Guillermo del Toro lo hizo de nuevo y esta vez de manera monumental: La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017) es una de sus mejores películas a la fecha, una obra maestra extraordinaria que consigue la proeza de otorgar nueva vida a la querida fórmula de La Bella y la Bestia, el célebre cuento de hadas de 1740 de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, a su vez abreviado en 1756 y popularizado a posteriori por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, centrado en la relación entre una mujer humilde y un ser cuya riqueza interior representa todo el misterio que puede esconder una superficie que no calza con los preceptos sociales de lo considerado “bello”. El objetivo manifiesto del realizador y guionista pasa por construir una fábula para adultos pensantes, muy lejos de la basura castrada que viene entregando Tim Burton y similares desde hace dos décadas… y mejor ni hablar del resto de la industria, la cual prácticamente desconoce la paciencia que requiere un relato sopesado con las tripas, el corazón y la potencia súper impiadosa del mundo real.
La historia gira en torno a Elisa (Sally Hawkins), una mujer muda que trabaja como personal de limpieza en una instalación secreta del gobierno estadounidense dedicada a la investigación espacial en 1962, en plena Guerra Fría contra los soviéticos. Sus únicos amigos son Giles (Richard Jenkins), un vecino homosexual dibujante con el que comparte el gusto por los musicales más desnudos y minimalistas del Hollywood Clásico, y Zelda (Octavia Spencer), una afroamericana compañera de trabajo que la ayuda en distintos detalles, en especial impidiendo que su curiosidad la meta en problemas. Es precisamente ese merodeo natural el que la lleva a averiguar qué ocultan unos tanques gigantes que un buen día llegan al edificio: evadiendo la custodia de Strickland (Michael Shannon), un esbirro policial/ militar fascista, sádico e hipócrita, Elisa descubre en los toneles a una criatura anfibia humanoide de América del Sur que los científicos y la milicia tienen encadenada de la manera más atroz, con golpes y electrocuciones esporádicas incluidas.
De a poco ella se comunicará con el ser semi acuático y tomará nota de su enigmática inteligencia, lo que provocará una mutua identificación y la planificación de un rescate cuando los militares -en su típica brutalidad- pretendan realizarle una vivisección al anfibio y luego matarlo. El convite posee una estructura y un ritmo narrativo bellísimos, concisos, apacibles, carentes de la tendencia actual a acelerar y lavar el relato para destilarlo de sexo, gore y cualquier trasfondo de izquierda o cercano a un devenir inconformista. Aquí en cambio nos topamos con una sexualidad que toma por asalto al espectador a través de la costumbre de Elisa de masturbarse en la bañera todos los días antes de ir al trabajo, la obsesión de Giles con un joven bartender a quien le compra porciones de torta, las jocosas observaciones de Zelda sobre su matrimonio, el acoso sexual de Strickland para con Elisa y finalmente la relación romántica que nace entre ella y la criatura, un tópico tratado con una elegancia y una sensibilidad que resultan increíbles en nuestra triste contemporaneidad.
La construcción de la empatía entre los personajes, la sinceridad de un planteo formal de rasgos ancestrales y la riqueza del desarrollo en su conjunto, homologado a la defensa irrestricta de los grupos sociales marginados y/ o perseguidos por los sectores en el poder, constituyen por un lado los pivotes del guión de Vanessa Taylor y Del Toro y por el otro los recursos artísticos de los que se vale Hawkins, una actriz gloriosa que hoy está acompañada de un elenco a la altura de semejante entrega. En este sentido, pensemos por ejemplo en Doug Jones, quien interpreta al anfibio y continúa imponiéndose como el gran actor fetiche del director mexicano, aquí superando por mucho a Andy Serkis en el terreno del mimetismo fantástico/ animalizado y el arte de improvisar sobre fondo verde para animar digitalmente después… aunque lo de Jones es mucho más clasicista debido a que su desempeño está muy pegado a los antiguos disfraces a secas, esos que sacaban a relucir la destreza como mimo del actor en cuestión ya que lo único valioso es la dialéctica corporal.
Unificando el horror de “monstruos humanos” de derecha como el presente Strickland o aquel Vidal de Sergi López, su homólogo de El Laberinto del Fauno (2006), la fantasía de reivindicación de una naturaleza divinizada, las aventuras de fuga de prisión, las odiseas románticas de inflexión trágica y hasta los thrillers de espionaje de mediados del siglo pasado, La Forma del Agua es una joya profundamente sensual y política que pone en interrelación el odio demencial que se esconde en los estados autoritarios de ayer y hoy y la única respuesta que se puede enarbolar ante dicha situación: hablamos de una lucha contra la ceguera y la crueldad del poder y su apetito caníbal, ese que bajo la lógica de la guerra se la pasa matando y convalidando la exclusión, el sexismo y la violencia. La libertad de la que goza el cineasta en esta pequeña semblanza de izquierda permite concluir que todavía es posible utilizar a Hollywood para crear cuentos antifascistas que restituyan en términos retóricos esa militancia y esa solidaridad comunal que viene destruyendo el capitalismo.
La Forma del Agua (The Shape of Water, Estados Unidos, 2017)
Dirección: Guillermo del Toro. Guión: Guillermo del Toro y Vanessa Taylor. Elenco: Sally Hawkins, Doug Jones, Michael Shannon, Richard Jenkins, Octavia Spencer, Michael Stuhlbarg, David Hewlett, Nick Searcy, Stewart Arnott, Nigel Bennett. Producción: Guillermo del Toro y J. Miles Dale. Distribuidora: Fox. Duración: 119 minutos.