A esta altura no cabe la menor duda de que Pearl Jam siempre fue, es y será una versión bastante pasteurizada del grunge de Nirvana, Soundgarden, Alice in Chains, Stone Temple Pilots, The Smashing Pumpkins, Melvins, Mudhoney, Hole, Skin Yard y Screaming Trees, aunque por suerte sin llegar al nivel de productos mainstream impresentables como Collective Soul, Bush, Foo Fighters, Live, Candlebox y Silverchair, entre otros engendros de la segunda camada de la corriente por antonomasia de fines de los años 80 y principios de los 90. La agrupación, hoy formada por Eddie Vedder en voz, Mike McCready en guitarra principal, Stone Gossard en guitarra rítmica, Jeff Ament en bajo y Matt Cameron en batería, este último un reemplazo desde 1998 de una serie de profesionales varios que abarcó a Dave Krusen, Matt Chamberlain, Dave Abbruzzese y Jack Irons, arrastra muchas de las características de las bandas denominadas “one album wonders” porque prácticamente toda su producción artística se mueve bajo la sombra de su disco debut y los incesantes intentos de superarlo o siquiera igualarlo, algo que en el caso de Pearl Jam derivó en el refrito sin carisma ni verdadero entusiasmo de ingredientes ajenos que muy pocas veces lograron incorporar a su fórmula estándar de modo natural, hablamos del hard rock setentoso con algunos de los floreos de los 60 y no mucho más, dejo rudimentario y ultra conservador de por medio. De hecho, el derrotero de la banda trajo con los años más satisfacciones políticas o ideológicas que musicales, en sí una militancia inteligente y de avanzada que incluye los ataques contra el fascistoide y genocida de George W. Bush, la distribución de sus recitales autopirateados en formato MP3 y la lucha contra el monopolio de venta de entradas para los recitales de Ticketmaster, un gigante que trataron de doblegar casi en soledad justo como aquel Don Quijote de la Mancha luchando contra los molinos de viento de la célebre novela del Siglo XVII de Miguel de Cervantes Saavedra.
Ten (1991), definitivamente la obra maestra insuperable del colectivo, se ubica entre la pirotecnia de The Who, Jimi Hendrix y Led Zeppelin y la impronta más amigable de Bruce Springsteen y Neil Young, amén de Vedder imitando a Jim Morrison de The Doors y una preocupación por los riffs setentosos de estadio de parte de McCready que nos legó himnos como Once, Even Flow, Alive, Black, Oceans y la colosal Jeremy, canciones que intentarían autoplagiar a futuro decenas y decenas de veces. Mientras que la secuela, Vs. (1993), ofrecía más de lo mismo pero con un toque un poco más agresivo y por momentos cercano al funk y a cierto dejo lúgubre símil Black Sabbath, Vitalogy (1994) apostó por una producción menos pomposa y más punk aunque abriendo el juego a baladas, psicodelia camuflada, folk poco inspirado y pinceladas del art rock de Tom Waits y The Velvet Underground. Más garage/ hardcore y supuestamente experimental, No Code (1996) pretendió alejarse del grunge pero lo cierto es que la partida no la ganaba el inconformismo sino una heterogeneidad aburrida que refritaba todo lo hecho anteriormente sin horizonte creativo real ni cohesión de por medio, por momentos buscando parecerse a Bob Dylan, Stevie Ray Vaughan y The Rolling Stones. Yield (1998), entre la furia rockera y los números más apacibles acústicos, ya se mete en el terreno del blues y el rock clásico sin la imaginación ni la fuerza de bandas mejores tanto del heavy metal como del punk y ese soft rock apenas disimulado que se cuela por la ventana.
Luego de un par de trabajos intrascendentes, Binaural (2000), cercano al art rock, el post punk y el garage primigenio de The Sonics, The Stooges y The Trashmen, y Riot Act (2002), continuación de la línea compositiva de la placa previa y a veces subrayando el folk y la neo psicodelia sombría en otro álbum demasiado largo, Pearl Jam (2006) constituye un regreso al sonido noventoso más enérgico vinculado al rock pesado aunque sin llegar a las cúspides de Ten y en ocasiones asimismo cayendo en el tedio de la repetición ad infinitum de lo mismo y de ese aire de seriedad/ importancia/ solemnidad que siempre se autoasignó la banda. Backspacer (2009) derrapa en una experimentación trasnochada con el pop y la new wave como caballitos de batalla, además de cierto optimismo en las letras que resulta novedoso para el grupo por el ascenso de Barack Obama a la presidencia de yanquilandia (2009-2017), el mismo payaso hipócrita que profundizó las invasiones imperialistas en Afganistán e Irak y recibió en 2009 un farsesco Premio Nobel de la Paz. Con canciones más largas que aquellas del por lo menos breve -y por ello menos doloroso- Backspacer, Lightning Bolt (2013) continúa enraizado en el punk, la exuberancia de Led Zeppelin, las baladitas power semi country y algunos chispazos progresivos a lo Pink Floyd y King Crimson que de nuevo no suman ni restan nada a lo ya escuchado.
Gigaton (2020), por su parte, no se aparta ni un ápice de la redundancia marca registrada de Pearl Jam y su exasperante costumbre de retomar el terreno artístico de gente tan diversa como Ramones, Black Flag, Patti Smith, Sonic Youth, Pixies, The Jesus and Mary Chain y Dinosaur Jr., más el pelotón de colegas generacionales del grunge, sin ofrecer nada memorable o sorprendente que le escape a la mediocridad promedio del grupo desde Vs. y Vitalogy, los primeros indicios de no saber qué hacer a posteriori del mega éxito planetario en ocasión del debut de 1991. Dark Matter (2024), disco producido por un Andrew Watt que viene de trabajar en Hackney Diamonds (2023), de los Stones, y que colaboró con Lana Del Rey, Ozzy Osbourne, Iggy Pop, Elton John y el Vedder solista del simpático Earthling (2022), entre muchos otros, levanta un poco la puntería con respecto a la catarata de bodrios del nuevo milenio gracias a su coqueteos con el glam, la new wave, el rock gótico y el pop más ligero, amén del evidente clima descontracturado y más sincero que viabilizó la presencia de Watt en el estudio, un treintañero con una energía admirable que definitivamente contagió a los miembros de Pearl Jam, quienes de hecho lo duplican en edad porque ya son sexagenarios o bordean las seis décadas de vida.
El primer tema de la placa, Scared of Fear, ofrece una cruza intoxicante entre por un lado el glam metal de Mötley Crüe, Guns N’ Roses, Skid Row y Quiet Riot, aquí saturado de ecos ochentosos y una velocidad que no reniega de su corazoncito de rock clasicista, y por el otro lado una letra de desapego y confusión emocional típicamente grunge y típicamente Pearl Jam que puede referirse a una señorita o quizás un amigo, con el que se está en cuasi guerra y sobre el que pesan acusaciones de narcisismo, egolatría y un sutil despotismo en el ámbito privado empardado a cinco de las grandes obsesiones de Vedder, léase el control, el miedo, el masoquismo, los secretos compartidos a punto de estallar y una locura que desde lo individual salta a lo público. Mientras que React, Respond respeta la línea temática de la canción previa y gira alrededor de los ataques irónicos contra una pareja que no medita sus respuestas, se entrega a la ira y tiende a engañar desde la autocomplacencia en vez de dar amor y apostar por la solidaridad/ comunión romántica, todo a su vez sustentando en un clima general de cuasi new wave que se pone mucho más heavy durante el estribillo, Wreckage es otra de las paradigmáticas baladas country del grupo que le permiten al tremendo Eddie calzarse los zapatos prestados de Springsteen, con apenas una pizca de Young y Dylan para hacer más rústica la pócima, y al dúo de McCready y Gossard jugar con el pop más liviano o con la americana en su acepción acústica luminosa, planteo que incluye unos versos que invitan a hacer frente tanto a un vendaval de compulsiones y mala suerte como a la cultura capitalista de la competencia, eje plutocrático que entroniza al “ganador” y condena a la miseria a un “perdedor” siempre cosificado o directamente dado por muerto.
Construida en torno a un riff pirotécnico y un solo de guitarra que se mueve en la misma sintonía, trayendo a la memoria el costado más ampuloso de Van Halen y Def Leppard aunque bajo el prisma del rock alternativo, Dark Matter funciona como una muy buena diatriba política cien por ciento Vedder en la que denuncia a demagogos y “semidioses” de la economía, el gobierno, la sociedad, la cultura y la virtualidad que consumen el tiempo de las mayorías vendiendo basura, hipocresía y/ o mentiras flagrantes, por ello se propone al diálogo y a la ley del sentido común como bálsamos sanadores que eliminen la impunidad y las patrañas de la oligarquía capitalista y sus lobbistas, esbirros y perros falderos fascistoides de la prensa y las redes sociales. El momento desvergonzadamente pop llega de la mano de Won’t Tell, una power ballad de manual del ámbito hardrockero noventoso que incluso le guiña el ojo al brit pop inglés aunque sin renunciar al leitmotiv estándar del rubro, hablamos por supuesto del desamor pero en un instante muy específico, en este caso a través del narrador esperando que la contraparte femenina se dé cuenta de que el macho se siente encadenado y opte por eventualmente alejarse, a sabiendas de que el vínculo en cuestión está en fase terminal o finiquitado, amén de cierta ambivalencia marca registrada porque la llama nunca se apaga del todo y podría resurgir desde las cenizas. Upper Hand, la composición más extensa del álbum en sus casi seis minutos de duración total, es otra de esas épicas grunge en la tradición del Ten que Pearl Jam viene entregando de a montones desde, precisamente, los comienzos de los 90, hoy por hoy una canción digna que reemplaza el fatalismo nihilista de antaño por un optimismo de veteranos que ya están un tanto aburridos de la amargura automática y prefieren las sonrisas de un grupo reducido de afectos y decididamente un lirismo existencialista descarnado sin tanta pompa meditabunda, masoquista, tétrica o solipsista.
Prácticamente negando el planteo de base del tema anterior, Waiting for Stevie es una composición disfrutable que sigue el ABC musical y letrístico de la banda de las postrimerías del Siglo XX ya que sustituye el enfoque cándido de Upper Hand, el cual viene asomando su cabeza en mayor o menor medida desde Backspacer, por el pesimismo de siempre en materia de uno de los grandes latiguillos del Vedder escritor, ese aislamiento emocional del artista admirado por todos pero incapaz de sentir amor o por lo menos con una insensibilidad a flor de piel -vía ceguera y sordera, dicho sea de paso- a raíz de la sobreabundancia de estímulos, temores y culpas a instancias de personas que no despiertan ni cariño ni confianza, un tópico muy trabajado en la seguidilla de Vs., Vitalogy, No Code e incluso Yield, a lo que se agrega una coda final etérea que unifica el dream pop y el rock progresivo para una vez más proponer a la humildad por sobre los embustes a montones de un nuevo milenio cada día más retrógrado y oscurantista. Luego del infaltable exponente punk/ garage, la correcta Running y su hilarante fetiche para con el hecho de homologar a los dictadores del hambre y la represión de hoy en día con las aguas cloacales de unos túneles y cañerías en los que nos tienen corriendo a todos los mortales de a pie cual fuga eterna, panorama que implica que muchas veces nos atrapan y nos condenan a la horca sin indulto a la vista, la jovialidad y la esperanza regresan en ocasión de Something Special, algo así como la lectura de Pearl Jam del soft rock más amigable de Fleetwood Mac y Wings, ahora sinceramente abusando un poco del azúcar de la mayoría de edad porque Eddie y compañía nos pasean por la autoconfianza, el orgullo, el progreso, la naturalidad, el buen ánimo, la introspección, el brío, el movimiento incesante y la ayuda desinteresada hacia el prójimo, todo muy bienintencionado o loable aunque encarado desde la hipérbole de un turista emocional inexperto en lo que atañe a la alegría o levedad.
Signo indisimulable de la literalidad ciclotímica de la agrupación, Got to Give es otro soft rock pero mucho más sincero que Something Special porque el estribillo y sobre todo el segmento final metamorfosean de repente a la canción en una flamante epopeya grunge desde el rock tradicional, algo inofensivo y tantas veces en “pose furiosa” de Pearl Jam, una jugada que resulta muy satisfactoria y eleva al tema y su letra de angustia por sobre el paupérrimo promedio de los últimos discos, aquí nuevamente recuperando a Springsteen y sopesando los escombros de una relación -romántica, laboral, amistosa, ¿quién sabe?- que sin embargo deja de lado una aparente cizaña externa y está muy cerca de reconstruirse mediante el perdón, la responsabilidad y especialmente el entendimiento mutuo, Santo Grial de los vínculos en el individualismo grasiento/ pueril posmoderno. Desde una base rítmica curiosa y cierta actitud general que recuerdan a la pata pop de fines de los 80 del rock gótico de The Cure y Siouxsie and the Banshees, la amena Setting Sun en su segunda mitad muta en el rock alternativo noventoso estándar con el objetivo de bombardearnos con una iconografía de iluminación cristiana que se mezcla con la fe decepcionada y con la ruptura de una pareja de creyentes, detalle que echa leña al fuego de un corazón en doble crisis, en simultáneo espiritual y amorosa.
Pearl Jam es una de esas bandas que ha intentado infructuosamente una y otra vez reinventarse a lo largo de los años sin jamás dar con un ropaje nuevo que le calce cien por ciento cómodo, una tragedia que le ocurre a muchos grupos que tuvieron una única idea al principio de sus carreras y que luego optaron por jugar con otros recursos a su alrededor hasta que finalmente reconocieron que sólo eran buenos para esa especificidad de los comienzos, no obstante el caso de los muchachos de Seattle y San Diego es más grave porque jamás pudieron reproducir eso que en un principio hacían bien y que después les resultó evasivo o los puso un tanto en ridículo por lo retro conservador e impostado, nos referimos al rock pomposo clasicista disfrazado del nihilismo del grunge, por cierto un estilo mucho más pegado al heavy metal y la filosofía contracultural del primer punk y post punk. Desde ya que los señores se las arreglaron para ofrecer grandes canciones aisladas con el transcurso del tiempo pero nada de lo entregado al público y la prensa se acercó ni remotamente a la calidad y sorpresa inicial del Ten, como decíamos anteriormente un fantasma que los acechó sin calma desde aquellos años 90 y a lo largo de todo el Siglo XXI. En este sentido Dark Matter no viene a corregir nada porque todo sigue exactamente igual para quienes el grupo jamás tuvo la legitimidad o la fuerza del grunge desde el vamos, sin embargo hay que reconocer que esta colección de canciones resulta meritoria y a ciencia cierta es mucho más honesta y agradable que sus homólogas de los extremadamente mediocres Backspacer, Lightning Bolt y Gigaton, una trilogía de discos que profundizó la indecisión y el dejo compositivo automático de muchos de los pasajes de aquella etapa más prolífica, de nuevo la noventosa. Este último álbum no borra los entuertos del pasado y de hecho todavía incluye pinceladas de problemas de larga data, pero por lo menos acepta con gracia y talento sus limitaciones y le saca el mejor partido posible a la capacidad musical de unos veteranos del mainstream, gente que quizás nunca estuvo destinada a grandes cosas y siempre lo supo y lo aceptó por lo bajo a pesar de su popularidad mundial.
Dark Matter, de Pearl Jam (2024)
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