Padre Padrone

Antes y después del siervo de la gleba

Por Emiliano Fernández

Padre Padrone (1977), obra maestra de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, miembros de la segunda generación del neorrealismo italiano junto a otros directores y guionistas muy famosos como por ejemplo Pier Paolo Pasolini, Ettore Scola, Marco Bellocchio, Lina Wertmüller y Bernardo Bertolucci, sintetiza muy bien las distintas temáticas que marcaron a fuego la carrera de los susodichos porque por un lado recupera aquella denuncia de corte documentalista y simpatías comunistas en torno a las múltiples miserias e injusticias de Italia, pensemos en sus dos colaboraciones iniciales con Valentino Orsini, Un Hombre para Quemar (Un Uomo da Bruciare, 1962) y Fuera de la Ley del Matrimonio (I Fuorilegge del Matrimonio, 1963), o en trabajos variopintos como Los Subversivos (I Sovversivi, 1967) o César Debe Morir (Cesare Deve Morire, 2012), en segunda instancia también indaga en el cambio revolucionario tanto en términos comunales como individuales idealistas, ahora en sintonía con opus como San Miguel Tenía un Gallo (San Michele Aveva un Gallo, 1972), Allonsanfàn (1974) y Una Cuestión Privada (Una Questione Privata, 2017), por otro lado retoma aquel realismo histórico mágico, semi impostado o simplemente de impronta lírica algo delirante, corriente dentro de la trayectoria de los señores que quedó en evidencia en especial en Bajo el Signo de Capricornio (Sotto il Segno dello Scorpione, 1969), La Noche de San Lorenzo (La Notte di San Lorenzo, 1982), Fiorile (1993) y Maravilloso Boccaccio (Maraviglioso Boccaccio, 2015), y finalmente explora una dinámica vincular que con los años pasaría de familiar/ afectiva a romántica/ profesional/ existencial aunque siempre vinculada a la idiosincrasia tragicómica de la tierra donde se nació y sus metamorfosis, algo que tranquilamente puede apreciarse en films como El Prado (Il Prato, 1979), Kaos (1984), Good Morning, Babilonia (1987), El Sol También Sale de Noche (Il Sole Anche di Notte, 1990), Las Afinidades Electivas (Le Affinità Elettive, 1996), Tu Ríes (Tu Ridi, 1998) y La Granja de las Alondras (La Masseria delle Allodole, 2007), amén de intereses formales y conceptuales ya más macros como la brutalidad expresiva todo terreno, cierto sustrato picaresco pasoliniano y la tendencia a amalgamar individualidad y colectividad del mismo modo en que ficción y registro verídico tienden a confundirse una y otra vez en los relatos de los nacidos en Toscana, por cierto fanáticos de siempre del cine de Roberto Rossellini.

 

Ahora bien, la película asimismo forma parte de la serie de adaptaciones cinematográficas de joyas literarias por parte de los Taviani, quienes de manera tácita o explícita han demostrado su cariño por autores como León Tolstói, Luigi Pirandello, Johann Wolfgang von Goethe, Alejandro Dumas, Giovanni Boccaccio, Antonia Arslan, Beppe Fenoglio, William Shakespeare y Bertolt Brecht, entre otros, ahora trasladando a la pantalla la novela homónima autobiográfica símil memorias camufladas de 1975 de Gavino Ledda, un pastor de ovejas de la Isla de Cerdeña esclavizado por su padre, sujeto muy rudo que a los seis años obligó a su hijo mayor a dejar la escuela primaria para expulsarlo de la casa familiar en el pueblo de Siligo, donde vivían las hembras y los críos más pequeños, con el objetivo de que se mude a la tierra que poseía en Baddevrùstana, a unos kilómetros a la distancia, donde una choza, un perro ayudante y una mula utilizada como transporte coronaban un mínimo campo en donde pastaba un rebaño de ovejas, las cuales aportaban leche y lana que eran vendidas regularmente. Entre labores colaterales vinculadas a productos del suelo como el grano, la viña y las papas, el padre de Gavino le enseñó los misterios y secretos de la naturaleza entre las décadas del 40 y 50 mientras le imponía un gigantesco volumen de trabajo y lo golpeaba sistemáticamente con brutalidad como mecanismo corrector cada vez que se equivocaba, rehuía de sus deberes o se rebelaba porque no deseaba estar solo durante días cuidando del rebaño para que no se separe ni le roben animales los ladrones. La perspectiva de cambiar de vida desaparece con el tiempo porque una helada destruye unos valiosos olivos que el patriarca le había comprado a una viuda y el progenitor en sí sólo lo deja terminar la primaria, así luego de un intento frustrado de fuga hacia los Países Bajos termina escapando de Cerdeña a fines de los 50 mediante el servicio militar, en el que deja de lado el sardo y aprende el italiano y da los primeros pasos para terminar la secundaria y empezar la universidad, todo bajo la condena fanática de su padre que veía con enorme horror la liberación de su esclavo/ trabajador favorito, quien para las postrimerías de los 60 y comienzos de los 70 obtiene una licenciatura en lingüística y se transforma en docente a tiempo completo, símbolo de la tenacidad de la voluntad individual en pos de emanciparse de la subordinación pastoril y el yugo familiar y construirse como hombre independiente.

 

Como suele ser común en el cine de los directores, la propuesta recurre a una escenificación de tipo teatral para diversas escenas, leyendas contextuales poéticas que se sobreimprimen en las imágenes, una estructura narrativa basada en viñetas más o menos interconectadas, chispazos documentales ahora condensados en una introducción y un epílogo con el propio Ledda hablando a cámara o situándonos en la acción, un influjo anímico bastante visceral que no deja de lado las ironías o el humor negro, alguna que otra secuencia enigmática a lo tiempo muerto meditabundo, recurrencia de un combo de actores profesionales y amateurs, un minimalismo antipreciosista, una banda sonora con mucha música clásica o semejante de Egisto Macchi y finalmente intervenciones de narradores en off y/ o soliloquios varios por parte de purretes, ovejas, vecinos del montón y los mismos miembros de la parentela protagónica, compuesta por el “padre patrón” sin nombre del título (Omero Antonutti), Gavino (Fabrizio Forte de niño, Saverio Marconi cuando adulto), dos hermanos menores, la madre del clan (Marcella Michelangeli) y otras dos hembras que equivalen a ceros a la izquierda porque son personajes abúlicos e incluso más sumisos que los masculinos, las hermanas de Gavino. El estupendo guión de los Taviani respeta en gran medida el libro de Ledda aunque filtrándolo con todos los recursos citados de los realizadores, siempre con un pie en el neorrealismo de competencia masculina y el otro en la experimentación visual y sonora godardiana alrededor de los regímenes del poder tanto consensuado como impuesto aunque sin caer en una exacerbación autoindulgente símil Nouvelle Vague iconoclasta que quiebre ese naturalismo de la dignidad humana que necesita la historia y tanto adoran sus responsables detrás de cámaras; por ello la primera parte de la faena, la correspondiente a la esclavitud, se concentra en las palizas recibidas por el niño, cómo queda desfigurado como consecuencia, los cánticos de los pastores, la “costumbre” de los sardos de violar a mulas, ovejas y gallinas para compensar tamaña soledad, el descubrimiento del arte mediante el acordeón de unos músicos que estaban de paso, un asesinato por honor que le permite al progenitor comprar los olivos de un vecino, cómo los mayoristas estafan al patriarca con el precio de las aceitunas, la llegada de la helada mortal, el primer intento de escape aunque aquí no a los Países Bajos sino a Alemania, la movida del padre de vender casi todas sus propiedades y meter el capital en el banco y la orden subsiguiente de que Gavino se enrole en el ejército para que abandone el analfabetismo y la familia “se haga respetar”, con el mandato adicional de que la hija mayor se convierta en sirvienta y los otros dos mocosos varones en jornaleros, y la segunda mitad del metraje, la que retrata la autonomía paulatina, gira en torno al servicio militar en sí en la Italia Continental, su educación autodidacta en el cuartel, el curso interno de operador de radio, la ayuda que recibe el muchacho de un colega soldado llamado Cesare (nada menos que Nanni Moretti) en lo que atañe a aprender el idioma italiano, su regreso posterior a Cerdeña, las aireadas peleas con su padre porque no le dejaba tiempo suficiente para estudiar y su fuga definitiva del ecosistema familiar para eventualmente escribir el libro en el que está inspirada la película, suerte de andamiaje retórico cíclico que cierra el periplo donde empezó, con el dictador prosaico retirando a su vástago del colegio primario. Es en la primera mitad donde hallamos las secuencias más interesantes, como aquella de los juegos/ charlas/ momentos clandestinos compartidos con mucha culpa entre el protagonista y un preadolescente de un campo vecino y esa otra de los castigos contra una oveja que le defeca en el balde con leche mientras la está ordeñando, exégesis de la necesidad de establecer algún contacto de tipo amistoso afable en medio del aislamiento bucólico y del típico comportamiento imitativo de los purretes para con aquello que ven y escuchan de los adultos, así es que la crueldad que padece el chico se termina trasladando al inocente que nada tiene que ver, el animal que para colmo lo alimenta en una relación de espejos sardónicos ya que la oveja sufre el parasitismo del hombre mientras éste acepta melancólico o semi resignado la vampirización extrema en manos de sus semejantes.

 

A contrapelo de la infinidad de películas que realizaron los europeos sobre las bondades del campo en detrimento del atolladero ensordecedor de las grandes ciudades o acerca de la sabiduría del primitivismo atávico en relación a la presunción intolerante de la supuesta civilización occidental que viene a dar de baja formaciones culturales añejas o consideradas anacrónicas, Padre Padrone condena implícitamente al acervo simbólico cuasi medieval o feudal de la Italia rural de antaño, esa que para la época del rodaje ya había desaparecido mediante el Milagro Económico vernáculo de fines de la década del 50 y comienzos de los 60, cuando el campo experimentó un gran crecimiento y modernización mediante el Estado de Bienestar, una mejoría en infraestructura y transporte, la apertura nacional exportadora y sobre todo una reforma agraria que eliminó los latifundios y benefició por un corto período de tiempo a los propietarios marginales de tierras como el padre de Ledda. Dicho de otro modo, la película piensa el antes y el después de la condición de “siervo de la gleba” de un Gavino que paradójicamente desprecia el ostracismo, la alienación, la misantropía forzosa y la cultura familiar tiránica homologada con la vida campestre y en simultáneo celebra sus misterios, su tranquilidad, su gente, sus olores y sus peculiaridades indómitas inherentes como partes fundamentales del ideario y el alma de una región sin duda como ninguna otra, reconociendo que en esa contradicción se encuentra el núcleo mismo de toda esta odisea de huida y repliegue moderado. Este ir y venir del amor/ odio pasa del pastor sumándose a los insultos y gestos obscenos de sus amigos cuando deja atrás Siligo, incluso meando desde arriba del camión que lo lleva al puerto cual signo de su animadversión hacia la aridez general del suelo y de quienes lo pisan, al hecho de regresar a Cerdeña porque es el único lugar en el que se siente realmente a gusto para estudiar y escribir, precisamente entre los suyos, por más que ello implique soportar el cotilleo popular y por supuesto a su padre, ejemplo antropomorfizado de todo lo que está mal en materia de castigos y falta de respeto frente al diferente y a su vez una figura de autoridad admirable porque el hombre logró mantener unida a la familia y alejada de la pobreza a pesar de una coyuntura agresiva para la vida y a pesar de un mundo moderno que efectivamente es un criadero de sanguijuelas inmundas que consideran al capitalismo, el libre mercado y la explotación como el destino insoslayable del planeta sin que importen las culturas regionales o pasadas, sin duda una filosofía tan ortodoxa y salvajona como la agreste sarda pero mucho más hipócrita porque se la pasa escondiendo su verdadera naturaleza vigilante y absolutista bajo conceptos que se diluyen en nuestra maquiavélica praxis como democracia, igualdad o Estado. Desde ya que los Taviani no pretendían sólo señalar las penurias y el olvido institucional que padecen el Mezzogiorno y la Italia Insular sino construir otra de sus fábulas para adultos en torno a la necesidad de quebrar las cadenas que nos sujetan en tanto prisioneros de los caprichos y el parecer de terceros, sean éstos del grupo familiar o del todo social/ laboral, de allí la importancia antropológica que dentro del relato tienen el arte y la ciencia, representados en la pasión de Gavino por la música clásica y la lingüística, dos motores del cambio urgente que reclama a veces el intelecto pero sin las herramientas verdaderas para llevarlo a cabo en términos de un horizonte identitario claro que nos permita despegarnos del pasado. Tanto Omero Antonutti como Saverio Marconi y Fabrizio Forte son artífices de un desempeño monumental como los dos extremos en conflicto, por un lado un conservadurismo violento, paternal y cargado de un amor demasiado reprimido hacia los allegados y por el otro lado unas ansias de liberación que reconocen el rol fundante del sustrato animal del ser humano pero prefieren controlarlo para introducir un relativismo que viabilice el desarrollo de otras facetas más allá del trabajo y una vida doméstica reducida a lo rudimentario, la repetición de rutinas esclavistas y la falta de comunicación o de la querida y efervescente creatividad. Esta dialéctica de la coacción y la miseria que vemos en pantalla se reproduce de manera cotidiana en todas las urbes pero sin la pompa rebosante de ultrajes del altiplano rocoso…

 

Padre Padrone (Italia, 1977)

Dirección y Guión: Paolo Taviani y Vittorio Taviani. Elenco: Omero Antonutti, Saverio Marconi, Fabrizio Forte, Marcella Michelangeli, Marino Cenna, Stanko Molnar, Nanni Moretti, Pierluigi Alvau, Giuseppino Angioni, Fabio Angioni. Producción: Giuliani G. De Negri. Duración: 113 minutos.

Puntaje: 10