Sobre los Gremlins

Agentes del caos y la irreverencia

Por Emiliano Fernández

Si hay algo que se extraña en nuestros días, en los que casi todos se toman muy en serio, son bastante esquemáticos y para colmo tienen el switch del “ofenderse fácil” siempre a mano, son los satiristas geniales y desvergonzados como Joe Dante que aprovecharían a toda esa manga de payasos necios involuntarios actuales del público y la crítica para pincharlos y disfrutar con sus desopilantes reacciones del caraculismo diario. Esto mismo fue lo que hizo una y otra vez el gran realizador estadunidense a lo largo de su carrera, léase escudriñar los ingredientes de las burbujas en las que cada uno vive para reírse de los problemas y miserias propios y ajenos, a lo que se suma el cariño inclaudicable del señor por la Clase B, el terror y el cine underground de mediados del Siglo XX. Mientras que tantos colegas -y tantos paparulos del público- optan por la denuncia explícita de esto o aquello cual pancarta literal y sin imaginación ni un mínimo sentido del humor, Dante ha sabido incorporar en su producción artística la picardía de uno de sus principales mentores, Roger Corman, y también ha sabido servirse de los recursos de la ironía para desparramar críticas contra la ceguera de la industria cultural yanqui y la sociedad capitalista de la que ésta se nutre, al mismo tiempo siempre rescatando esas obras olvidadas y/ o de nicho cinéfilo fantástico con las que creció de adolescente, cuando todavía quería ser dibujante caricaturista, un interés que lo acompañaría con los años. Ahora bien, resulta indudable que las dos cúspides de su trayectoria son Gremlins (1984) y Gremlins 2: La Nueva Generación (Gremlins 2: The New Batch, 1990), faenas que lo llevarían a la masividad y a trabajar en el mainstream hollywoodense durante un largo período: si bien luego encararía otros trabajos más o menos interesantes o sugestivos como Los Exploradores (Explorers, 1985), Viaje Insólito (Innerspace, 1987), S.O.S. Vecinos al Ataque (The ‘Burbs, 1989), Matinee (1993), Pequeños Guerreros (Small Soldiers, 1998), Looney Tunes: De Nuevo en Acción (Looney Tunes: Back in Action, 2003), Miedos (The Hole, 2009), Enterrando a mi Ex (Burying the Ex, 2014), y los dos capítulos que concibió para Masters of Horror, los prodigiosos Homecoming (2005) y The Screwfly Solution (2006), lo cierto es que el nivel de calidad alcanzado en sus dos aproximaciones al universo de los pequeños agentes de la vorágine destructiva y homicida jamás volvió a ser igualado en términos artísticos ni siquiera en su período de oro, aquel que empieza en Gremlins y finaliza con Matinee, abarcando de por sí una andanada de películas que podrían generar la envidia de cualquier director con un corazoncito cercano a la ciencia ficción, la comedia negra o el horror. Retomar estos dos mojones ineludibles de la carcajada siniestra y heterogénea de la década del 80 tiene que ver con el doble objetivo de rescatar una forma de hacer cine, empardada a la parodia que no prescinde de los pilares de los géneros duros, y de analizar con sumo detenimiento los componentes de un cóctel molotov del sarcasmo que muchas veces es dejado de lado por su raigambre popular, por su faceta lúgubre antimundanidad prosaica o simplemente porque el espectador o bípedo de turno no comparte nada del rico marco de referencias cinéfilas que se mueven por detrás. La fuerza creativa de Dante unifica la pasión por el séptimo arte, la presencia de lo insólito disruptivo que asusta, los preceptos ideológicos de izquierda, la corrosión incendiaria de la risa y en especial el fluir despampanante e irrestricto de los dibujos animados cual dimensión abstracta ilógica que impone la violencia liberadora de la imaginación sobre el terreno gris de la razón instrumental, volcada al parasitismo polirubro del mercado o a la extirpación de esa humanidad indomable que le escapa al conformismo.

 

 

Gremlins (1984):

 

A pesar de que la década del 80 fue el comienzo concreto de la era de los blockbusters que pretenden comerse a los distintos segmentos del público internacional incorporando ítems que satisfagan a cada uno de los mortales, una fórmula que se extiende hasta nuestros días vía una profundización cada vez más alarmante debido a que para colmo hay que sumarle la sincronización cultural producto de la globalización y la paranoia con la piratería digital, tampoco se puede pasar por alto el hecho de que aquellos 80 fueron también el último período en el que a Hollywood “se le escapó” una serie de anomalías increíbles que pretendiendo responder a la obsesión con los tanques family friendly de la etapa terminaban abriéndose hacia una riqueza y un bello abanico de interpretaciones a priori impensables viniendo de films destinados al mercado masivo. De hecho, Gremlins (1984), en términos prácticos el gran debut mainstream en el terreno de los largometrajes de Dante, puede leerse como un calidoscopio que dispara diferentes sensaciones que obedecen al punto de vista considerado, todo dentro de una gloriosa tendencia a lo revulsivo socarrón de cadencia tan terrorífica como irreverente: si se la categoriza como una simple película de monstruos, es realmente una de las mejores y más imaginativas de la historia del séptimo arte, si se la juzga como una comedia negra de inclinación agridulce o gore, resulta una de las más malvadas y demenciales que hayan salido del acervo hollywoodense, y finalmente si se la piensa como una sátira del consumismo, la dependencia tecnológica, la mediocridad cultural, la voracidad capitalista y las miserias e hipocresías de los pueblos pequeños de Estados Unidos, es precisamente una de las más inspiradas, deslumbrantes y certeras de su tiempo. Tomando elementos de las leyendas urbanas sobre criaturas malévolas que se reproducen en las sombras, de los latiguillos cómicos de los pilotos británicos durante la Segunda Guerra Mundial -en torno a monstruitos que les saboteaban los aviones- y del célebre libro homónimo para niños de 1943 de Roald Dahl sobre esa misma mitologización autoburlona de la Real Fuerza Aérea y con vistas a constituir la base para una película de Walt Disney que finalmente quedó trunca, el guión original del todavía muy inexperto Chris Columbus -con claros aportes posteriores de Dante y del productor principal Steven Spielberg- gira alrededor de la destrucción de Kingston Falls durante la víspera navideña, un pueblito controlado en su conjunto por la maquiavélica Ruby Deagle (Polly Holliday), dueña de casi todo el lugar y tendiente a dejar a todos en la calle y/ o sin trabajo a través del cierre de fábricas, la no renovación de alquileres, la ejecución de hipotecas y la supresión de servicios públicos como el quitanieves de Murray Futterman (el querido Dick Miller, actor fetiche del director), un veterano de la Segunda Guerra Mundial que despotrica contra los vehículos de fabricación extranjera y que denuncia la existencia de gremlins en las máquinas importadas y demás. Es el estrafalario inventor Randall Peltzer (Hoyt Axton), un sujeto que no deja ni por un segundo de tratar de venderle a cualquiera que se cruce en su camino alguna de sus inútiles y siempre descompuestas creaciones, quien trae la semilla del desconcierto al pueblo, específicamente un mogwai (“demonio”, en cantonés), un diminuto ser peludo, benevolente, tranquilo, parlante y muy sabio que en uno de sus viajes le compra a un niño del Barrio Chino neoyorquino (John Louie), con el objetivo de regalárselo a su hijo por su cumpleaños, luego de que el abuelo del purrete, el Señor Wing (Keye Luke, famoso por haber interpretado al Maestro Po en Kung Fu, con David Carradine), se negase de lleno a venderlo. Así las cosas, Randall se lo entrega a su vástago Billy (Zach Galligan), cajero en un banco local siempre a punto de ser echado porque su perro Barney tiende a “meterse” con la propiedad de la Señora Deagle, como su muñeco de nieve importado, mínimo destrozo que prefigura lo que está por venir: una a una se irán rompiendo las tres reglas/ normas que el muchacho le dijo a Peltzer que eran fundamentales para el cuidado del mogwai, quien es bautizado Gizmo por Randall, léase no exponerlo a la luz (la madre ama de casa del joven, esa Lynn de Frances Lee McCain, le quiere sacar una foto con una cámara con flash y así lo asusta), no mojarlo ni darle agua bajo ninguna circunstancia (uno de los amigos de Billy, Pete Fountaine en la piel del inefable Corey Feldman, derrama accidentalmente un vaso de agua y de pronto surgen del lomo del animal cinco bolitas que se transforman en unos duplicados malvados de Gizmo) y nunca alimentarlo pasada la medianoche (el cabecilla de los mogwais perversos, Stripe, uno que tiene una hilarante cresta mohawk cual idiosincrasia punk, le sabotea el reloj a Billy para engañarlo y lograr que les dé de comer pasada la hora límite, lo que provoca que entren en un estado de pupa/ crisálida semejante a la metamorfosis de las mariposas y que del capullo surja la tremenda criatura titular, un monstruo muy travieso parecido a los reptiles y con una irrefrenable vocación malévola libertaria que desconoce todo autocontrol). En un principio la debacle se condensa en el colegio de Kingston Falls, donde Billy lleva a uno de los duplicados y genera otro más con una gota de agua para que pueda ser estudiado por el ex profesor de ciencia del joven, Roy Hanson (Glynn Turman), quien termina asesinado por el engendro, pero luego el asunto se extiende a la residencia de los Peltzer, vía una Lynn desesperada que debe matar a los gremlins en el contexto mundano de su cocina mediante una licuadora, cuchillazos y hasta el horno microondas. Billy llega a su casa justo en el momento en que su madre estaba siendo estrangulada por un gremlin con las guirnaldas del árbol de Navidad del clan, consiguiendo decapitarlo de un corte furioso con una espada decorativa que envía a la cabeza del bicho hacia el fuego de la chimenea, no obstante el muchacho no logra detener a un Stripe que ingresa en un natatorio y se lanza campante en el agua, generando un ejército de nuevos gremlins que saquean, asesinan y destruyen los edificios, bípedos, productos, costumbres y clichés de la sociedad de Kingston Falls, amén de atormentar al pobre de Gizmo y arrojarlo por el ducto de la ropa sucia. Mientras Randall está en una ridícula convención de inventores, a la que asistió además para dejar a Barney en la casa de la abuela de la parentela luego de que los mogwais malévolos colgasen al perro de unas luces de colores y a la gélida intemperie nocturna, Billy y su interés romántico, Kate Beringer (Phoebe Cates), una compañera de trabajo del banco que detesta la Navidad y la emparda a la depresión y los suicidios, deberán hacerle frente a la situación porque las autoridades policiales vernáculas, el Sheriff Frank (Scott Brady) y el Ayudante Brent (Jonathan Banks), resultan ser unos cobardes absolutos que salen huyendo apenas ven el pandemónium homicida de las calles. La película mantiene en todo momento una estructura muy férrea de fábula paródica para con la irresponsabilidad de los seres humanos, el conformismo y la apatía ante los atropellos que padecen a diario, el afán de explotación o cosificación de la naturaleza y la lisa y llana estupidez suicida de los occidentales y el capitalismo a nivel macro, aquí representado en la arpía de Ruby Deagle y su propensión a amargarles las vidas a sus vecinos en una jugada a mitad de camino entre el placer sádico autocontenido y la mentada acumulación de poder y dinero teniendo como fondo anímico a la angustia de los sectores bajos y medios de la comunidad, quienes se ven expulsados de sus moradas y trabajos de manera sistemática y reciben su ansiada venganza asesina de la mano de los chiquilines revoltosos cuando le sabotean a la bruja la silla mecánica -a lo ascensor de escaleras- de su generosa mansión repleta de gatos. En este sentido, el ataque de los gremlins constituye una arremetida totalizadora, democrática y profundamente nihilista porque los chiflados verdes desparraman delirio, violencia y burlas hacia todas direcciones por igual, de modo implícito equiparando a toda la humanidad y haciéndola responsable de su propia destrucción mediante el detalle de no respetar lo natural, a Gizmo, un ser ancestral que definitivamente antecede a las metrópolis humanas, sus artilugios tecnológicos y la hipocresía de los rituales consuetudinarios, como las mismas fiestas de fin de año en las que la mayoría sonríe cuando por dentro odia al prójimo o lo envidia en esto o aquello. El extraordinario diseño de Chris Walas en materia de los mogwais y los gremlins, alegoría sobre la duplicidad benévola/ maléfica de cada hombre y mujer, se complementa de maravillas con la mano maestra de un Dante que por un lado juega con la frontera entre la comedia y el horror, algo por cierto simbolizado en el legendario soliloquio tragicómico de Kate acerca de cómo descubrió el cuerpo del paparulo de su padre en la chimenea, quien se había disfrazado de Santa Claus para darles una sorpresa a ella y a su madre pero resbaló dentro del conducto edilicio y se rompió el cuello, y por el otro lado da rienda suelta a su pasión cinéfila con citas explícitas a Qué Bello es Vivir (It’s a Wonderful Life, 1946), de Frank Capra, Orfeo (Orphée, 1950), de Jean Cocteau, Miedo de Amar (To Please a Lady, 1950), de Clarence Brown, La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel, El Planeta Desconocido (Forbidden Planet, 1956), de Fred M. Wilcox, y desde ya Blancanieves y los Siete Enanos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937), eje de una escena sarcástica imborrable para todos aquellos que crecimos durante los 80, cuando la deliciosa caterva de gremlins está toda reunida dentro del cine del pueblito viendo el clásico de Walt Disney y cantando al unísono la recordada Heigh-Ho de Frank Churchill y Larry Morey, transformando sin medias tintas a aquella candidez infantil en una revolución de alegre malicia y esplendorosa independencia colectiva que viola todo lo considerado sagrado sin que importe nada la corrección política ni las apariencias de todos esos imbéciles cuyos cadáveres están juntando moscas a lo largo y ancho de Kingston Falls (asimismo se agradece la utilización de Christmas (Baby Please Come Home), de Jeff Barry, Ellie Greenwich y Phil Spector y en la voz de Darlene Love, para la secuencia de apertura, Do You Hear What I Hear?, de Noel Regney y Gloria Shayne e interpretada por Johnny Mathis, en ocasión del suspenso del acecho a Lynn, y Out Out, de Peter Gabriel, para la festichola ultra anárquica en la taberna reglamentaria, una propiedad del veterano Dorry de Kenny Davis). Dante ya había demostrado su enorme amor por la Clase B de los 50 y 60 mediante obras radicales como The Movie Orgy (1968), Hollywood Boulevard (1976) y Rock ‘n’ Roll High School (1979), en la que dirigió diversas escenas sin aparecer en los créditos oficiales, y en trabajos cáusticos aunque al mismo tiempo más clasicistas como Piraña (Piranha, 1978), Aullidos (The Howling, 1981) y su segmento de Al Filo de la Realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), It’s a Good Life, el mejor de los cuatro que componían el film, un homenaje en clave de largometraje a la mítica serie televisiva de Rod Serling, La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), la cual a su vez incluía una de las primeras apariciones de una criatura infernal símil gremlin en el episodio Nightmare at 20,000 Feet (1963), protagonizado por William Shatner -como un pasajero de un avión, Bob Wilson, que veía a un bicho del espanto destruir la nave- y adaptado para la película de los 80 por George Miller en el otro segmento interesante del lote, en aquella oportunidad con John Lithgow en el rol del núcleo de la incredulidad masiva. Muchas veces al hablar del opus, y por el maravilloso trabajo en títeres y animatronics, se pasa por alto que la obra maestra de Dante cuenta con una genial toma en stop motion, aquel plano amplio de la pandilla de esbirros de Stripe emergiendo desde la oscuridad de Kingston Falls, y hasta detalles en animación tradicional que pueden verse en las supuestas sombras sobre la pantalla en blanco de la sala cinematográfica a medida que los engendros avanzan amenazantes sobre Billy, Kate y el pequeño Gizmo, en los instantes previos a la explosión de gas que los susodichos prepararon aprovechando que los gremlins están distraídos con Blancanieves y los Siete Enanos y en pos de resguardarse de la -para ellos mortífera- luz solar. El desenlace en la tienda por departamentos, precisamente luego de una noche de farra que incluyó desde monstruos exhibicionistas, fanáticos del breakdance y enajenados proclives a electrocutarse hasta borrachines, fumadores, jugadores de cartas, adeptos a los videojuegos y deprimidos crónicos cual galán del film noir, anticipa el tono sardónico anticapitalista, antitecnológico y anticonsumismo de la también prodigiosa secuela de 1990, todavía más salvaje en su planteo mordaz y más cercana al cariño de siempre de Dante hacia animadores de la talla de Chuck Jones y Frank Tashlin, artífices fundamentales de los Looney Tunes y las Merrie Melodies de la Warner Brothers. Pasan los años pero Gremlins continúa siendo una de las cimas inalcanzables del entretenimiento popular bien entendido, ese que está dirigido a las familias aunque motivando la autorreflexión y en gran medida saboteando la parafernalia lobotomizadora baladí de un mercado que multiplica basura estandarizada al mismo ritmo en que expulsa a los trabajadores bajo mentiras vinculadas al eficientismo, la tecnocracia y el progreso científico, una sarta de gansadas que se vienen abajo -como siempre en las comunidades humanas- cuando la fuerza de la naturaleza toma la forma de pequeños seres incontrolables que se ríen tácitamente o de manera explícita de todo nuestro orden social, nuestras “conquistas” y/ o nuestros tristes recaudos. Aquella coda final, con el Señor Wing presentándose en el hogar de los Peltzer para llevarse a Gizmo, por cierto un gran cantor vía tiernos susurros, y para de paso acusarlos de irresponsables, es una de las moralejas más hermosas que haya dado el casi siempre hueco e insustancial cine norteamericano, coyuntura en la cual Dante no puede consigo mismo y por ello cuela el gesto irónico de Randall regalándole al chino uno de sus absurdos “ceniceros quitahumo” que inundan cualquier lugar con monóxido de carbono, dando a entender que hasta cuando quieren hacer un bien los occidentales terminan embarrándolo todo a puro patetismo fatuo.

 

Gremlins (Estados Unidos, 1984)

Dirección: Joe Dante. Guión: Chris Columbus. Elenco: Zach Galligan, Phoebe Cates, Dick Miller, Hoyt Axton, Frances Lee McCain, Corey Feldman, Polly Holliday, Keye Luke, Glynn Turman, Scott Brady. Producción: Steven Spielberg, Frank Marshall, Kathleen Kennedy y Michael Finnell. Duración: 106 minutos.

 

 

Gremlins 2: La Nueva Generación (Gremlins 2: The New Batch, 1990):

 

De una forma similar a lo ocurrido en torno a Batman (1989), de Tim Burton, película que por su éxito derivó en una situación de control absoluto por parte del director en ocasión de la secuela directa, Batman Vuelve (Batman Returns, 1992), una de las obras de autor más caras, vanguardistas y francamente insólitas por el detalle de haber sido realizada dentro de un aparato mainstream que casi nunca renuncia a su hegemonía, Gremlins 2: La Nueva Generación (Gremlins 2: The New Batch, 1990) no sólo profundiza el dejo satírico del opus original sino que hasta cierto punto podría decirse que invierte el planteo retórico en su conjunto tracción a atrevimiento, desparpajo y caos: además de disparar dardos contra el automatismo tecnológico posmoderno, la especulación inmobiliaria, la sobreestimulación popular mediática, la deshumanización científica, la mediocridad de la oferta televisiva, la súper execrable experimentación con animales, los delirios ególatras de los magnates y la pusilanimidad pancista de su ejército de subalternos, el film de Dante muda la acción desde el tranquilo pueblito de Kingston Falls a un edificio de la bulliciosa Manhattan y transforma el derrotero nocturno de Gremlins (1984) en una epopeya mordaz de supervivencia que se desarrolla durante el día, ecuación que incluso incorpora por un lado una exacerbación del sustrato anárquico de antaño símil los Looney Tunes mediante una apertura y un cierre animados dirigidos por el propio Chuck Jones, con el Pato Lucas pretendiendo reemplazar primero a Bugs Bunny y luego al inefable Porky, y por el otro lado un segmento intermedio metadiscursivo que remite al ideado por William Castle para El Aguijón de la Muerte (The Tingler, 1959) en el que el celuloide de repente se quema como en el final de Carretera Asfaltada en dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971), del enorme Monte Hellman, para dejar paso a una retahíla de sombras chinescas por parte de los gremlins valiéndose de la pantalla en blanco (tenemos un pájaro, un conejo y hasta una imitación muy minuciosa de Abraham Lincoln), todo con un remate estupendo y bien gracioso en el que los monstruos verdes empiezan a proyectar una típica película de campo nudista de la década del 50, Volleyball Holiday, lo que genera que una madre conservadora (Belinda Balaski) y su crío (Nicky Rose) salgan a quejarse ante el gerente de la sala cinematográfica en cuestión (un genial Paul Bartel), el cual a su vez se mete en el cine con una linterna rojo fluorescente y le pide ayuda a Terry Eugene Bollea alias Hulk Hogan, quien amenaza a los monstruitos con subir a la cabina -mientras destroza su remera amarilla- a menos que proyecten el resto del film, con un posterior “lo siento, no volverá a suceder” de Hogan mirando directamente a la cámara cual interpelación en primera persona digna del cine experimental de otro tiempo, aplausos del público de por medio. Sin llegar al nivel del humor referencial llevado al extremo, aquel de Jim Abrahams y los hermanos David y Jerry Zucker de ¿Y Dónde Está el Piloto? (Airplane!, 1980) y La Pistola Desnuda (The Naked Gun: From the Files of Police Squad!, 1988), por ejemplo, ese que copaba casi por completo a las respectivas películas, aquí el realizador vuelve a deleitarnos con alusiones muy inteligentes a obras variopintas como El Fantasma de la Ópera (The Phantom of the Opera, 1925), King Kong (1933), El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), De Ratones y Hombres (Of Mice and Men, 1939), Casablanca (1942), El Monstruo de Tiempos Remotos (The Beast from 20,000 Fathoms, 1953), La Strada (1954), El Experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass Xperiment, 1955), La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), Maratón de la Muerte (Marathon Man, 1976), Rambo III (1988) y quizás las dos centrales que sintetizan el espíritu libertario general, Damas (Dames, 1934), eje de un segmento musical duplicado al detalle protagonizado por un lascivo gremlin femenino, y nuevamente Blancanieves y los Siete Enanos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937), núcleo de la obsesión de los engendros asesinos durante el entreacto como bien lo aclara el proyectorista (Kenneth Tobey), el cual afirma que sólo desean ver el clásico animado de Walt Disney. La trama exuda picardía y aparente sencillez y comienza con la obsesión de un magnate, Daniel Clamp (John Glover), amalgama burlona de los repugnantes Donald Trump y Ted Turner, con adquirir sí o sí el pequeño negocio del Señor Wing (Keye Luke) para construir el Complejo Oriental Clamp, algo a lo que el anciano tuerto se niega y que el millonario sólo consigue cuando fallece el asiático, con las topadoras derribando el local y obligando a Gizmo a vagar por las calles neoyorquinas, donde es hallado/ secuestrado por un par de gemelos científicos, Martin (Don Stanton) y Lewis (Dan Stanton), quienes trabajan en un laboratorio de colores chillones comandado por el severo Doctor Catheter (el inigualable Christopher Lee) y ubicado en el Piso 51 de la Galería y Centro Comercial Gran Regencia Clamp, en esencia un edificio aparatoso y supuestamente automatizado en el que muchas cosas funcional mal -como aquellos inventos de Randall Peltzer (Hoyt Axton)- y la vigilancia electrónica es moneda corriente, al punto de echar a los empleados por tomar un descanso no autorizado. Billy Peltzer (Zach Galligan) y Kate Beringer (Phoebe Cates) son ahora una pareja formal que viene posponiendo lo de casarse a la espera de un ascenso que nunca llega y en parte anhelando la tranquilidad y seguridad laboral que tenían en Kingston Falls, ya que ambos trabajan para la darwinista corporación de Clamp, la chica como guía de turismo dentro de las instalaciones del rascacielos, el cual no sólo alberga la sede central del conglomerado empresarial del magnate sino también oficinas externas, un shopping, consultorios y hasta un complejo de viviendas de lujo cual Nueva York en miniatura, y el muchacho como dibujante creativo y “nivel cero” de una cadena de mano que incluye a su jefa directa, la trepadora Marla Bloodstone (Haviland Morris), y al superior de la anterior y mano derecha del propio Clamp, el sanguinario Forster (Robert Picardo), aparente jefe de seguridad. Con un imperio sostenido en la construcción, los deportes, las finanzas y una línea de mermeladas, el millonario es un idiota muy narcisista que un día cae en la sección de Billy y manifiesta entusiasmo por sus diseños para el Complejo Oriental Clamp, lo que genera que Marla se abalance sexualmente sobre él en medio del disgusto de Kate. En una jugada narrativa cercana a La Strada, Peltzer reconoce la tonada que cantaba el mogwai por los silbidos de un mensajero (Raymond Cruz), un latino que a su vez la escuchó en el laboratorio del Doctor Catheter, hacia donde se dirige Billy de inmediato para rescatar a Gizmo de su jaula y a posteriori encomendárselo a una Kate que lo confunde con uno de los cuatro duplicados que le salen del lomo cuando es mojado accidentalmente por un hombre de mantenimiento que se proponía arreglar un bebedero público del edificio (nada menos que John Astin, Homero Addams en la mítica serie Los Locos Addams/ The Addams Family de mediados de la década del 60). En términos concretos estos cuatro nuevos personajes, reemplazos de aquellos cinco “hijos” no deseados que tuvo Gizmo en el convite original, son George y Lenny en primera instancia, llamados así por los protagonistas de De Ratones y Hombres, el primero una caricatura de Edward G. Robinson y el segundo un dientudo medio bobo, y Daffy y Mohawk en segundo lugar, este último otro exponente de penacho punk semejante a Stripe de la odisea de 1984 -aunque con un aspecto amenazador mucho más marcado- y el anterior un desquiciado hiperquinético que remite al nombre original en inglés del Pato Lucas, Daffy Duck. En el mismo momento en que Murray Futterman (regresa el gran Dick Miller) y su esposa Sheila (Jackie Joseph), vecinos de Kingston Falls, caen de visita a Nueva York en la casa de la parejita, Billy comprende que el asunto se salió de control -otra vez- ya que descubre que su novia se trajo al hogar compartido a Daffy y no a Gizmo, no obstante termina arrestado cuando pretende cortar el suministro de agua del edificio mientras que los mogwais malévolos se hacen un festín en el patio de comidas pasada la medianoche y luego entran en fase de pupa/ crisálida para finalmente eclosionar en gremlins. Beringer paga la fianza de turno pero los intentos de Peltzer de convencer a Forster caen en insistentes burlas por parte de sus subordinados del centro de vigilancia, con hilarantes planteos relacionados a qué sucedería si se le queda atrapada comida en los dientes a un mogwai y se la traga pasada la medianoche o qué ocurriría si está viajando en avión y se produce un cambio de horario; bromas que finalizan cuando el terrorífico Mohawk sale desde dentro de una de las consolas y el resto de los chiflados atacan el set de un programa de televisión por cable -parodia de la escena homóloga con Lynn Peltzer (Frances Lee McCain)- conducido por Marge (Kathleen Freeman), una especialista añosa en cocina para microondas que les deja servida la rauda multiplicación porque los ácratas enreptilados llenan el horno de utensilios de metal y lo encienden, provocando una explosión que activa los extintores de los techos. El excelente guión coral de Charles S. Haas, nuevamente con claros aportes de Dante aunque ya no del Spielberg familiero, aprovecha el involucramiento del personaje de Glover, quien se ve obligado a triturar a un gremlin que se cargó a su secretaria metiéndole una trampa para ratones en su sándwich, y la variedad de criaturas híbridas que provoca el esperable asalto sobre el laboratorio de Catheter, señor propenso a una investigación genética que da lugar a mutaciones -brebajes coloridos y/ o gaseosos de por medio- como la del gremlin con vegetales en la cara, el ya mencionado que se convierte en hembra lujuriosa, ese que se transforma en corriente eléctrica, el maravilloso Gremlin Cerebral que habla perfectamente desde un discurso muy intelectual (con la voz de locutor de Tony Randall), aquel otro al que le crecen alas cual murciélago -incluso genera un chiste intra gremio del horror porque Lee, célebre por sus encarnaciones de Drácula para la Hammer Productions, al verlo desplegar sus alas experimenta un déjà vu- y hasta un Mohawk que muta en un ser arácnido gigantesco que acorrala a Kate y Marla, teniendo que salvarlas un Gizmo que vuelve a ser martirizado por los malditos gremlins y que en esta oportunidad opta por pasar al ataque colocándose una vincha en la cabeza a lo John Rambo (Sylvester Stallone) y fabricándose un arco a partir de un clip y una banda elástica (el mandamás, Mohawk, recupera el gracioso “¡Gizmo caca!” de Stripe pero nuestro diminuto héroe en vez de matarlo con la luz solar, en Gremlins 2: La Nueva Generación revienta al psicópata con una flecha bomba hecha con un frasco de Liquid Paper en llamas). El equipo de Rick Baker reemplaza a un Chris Walas que por esta época estaba más concentrado en su faceta de director vía las recordadas La Mosca 2 (The Fly II, 1989) y El Vagabundo (The Vagrant, 1992), y definitivamente se nota el cambio de estilo porque aquí se salta desde la tierna materialidad de antaño en cuanto al diseño, movimientos y expresiones de los mogwais y los gremlins a una estupenda combinación de stop motion símil Ray Harryhausen para tomas amplias y títeres y animatronics para los primeros planos de las criaturas, ahora con mayor diversidad en materia de gestos y sentimientos, movida creativa que tiene que ver tanto con un inevitable aggiornamiento técnico -los practical effects robóticos ya estaban muy avanzados para fines de los 80 y principios de los 90- como con la idea de hacer más tenebroso al ejército de los lunáticos incontrolables para compensar la disminución general del gore con respecto a la primera película, acercando de sopetón a las criaturas al engendro titular de El Monstruo de la Laguna Negra (Creature from the Black Lagoon, 1954), de Jack Arnold. Más allá de la música incidental y el legendario leitmotiv de Jerry Goldsmith, las canciones ajenas vuelven a ser cruciales dentro de un armado retórico en el que se destacan Angel of Death, de Slayer, para la metamorfosis de Mohawk en el ser arácnido, Rhapsody in Blue, de George Gershwin, en ocasión del segmento musical de Damas, y New York, New York, composición de John Kander y Fred Ebb para la película homónima de 1977 de Martin Scorsese con Liza Minnelli y Robert De Niro, en pantalla recuperada a puro éxtasis cuando la canta el Gremlin Cerebral -con sus colegas haciéndole los coros- mientras todos los chiflados esperan en el vestíbulo del edificio a que se esconda el sol para salir a recorrer y desmadrar por completo las arterias de Manhattan, incluso preparándose para destruir la Estatua de la Libertad con motosierras, nitroglicerina Marca Acme y un surtido de bazucas. Además de la obsesión del momento con el ADN modificado, los shoppings y malls, la automatización malograda por computadoras y los últimos coletazos de la cultura popular de antaño, esa en la que los medios de comunicación tradicionales tenían un rol central porque los intercambios por Internet aún estaban fuera del mapa, la demencial faena de Dante satiriza y reflexiona sobre aquella proliferación de canales a través del videocable y cómo ello no derivó en una verdadera mejoría en lo que atañe a la dimensión cualitativa de los contenidos ofrecidos a los espectadores, esquema discursivo subrayado mediante los estudios -ubicados en el mismo rascacielos- de la poderosa cadena por cable de Clamp, quien privilegia la basura masiva y los tanques/ clichés cinematográficos en detrimento de las aventuras freaks y el cine de culto que tanto ama el realizador, crítica acertadísima que anticipa la insoportable saturación con mediocridad y mucha repetición de los servicios de streaming contemporáneos. En este sentido, los personajes del Abuelo Fred (Robert Prosky), un presentador veterano de películas de horror que gusta de vestirse de Drácula, y el Señor Katsuji (Gedde Watanabe), un turista japonés que no deja las cámaras ni por un minuto, constituyen la alternativa bizarra y realista que registra los hechos desde adentro del edificio sin maquillaje alguno y con una serie de hilarantes crónicas de primera mano en pos de documentar el pandemónium y hasta darle voz y voto a un Gremlin Cerebral que asevera pretender una “civilización” verdosa para justo después pegarle un tiro en la cabeza a uno de los suyos por diversión (la propuesta incluso va más allá y también prefigura el fetiche de adaptar el cine del pasado a los caprichosos estándares del momento vía aquel comentario del Abuelo Fred sobre la negativa del magnate a proyectar clásicos en blanco y negro, con el remate de unos altavoces anunciando la transmisión de una versión en colores de Casablanca y encima ahora con final feliz). Gremlins 2: La Nueva Generación se ríe a carcajadas de la crítica promedio de cine, con Leonard Maltin haciendo un cameo de él mismo pegándole -como le pegó de puro carcamán bien obtuso- al periplo de 1984, de la fórmula de máxima de toda secuela mainstream, eso de multiplicar los personajes y las situaciones ya transitadas, y del hecho de que la Warner Brothers esté financiando -y le haya dado “carta blanca” a Dante en- una película de semejante naturaleza revulsiva e inquieta, plagada de escenas imaginativas y/ o desmesuradas como esa en la que Futterman le tira concreto al gremlin alado y éste se convierte de golpe en una gárgola, la de la sátira a Maratón de la Muerte cuando un Daffy dentista pretende torturar a Billy, las del ácido y el clavicordio que parodian a El Fantasma de la Ópera, el segmento intermedio ya citado y por supuesto el desenlace, cuando falla el plan de retomar la solución de la luz solar del film anterior -aparecen nubes en el cielo- y se opta por electrocutarlos/ derretirlos a todos con más agua y recurriendo al gremlin abstracto/ animado de la corriente eléctrica, amén del colofón muy irónico del monstruito femenino enamorado y dispuesto a casarse con un Forster que termina bajando la guardia y entregándose al placer por venir. Sirviéndose de referencias adicionales como la reaparición de un gremlin exhibicionista ante Kate y una vuelta de la Beringer en modalidad de soliloquios tragicómicos, hoy reemplazando lo de papi rompiéndose la cabeza al bajar por la chimenea con la historia inconclusa de otro exhibicionista que se le presentó cuando niña disfrazado de Abraham Lincoln, la querida e inolvidable propuesta de Dante es una joya y un ejemplo imperecedero del arte de mofarse de uno mismo -y de la comunidad- al mismo tiempo que se erige como uno de los pocos corolarios de la historia del cine que hace todo bien y de hecho apuesta por la novedad de un tono narrativo farsesco, episódico y completamente diferente con respecto al del opus anterior; una especie de gesta sardónica de barricada que pone patas para arriba las falacias del capitalismo delirante, tecnocrático, especulador, mitómano, vigilante, eficientista y massmediático pegándole precisamente donde más le duele, léase en la recurrente verdad de un colapso o crisis que está a la vuelta de la esquina y que viene ratificado por el poderío de la anormalidad aleatoria que desde lo minúsculo reproducido hasta el hartazgo sabotea cada uno de los pivotes de este frágil castillo de cartas que llamamos sociedad organizada.

 

Gremlins 2: La Nueva Generación (Gremlins 2: The New Batch, Estados Unidos, 1990)

Dirección: Joe Dante. Guión: Charles S. Haas. Elenco: Zach Galligan, Phoebe Cates, John Glover, Christopher Lee, Robert Prosky, Robert Picardo, Dick Miller, Kathleen Freeman, Keye Luke, Paul Bartel. Producción: Steven Spielberg, Frank Marshall, Kathleen Kennedy y Michael Finnell. Duración: 106 minutos.