Cazador y Perrito se alejaban de los campos de lino de Agricultor Impaciente. De frente a ellos, el sol ascendía sobre el horizonte liso de los sembradíos cordobeses. Cazador iba monologando con estilo metafísico y alegría.
– ¡Qué desgracia más grande! – le dijo Cazador a su perrito overo. Y luego hizo una pausa para el suspenso – Ha de ser desgracia muy grande haber nacido Agricultor y con la herencia de Impaciente. ¿No te parece, Perrito? – y le acarició detrás de las orejas a su compañero, que movía la cola a manera de afirmación.
Mientras, Agricultor Impaciente y con cara de pocos amigos, encendía el tractor para comenzar una de sus prematuras cosechas. Todo el mundo en el pueblo sabía que Agricultor andaba en negocio grande con los chinos y que por eso estaba con más apuro que nunca para levantar el grano y mandarlo cuanto antes al puerto.
– Maginate si nosotros no tuviéramos la suficiente paciencia de esperar a que regresen los patos de su migración. O si vos, en vez de agazaparte cauteloso a mi lado, fueras perro retobado y salieras como loco a ladrar a todo lo que se mueve en el charco. No cazaríamos ni una torcaza, ni a una rana que salte de yuyo a yuyo. Sagrada es la paciencia del cazador, amigo, pero más sagrada es la paciencia que contiene tu instinto.
Y así seguía Cazador, declamando sus ideas hasta que llegó al río, donde se fue silenciando al escuchar los murmullos secretos de la rivera y acechar a los patos que pretendía cazar para alimentar a su prole. “La paciencia del cazador, gran tesoro: esa es mi herencia”, se repetía cada vez que el cansancio lo dormitaba, sentado entre los juncos y con escopeta presta.
Ya era el mediodía para cuando Cazador y Perrito volvieron a pasar por los caminos que delimitaban los campos de Agricultor Impaciente. Cazador llevaba en su bolso tres preciados patos aún con la sangre caliente. Su amigo iba con la lengua afuera de emoción y alegría, embarrado hasta los colmillos. Para esos momentos, Agricultor estaba dentro de su casona enviando, por la Internet, papelerío de aduana. El destino de los granos sería una pequeña e incipiente empresa de alimentos en Jinzhai, de la provincia de Anhui, China.
Eran las diez de la noche en Jinzhai, cuando una mujer preparaba el té para su madre y para su esposo. El firmamento resplandecía, pero sin luz de Luna, los campos de sorgo se adivinaban en las oscuras parcelas de negro profundo, enmarcadas por la hilera de faroles de luz naranja. Los tres estaban despiertos de manera excepcional, y era porque Hijo estaba demorando más de lo corriente en volver a casa. Momentos después, subiendo por el camino que termina en su hogar, la abuela, que había permanecido bajo un capitel con la figura de un dragón, vio llegar a su nieto en la motoneta.
-¡Vamos, vamos, pequeño! El día ha sido largo y fino como un grano de arroz. ¡Vamos, que nuestra espera ha germinado en un abrazo y agradecimiento!- Así lo recibió Abuela mientras lo examinaba rápido, de la cabeza a los pies – Tu madre estaba muy preocupada – le susurró. El chico le dio un beso en la frente a la anciana y mientras le servían, ceremoniosos su caldo de pato, Hijo les relató el por qué de la demora:
-Señor Empresario Incipiente ha estado por demás inquieto con unos papeles que llegaron de América. Me ha hecho traducirlos sin pausa desde que llegaron. Estuve nervioso por su presión pero al mismo tiempo sentí mucha alegría al poner en práctica el inglés: “Good night, thank you, one moment please, It`s OK”, así toda la tarde…– les contaba el chico mientras hacía las mímicas del relato: – ¡Qué rico está este caldo! Ha sido un lindo día. ¡Oh, sí! Ha sido un maravilloso día.
Al finalizar su cena, el muchacho ayudó a sus padres a encerrar a los animales. Y antes de irse a descansar, los cuatro se sentaron bajo el ala este de su casa a mirar cómo salía la Luna, detrás de las sierras bajas que pronto se platinaron.