La punta del iceberg del desastre del Vuelo 3142 de LAPA se condice con lo evidente, el episodio en sí: el 31 de agosto de 1999 el avión con 98 pasajeros y cinco tripulantes, que estaba destinado a cubrir el trecho entre el Aeroparque Jorge Newbery de Buenos Aires y el Aeropuerto Ingeniero Taravella de Córdoba, no consiguió levantar vuelo porque el piloto Gustavo Weigel y el copiloto Luis Etcheverry no extendieron los flaps, esos dispositivos hipersustentadores de las alas, y no le prestaron atención alguna a una alarma de la cabina al respecto hasta que fue muy tarde para detener el armatoste del aire debido a que ya había superado la velocidad V1 o punto de no retorno para un eventual frenado de emergencia, lo que generó que atravesase el final de la pista de despegue y chocase contra unas máquinas viales, un terraplén, una planta reguladora de gas y un automóvil Chrysler Neón que circulaba por la Avenida Rafael Obligado, en la Costanera Norte, provocando una bola de llamas inmensa -entre el gas y el combustible del coche y la aeronave- que mató de manera directa o indirecta a 65 personas y lesionó a otras 34 en una de las catástrofes más terribles de la historia de la aviación argentina. El episodio fue anticipado por otro suceso similar, la debacle del Vuelo 2553 de Austral Líneas Aéreas del 10 de octubre de 1997 sobre territorio uruguayo, y de hecho ocultaba por detrás la falta de controles de toda clase del supuesto organismo encargado de la fiscalización del rubro en la época, ese Comando de Regiones Aéreas de la Fuerza Aérea Argentina que actuaba en connivencia mafiosa con la empresa, LAPA o Líneas Aéreas Privadas Argentinas, operante entre 1977 y 2003, compañía que nació con la última dictadura vernácula, el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), y que en los años 90 aprovechó la desregulación del mercado aéreo vía una política muy agresiva de vuelos “low cost” que implicaba suprimir vacaciones de pilotos, volar con naves antiguas, omitir alertas técnicas, desalentar la capacitación de excelencia y evitar el reemplazo de equipamiento, el mantenimiento programado y las reparaciones necesarias en aviones sobreexplotados y continuamente “emparchados” para que sigan volando con el mínimo gasto posible, una dialéctica plutocrática que se desentiende de las vidas humanas.
Uno de los empleados de LAPA y una de las víctimas de esta cultura de precios bajos en detrimento de la seguridad de los vuelos, los cuales por cierto eran fundamentalmente de cabotaje pero también cubrían destinos en Uruguay y Estados Unidos, fue Enrique Piñeyro, un verdadero Hombre del Renacimiento que nació en Génova, Italia, y vivió casi toda su vida en Argentina al punto de convertirse en médico aeronáutico, piloto de avión, cineasta, filántropo, activista social, cocinero, dueño de un restaurante, monologuista de stand up e investigador de accidentes aéreos, incluso participando -en calidad de representante de la Asociación de Pilotos- de la pesquisa con motivo del Vuelo 2553 de Austral y habiendo sido comandante de aviones en LAPA entre 1988 y aquel 1999, apenas unos meses antes del accidente del Vuelo 3142, un puesto de piloto al que renunció en junio por la presión constante del conglomerado privado para que se retracte de una valiente denuncia que había realizado acerca del calamitoso estado de los aviones, las irregularidades sistemáticas y la gran negligencia tanto de la Fuerza Aérea como de la misma LAPA, segunda empresa en importancia en el país luego de sus homólogas públicas/ estatales de Aerolíneas Argentinas y Austral Líneas Aéreas, estas dos últimas fusionadas en 2020 por la crisis que atravesó el sector a raíz de la pandemia del coronavirus. Después de dejar LAPA Piñeyro, que cuenta con una fortuna familiar, compró un Boeing 787 a Aeroméxico que utiliza para misiones humanitarias, fundó la productora Aquafilms y empezó a trabajar como actor ya que posee además formación teatral, llegando a colaborar con directores como Daniel Burman, Marco Bechis, Emanuele Crialese, Rafael Filippelli, Alejandro Chomski, Lucrecia Martel, Miguel Cohan, Lorena Muñoz y la dupla de Mariano Cohn y Gastón Duprat. Whisky Romeo Zulú (2004) es a la par su debut como realizador y guionista y un lienzo autobiográfico, encarado desde el cine ficcional, sobre su paso por LAPA en la previa al desastre en cuestión, cuando la firma recurre al ABC del ataque contra los “empleados díscolos” que no acatan órdenes, osan pensar o muestran algún margen de autonomía, a los que una y otra vez se margina y demoniza para que no renueven la solidaridad de sus compañeros y todo lleve a una huelga.
Exacerbando el borramiento de aquellos límites entre realidad y recreación del docudrama, Piñeyro en pantalla hace de sí mismo, un piloto trabajando en LAPA en medio de la fiebre noventosa menemista de las corruptelas, la desregulación, las privatizaciones, la paridad cambiaria y el complot entre Estado, enjambre financiero y lacra capitalista neoliberal en general, un empresariado que volcó todos sus recursos a la sustitución del trabajo por la especulación para continuar aumentando las ganancias a costa de todo y todos: el relato se divide en tres tiempos que abarcan primero el período posterior al accidente, ahora con el fiscal de turno (Adolfo Yanelli) siendo amedrentado in crescendo cuando le dejan mensajes de muerte en su auto, le roban las computadoras con su investigación y disparan en la noche contra su casa, y segundo dos acepciones de la versión ficcional de Enrique, por un lado una infantil (Martín Slipak) que se enamora de una compañera de colegio primario, romance que termina licuándose porque el joven no consigue decirle nada a la chica y ésta es trasladada a otra institución educativa por sus padres, y por el otro lado una adulta (el propio Piñeyro) que suele volar con un copiloto afable, apodado Gordo (Carlos Portaluppi), y que choca constantemente con la administración intermedia de LAPA, simbolizada en De Angelis (Martín Adjemián) y Adrián (Sergio Boris), y con el representante de la Fuerza Aérea, el Comodoro Trapattoni (Miguel Dedovich), todos despreocupados por la colección de fallas técnicas y sólo interesados en mantener siempre en funcionamiento a la línea aérea sin ningún tipo de inversión en repuestos, accesorios o mecánica. Mientras inicia una cuasi relación con aquella muchacha de la infancia, una tal Marcela (Mercedes Morán) que está casada con un paparulo (Gabo Correa), parece ser una monigote de marketing/ publicidad producto de una universidad privada y para colmo se convierte en la gerenta de relaciones públicas de LAPA, al protagonista se le niega la habilitación psicofísica para presionarlo y sin poder trabajar decide escribir una carta de denuncia sobre las múltiples irregularidades atestiguadas que es reproducida por la prensa local e internacional, jugada que desencadena la renuncia luego de un pedido patronal de retractación bajo la promesa de reincorporarlo.
En vez de tercerizar el asunto adoptando a tiempo completo la perspectiva del fiscal, como haría cualquier thriller hollywoodense del montón, o de centrarse únicamente en la faceta técnica de la bola de nieve de desperfectos de los aviones, esa que condujo a la calamidad porque genera acostumbramiento en los pilotos y la mentada falta de atención ante alarmas que se creen falsas hasta que resultan ser reales y terroríficas, Piñeyro opta por combinar formatos porque su horizonte es el de una mixtura entre el testimonio en sí de la tragedia, la denuncia contra los culpables, la poesía paisajista de las nubes, el documental acerca de los comandantes aeronáuticos, la comedia dramática romanticona y la exploración del mundo laboral actual y su precarización, esa que incluye precisamente a una de las profesiones mejor pagas del vasto enclave capitalista, la de los pilotos, un planteo genial que no excluye autocríticas en un rango que va desde la actitud intermitentemente relajada y caprichosa del personaje de Portaluppi frente a las muchas falencias en la formación de sus colegas hasta esos pobres diablos que por necesidad de dinero aceptan cualquier tarea semi suicida que les encargue la compañía, un rubro en esencia condensado en Gonzalo (Alejandro Awada), piloto de mala performance en simuladores de vuelo que reemplaza a Enrique cuando se niega a volar de noche por instrumentos defectuosos de lectura en la cabina. Whisky Romeo Zulú, referencia a la patente del Vuelo 3142, LV-WRZ o Lima Víctor-Whisky Romeo Zulú, es un excelente ejemplo de epopeya testimonial heterodoxa que logra a la perfección poner al descubierto a la gerencia y sus esbirros, entre los que se destaca la desdeñable psiquiatra que niega la habilitación médica (Silvina Bosco), algo que el cineasta extendería a sus dos documentales posteriores de denuncia, los magistrales Fuerza Aérea Sociedad Anónima (2006), con el que logró en 2007 el traslado del contralor aéreo de la camorra militar a la flamante Administración Nacional de Aviación Civil, y El Rati Horror Show (2010), en este caso consiguiendo la exoneración en 2012 de Fernando Carrera, chivo expiatorio de la Masacre de Pompeya del 25 de enero del 2005, una matanza cuya responsabilidad recaía en una estructura policial que inculpó a una de las víctimas de su locura homicida estándar…
Whisky Romeo Zulú (Argentina, 2004)
Dirección: Enrique Piñeyro. Guión: Enrique Piñeyro y Emiliano Torres. Elenco: Enrique Piñeyro, Mercedes Morán, Alejandro Awada, Adolfo Yanelli, Carlos Portaluppi, Martín Slipak, Sergio Boris, Martín Adjemián, Miguel Dedovich, Silvina Bosco. Producción: Enrique Piñeyro. Duración: 107 minutos.