Tres son las paradojas que se mueven por detrás de Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein, 1973) y Sangre para Drácula (Blood for Dracula, 1974), icónico díptico de terror de ese Paul Morrissey de los 70 que aún seguía formando parte de la troupe estable de The Factory, de Andy Warhol: en primer lugar tenemos el origen mismo de la idea para encarar la primera película, producto de una conversación casual entre Morrissey y un Roman Polanski que estaba promocionando la estupenda e injustamente olvidada ¿Qué? (Che?, 1972), intercambio en el que el polaco le manifestó al estadounidense que éste sería “una persona ideal para hacer una película en 3D sobre Frankenstein”, derivando más adelante en una financiación 2×1 de parte de Andrew Braunsberg y Carlo Ponti para filmar ambas faenas, una inmediatamente después de la otra, y en buena medida introduciendo una salvedad externa en la usina de nociones delirantes, iconoclastas y avant-garde que era The Factory; en segunda instancia está el contexto histórico que engendró al díptico desde el vamos, hablamos del éxito underground escalonado de los films anteriores del director y guionista, sobre todo la trilogía compuesta por Flesh (1968), Trash (1970) y Heat (1972), amén de otros clásicos del trash visceral y el proto cine indie como Chelsea Girls (1966), Lonesome Cowboys (1968) y Women in Revolt (1971), casi todas protagonizadas por Joe Dallesandro, películas hoy relativamente olvidadas si las comparamos con el cariño cinéfilo más vasto que despiertan las furiosamente comerciales Carne para Frankenstein y Sangre para Drácula, exponentes del exploitation gore y sexual en general y hasta cierto punto rip-offs oportunistas del ecosistema retórico y los motivos de la Hammer Film Productions, a su vez inspirados en aquellos monstruos clásicos de la Universal Pictures; y finalmente en tercer lugar viene la misma fama de entonces de Dallesandro, gran sex symbol bisexual del momento, estampita eterna de la cultura gay y sin duda el más célebre de aquellos Warhol superstars, señor que encabeza los créditos que listan al elenco de las dos realizaciones pero al mismo tiempo relegándolo a roles más o menos secundarios dentro de sendos relatos porque su capacidad histriónica era algo escasa, otra ironía semi buscada porque al día de hoy pocos lo recuerdan por fuera del nicho del cine homosexual, marginal o trash pero sí se tiene muy presente al verdadero protagonista de ambas epopeyas de horror, un Udo Kier siempre inconmensurable y futura bestia heterogénea del séptimo arte a secas que estaba atravesando la primera fase de su carrera actoral, a priori sólo luciéndose en la maravillosa Las Torturas de la Inquisición (Hexen bis aufs Blut Gequält, 1970), odisea de Michael Armstrong coprotagonizada por Herbert Lom que junto a Cuando Arden las Brujas (Witchfinder General, 1968), de Michael Reeves, y Los Demonios (The Devils, 1971), de Ken Russell, constituyen la trilogía que popularizó el terror anticlerical de denuncia de las atrocidades de la Iglesia Católica en materia de torturas y quema de supuestas hechiceras con vistas a quedarse con las tierras de las víctimas. Imperfectas y desquiciadas como son, Carne para Frankenstein y Sangre para Drácula nos permiten regresar a un tiempo en el que el cine arte y su homólogo comercial se revolcaban impunemente y a pura algarabía para generar híbridos fascinantes como los citados, faenas que hacían de la exuberancia más inclasificable y descocada su principal bandera a la hora de encontrarse con las variadas reacciones del espectador promedio, uno que podía condenar enérgicamente lo visto o simplemente disfrutarlo porque era eficaz dentro de su propio marco retórico y sus aspiraciones de base, unas que unificaban el retrato de la marginalidad de los opus previos de Morrissey, siempre representada en su actor fetiche Dallesandro, y un acervo grotesco y ahora por demás ampuloso y dispuesto a ridiculizar a los diversos estratos sociales bajo un manto engañoso de simpleza narrativa. Más allá de su valor histórico y de los episodios que desencadenaron, como la anécdota de que Ponti sería perseguido por la justicia italiana por hacer pasar al director de la segunda unidad Antonio Margheriti como el realizador de los films para gozar de beneficios legales y estafar al fisco de su país, las dos propuestas se sostienen a la perfección por sus propios méritos y ameritan una revaluación crítica que no se centre exclusivamente, como hacen tantos fanáticos imbéciles del terror y aledaños, en el trasfondo risible de los proyectos con el objetivo manifiesto de restituirle a Morrissey su condición de autor bizarro y despampanante con la capacidad de colar su parecer acerca del mundo a través de un carnaval político de lujuria, afectaciones y entrañas en primer plano.
Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein, 1973):
Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein, 1973) es una de esas películas que hay que verlas para creerlas ya que cualquier cosa que se pudiese decir sobre ella sinceramente no le haría demasiada justicia porque hablamos de una experiencia bizarra que sobrepasa la simple aventura cinematográfica que puede gustar o no a ese espectador circunstancial. Aparentemente la idea detrás del film era satirizar sutilmente a lo Morrissey/ Andy Warhol no sólo la andanada interminable del terror gótico sensual de la Hammer Film Productions o el ciclo de Roger Corman de ocho adaptaciones de Edgar Allan Poe sino también aquel cine más o menos trash de terror del período del viejo continente, pensemos para el caso en el acervo artístico de directores como Jesús Franco, Jean Rollin, Jorge Grau, Harry Kümel, Pete Walker, José Ramón Larraz, Lucio Fulci o el querido Mario Bava, todos artesanos a los que el director y guionista neoyorquino recurre de manera tácita para ofrecernos su interpretación de la legendaria novela de 1818 de Mary Shelley. Como ocurre casi siempre con la obra de Morrissey, queda en cada persona que ve el juzgar si la película funciona mejor como una comedia paródica lunática o como una propuesta relativamente seria de pretensiones dramáticas tradicionales, ya que el propio autor jamás se decide del todo y apuesta a reproducir su filosofía conservadora aunque bastante contradictoria de antaño en materia de ridiculizar por lo bajo a los sueños de una nueva sociedad del hippismo ya más que tambaleante del período, por un lado, ahora mediante el anhelo del Barón Frankenstein (ese santo alemán del hielo paradójicamente efervescente, Udo Kier) de una flamante casta de hombres perfectos que hereden la tierra, y en materia de la denuncia de siempre de la espantosa marginalidad de las sociedades plutocráticas del capitalismo y los regímenes de exclusión que generan, por el otro lado, en esta ocasión apareciendo en pantalla vía el rol relegado de los sirvientes del aristócrata titular y de su bella hermana/ esposa incestuosa, la Baronesa Katrin Frankenstein (la belga Monique van Vooren y su rostro de alienígena indescriptible), planteo ideológico difuso que nuevamente nos deja con la opción negociada de no fantasear con un mundo utópico de metamorfosis radical futura sino simplemente “arreglar” este que tenemos enfrente, el cual por cierto para el grueso de la población -con nula capacidad para imaginar otras alternativas- es el único posible, lo que además implica que ese conocimiento detallado de las falencias del presente trae consigo la posibilidad de cambio porque, dentro del ideario del realizador, identificar los problemas es el primer paso para solucionarlos. La historia gira alrededor del intento del barón de crear una raza serbia de hombres y mujeres dignos del Superhombre/ Übermensch de Friedrich Nietzsche que lleve de nuevo hacia el apogeo a una cultura balcánica que percibe en decadencia desde la antigüedad, para ello anda robando cadáveres del cementerio junto a su asistente Otto (Arno Jürging) para desmembrarlos y extirparles los órganos con vistas a construir a la pareja perfecta que le ofrezca esa descendencia deseada, algo así como un ejército de esclavos zombificados que respondan a su única e inquebrantable voluntad de poder. Por supuesto que la contracara de tamañas ansias es una vida privada patética, no sólo porque se casó con su hermana sino porque el matrimonio está muerto por el desinterés del barón hacia una Katrin ninfómana que se busca un amante entre los siervos de los latifundios de la parentela Frankenstein, el semental Nicholas (Joe Dallesandro), el cual ingresa a trabajar en el castillo en cuestión justo después de un incidente que protagonizaron él y un colega peón/ amigo que pretendía convertirse en monje, Sacha (Srdjan Zelenovic), muchacho que termina decapitado por el barón cuando salía de un burdel con un Nicholas sumamente borracho y luego de tener sexo con dos meretrices. Como si se tratase de una comedia de situaciones, este pequeño detalle es el que desencadena la debacle ya que ni el médico loco ni su asistente, quienes andaban detrás de una nariz/ “nasum” bien libidinosa y fálica para completar al monstruo macho, saben que Sacha no siente el más mínimo interés por las hembras debido a que es un homosexual reprimido y está enamorado de su correligionario Nicholas. La confusión, en esencia generada por una lagartija que espantó a las furcias y las obligó a salir hacia el exterior del prostíbulo, provocando que el barón fisgón y Otto deduzcan que Sacha se estaba encamando con ellas cuando en realidad el de la potencia sexual era Nicholas, en última instancia genera que Frankenstein se quede sin su raza utópica gracias a la pasividad del monstruo con cabeza de Sacha en lo que atañe a “saltarle encima” a su contraparte femenina (Dalila Di Lazzaro), para colmo el flamante amante de la baronesa descubre los experimentos macabros del dueño de casa, pronto es traicionado por Katrin y termina siendo atado de manos y colgado en el aire cual depósito con patas de piezas de repuesto para reemplazar la cabeza gay del tétrico zombie por la heterosexual de Nicholas. Morrissey, hoy por hoy moviéndose prácticamente en soledad más allá del rol de mecenazgo a la distancia y alguna visita al set y a la sala de edición por parte de Warhol, aprovecha al máximo la celestial sede de filmación, aquella Cinecittà de la década del 70, y la generosa producción de Carlo Ponti y Andrew Braunsberg, lo que le permitió trabajar con genios italianos de su momento como por ejemplo el diseñador de producción Enrico Job, marido de Lina Wertmüller y conocido además por sus colaboraciones con Sergio Corbucci, Pasquale Festa Campanile, Sergio Sollima, Enzo G. Castellari y Francesco Rosi, el mítico especialista en efectos especiales Carlo Rambaldi, a su vez encargado de opus de gente como Bava, Fulci, Damiano Damiani, John Huston, Roger Vadim, Dario Argento, Luchino Visconti, René Clément, John Guillermin, Steven Spielberg, Ridley Scott, Oliver Stone, Andrzej Zulawski, Wolfgang Petersen, Richard Fleischer y David Lynch, y el director de fotografía Luigi Kuveiller, amigo de colaborar con Corbucci, Elio Petri, Mario Monicelli, Marco Bellocchio, Pupi Avati, Alberto Sordi y Umberto Lenzi, amén del muy buen trabajo en música incidental de Claudio Gizzi, compositor además de la partitura de ¿Qué? (Che?, 1972), de Roman Polanski. El gran atractivo de Carne para Frankenstein, y de gran parte del trash revulsivo de los 60 y 70, está condensado precisamente en el barroquismo extasiado de todos los rubros previos y cómo éste se traduce en una catarata de escenarios suntuosos y elegantes que contrastan con el delicioso sustrato exploitation de los desnudos sin cesar y las graciosas truculencias de toda índole que son remarcadas en algunas escenas mediante la utilización del 3D de base y unos primeros planos que juegan con la profundidad tenebrosa de turno, como aquel de los órganos del primer acto en el laboratorio, las tomas de los pulmones que “respiran” debajo de la mesada y por supuesto el trágico destino del barón cortesía de su criatura, primero amputándole una mano al cerrarle una puerta de golpe y segundo clavándole un palo de madera/ gancho en la espalda, parte de un desenlace shakesperiano a toda pompa en el que todos mueren, empezando por Katrin, quien es abrazada en la cama hasta fallecer por el Sacha zombificado, continuando con la versión femenina del monstruo, la cual es asesinada/ eviscerada por el bobo de Otto mientras pretendía repetir una práctica sexual del barón metiéndole la mano en el vientre a la mujer para violarla estrujándole las entrañas, y el propio asistente del científico chiflado, quien termina sus días ahorcado por un Frankenstein ultra furioso, y finiquitando con el mandamás del castillo y su creación de impronta suicida, quien se abre el cuerpo él solito porque su existencia es sinónimo de martirio. Morrissey incentiva la sobreactuación de todo el elenco y logra un excelente desempeño en especial de la putona Monique van Vooren, típica vampiresa del erotismo caníbal y apesadumbrado que somete a todos los machos a su alrededor, y del demencial Udo Kier, señor que desparrama delirio en cada una de las secuencias en las que interviene mediante un acento, una presencia, una efusividad y unos arrebatos prodigiosamente histéricos, en verdad incomparables con sus homólogos de tantos otros colegas del trash y el exploitation de la época que asimismo pretendían retratar el carácter gélido, absolutista e hipócrita de la burguesía terrateniente o bucólica de antaño. Las inclinaciones alegóricas y hasta líricas de la faena se dan cita sobre todo a través de los hijos del matrimonio incestuoso y sin amor, Erik (Marco Liofredi) y Mónica (Nicoletta Elmi), testigos de la historia pero también la sombra del egoísmo hiper altivo y enmarañado de la baronesa y de los sueños filonazis de perfección racial del barón, dos purretes que en el final toman sendos escalpelos para “jugar” con un Nicholas indefenso en lo que puede leerse como una metáfora del mismo estado de cosas social reproduciéndose ad infinitum cual grotesco decadente que se aferra a su sadismo, fetiches, necedad, individualismo, posición de clase y tristes desvaríos a expensas del resto de los vivos y los fallecidos, a su vez sexualizando al poder como hace Katrin con sus sucesivos e intercambiables chongos, como hace Frankenstein con el monstruo femenino y como pretende imitarlo el también amante de la necrofilia Otto, quien pasa de intentarlo con una hembra viva, la sirvienta Olga (Liù Bosisio), a probarlo con la creación de la cicatriz/ vagina enorme en el abdomen, típico palurdo de gerencia intermedia que resulta más peligroso que el psicópata principal.
Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein, Italia/ Francia/ Estados Unidos, 1973)
Dirección y Guión: Paul Morrissey. Elenco: Udo Kier, Monique van Vooren, Joe Dallesandro, Srdjan Zelenovic, Arno Jürging, Dalila Di Lazzaro, Nicoletta Elmi, Marco Liofredi, Liù Bosisio, Cristina Gaioni. Producción: Carlo Ponti, Andrew Braunsberg y Andy Warhol. Duración: 95 minutos.
Sangre para Drácula (Blood for Dracula, 1974):
Definitivamente para el momento de la realización de Sangre para Drácula (Blood for Dracula, 1974) a Morrissey se le habían aclarado las ideas en lo referido a cómo encarar el horror ya que el film que nos ocupa supera sutilmente a Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein, 1973), trabajo también muy disfrutable pero con algunos innegables baches narrativos de la mano de instantes descriptivos algo prolongados y/ o chispazos de sensualidad que no calzaban del todo en la historia del Barón Frankenstein (Udo Kier) y su parentela/ comitiva/ creaciones, algo que en esta oportunidad no sucede porque el erotismo está mucho mejor trabajado en función del relato de turno y hasta se podría decir que el equilibrio se invierte con respecto al opus previo, pensemos que antes todo estaba basado en aquel gore prodigioso de Carlo Rambaldi y los cuerpos desnudos eran tratados como un plus de índole complementaria y ahora en cambio el sexo y la necesidad de una compañera/ compañero pasan al primer plano mientras las truculencias son condensadas en otro final shakesperiano igual de enrojecido y desproporcionado aunque curiosamente un poco menos fatalista en términos de la colección de muertes. Más allá del equipo técnico compartido y el regreso de figuras como Kier, Joe Dallesandro y Arno Jürging, Sangre para Drácula por un lado retoma de Carne para Frankenstein dos claros motivos retóricos e ideológicos, primero el incesto, anteriormente entre los hermanos Frankenstein y en esta ocasión entre dos hermanas de un clan aristocrático italiano venido a menos, Saphiria (Dominique Darel) y Rubinia (Stefania Casini), y segundo una concepción del poder de tipo parasitario, petulante y bastante decrépito, en ambas películas representada a través de parentelas con títulos nobiliarios que o perdieron su fortuna (decadencia de la faceta pública) o llevan una existencia solitaria miserable (declive de la dimensión privada que los conduce a actos algo desesperados símil manotazo de ahogado para tratar de sobrevivir o remediar las falencias), y por el otro lado puede leerse como una faena contradictoriamente de derecha e izquierda porque así como Carne para Frankenstein le pegaba en un mismo movimiento al hippismo en tanto corriente social de aspiraciones utópicas y al capitalismo como garante de abusos, inequidades y esclavitud, Sangre para Drácula se concentra de por sí en la faceta sexual y desparrama mordacidad contra el puritanismo de la aristocracia en crisis y los sectores más conservadores de la comunidad, bolsones que abarcan desde la alta burguesía hasta las clases populares, y contra la promiscuidad de lo que para mediados de la década del 70 eran los coletazos tardíos de un hippismo que desembocaría en los yuppies de los 80 en adelante, conducta sexual que la va de “relajada” o hasta “liberadora” pero en realidad esconde una inseguridad psicológica muy aguda, cierta banalidad maquillada y desde ya la intención de jamás crecer para no tener que hacerse responsable de mantener viva a lo largo del tiempo a una pareja monogámica tradicional, con todo lo que implica conocer en profundidad a otra persona y dejar de intercambiar a los amantes como si fueran ítems a atesorar dentro de una colección privada. Una vez más la premisa principal es una ridiculez con una fuerte carga de ironía que puede interpretarse como catalizador para una comedia o por el contrario para una historia de pretensiones serias que se basa, efectivamente, en el sustrato absurdo de la praxis diaria: aquella confusión de identidad digna de una comedia de situaciones, eso de llevarse la cabeza del homosexual que todavía no salió del clóset y encima andaba con ganas de unirse a un monasterio cristiano, en lugar del varón viril heterosexual que vuelve locas a las hembras, muta en la hilarante necesidad del Conde Drácula (Kier vuelve a hacer de las suyas y en buena medida sustituye los gritos neuróticos del opus previo por gloriosas ráfagas de contorsiones, espasmos y vómitos impostados) de sangre de señoritas vírgenes para continuar viviendo, un bien realmente muy escaso en tiempos de modernidad social y liberación de las ataduras de otras épocas. El contexto del relato de la novela original de Bram Stoker de 1897, aquellas postrimerías del Siglo XIX, se traslada a algún momento posterior a la Revolución Rusa de 1917, período en el que el conde y su bella hermana (Eleonora Zani) gozan de una gran fortuna en Rumania pero con la paradoja de que están muriendo en esencia porque ahora todas las mujeres son unas putas sucias que dejaron de ser vírgenes hace tiempo, así las cosas por recomendación del siervo/ asistente estrella de la familia, Anton (Arno Jürging y sus miradas y gestos esplendorosamente sobreactuados), Drácula decide abandonar a su hermana en un féretro para que descanse en paz, ya que está tan débil que no podría soportar el éxodo futuro, y pronto se marcha hacia Italia pensando que su título impresionará a los habitantes del país y que allí encontrará un mayor caudal de hembras que no han sido desfloradas por la influencia de la Iglesia Católica, culto que supuestamente reclama vírgenes para las bodas. En su periplo en coche desde Transilvania hacia la Italia prefascista el dúo, que por cierto lleva consigo el ataúd del conde en el techo del vehículo, para en una taberna/ posada precaria en la que descubre que en la región vive una familia aristocrática en decadencia, encabezada por el Marqués Di Fiore (el inmenso Vittorio De Sica) y la Marquesa Di Fiore (Maxime McKendry), padres a su vez de cuatro hembras apetecibles, las ya citadas Saphiria y Rubinia, las de edad intermedia, y la mayor Esmeralda (Milena Vukotic) y la menor de 14 años, Perla (Silvia Dionisio). Si bien al conde le quedan apenas un par de semanas de vida si no consigue alimentarse de sangre de vírgenes, por lo que Anton cae en bajezas como empapar un trozo de pan con sangre de una nena atropellada por un automóvil a posteriori de ser embaucado en un juego de imitación de movimientos por un trabajador ambulante (el querido Roman Polanski), los rumanos le tienen paciencia a los italianos y se someten a los rituales reglamentarios de cortejo diciéndole al matrimonio Di Fiore que el conde anda buscando una novia para casarse y que debe ser virgen sí o sí, sin saber que tanto Rubinia como Saphiria se acuestan con el criado de la derruida mansión del marqués, Mario Balato (Dallesandro), un marxista que vaticina una revolución comunista en Italia y que desprecia a las hijas de los patrones por ser unas burguesas malcriadas, tontas y bien putonas cuyo único horizonte es conseguir un marido rico y abandonar el predio familiar, ese que son obligadas a trabajar con sus propias manos por sus padres. Drácula y Anton son invitados a alojarse en la residencia de los Di Fiore para que el rumano pueda elegir a la hija con la que se casará, no obstante después de morderles el cuello a las dos hermanas del medio, unas tremendas mentirosas que dicen no haber estado con nadie en la cama, el conde descubre la verdad y termina expulsando la sangre succionada, consiguiendo de paso esclavizar a ambas burguesas y con ello alertar a un Balato obsesionado con desacralizar a Perla, a la que le gustaría violar como viola a las otras dos mujeres cuando se creen superiores a los campesinos y proletarios del mundo. La hecatombe final se desata luego de que el marqués parte hacia Londres para seguir y seguir despilfarrando en apuestas el otrora voluminoso patrimonio del clan, por ello Drácula aprovecha para morder a la virgen Esmeralda y ordenar a sus criadas telepáticas, Rubinia y Saphiria, que le traigan a Perla para chuparle la sangre y terminar de recuperar sus fuerzas, sin embargo Mario para ese momento descubre la verdad al abrir el mentado féretro y no encontrar nada adentro, el cual según los dichos de Anton transportaba a un tío que falleció recientemente en Roma. Balato se sirve de la excusa de proteger a Perla para violarla de una buena vez, lo que no impide que el conde lama del piso la sangre vaginal de la chica para continuar rejuveneciéndose hasta que el frenético Mario lo persigue por el caserón y le corta ambos brazos y ambas piernas antes de clavarle una estaca en el corazón, generando que Esmeralda se suicide arrojándose contra el palo puntiagudo que sobresale de su amado morador de la noche y -en esta ocasión- también del día, amén de un Anton que tiene un encontronazo con la marquesa al punto de que los dos se matan recíprocamente, el siervo del conde penetrándola con un cuchillo y la mujer disparándole con un revólver. Como decíamos con anterioridad, la propuesta está mejor balanceada narrativamente que Carne para Frankenstein y es más “amigable” con aquellos espectadores del mainstream o el indie no tan adeptos al gore o el sexploitaion, detalle que se ve balanceado por una mayor presencia de un discurso político explícito que en el film precedente estaba un poco oculto, hablamos de esa especie de anarquía de derecha de Morrissey y su tendencia a ridiculizar a la par a los burgueses progres que la van de independientes y desatados aunque son tan plutócratas como cualquier otro vástago del capitalismo, hoy simbolizados en las hermanas lesbianas/ incestuosas, y a los conservadores ricachones prisioneros de su imagen pública y de sostener una apariencia de vitalidad económica o por el contrario encerrarse para que nadie del entorno comunal inmediato sepa de su evidente declive, aquí representados en los cabecillas de la familia Di Fiore pero asimismo en el Conde Drácula, cuyo otro gran motivo para salir de Transilvania -además de la escasez de vírgenes- es la reputación mancillada de su clan, coyuntura que le impide conseguir que las familias de la región le entreguen hembras jóvenes para alimentarse porque ya saben que en el castillo en cuestión “pasan cosas raras” y/ o las señoritas no vuelven a ser las mismas. Morrissey también le pega duro a la izquierda radical o revolucionaria de entonces mediante el personaje de un Dallesandro que mejora bastante su desempeño en comparación con el de la faena previa, nos referimos a un Mario Balato que sintetiza a ojos del cineasta no sólo el fanatismo y la animadversión ciega de muchos militantes contra los burgueses de mejor posición económica, algo que queda reflejado en la idea de violar a la tarada de Perla cuando la muchacha no le había hecho nada, a diferencia de las ponzoñosas Saphiria y Rubinia y su propensión a basurearlo cual chongo circunstancial del montón, sino además las contradicciones de unos cuantos supuestos adalides del cambio social total que terminan abrazando los mismos vicios que condenan, en este sentido debemos recordar que el desenlace de la película, con Mario transformándose en el administrador y propietario de facto de la hacienda de los Di Fiore, lo coloca en la misma posición de poder absoluto que solía despreciar ya que las dos hermanas sobrevivientes son unas huecas irrelevantes y el propio marqués un hazmerreír patético y medio chiflado que fetichiza el análisis estúpido de los nombres de las personas, dejando a Balato y su nueva partenaire, Perla, como los únicos sensatos de la mansión. El trabajo del diseñador de producción Enrico Job y del encargado de los efectos especiales Rambaldi pasa a un segundo plano frente a la sutil exuberancia de la fotografía de Luigi Kuveiller y la música de Claudio Gizzi, profesionales que se lucen en consonancia con un desempeño más parejo de parte del elenco, agradeciéndose en especial las participaciones de Polanski y De Sica, dos tótems sagrados del séptimo arte. La elegancia y la sensualidad de la obra de Morrissey se combinan de maravillas con la idea de fondo de amalgamar la histeria de la Hammer Film Productions del momento con cierto clasicismo hiper trágico y barraco digno de esos monstruos de la Universal Pictures, redondeando una rara avis que sin renunciar a su idiosincrasia exploitation cercana al trash logra atraparnos con su sátira implícita y muy posmoderna de las perversiones e hipocresías de las sociedades actuales.
Sangre para Drácula (Blood for Dracula, Italia/ Francia/ Estados Unidos, 1974)
Dirección y Guión: Paul Morrissey. Elenco: Udo Kier, Vittorio De Sica, Joe Dallesandro, Maxime McKendry, Arno Jürging, Milena Vukotic, Dominique Darel, Stefania Casini, Silvia Dionisio, Roman Polanski. Producción: Carlo Ponti, Andrew Braunsberg y Andy Warhol. Duración: 103 minutos.