego de una imagen de Los Fusilamientos del Tres de Mayo, legendario cuadro de 1813/ 1814 de Francisco de Goya sobre la represión de las fuerzas napoleónicas contra el pueblo español, el desarrollo propiamente dicho comienza en 1808 cuando las tropas francesas fusilan en Toledo a unos prisioneros que gritan “¡vivan las cadenas!” y “¡mueran los gabachos!”, después los soldados ingresan en una iglesia y un capitán come -desde la más grosera alevosía- las hostias del lugar e intenta besar a una estatua sagrada femenina pero su esposo de mármol lo golpea en la cabeza (versión fiel aunque socarrona de El Beso de 1863, una de las Leyendas del extraordinario Gustavo Adolfo Bécquer), frente a lo cual el oficial hace desenterrar los restos mortales de la mujer y descubre que están en perfectas condiciones; de improviso tomamos conciencia de que el episodio anterior estaba siendo leído en una plaza del presente por una niñera (Marguerite Dupuy) mientras la nena a su cuidado aceptaba unas fotos de un hombre con look de pederasta, cuando ambas regresan al hogar los padres de la pequeña, el matrimonio Foucauld (Jean-Claude Brialy y Monica Vitti), despiden a la susodicha a pesar de que las imágenes en cuestión resultan inofensivas ya que apenas si retratan monumentos, edificios y zonas públicas de Europa, y hasta se las terminan entregando a la chica, quien pretende cambiarlas por fotos de arañas; esa misma noche se le aparecen al marido en su recámara una gallina, una mujer con una vela y un reloj de bolsillo, un cartero con su bicicleta y un emú, lo que motiva una visita a un médico que le recomienda ver a un psicoanalista por más que el hombre posee una misiva bien material que le dio el cartero como prueba; la escena es interrumpida por una enfermera (Milena Vukotic) que le pide permiso al doctor para visitar a su padre enfermo del corazón, en el viaje la susodicha se topa con unos soldados en un tanque que están en busca de un zorro y a posteriori se detiene -en medio de una lluvia muy intensa- en una taberna/ hotel en la que se cruza con cuatro monjes carmelitas fanáticos de San José que ingresan en su habitación primero para rezar por la recuperación de su padre y luego para jugar al póker mientras beben, fuman y apuestan diversos símbolos católicos como escapularios, vírgenes y sagrados corazones; de repente arriban al lugar una señora mayor y un joven que además de tía y sobrino resultan ser amantes, ya en el cuarto él la hace desnudar, descubre que su cuerpo es el de una muchacha e intenta asfixiarla con una almohada porque la mujer se resiste al sexo aunque segundos después desiste de sus intenciones homicidas; en el pasillo el joven se topa con un hombre (Michael Lonsdale) que lo invita a pasar a su habitación junto a los cuatro monjes y la enfermera para tomar Oporto y “celebrar el azar” que los reunió allí, no obstante todo resulta parte de un ardid exhibicionista que el susodicho planeó con su contraparte femenina y así todos son testigos de un juego sadomasoquista de insultos, mucho cuero y un trasero flagelado en público, detalle que deriva en el muchacho regresando con su tía, ya por fin dispuesta al amor carnal; a la mañana siguiente la enfermera acepta llevar en su auto a un profesor (François Maistre) que dicta un curso sobre la relatividad de las leyes según las culturas locales a un conjunto de policías bastante infantiles adeptos a disparar a un foco, escribir en el pizarrón consignas como “el coronel es un cornudo” y “el capitán es un mariquita” y hasta adherir a la espalda del profesor con un alfiler una figura femenina hecha de papel, sin embargo toda la clase se va vaciando por distintas maniobras e incidentes en vía pública hasta que sólo quedan dos oficiales; siempre intentando mantener el hilo de la clase a través de las interrupciones, el profesor enfatiza que prácticas como la poligamia son condenadas en Occidente pero aceptadas en Melanesia y les relata a sus alumnos uniformados un ejemplo hipotético en el que él y su esposa (Jenny Astruc) son invitados a la casa de unos amigos, quienes en vez de sillas tienen inodoros delante de la mesa de turno y donde debiera estar el baño hay un cuarto pequeño destinado a comer en soledad, evento para colmo enmarcado en un intercambio verbal entre todos acerca de una humanidad que produce un enorme caudal de excrementos y sustancias tóxicas contaminantes para el planeta; los dos oficiales deben partir a servicio y en un punto de control vehicular ordenan detenerse a un conductor, el Señor Legendre (Jean Rochefort), quien a su vez visita a un tal Doctor Pasolini (Adolfo Celi) que le informa que padece cáncer de hígado y le ofrece cigarrillos, así el hombre le enchufa una linda bofetada porque el médico dio muchos rodeos para comunicarle la mala noticia y luego se dirige a su residencia, donde no le dice nada a su mujer (Pascale Audret) y ambos se enteran por una llamada telefónica que su pequeña hija Aliette (Valerie Blanco) desapareció; la pareja llega al colegio y la nena está enfrente de ellos y de los docentes todo el tiempo, y aunque interactúan con ella la consideran perdida, la ningunean como si no existiese y hasta hacen la denuncia correspondiente en la estación de policía; el oficial que los atiende, nada menos que el Comisionado (Claude Piéplu), observa sus propios zapatos y la imagen se conecta con otro uniformado al que antes le ordenó mejorar la apariencia de su calzado y asimismo a un tercer hombre de anteojos (Pierre Lary) que se está haciendo lustrar sus zapatos al lado del anterior, quien resulta ser un francotirador que se sube al piso número 30 de un edificio y desde allí comienza a disparar a los peatones al azar, después la policía lo atrapa y en un juicio lo sentencian a muerte sin embargo lo dejan en libertad de inmediato, todo coronado por unas fans que le piden su autógrafo a la salida del tribunal; finalmente el Prefecto de la Policía (Julien Bertheau) “halla” a la hija de los Legendre y se las “devuelve” a sus progenitores, no obstante debe partir de inmediato hacia un bar en el que se encuentra con una mujer (Adriana Asti) idéntica a su hermana fallecida y a quien le comenta cómo en una tarde calurosa la susodicha tocó desnuda en un piano las Rapsodias de Johannes Brahms; el encuentro dura poco porque el prefecto recibe un llamado de su hermana instándolo a verla en su cripta del cementerio, sitio en el que descubre el cabello rojizo de la mujer por fuera del ataúd y un tubo de teléfono a su lado; justo cuando pretende abrir el féretro es arrestado por unos oficiales que no le prestan atención cuando les recuerda su rango policial, llevándolo a rastras a la comisaría y eventualmente conduciéndolo ante un insólito Segundo Prefecto de Policía (Michel Piccoli), con quien de improviso se pone a charlar a pura cordialidad acerca de un colosal operativo antidisturbios en el zoológico; y así las dos autoridades se apersonan en el lugar y dan inicio a una represión fuera de campo que incluye disparos, campanadas, gritos de los manifestantes de “¡vivan las cadenas!” y una serie de enigmáticas tomas de la cabeza de un avestruz. Retomando lo que decíamos al inicio, la película ofrece una constante inversión ideológica/ ética/ actitudinal que se traduce en un mundo puesto patas para arriba en donde las costumbres, la moral, las convenciones, las manías, la rutina diaria, el orden, las reglas formales y los regímenes consuetudinarios de verdad entran en crisis de manera profunda no sólo porque lo público pasa a ser privado y viceversa sino también debido a que lo que antes se daba por sentado desaparece y lo que se castigaba resulta totalmente aceptado, sacando a relucir por un lado la dimensión caprichosa del ámbito social y por el otro la incapacidad humana de verdaderamente desentrañar el sentido último de las situaciones en las que se está inmerso y mucho menos comprender en su justa medida a ese otro diferente que todos adoran juzgar desde el facilismo y la soberbia. Como buenos carcamanes que abarcan mucho y aprietan poco, hombres y mujeres divagan sin rumbo fijo (el recurso buñueliano del viaje más o menos truncado aquí aparece con toda su fuerza vía el constante desplazamiento de los personajes), viven presos de sus propias burbujas (la represión burguesa una vez más adquiere ribetes fantásticos cuando los padres esquivan la misma existencia de su hija), se van de un extremo al otro en materia doctrinaria (los monjes amigos del juego corren en paralelo a los militantes revolucionarios que celebran las cadenas y los insólitos policías antifascistas, basta recordar a esos dos de la memorable escena del salón de clases en la que manifiestan aprobación frente a un periódico que incita a la lucha obrera con el titular “Los trabajadores suenan la alarma”), ponen al descubierto la hipocresía familiar e institucional más extendida (el ejemplo fecalofílico del profesor y el episodio del francotirador son muy claros al respecto) y por supuesto caen en ese catálogo surrealista de deseos que dejan de ser sublimados en prácticas aprobadas/ toleradas desde el sentido común para salir a la superficie simbólica comunal con toda su algarabía e inusitada vehemencia (los acercamientos pedófilos y/ o incestuosos se unifican caóticamente con la violencia política, el psicoanálisis, la necrofilia, la incompetencia del Estado y el sistema judicial en especial, el sustrato oscurantista de la llamada “seguridad pública” y el simple gustito por ponerse en manos de una dominatrix bien sádica). Entre detalles autobiográficos dolorosos como el concerniente al cáncer de hígado, de lo que finalmente moriría Buñuel en 1983, y apuntes sardónicos maravillosos como la gloriosamente innecesaria presencia del “cólico miserere”, enfermedad morbosa de la que murió la hermana del prefecto y que la llevó a vomitar excrementos, el realizador y guionista edifica un repaso detallista y revulsivo por las distintas dimensiones del quehacer humano jugando con las previsibilidades y el afán de un espectador que ante relatos corales como el presente espera alguna clase de cierre retórico, ese que aquí jamás encontrará ya que el objetivo de fondo es señalar que en el capitalismo cualquier intento por alcanzar un ápice de verdadera libertad se transforma en una entelequia porque los individuos apenas si se pueden conformar con la ilusión fetichista de un libre albedrío que no es tal porque siempre está coartado por el cúmulo de injusticias, inequidades e idioteces de los oligarcas que controlan la economía y la política occidental.
El Fantasma de la Libertad (Le Fantôme de la Liberté, Francia, 1974)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière. Elenco: Jean-Claude Brialy, Julien Bertheau, Monica Vitti, Adolfo Celi, Paul Frankeur, Michael Lonsdale, Pierre Maguelon, François Maistre, Michel Piccoli, Jean Rochefort. Producción: Serge Silberman. Duración: 104 minutos.
Ese Oscuro Objeto del Deseo (Cet Obscur Objet du Désir, 1977):
La obra maestra final de Buñuel, Ese Oscuro Objeto del Deseo (Cet Obscur Objet du Désir, 1977), es uno de sus manifiestos más importantes acerca del carácter contradictorio, neurótico y bastante suicida de las relaciones humanas y los vínculos del corazón, un film que constantemente contrapone la insatisfacción del deseo sexual masculino con la histeria y los devaneos femeninos a través de un juego de sugestión erótica y control absoluto a partir de la imposibilidad del coito, cuyo sustrato de fondo abarca un catálogo de miedos, inseguridades, celos, rencor y mutua incomprensión en el seno de la pareja. La historia gira en torno a la relación sadomasoquista -tan cercana a una versión enferma del cariño como a las idas y vueltas más tradicionales del esquema/ balance del poder amoroso- entre Mathieu (el siempre genial Fernando Rey), un burgués francés entrado en años y con mucho dinero en sus arcas, y Conchita (las perfectas Carole Bouquet y Ángela Molina), una muchacha española que se sostiene vía trabajos marginales, que adora bailar flamenco y que convive con su madre Encarnación (María Asquerino), a su vez una beata insufrible que se pasa todo el día en la iglesia, que no sabe hacer nada y que tampoco tiene interés en trabajar porque considera al mundo exterior una influencia corruptora para el espíritu. En los primeros segundos Mathieu compra un pasaje de tren desde Sevilla a París, le ordena a su fiel mayordomo Martin (André Weber) que limpie los vestigios de lo que parece haber sido una acalorada “discusión” con la señorita en la casa donde él se estaba alojando (todo tumbado y sangre de por medio) y se sube al tren en un compartimiento colectivo en el que también se encuentran una mujer (Milena Vukotic) y su hija pequeña, un juez (Jacques Debary) y un enano psicoanalista (Pierre Germain Aleyrangues), no obstante lo verdaderamente curioso es que todos se conocen previamente de algún lado y producto del azar (la mujer es vecina del protagonista, el magistrado es amigo del primo abogado de Mathieu, llamado Edouard e interpretado por Julien Bertheau, y finalmente el juez reconoce al enano porque lo vio en una corrida de toros en la misma Sevilla). Cuando Mathieu identifica a Conchita en el andén decide enfrentarla, desoír sus ruegos en pos de que no se vaya y acto seguido le tira el agua de un balde en la cabeza ante la mirada atónita de todo el pasaje; circunstancia que provoca que la mujer se escabulla dentro del vagón y que al regresar a su asiento el hombre tenga que justificarse ante los otros viajeros diciendo que no está loco, que “es mejor empapar a alguien que asesinarlo” y que Conchita es “la peor mujer del mundo”, desencadenando el racconto que constituye el grueso de la película en sí: Mathieu conoce a Conchita cuando a la salida de una audiencia de Edouard, quien estuvo en el juicio contra los miembros de un colectivo terrorista insólitamente cristiano y de izquierda llamado Grupo Armado Revolucionario del Niño Jesús, ambos van a casa del protagonista a almorzar y allí descubren que la chica es la nueva sirvienta contratada por Martin, de quien Mathieu queda prendido desde el primer momento y por ello esa misma noche se abalanza de manera muy poco sutil sobre ella y la joven lo rechaza sonriente dando inicio a la dialéctica de tire y afloje que marcará el vínculo de allí en más, ya que a la mañana siguiente el señor se entera que Conchita se marchó del lugar. El reencuentro se produce tres meses después en Suiza luego de que unos jóvenes le robasen en la calle 800 francos a un Mathieu en viaje de negocios, dinero que ella se acerca para devolverle diciendo que lo asaltaron sus amigos/ compañeros porque todos estaban de gira con un espectáculo de flamenco y el empresario responsable se fue y los dejó sin nada; el hombre le permite conservar el dinero y ella le pasa la dirección de su casa en París, donde él comenzará a visitarla, a ganarse su afecto a cuentagotas con regalos varios y más francos y a insistirle con tener sexo, algo a lo que Conchita se rehúsa bajo el pretexto de que -a pesar de que afirma quererlo mucho- no es ni frígida ni beata como su progenitora sino simplemente virgen y que debe tener paciencia ya que ella le avisará cuando sea el momento adecuado para el coito, específicamente cuando no esté cansada y tenga ganas. El tiempo pasa, el histeriqueo continúa, la obsesión del hombre se acrecienta al igual que sus celos -sobre todo por la presencia de un guitarrista de flamenco apodado El Morenito (David Rocha) con el que ella ensaya su show- y finalmente se decide a hablar con la madre para pasarle un buen fajo de billetes a cambio de que la convenza de mudarse a la mansión de Mathieu, lo que deriva en que ella se ofenda por sus repetidos intentos de “comprarla” y en última instancia lo vuelva a dejar colgado. Dos meses después, y en plena depresión porque ya no la encuentra en el departamento donde solía vivir, se tropieza con ella cuando la ve trabajando en el guardarropa de un bar, puesto que abandona para irse con el hombre a vivir a una casa de campo en las inmediaciones de París propiedad del acaudalado señor: una vez más lo que comienza dulce y apacible deriva en frustración y apatía porque él sigue insistiendo con el sexo y ella con negárselo, llegando al punto de primero ponerse un corsé símil “cinturón de castidad”, más adelante afirmar que en esencia para ella el amor no implica necesariamente la cópula y finalmente rechazar la posibilidad de satisfacerlo de “otras formas” que le garanticen a la vez permanecer virgen. La convivencia y la decisión de dormir -a veces- en la misma cama terminan de estallar cuando Mathieu descubre que Conchita estuvo metiendo durante varias noches a El Morenito en su residencia porque no tiene otro lugar adonde ir, así echa furioso a ambos de su hogar y después recibe gustoso la ayuda que Edouard le brinda en eso de conseguir mediante sus contactos en el Estado que la mujer y su madre sean expulsadas de Francia, movida que debe ser leída en simultáneo como una venganza y como un mecanismo para no sentirse tentado a volver a buscarla, algo en lo que por supuesto recae cuando se marcha junto a Martin hacia Sevilla, ciudad natal de la chica. Es en una de las calles de la ciudad española donde se topa nuevamente con Conchita, hoy una bailaora flamenca tanto con ropa como sin ropa en un club nocturno llamado Gurugú y orientado a los turistas, y si bien Mathieu genera un episodio de celos cuando la ve danzando como Dios la trajo al mundo frente a un puñado de varones babosos, eventualmente vuelven a prodigarse afecto y ella afirma amarlo tanto como él la ama a ella. Mathieu le promete que le dará lo que desee y ella le pide una casa a su nombre, no obstante cuando el señor le entrega el inmueble y llega la noche en la que Conchita supuestamente le ofrecerá la más que anhelada “contraprestación”, el protagonista es burlado de una manera espantosa por la mujer, la cual proclama por fin ser libre y para dejar las cosas bien en claro tiene sexo con El Morenito mientras un Mathieu destrozado mira todo desde afuera de la propiedad y con una reja de por medio. El ciclo sin fin de la crueldad y las revanchas recíprocas continúa al día siguiente ya que ella lo va a buscar a la casa donde se hospeda en Sevilla y le comenta que “no entiende a las mujeres” y que no tiene ningún derecho sobre ella por más que le regale una vivienda, lo que desencadena una de las palizas más catárticas y gloriosas de la historia del séptimo arte, cuyos correlatos vemos al inicio del film, con él desparramando cachetadas a diestra y siniestra y ella tratando de frenarlo diciéndole que lo de anoche fue una farsa, que El Morenito no es su amante, que ni siquiera le gustan las mujeres y que ella todavía es virgen. La jugada retórica más famosa de la película, la centrada en emplear a dos actrices para el mismo rol, no sólo fue profundamente vanguardista para su época y se condice con la idea de utilizar a la francesa -Bouquet- para las escenas apacibles y la española -Molina- para las agitadas, sino que además apunta a subrayar el planteo principal de fondo y que involucra la cita freudiana del título, ya que ese “objeto del deseo”, el cuerpo femenino, es un significante que resulta fútil ante el anhelo ardiente y egoísta del sujeto que ama, en este caso un hombre que proyecta sus fantasías en la mujer; a lo que se podría agregar desde una perspectiva abiertamente nihilista que el propio significado -léase la personalidad, idiosincrasia y/ o rutinas del ser amado- sólo importa en función de los puntos en común con el constructo psicológico de base. Aquí Buñuel asimismo recupera temáticas ya trabajadas en el pasado como el amor entre un hombre mayor y una chica más joven, la sirvienta homologada a una suerte de esclava sexual, el choque melodramático de clases sociales opuestas (un burgués adinerado y ocioso y una muchacha de clase baja con inclinaciones artísticas), la dicotomía explícita padre/ amante y la propensión hacia la ferocidad y la manía de retroalimentar su principal causa, hablamos de esa obsesión con intentar construir situaciones perfectas que se amolden a nuestros ideales pero sin lograr más que acercarnos lejanamente a utopías autoimpuestas que terminan siendo saboteadas por detalles, caprichos, imposiciones foráneas y nuestra inefable tendencia a la autodestrucción. Las marcas registradas del aragonés son particularmente inspiradas y frenéticas en Ese Oscuro Objeto del Deseo: los consejos que Martin le regala a su empleador no tienen desperdicio (pensemos cuando parafrasea a un filósofo alemán no identificado diciendo que “si vas con mujeres, nunca olvides el palo”, o cuando le recomienda jamás esperar a una fémina en la primera cita porque no aparecerá, o cuando le comenta que tiene un amigo que dice que “las mujeres son un saco de excrementos”), el trasfondo de violencia política de antaño en esta ocasión alcanza niveles inusitados dignos de una situación prerevolucionaria (en la trama nos topamos con permanentes atentados, sabotajes, secuestros, robos, tiroteos y asesinatos que señalan un descontento militante y una oposición popular activa de izquierda, a contrapelo de la pasividad burguesa de siempre representada -por ejemplo- en la enorme abulia de Mathieu cuando le roban los 800 francos en Suiza), el régimen del absurdo surrealista aleatorio hoy también llega a un cenit cualitativo extraordinario (en el compartimento del tren todos son extraños y a la vez se conocen, la misma existencia de un Grupo Armado Revolucionario del Niño Jesús encabezando la coalición de organizaciones de extrema izquierda es un detalle sublime, en el encuentro entre el burgués y la madre de ella de repente una rata cae en una trampa y es retirada por un campante Martin, en otra escena aparece una mosca flotando en el cóctel del protagonista y el mayordomo del bar de turno afirma que es la que estuvo persiguiendo durante días, el corsé/ cinturón de castidad aporta delirio a la parodia de la virtud carnal de fondo, el enano psicólogo invierte el antideterminismo buñueliano al afirmar que “subconscientemente sabemos que la casualidad no existe”, distintos personajes -incluido el propio Mathieu- se la pasan llevando un misterioso saco de arpillera bien cargado de aquí para allá a lo largo del relato, dos señoras españolas encaran a Mathieu y Martin en la calle para pedirle una limosna y terminan de convencer al señor mostrándole un adorable cerdito arropado cual bebé humano, etc.), y la infaltable hipocresía burguesa aquí aparece bajo una exquisita variedad de máscaras (por ejemplo, la nena que viaja con su madre en el tren es la única que se ofrece a ayudar al liliputiense a alcanzar la altura del asiento y asimismo es la única que lanza la “pregunta del millón” al inicio luego de que todos ven cómo Mathieu le echa a Conchita el balde de agua, a su vez tenemos el contraste entre el desprecio que muestra en un primer momento el encargado del bar cuando despide a la muchacha y la afabilidad posterior cuando le ofrece champagne, ya acompañada por los aristocráticos Edouard y su primo). Más allá de la generosa impronta surrealista, la propuesta es sin duda una de las más terrenales de Buñuel porque por un lado estamos ante una experiencia muy masculina ya que Mathieu no desea comprometerse, se obsesiona con rapidez, recurre al facilismo de “comprarla” a su madre y en general tiende a cosificarla a pesar de que afirma que sólo desea acostarse con mujeres a las que ama apasionadamente, y por otro lado la cama aquí es vista como una suerte de campo de batalla entre los sexos ya que el hombre no pretende casarse porque siente que de hacerlo estaría “indefenso” ante ella y la mujer no accede al sexo porque considera que él la dejaría de querer si le concediese su petición. Los intercambios y reproches entrecruzados se complejizan desde el vamos en función de la doble aseveración de Conchita de que no le interesa el dinero de él ya que sabe dónde conseguirlo y que tampoco le importa su vejez porque los jóvenes son unos idiotas y prefiere a la gente con experiencia como Mathieu; a lo que se suman los repetidos pedidos de él en pos de que ella abandone todo para irse a vivir juntos y las promesas vanas de la mujer de ser menos imprevisible y caprichosa (un gran momento de erotismo sutil entre la pareja se da cuando se encuentran en Sevilla, con ella negándole un beso y ofreciéndole en cambio su pelo y él sumergiendo su rostro en los cabellos de la chica). El desenlace es prodigioso a más no poder y sirve como broche de oro corrosivo/ inconformista para una carrera tan fascinante como la de Buñuel, cuando los dos se reconcilian al bajar del tren en París, una alianza de extrema izquierda se prepara para enfrentar a una coalición menor de derecha y una mujer en la vidriera de un local de ropa de un mall extrae de la arpillera una serie de camisones blancos, símbolo de la pureza de ella con la que soñaba él, y una última prenda ensangrentada y sucia que la susodicha pasa a remendar como indicio de la quimera deshecha del amor que parecería poder reconstituirse ante los ojos esperanzados de él y la mirada maquiavélica de ella, no obstante todo queda en nada porque la pareja pronto vuelve a discutir y de golpe estalla una bomba en el contexto de una dinámica interna y externa vinculada con la pulsión de muerte y el antiquísimo hobby humano de hacer todo lo posible para ser feliz, fallar miserablemente y desquitarse después con cualquier zopenco cercano.
Ese Oscuro Objeto del Deseo (Cet Obscur Objet du Désir, Francia/ España, 1977)
Dirección: Luis Buñuel. Guión: Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière. Elenco: Fernando Rey, Ángela Molina, Carole Bouquet, Julien Bertheau, André Weber, Milena Vukotic, María Asquerino, Pierre Germain Aleyrangues, Jacques Debary, David Rocha. Producción: Serge Silberman. Duración: 103 minutos.