Roger Corman y Edgar Allan Poe

Arcanos del barroquismo exquisito

Por Emiliano Fernández y Ernesto Gerez

Introducción, por Emiliano Fernández:

 

Roger Corman es sinónimo en sí mismo de cine independiente y específicamente de la rama más inquieta que ha sabido pasarse por el traste la corrección política del mainstream de la mano de un verdadero carnaval de sexo, violencia y delirio polimorfo que cubrió toda la segunda mitad del Siglo XX y los comienzos del que estamos atravesando. El señor no sólo patentó un sistema de producción de estilo guerrillero y de recursos maximizados al extremo sino que impulsó las carreras de una infinidad de célebres profesionales del ámbito cinematográfico norteamericano que incluye a luminarias como Jack Nicholson, Martin Scorsese, Monte Hellman, Charles Bronson, Francis Ford Coppola, Peter Fonda, Nicolas Roeg, James Cameron, Robert De Niro, Peter Bogdanovich, Robert Towne, Paul Bartel, Joe Dante, Curtis Hanson, Jonathan Demme, Bruce Dern, Carl Franklin, David Carradine, John Sayles, Ron Howard, Dennis Hopper, Jack Hill, Sylvester Stallone y William Shatner, entre muchos otros. Tampoco se puede olvidar su papel determinante en lo que respecta al consolidamiento del Nuevo Hollywood de la década del 70, el mejor período por lejos de toda la historia del sistema de estudios, y su faceta como distribuidor de cine de calidad dentro del siempre aniñado mercado estadounidense, lo que desde ya repercutió en todo el globo cuando el señor compró los derechos para el enclave doméstico yanqui de películas de realizadores de la talla de Akira Kurosawa, Federico Fellini, Ingmar Bergman, Joseph Losey, Peter Weir, Volker Schlöndorff y François Truffaut, desencadenando a la par múltiples nominaciones al Oscar y una popularización mucho más extendida de dichos artistas a lo largo del planeta y entre las huestes cinéfilas más disímiles. Ahora bien, en lo que atañe a su rol de director y sin desmerecer a obras muy entrañables como Not of This Earth (1957), Machine-Gun Kelly (1958), I Mobster (1959), A Bucket of Blood (1959), La Tiendita del Horror (The Little Shop of Horrors, 1960), El Intruso (The Intruder, 1962), La Torre de Londres (Tower of London, 1962), X (1963), Los Ángeles Salvajes (The Wild Angels, 1966), La Masacre de San Valentín (The St. Valentine’s Day Massacre, 1967), El Viaje (The Trip, 1967), Mamá Sangrienta (Bloody Mama, 1970), Von Richthofen and Brown (1971) y Frankenstein Perdido en el Tiempo (Frankenstein Unbound, 1990), a decir verdad su colección de obras magnas está condensada en la seguidilla de ocho adaptaciones de cuentos y poemas del inmortal Edgar Allan Poe que encaró en el primer lustro de los 60, amparándose especialmente en guiones muy ingeniosos de Richard Matheson y Charles Beaumont que supieron expandir los núcleos conceptuales/ retóricos de los opus originales de una forma tan radical y a la vez respetuosa como casi ninguna otra traslación de Poe -ni previa ni contemporánea ni posterior- ha conseguido. Con la intención de homenajear a dos artistas únicos del terror y la cultura occidental, a continuación repasaremos cada una de estas ocho realizaciones con vistas a establecer características semejantes y escudriñar la placentera idiosincrasia que detrás de ellas se esconde, una hermanada a una valentía de tono lírico y bien freak que no teme meterse con las obsesiones, miedos, tabúes y parafilias morbosas que el gran escritor norteamericano desarrolló en su producción. El amigo Roger, muchas veces negado por críticos y espectadores idiotas que no pueden ver una vaca adentro de un baño, encaminó su inefable talento para el rebusque hacia los márgenes del mainstream y redondeó una andanada de películas profundamente góticas que transcurren en pasados más o menos difusos pero siempre vinculados de manera intermitente con la Edad Media o la Época Victoriana en suelo yanqui o británico, dos períodos diferentes que aquí son desarmados en sus contradicciones y compulsiones vía la efervescencia visual y la rebeldía de base de aquella protocontracultura cinematográfica previa al estallido de las revoluciones culturales juveniles y la bella experimentación de la segunda mitad de los 60.

 

Índice:

 

 

La Caída de la Casa Usher (House of Usher, 1960), por Emiliano Fernández:

 

Vista desde hoy no cabe la menor duda de que la genial La Caída de la Casa Usher (House of Usher, 1960) significó un gran quiebre dentro de la carrera de Corman no tanto por el mayor presupuesto con el que contó sino por el cuidado desde el cual encaró a la película en general, lo que se condice con la oportunidad de filmar en cinemascope y en un color de lo más ampuloso: si bien el señor en esencia aminoró el furioso ritmo de trabajo que lo caracterizaba, por ejemplo llegando a la locura de rodar nueve películas en 1957 y a partir de comienzos de los 60 centrándose en un promedio de unas tres por año, el gran cambio que trajo aparejado el film pasó por un lado por la decisión de mejorar la presentación formal de sus opus de allí en más y por el otro por la sutil idea de reciclar sets y tomas específicas de propuesta en propuesta para minimizar gastos y en simultáneo satisfacer esa mejora artística/ retórica/ procedimental a la que nos referíamos antes, dos estrategias que ya venían siendo craneadas desde hacía tiempo pero que de aquí en adelante fueron cruciales a nivel de la producción. Desde el vamos la primera adaptación de Poe constituye una obra de un barroquismo exquisito que se traduce en detalles exagerados y a la vez fascinantes en los rubros de la fotografía, los decorados, el vestuario, los mates/ pinturas, la música y la misma interpretación, ahora con apenas cuatro actores para exprimir el guión del enorme Richard Matheson, conocido sobre todo por su novela Soy Leyenda (I Am Legend, 1954) y su labor en La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), el cual modifica cosillas del cuento original de 1839 aunque respeta su idiosincrasia y estructura. La historia comienza con la llegada desde Boston de Philip Winthrop (Mark Damon) a la Casa Usher del título, una mansión tenebrosa rodeada por un pantano en la que habitan la prometida del hombre, Madeline (Myrna Fahey), y su hermano mayor, Roderick (Vincent Price), quien por cierto está convencido de que la esterilidad de las tierras que circundan a la residencia y las mismas grietas y temblores del inmueble son responsabilidad del linaje maldito de los Usher, una colorida colección de criminales y pervertidos que transmitieron su locura a los dos últimos representantes de la estirpe (entre los antepasados encontramos a estafadores, ladrones, asesinos, drogadictos, chantajistas, contrabandistas, prostitutas, traficantes de esclavos, etc.). Roderick considera que la maldad es una entidad concreta y viva que fue creada por generaciones previas y ahora reside tanto en la casa como en su sangre y en la de Madeline, a la que juzga siempre enferma, homologando en un único movimiento a la mansión con sus habitantes y al pasado con el presente; amén de una falta de castigo contra su ascendencia que permitió que se llegue a este punto donde el carácter cada día más derruido de la familia y su morada indica que ambos están en pleno proceso de autodestrucción, muy cerca de la muerte definitiva cual límite de un derrotero que se remonta a Gran Bretaña. Convencido de que la mujer no debe partir para casarse con Philip en Boston y diseminar la semilla de los Usher -una vez más- por el mundo, Roderick intenta disuadir al visitante para que se marche y lo responsabiliza de todo lo que acurra de allí en más, en franca concordancia con una hipersensibilidad/ “agudeza de los sentidos” que ambos hermanos sufren, algo así como un trastorno que los lleva a tener que protegerse ante comidas muy apetitosas, prendas de vestir que no sean bien suaves, toda iluminación incandescente, olores muy marcados y finalmente sonidos apenas elevados y/ o palabras dichas que escapen a la comarca del susurro. Tanta es la insistencia del testarudo Winthrop con rescatar a su amada de un ambiente que considera saturado de paranoia y una abulia mortuoria de tipo aislante, que termina provocando una discusión entre los Usher en la que ella muere a raíz de un ataque al corazón por la tensión acumulada. Gracias a que al mayordomo del clan, Bristol (Harry Ellerbe), se le escapa en una conversación casual con Philip que Madeline suele padecer de catalepsia, el hombre descubre que su hermano la enterró viva e hizo oídos sordos ante la desesperación de la fémina, la cual entre gritos y arañazos contra la tapa del féretro eventualmente consigue liberarse de su tumba secreta. Roderick, cuyo plan se basaba en el dilema entre dejar marchar a Madeline y desperdigar la crueldad de los Usher o condenarla al tormento del ataúd para ahorrarle una agonía aún más lenta y similar a la de la propia casa, muere cuando es ahorcado por la mujer -ya demente por completo- y en medio de un incendio accidental que consume a la residencia hasta sus cimientos, para colmo desencadenando que luego el pantano se trague los escombros inertes carbonizados. El film establece todas las características que serían fundamentales en las siguientes traslaciones de Poe, hablamos de la presencia del legendario Price (el tono afectado, meticuloso y de inigualable cadencia teatral del norteamericano le da al convite una pátina de dramatismo muy gótico), la fotografía de colores histéricos de Floyd Crosby (siempre entre la enfermedad tácita y la desilusión, la decadencia apesadumbrada de los diálogos se opone al vitalismo preciosista de las deliciosas imágenes, instaurando de manera permanente una paradoja que juega con la bipolaridad), la claustrofobia emocional de impronta lírica (esa sensación de encierro -ya sea autoimpuesto o compulsivo desde lejos- baña al film con una poesía símil tragedia existencial exuberante) y un romanticismo de entrega absoluta y proclive al fatalismo (Madeline desea irse con Philip pero las advertencias de su hermano sobre la plaga de los Usher y el peligro para su salud si osa abandonar la casona la desalientan una y otra vez, por ello cuando por fin decide empacar para contraer matrimonio con Winthrop la parca mentirosa de la catalepsia -otra de las grandes obsesiones del tándem Poe/ Corman- toca a su puerta). En este sentido, La Caída de la Casa Usher es una metáfora monumental sobre la incapacidad de los sujetos para enterrar el pasado y sobre la ingenuidad de un amor que suele avanzar sin darse cuenta de que no puede subsanar las debacles de fondo que lo van arrinconando de a poco, suerte de alegoría acerca de la doble faceta de un cariño que es celebrado por su nobleza aunque ridiculizado por su falta de perspectiva al momento de considerar los verdaderos obstáculos de ocasión. En la película la perversidad es una construcción humana que extiende su sombra hacia la vida de los inocentes con el objetivo de eventualmente destruirla, por cierto aunando refinamiento estético, economía narrativa y una retahíla de gloriosas pasiones desbordadas capaces de sacrificios extremos en pos de lo que consideran justo y necesario.

 

La Caída de la Casa Usher (House of Usher, Estados Unidos, 1960)

Dirección: Roger Corman. Guión: Richard Matheson. Elenco: Vincent Price, Mark Damon, Myrna Fahey, Harry Ellerbe, David Andar, Mario Bellini, Bill Borzage, Eleanor LeFaber, Ruth Oklander, George Paul. Producción: Roger Corman. Duración: 79 minutos.

 

 

El Pozo y el Péndulo (Pit and the Pendulum, 1961), por Ernesto Gerez:

 

Como esos taxis -o Ubers- que por miedo, prejuicio o sabiduría popular no se acercan a los barrios castigados, el conductor del carruaje que lleva a Francis Barnard (John Kerr) al comienzo del relato, frena de golpe y le dice con gestos que hasta el castillo no llega, como si fuera consciente de lo arcano y ominoso del interior. Situación similar a la que filmó el maestro Mario Bava un año antes en Domingo Negro (La Maschera del Demonio, 1960), cuando otro cochero, también consciente y asustado, le informaba al dúo de doctores que llevaba que podían elegir entre el camino largo y pacífico o el corto y terrible, y por supuesto, canchereando y sobornando, el dueto elegía el equivocado. Pero el guía portador de conocimiento no es lo único que comparten estas dos películas de Corman y Bava; la bruja de Domingo Negro significó el posicionamiento de Barbara Steele como estrella, algo que en El Pozo y el Péndulo (Pit and the Pendulum, 1961) Corman explota poniéndola bien adelante en los títulos a pesar de que no aparece hasta bien entrada la historia. Asimismo, los dos personajes de Steele tienen en común el regreso de la muerte aunque en circunstancias totalmente diferentes. El inicio es también muy similar a la primera película del círculo Poe, recordemos que en La Caída de la Casa Usher (House of Usher, 1960) el protagonista golpea la puerta y sufre el rechazo del empleado que lo atiende tal como acá le pasa a Barnard. Y no sólo hay coincidencias en el inicio sino también en el desarrollo, las locaciones, ciertas ideas estéticas, el acoso al recién llegado y el sufrimiento de los habitantes de esas casonas infinitas, similitudes tanto formales como ideológicas; de hecho, la mayoría de estas adaptaciones de Poe podrían ser una única película dividida en episodios, algo que se materializa efectivamente en Cuentos de Terror (Tales of Terror, 1962). Antes de la mencionada escena del carruaje, Corman en lugar del humo violeta con el que abre su película anterior, utiliza acá unos fluidos coloridos y lisérgicos que anticipan la locura que se viene tal como las olas que rompen contra las piedras que rodean el castillo. Todo es cuento y artificio; una artificialidad ligada al inconsciente donde el realismo y el verosímil mal entendido no tienen cabida, como tampoco tiene mucho lugar Edgar Allan Poe, más explotado que adaptado, porque Corman desarrolla el cuento homónimo de 1842 recién en el desenlace. Como en La Caída de la Casa Usher, Richard Matheson pone la pluma y Vincent Price la carne. Price es Don Medina, el heredero de un torturador de la Inquisición que no va a poder escapar del loop de odio y muerte que reverbera en el castillo y en su sangre (o en su mente traumada, que es lo mismo). Tanto para Medina como para Corman, la verdad no importa y la vida y la muerte se definen en interiores, ya sean brutales y mortales o de cartón pintado. En el ritual final, a Medina no le va a importar quién es quién, tanto los habitantes como los huéspedes van a ser los intérpretes de su delirio, como los actores lo son para Corman. Aunque mucho del sadismo y la brutalidad quede fuera de campo, lo morboso sobrevuela y potencia. Así como puede tener ciertas conexiones con uno de los primeros trabajos ficcionales de Bava (además de con el horror gótico en general), El Pozo y el Péndulo será a su vez una de las tantas influencias para el giallo que va a empezar a gestarse y definirse como subgénero un par de años después. Corman logra en sus primeras adaptaciones del ciclo Poe una agudeza que se va diluyendo en el resto de las entregas, que, de todos modos, no dejan de ser una huella indeleble de un gran formador.

 

El Pozo y el Péndulo (Pit and the Pendulum, Estados Unidos, 1961)

Dirección: Roger Corman. Guión: Richard Matheson. Elenco: Vincent Price, John Kerr, Barbara Steele, Luana Anders, Antony Carbone, Patrick Westwood, Lynette Bernay, Larry Turner, Mary Menzies, Charles Victor. Producción: Roger Corman. Duración: 80 minutos.

 

 

El Entierro Prematuro (Premature Burial, 1962), por Emiliano Fernández:

 

Las temáticas de la catalepsia y el temor a ser enterrado vivo ya estaban presentes en La Caída de la Casa Usher (House of Usher, 1960) y El Pozo y el Péndulo (Pit and the Pendulum, 1961) aunque de manera más o menos colateral, como un ingrediente más que funcionaba dentro de una iconografía del espanto bien específica y de talante polirubro, exactamente lo contrario a lo que ocurre en El Entierro Prematuro (Premature Burial, 1962), “el” trabajo cinematográfico por antonomasia sobre ambos tópicos -profundamente interconectados en la saga de traslaciones de Poe a cargo de Corman- y uno de los mejores ejemplos de estudio de una obsesión en el campo del cine estadounidense. Aquí el pavor del protagonista frente a la posibilidad de fallecer dentro de un ataúd por culpa de una muerte mal dictaminada por los médicos de turno representa en simultáneo por un lado el sustrato caprichoso de la vida -y de su correlato concreto, ese óbito que nos puede asaltar en los momentos más imprevistos y hasta por detalles prejuzgados como nimiedades- y por el otro el límite de los conocimientos científicos y de la misma voluntad de poder del ser humano, siempre desesperado por controlar en un cien por ciento al entorno con vistas a saciar su egoísmo y reducir al mínimo lo inaprehensible/ desconocido/ vedado. Como todas las historias detrás de la serie de películas que nos ocupa, constantemente buscando maximizar el acervo y las premisas de base aportando una coyuntura complementaria que tiende a apuntalar en términos narrativos y visuales aquello escrito por Poe, el devenir central es en verdad muy sencillo: el guión de Ray Russell y Charles Beaumont, este último un mítico colega de Richard Matheson en La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), está basado en el cuento homónimo de 1844 y examina con lujo de detalles ese paradigmático miedo de la época para con la inoperancia de la medicina, sensación de angustia y desconcierto que a su vez estaba basada en muchos casos comprobados en los que a la pobre víctima en cuestión se la sepultó cuando todavía respiraba debido a que en apariencia reunía todos los indicios de -o requisitos para- haberse convertido en un cadáver (inmovilidad total, ausencia de signos vitales, palidez, sin sensibilidad alguna, cuerpo muy rígido, etc.). Hoy el obseso con el tema es Guy Carrell (Ray Milland), un aristócrata inglés que se droga con láudano para poder dormir por su persistente terror a ser enterrado vivo como su padre, a quien los doctores sepultaron en la bóveda familiar por un diagnóstico de ataque cardíaco que no se condice con lo que cree el protagonista, el cual afirma que su progenitor sufría de catalepsia y que lo escuchó llorar por piedad horas después de que el hombre fuese condenado a su féretro sellado, y si bien pidió a todos a su alrededor para que hiciesen algo no fue tenido en cuenta por su corta edad de entonces, apenas 13 años. Carrell advierte sobre su obsesión a su interés romántico, Emily Gault (Hazel Court), una señorita que de todas formas decide casarse con él a espaldas de la hermana de Guy, Kate (Heather Angel), una mujer que no sólo está convencida de que el padre de ambos estaba muerto en serio al momento de llevarlo a la cripta, sino que desconfía de la misma Emily y por eso se muestra bien gélida ante su presencia. De a poco todo comienza a colapsar porque después del matrimonio Carrell cancela la Luna de Miel en Venecia, siente pánico al escuchar la melodía silbada de Molly Malone -a la que vincula con un par de sepultureros/ ladrones de tumbas, Sweeney (John Dierkes) y Mole (el eterno Dick Miller)- e incluso construye una bóveda plagada de artilugios que le permitirían escapar (un pasadizo oculto, un ataúd que se abre desde adentro, una campana, una puerta automatizada, una salida desde el techo, herramientas varias, dinamita, algo de alimentos, bebidas y música para la eventual espera, y hasta un cáliz con veneno en caso de que todo lo anterior falle y deba “forzar” el asunto). Si bien un amigo médico, Miles Archer (Richard Ney), comienza a utilizar el laboratorio de la residencia de Guy para experimentos basados en la electricidad y la contracción de los músculos como una excusa para poder vigilar su progreso mental, lo único que parece surtir efecto es un ultimátum de Emily orientado a que elija entre su fascinación tétrica o ella, así el hombre pronto opta por hacer volar por los aires a la cripta tuneada para el fatalismo y por quedarse con su esposa; sin embargo el fantasma de la catalepsia regresa y Archer no tiene mejor idea que retarlo a por fin abrir la tumba de su padre para que pueda ver que no murió rasguñando la tapa del sarcófago en un lúgubre trance cataléptico, lo que genera que el mismo Carrell caiga en aparente muerte por un infarto a raíz del shock, sea decretado como fallecido tanto por Miles como por el padre de Emily, el Doctor Gideon Gault (Alan Napier), y termine con unos cuantos kilos de tierra encima en un cementerio cercano. En el último acto descubrimos que los pícaros de Sweeney y Mole de hecho roban cadáveres para unos experimentos de Gideon, por ello cuando abren el féretro del protagonista éste eventualmente los asesina a los tres y ata cabos sueltos para dar con la gran responsable de todo, su adorada Emily, quien en pos de hacerse de la fortuna de Carrell lo manipuló para llevarlo a la locura a través de su miedo, atormentándolo con la tonada de Molly Malone, metiendo a un gato en un muro y profanando la tumba de su padre. En el desenlace Kate le pega un disparo en la espalda a su hermano para salvar a Miles de ser decapitado con una pala, ya con una Emily que fue enterrada viva por Guy en plan de venganza bien literal en función del suplicio al que lo sometió, exacerbando su aprensión de toda la vida con la claustrofobia en el instante del deceso. Dos de los ingredientes fundamentales del cine de Corman y la literatura de Poe, la morbosidad y el erotismo, aquí se dan cita en la atracción fanática del aristócrata con la parca, al punto de descuidar a su esposa y a la mansión en la que vive para pasar mucho más tiempo en la bóveda de lujo que se construyó para sí mismo cual urna sacramental elevada a la décima potencia, toda una metáfora sobre las parafilias, delirios y fijaciones monotemáticas de la fauna masculina a lo largo de un derrotero en el que la realidad importa menos que la representación psicológica de la misma. Ray Milland adquiere la forma de un reemplazo espléndido de Vincent Price, quien no pudo ser sumado al proyecto porque tenía un contrato de exclusividad con la American International Pictures, a la que el director pretendió esquivar para luego volver a caer bajo su esfera de influencia, detalle que por cierto baja un poco el nivel promedio de afectación de la saga de adaptaciones ya que Milland modula con agudeza el barroquismo de los diálogos hacia la típica flema británica. El Entierro Prematuro recupera el temor primordial humano al óbito y logra contextualizarlo dentro del esquema del conocimiento social acumulado, señalando que la tendencia a caer en “accidentes” -ya sean los reales, por estupidez o ignorancia médica, o los otros, de esos que esconden un sadismo supremo- es inherente a la soberbia de hombres y mujeres porque demuestra que la pretensión de control absoluto siempre choca con lo imprevisto trivial que no se somete a reduccionismos conceptuales/ prácticos.

 

El Entierro Prematuro (Premature Burial, Estados Unidos, 1962)

Dirección: Roger Corman. Guión: Charles Beaumont y Ray Russell. Elenco: Ray Milland, Hazel Court, Richard Ney, Heather Angel, Alan Napier, John Dierkes, Dick Miller, Clive Halliday, Brendan Dillon. Producción: Roger Corman. Duración: 81 minutos.

 

 

Cuentos de Terror (Tales of Terror, 1962), por Ernesto Gerez:

 

En Cuentos de Terror (Tales of Terror, 1962) Corman vuelve a contar con Richard Matheson como guionista y con Vincent Price como actor, sus dos comodines de la primera parte del ciclo de adaptaciones. La película se estructura en tres relatos basados en diferentes textos de Poe. El primero es Morella, tal vez uno de los más fieles a la obra de base más allá de que vuelve a haber licencias como, por ejemplo, la edad de Lenora (Maggie Pierce), unos veintipico en la película y unos diez años en el cuento de 1835. Corman vuelve a utilizar algunos de sus recursos formales previos y el texto cuenta también con algunas obsesiones de Poe como la negación de la muerte, la necrofilia o el regreso del más allá a través del espíritu, incluso se podría decir que por momentos estamos ante una película de posesiones, subgénero que se volverá popular mucho tiempo después. Price hace de un padre, Locke, que odia a su hija por culparla de haber matado a su madre (esa Morella en la piel de Leona Gage). El regreso de la hija a la casa paterna trae consigo el retorno de la madre muerta. Al personaje de Price, como a muchos otros adalides de Poe, lo arrastra la soledad y la locura, desquicio representado por Corman con grandes espacios vacíos (acá también descuidados), una vez más por las olas golpeando contra las rocas y por situaciones que no terminan de quedar en claro (y no importa) si son alucinaciones del protagonista o hechos que efectivamente ocurren. En Morella se ve una clara continuación de las películas previas del ciclo que finaliza con la siguiente adaptación, El Gato Negro (The Black Cat), basada en el legendario cuento de 1843 e incorporando además elementos varios de otro relato de Poe, El Barril de Amontillado (The Cask of Amontillado), de 1846. En este segundo episodio protagonizado de nuevo por Vincent Price como el afrancesado sommelier Fortunato Luchresi y por Peter Lorre como el ebrio Montresor Herringbone, hay un cambio de registro de ese terror gótico claustrofóbico de antaño a uno más urbano que también se nutre de elementos del melodrama y de obsesiones de Poe como el entierro prematuro, pero que da espacio a situaciones de comedia y de policial. Herringbone es un borracho sin un peso casado con Annabelle (una guapísima Joyce Jameson que terminó llenándose de pastillas a sus jóvenes 54 años), que en busca de escabio gratis entra a una cata de vinos presidida por Luchresi. En esa degustación se da un duelo entre los dos protagonistas que también puede leerse como una batalla entre la sabiduría de las clases dominantes formadas institucionalmente y la sabiduría popular forjada por la experiencia de vida; así como también se podría pensar en un duelo entre el buen gusto y lo grotesco, por supuesto desde el punto de vista de Montresor (o entre el cine de qualité y la explotación cormaniana). La perspectiva de Herringbone es también el punto de vista de un asesino, otro de los yeites de Poe que se volverán comunes en el cine unos años más tarde, más allá de que para 1962 ya había un puñado de ejemplos, como por ejemplo el de Peeping Tom (1960). El relato que cierra el tríptico es La Verdad sobre el Caso del Señor Valdemar (The Facts in the Case of M. Valdemar), protagonizado nuevamente por Price como Ernest Valdemar y con la cara tremenda de Basil Rathbone como el hipnotizador Carmichael. A diferencia del cuento de 1845, en el segmento de Corman no se especifica la enfermedad del protagonista pero sí se habla de un dolor tremendo que puede ser mitigado mediante la hipnosis. En uno de los encuentros entre Valdemar y Carmichael acuerdan que el enfermo será hipnotizado justo antes de su muerte para que parta sin dolor. El resultado, como era de esperarse, es desastroso y Valdemar queda suspendido en el limbo, en una especie de coma en la que aún puede comunicarse con su hipnotizador. Nuevamente se trabaja el tema del regreso de la muerte esta vez de manera literal, con un Price “muerto viviente” que se levanta de su lecho para atacar a Carmichael. Lo interesante de Cuentos de Terror es que sintetiza bien en una hora y media lo que en otras adaptaciones por momentos se vuelve un poco tedioso o repetitivo, por la necesidad de alargar un material de base de por sí escueto.

 

Cuentos de Terror (Tales of Terror, Estados Unidos, 1962)

Dirección: Roger Corman. Guión: Richard Matheson. Elenco: Vincent Price, Maggie Pierce, Leona Gage, Peter Lorre, Joyce Jameson, Basil Rathbone, Debra Paget, David Frankham, Lennie Weinrib, Wally Campo. Producción: Roger Corman. Duración: 89 minutos.

 

 

El Cuervo (The Raven, 1963), por Ernesto Gerez:

 

Después de probar con la comedia en algunas partes del segmento dedicado a El Gato Negro (The Black Cat) en Cuentos de Terror (Tales of Terror, 1962), Corman y Richard Matheson se decidieron por llevar a Poe a ese terreno por completo. Acá lo cómico se vuelve a apoyar en un personaje interpretado por Peter Lorre, en este caso el Doctor Adolphus Bedlo, un mago transformado en cuervo por un hechizo de Scarabus -nada menos que Boris Karloff, nuevamente en una adaptación de El Cuervo como ya lo había hecho en 1935 en la película homónima dirigida por Lew Landers y escrita por David Boehm- que asimismo le pide a Erasmus Craven, otro hechicero interpretado por Vincent Price, que lo devuelva a su forma humana. Pero aunque Lorre por su cara, sus gestos y sus improvisaciones parezca el mayor soporte de la comedia, la realidad es que los gags empiezan con Price. En la primera escena de la película Erasmus se golpea la cabeza con un telescopio que tiene en su estudio y con ese poquito de slapstick ya desde el comienzo sabemos que el registro va a ser diferente a su homólogo de La Caída de la Casa Usher (House of Usher, 1960) o al de El Pozo y el Péndulo (Pit and the Pendulum, 1961). Tal como sucede en todo este ciclo de traslaciones, los textos de Poe sólo son apoyaturas; manual de un juego libre propuesto por Corman que, sobre todo en este caso, sólo cita a la fuente original en breves momentos para dar un marco de continuidad a su explotación. A diferencia de El Pozo y el Péndulo, la alusión explícita se da al comienzo y no al final: además de invocar en pantalla parte del poema de 1845 (mientras las olas rompen contra las piedras en un loop formal igual al de la segunda película del ciclo), vemos a Erasmus en su estudio sufriendo por su amada Leonora (acá interpretada por la horror queen Hazel Court) hasta que aparece el cuervo en el dintel de su puerta; un cuervo que, como era de esperarse por tratarse de Lorre, lo primero que pide es un trago de vino. El elenco es uno de los mejores o al menos más conocidos que Corman tuvo a su disposición, porque además del trío Lorre/ Price/ Karloff y la sexy Court, actúa un joven Jack Nicholson como Rexford, el hijo del mago Bedlo. Nuevamente habrá una supuesta muerta que vuelve a la vida, además de un cadáver que da consejos. Los muertos vivos y lo gótico de las locaciones se conjugan con cierto tratamiento exagerado de las emociones -tal como Price ya lo había hecho en las anteriores entregas del ciclo- que aporta a la comedia de horror algo de melodrama en clave camp. Además de los gags y algunos berretines modernos sobre todo ligados a la autoconsciencia y la artificialidad (también presentes en todo el ciclo), hay un duelo de magos entre Scarabus y Erasmus que es al mismo tiempo lo mejor y lo más trash de la película. El Cuervo (The Raven, 1963) es una comedia con espíritu de dibujo animado en la que se pueden apreciar varios aspectos de la visión del cine de Corman pero sobre todo su capacidad de explotación, de sacarle jugo a las piedras: filmó todo en quince días, usó secuencias de otra película, hizo su adaptación de Poe más lúdica y obtuvo más plata que con cualquiera de las otras.

 

El Cuervo (The Raven, Estados Unidos, 1963)

Dirección: Roger Corman. Guión: Richard Matheson. Elenco: Vincent Price, Peter Lorre, Boris Karloff, Hazel Court, Olive Sturgess, Jack Nicholson, Connie Wallace, William Baskin, Aaron Saxon, Leo Gordon. Producción: Roger Corman. Duración: 86 minutos.

 

 

El Palacio Encantado (The Haunted Palace, 1963), por Emiliano Fernández:

 

Corman a esta altura de la andanada de traslaciones de Poe quiso hacer algo nuevo y así eligió adaptar una novela corta de H.P. Lovecraft, un escritor que a mediados del siglo pasado no contaba con la fama y admiración popular de nuestros días, no obstante la American International Pictures volvió a intervenir como hiciese en ocasión de El Entierro Prematuro (Premature Burial, 1962), aquella vez para recuperar el control de la película que el realizador pretendía encarar de forma independiente, e impuso un par de mínimas citas a Poe para establecer una continuidad dentro de la serie de films y en buena medida “engañar” al público, haciéndole creer que esta era otra adaptación de Poe a cargo del dúo Vincent Price/ Corman. Lo curioso detrás de todo el asunto es que si bien el guión de Charles Beaumont está inspirado en su mayoría en El Caso de Charles Dexter Ward (The Case of Charles Dexter Ward, 1941) y nos entrega las primeras referencias en el cine norteamericano a ingredientes centrales de la querida iconografía lovecraftiana como el Necronomicón, aquel legendario libro mágico del “árabe loco” Abdul Alhazred, y los Dioses Primordiales Cthulhu y Yog-Sothoth, antiguas entidades malévolas que pululan en el cosmos más allá del tiempo y del espacio y que siempre se muestran proclives a recuperar su posición como gobernantes supremos de la Tierra, la verdad es que el grueso del relato nos presenta un típico ejemplo de trasmutación de la identidad individual vía un doppelgänger a lo William Wilson (1839) de Poe, aunque ahora invirtiendo la polaridad de la perversión porque en El Palacio Encantado (The Haunted Palace, 1963) el doble es el canalla y no la representación de la conciencia y/ o la bondad como ocurría en el cuento de Poe, quien de todas formas aparece de manera explícita en la película mediante un Price que recita en off el célebre poema de 1839 del título al principio y al final del metraje. Luego de un prólogo en el que los habitantes de Arkham, en Massachusetts, sacan a Joseph Curwen (Price) de su castillo, lo atan a un árbol y lo prenden fuego, todo bajo la acusación de que ha estado hechizando a hermosas doncellas del pueblo para que vayan a su morada y más tarde retornen a sus respectivas casas sin recordar lo ocurrido, la trama en sí comienza 110 años después cuando el tátara tataranieto del inmolado, Charles Dexter Ward (Price de nuevo), acude junto a su esposa Ann (Debra Paget) a reclamar el castillo de turno, el cual ha heredado para el disgusto de los descendientes de los principales cabecillas de la turba que incineró a Curwen, léase Ezra Weeden (Leo Gordon) y Micah Smith (Elisha Cook), entre otros, quienes tienen muy presente la maldición que el supuesto brujo les regaló -a ellos y a toda su progenie- momentos antes de morir. Entre bonitas caminatas por Arkham y la amistad que el matrimonio entabla con el médico del lugar, el Doctor Marinus Willet (Frank Maxwell), los Ward descubren que los paisanos le adjudican a Curwen la catarata de deformaciones que vienen padeciendo de generación en generación (ausencia de ojos, narices símil cerdo, bocas selladas, problemas motrices varios, brazos rígidos, dedos palmeados, etc.) y que creen que Joseph poseía un ejemplar del Necronomicón que utilizó para convocar a Cthulhu y Yog-Sothoth con vistas a ganar poder absoluto gracias a la vuelta de los Dioses Primordiales, en consonancia con el proyecto de fecundar a las dulces señoritas de Arkham mediante violaciones rituales a cargo de los susodichos, los cuales salen de un pozo de las catacumbas secretas del castillo y en esencia son los responsables de los “experimentos fallidos”/ mutantes que vagan por las calles. Desde ya que todo esto resulta ser cierto y la cosa va más allá porque Charles termina siendo poseído de manera escalonada por el espíritu de su tátara tatarabuelo, hoy una entidad todavía más sádica y enajenada que pretende por un lado continuar con aquellas ceremonias del pasado para que los Primordiales regresen a la Tierra y vengarse de los vástagos de Ezra y Micah, Edgar (Gordon) y Peter (Cook) respectivamente, y por otro lado llevar a cabo un ritual que le devuelva la vida al cadáver de su amante de antaño, Hester Tillinghast (Cathie Merchant), quien fue la prometida de Weeden y la principal razón para que Ezra quisiese muerto a Joseph. El proceso de envilecimiento de Charles, ayudado por dos compinches brujos que también tomaron posesión de sus parientes lejanos, Simon Orne (el gran Lon Chaney Jr.) y Jabez Hutchinson (Milton Parsons), corre en simultáneo con el generoso horror que siente Ann -incluido un intento de violación cortesía de su esposo- y el escepticismo de un Willet que eventualmente termina creyendo en la maldad cósmica invocada cuando encuentra el Necronomicón y se topa con los tres hechiceros y una Hester con vida, justo en el instante previo a que se repita la dinámica con una nueva muchedumbre dispuesta a asesinar a un Ward que homologa con Curwen debido a los coloridos asesinatos de Edgar y Peter, cuyos cuerpos calcinados fueron hallados por los pueblerinos. Anticipando muchos de los elementos fundamentales del acervo lovecraftiano futuro, El Palacio Encantado juega de manera explícita con la sensualidad macabra, la eugenesia del espanto, el fetiche de los experimentos místicos, la asimilación del individuo por parte de un todo que desconoce, la existencia de dimensiones paralelas, la sombra de tiempos remotos que se rehúsan a morir, la paranoia e histeria colectivas, la religiosidad pagana más pomposa, las convicciones que comienzan a implosionar, la locura a la vuelta de la esquina -vinculada en especial a la destrucción de la identidad- y finalmente el proverbial esquema de las aberraciones físicas y comunales que no dejan a nadie indiferente, obligando a tomar partido si se pretende sobrevivir. Muy en la tradición de los otros representantes de la saga, el film ofrece una lectura bien heterodoxa de los trabajos de Lovecraft y Poe que apunta más a capturar el quid de las obras en cuestión que a duplicar al pie de la letra cada pequeño componente de las mismas, redondeando una película muy valiente para su época que aprovecha el estilo estrambótico de la serie de traslaciones, la belleza de Paget y Merchant y un relato más sutilmente volcado hacia los arcanos que esconden desde siempre las profundidades, quizás el rasgo distintivo de un convite que asimismo recupera la obsesión de las propuestas previas con un pasado familiar que no suelta a los miembros del clan ni por un segundo al punto de anular su voluntad y metamorfosearlos en peones de un juego que los supera por mucho porque pone en primer plano las luchas de poder entre una espiritualidad tradicional de tipo cristiana y una esotérica y/ o hereje que le lleva la contra y siempre demuestra ser mucho más desmedida, caótica y por ello vital; a lo que por supuesto se suma la doble derrota de una bondad empardada al melodrama homicida -los triángulos de ayer y hoy del protagonista con Ezra/ Hester/ Ann y el desenlace son claros ejemplos, este último enmarcado en Curwen dominando el cuerpo de Ward para siempre- y de un racionalismo de índole cientificista/ capitalista -representado en el Doctor Willet y su frialdad- que mira desde afuera y con una soberbia facilista a la que se le cae la mandíbula de consternación ante una cultura popular animista que todo lo resignifica desde idiosincrasias en choque.

 

El Palacio Encantado (The Haunted Palace, Estados Unidos, 1963)

Dirección: Roger Corman. Guión: Charles Beaumont. Elenco: Vincent Price, Debra Paget, Lon Chaney Jr., Frank Maxwell, Leo Gordon, Elisha Cook, John Dierkes, Milton Parsons, Cathie Merchant, Guy Wilkerson. Producción: Roger Corman. Duración: 87 minutos.

 

 

La Máscara de la Muerte Roja (The Masque of the Red Death, 1964), por Emiliano Fernández:

 

Dentro del ciclo de películas que nos ocupa sin duda una de las joyas por antonomasia siempre fue y será La Máscara de la Muerte Roja (The Masque of the Red Death, 1964), una obra maestra incluso más barroca y kitsch que todas las epopeyas anteriores que definitivamente se benefició mucho -en primera instancia- del hecho de haber sido filmada en el Reino Unido, lo que en términos concretos significó la posibilidad de reutilizar/ reacondicionar los fastuosos decorados construidos para la producción de Becket (1964) de Peter Glenville, y -en segundo lugar- del excelente guión firmado por Charles Beaumont y R. Wright Campbell, el cual no sólo recupera los clásicos motivos del cuento homónimo de 1842 sino que además incorpora ingredientes de Hop-Frog, un relato de 1849 que pasa a sumarse al entramado retórico con una naturalidad y astucia en verdad envidiables. Aquí el protagonista principal es el Príncipe Próspero (una de las mejores actuaciones de Vincent Price de toda su carrera), un monarca de la Italia medieval que gusta de estar rodeado de lambiscones de la nobleza, suele burlarse de ellos en fiestas de lo más ampulosas, organiza bacanales de sexo y comida en su enorme castillo, tiene mazmorras repletas de plebeyos que son torturados con esmero por sus guardias, se mantiene confiscando las cosechas de las humildes poblaciones bajo su dominio y en esencia se mueve como un paradigmático representante del maquiavelismo sin más moral o ética que su egolatría y sentido de la “diversión”, casi siempre orientado a competencias, humillaciones y/ o planteos semi lúdicos y extremadamente sádicos. El metraje abre con la Muerte Roja (John Westbrook), una encarnación de la parca especializada en una ignota enfermedad caracterizada por la rápida muerte luego de un episodio de hematidrosis o sudoración de sangre, dándole a una anciana (Sarah Brackett) una rosa blanca convertida en roja y pidiéndole que anuncie en su aldea que se acerca el día de la liberación. Luego Próspero y su comitiva -guardias y un aristócrata petulante llamado Alfredo (el recordado Patrick Magee)- llegan a un pueblito menesteroso y muy hambriento para invitar a todos a un banquete en su castillo para celebrar la entrega anual de la cosecha casi en su totalidad, pero como recibe críticas de parte de dos hombres, Gino (David Weston) y Lodovico (Nigel Green), decide matarlos. Justo en ese momento interviene Francesca (Jane Asher), la pareja del primero y la hija del segundo, y así el hombre decreta que uno de ellos debe morir y que es la bella señorita la que debe decidir cuál, sin embargo todo nuevamente es interrumpido por los alaridos moribundos de aquella abuela del comienzo, a la que Próspero halla en sus últimos momentos de vida y presa de la funesta plaga roja. Así las cosas, el Príncipe de inmediato hace quemar la aldea, se lleva a Francesca al castillo en calidad de concubina y condena a los calabozos a Gino y Ludovico con el objetivo manifiesto de obligarlos a pelear entre ellos hasta la muerte como “entretenimiento” para los nobles del palacio, quienes no tienen ningún problema de imitar a animales como los cerdos, los gusanos y los burros siguiendo los caprichos y carcajadas del dueño de casa. Francesca, una cristiana algo ingenua que defiende de manera automática su credo, termina fascinando a un Próspero que intenta seducirla desde la dialéctica de la crueldad y que además de parásito social resulta ser una especie de monje satanista, incluso detentando una protegida/ amante oficial, Juliana (Hazel Court), mujer que ve a la campesina como una competencia porque desea toda la atención del Príncipe para ella sola ya que pretende ascender en la jerarquía demoníaca para solidificar su posición dentro del castillo. De hecho, buena parte del film transcurre dentro del palacio y examina el proceso de acostumbramiento de Francesca a los atropellos de todo tipo que Próspero y los suyos cometen mientras se refugian de la Muerte Roja tras los muros dándole la espalda al vulgo que los mantiene, dejándolo morir por el contagio masivo y consagrándose a juergas macabras como cuando el personaje de Price insta a Gino y Ludovico a una suerte de “ruleta rusa” con una daga envenenada oculta entre cinco, lo que deriva en la muerte de este último cuando pretendía atacar a Próspero, el cual lo atraviesa con su espada y a posteriori decide expulsar a Gino del castillo para que muera en soledad en los brazos de la peste. La subtrama vinculada a Hop-Frog abarca a una pareja de enanos danzantes, Esmeralda (Verina Greenlaw) y Hop-Toad (Skip Martin), enfrentándose a Alfredo debido al cachetazo que éste le da a la mujercita cuando en un número de ballet tira accidentalmente una copa con vino sobre sus pies, desencadenando un tétrico plan de represalia por parte de Hop-Toad que involucra convencer al aristócrata de vestirse de simio/ gorila para un baile de disfraces que organiza el protagonista y luego atarlo, colgarlo de un candelabro y finalmente prenderlo fuego con whisky. La impasibilidad del Príncipe es tremenda e incluye asesinar a los pocos sobrevivientes del poblado del inicio -una nena es la única salvedad- y hasta hacer matar a Juliana por su halcón amaestrado en el momento en que la susodicha ya había completado el ritual definitivo para “casarse” con el mismo Mefistófeles. Gino se topa un par de veces con la Muerte Roja y hasta consigue que lo ayude en su reencuentro con Francesca vía el ardid de colarse en la mascarada decadente del palacio y presentarse ante un Próspero que la reconoce porque había prohibido explícitamente que los invitados vistan de rojo, lo que lleva a un intercambio verbal en el que el protagonista la confunde con Satanás y la encarnación de la plaga le debe aclarar que la parca no tiene amos, que su rostro es diferente para todos y que cada hombre crea su propio Dios, su propio Cielo y su propio Infierno. Con el fallecimiento del desilusionado Príncipe y toda su troupe y sólo seis individuos sobrevivientes (Francesca, Gino, los dos enanos, la niña absuelta por Próspero y un anciano de una aldea cercana), la Muerte Roja recibe la visita de seis cofrades que estuvieron cobrando vidas aquí y allá y pronto juntos marchan para seguir su derrotero interminable por toda la Tierra (los colores de los distintos representantes de la parca del epílogo se condicen -a nivel metafórico y desde la distancia- con las grandes enfermedades de la historia de la humanidad, así la Muerte Blanca simboliza a la tuberculosis, la Negra a la peste bubónica, la Dorada a la lepra, la Azul al cólera, la Violeta a la porfiria, la Amarilla a la fiebre amarilla y la Roja a la rabia). La propuesta de Corman constituye un muy raro ejemplo de obra que logra la proeza de aunar a la perfección un sustrato conceptual revulsivo, hoy más que nunca hermanado a una sátira política/ económica/ social/ cultural, y un extraordinario desempeño de los responsables fundamentales de los rubros técnicos, aquí el director de fotografía Nicolas Roeg, el encargado de la banda sonora David Lee, el diseñador de producción Daniel Haller y el director de arte Robert Jones, un verdadero seleccionado de luminarias que exprimen inteligentemente la iconografía gótica de colores furiosos y/ o histéricos del Corman de aquellos años. En La Máscara de la Muerte Roja también llega a su cúspide uno de los recursos favoritos del realizador, la estrategia de apelar a secuencias oníricas/ alucinógenas/ surrealistas/ fantásticas, en especial gracias a la legendaria e imaginativa escena en la que Juliana bebe un brebaje y entra en un trance psicodélico de cadencia bien mística y tenebrosa en donde es primero acosada y luego asesinada de manera cíclica con cuchillos, espadas y hoces por una serie de individuos danzantes de diferentes etapas históricas, suerte de representación de esa violación grupal que debe atravesar para despertarse merecedora de la atención de Belcebú y del mismo Próspero, con la intención de duplicar el pacto que el Príncipe entabló con el consabido “Señor de las Moscas”. Otro instante mítico del film pasa por el prodigioso ballet símil fuga fallida del final, cuando el protagonista descubre que el ángel de la parca tiene su mismo rostro empapado de sangre y pretende en vano esquivarlo con desesperación entre el tumulto de sus invitados ya infectados, recibiendo como remate la demoledora frase “¿por qué tienes miedo de morir? Tu alma lleva muerta mucho tiempo”, señal inequívoca de la imposibilidad de arrepentimiento y perdón por los crímenes cometidos a lo largo de su atroz dominio. La película no sólo analiza el carácter inevitable de la muerte en sí sino que la encuadra dentro del marco de explotación de las comunidades humanas, subrayando que los parásitos sociales acortan significativamente la vida de los mortales y que el poder posee un manto de seducción muy fuerte que convierte a las víctimas en cómplices pasivos (en este caso Francesca, esa que le da un dulce beso al Príncipe antes de partir ya con su intelecto en buena medida sometido a los antojos del soberano) o hasta en ocasiones en secuaces entusiastas/ paradójicos, como bien lo enfatiza todo el episodio de la venganza de Hop-Toad contra Alfredo (recordemos que el enano adopta el engranaje de la crueldad del palacio para utilizarlo contra el noble que maltrató a su amada Esmeralda, lo que para colmo termina siendo muy festejado por el dueño del lugar -nuevamente en calidad de “entretenimiento”- cuando ordena darle al liliputiense cinco monedas de oro por su maravilloso sentido del humor, todo frente al cuerpo calcinado del personaje de Magee). El acervo satanista del relato en ningún momento cae en salidas inocentes y sirve para configurar la idiosincrasia entre sádica y banal de Próspero, a la vez preocupado por hacerse respetar desde la humillación constante y de conservar sin fisuras su perfecta torre de marfil con la meta de poder mirar desde lo alto a sus vasallos, frente a lo cual el tándem Poe/ Corman apela al desquite poético más literal indicando que ante la falta de una verdadera rebelión popular contra el tirano hambreador y psicópata, la muerte más azarosa e imprevisible puede funcionar como una reparación que arrastra mucho de justicia, revancha y melancólica libertad, no por tardía menos bienvenida en su equidad.

 

La Máscara de la Muerte Roja (The Masque of the Red Death, Estados Unidos/ Reino Unido, 1964)

Dirección: Roger Corman. Guión: Charles Beaumont y R. Wright Campbell. Elenco: Vincent Price, Hazel Court, Jane Asher, David Weston, Nigel Green, Patrick Magee, John Westbrook, Skip Martin, Verina Greenlaw, Sarah Brackett. Producción: Roger Corman. Duración: 89 minutos.

 

 

La Tumba de Ligeia (The Tomb of Ligeia, 1964), por Emiliano Fernández:

 

La segunda película filmada en el Reino Unido perteneciente a la saga de adaptaciones de Poe que nos ocupa, justo luego de La Máscara de la Muerte Roja (The Masque of the Red Death, 1964), quiebra el que hasta entonces había sido el patrón -y principal gustito de Corman- de rodar por completo en estudio ya que en esta oportunidad nos topamos con un primer acto repleto de escenas en locaciones reales -sobre todo las que se enmarcan en los exteriores de una abadía derruida y una residencia contigua- que fueron filmadas en el Priorato Castle Acre, un monumento histórico británico. Haya sido buscado o no, La Tumba de Ligeia (The Tomb of Ligeia, 1964), en términos prácticos el eslabón final de la serie de traslaciones, puede leerse como una suerte de resumen altisonante de muchos de los ingredientes que caracterizaron a las propuestas anteriores debido a que aglutina tópicos varios como por ejemplo aquel hipnotismo/ mesmerismo del segmento de La Verdad sobre el Caso del Señor Valdemar (The Facts in the Case of M. Valdemar, 1845) de Cuentos de Terror (Tales of Terror, 1962), la persistencia de la obsesión en línea con El Entierro Prematuro (Premature Burial, 1962), el temor a ser enterrado vivo de La Caída de la Casa Usher (House of Usher, 1960), El Pozo y el Péndulo (Pit and the Pendulum, 1961) y la citada El Entierro Prematuro, y finalmente el fetiche necrofílico en concreto y el amor más allá de la muerte en general de Morella (1835) de Cuentos de Terror, El Cuervo (The Raven, 1963) y El Palacio Encantado (The Haunted Palace, 1963), amén de la misma tendencia de las elites sociales a encerrarse en sus lujosas atalayas en sintonía con La Máscara de la Muerte Roja. El relato nuevamente es muy sencillo y abarca la relación entre Verden Fell (Vincent Price), un aristócrata obsesionado con la inconmensurable voluntad de vivir de su esposa muerta Lady Ligeia (la hermosa Elizabeth Shepherd), y Lady Rowena Trevanion (Shepherd otra vez), hija de un oligarca bastante tonto llamado Lord Trevanion (Derek Francis) que gusta de cazar zorros junto al séquito pomposo típico de la nobleza europea (sabuesos, amigotes, caballos, criados, etc.). El dúo se conoce -precisamente- en la tumba de Ligeia, cuando el corcel que ella montaba de repente la arroja al suelo y así aparecen de la nada tanto un gato negro sobre la lápida de turno -con la inscripción “ni yacer en la muerte eternamente”, por una frase de la señorita- como el mismo Verden, todo vestido de negro y con unos anteojos bizarros que cubren por completo sus ojos por padecer lo que él define como una reacción mórbida a la luz del sol. Si bien aparentemente la mujer estaba cercana a construir una relación romántica con un amigo de antaño de Fell y asiduo visitante de la mansión de Lord Trevanion, el abogado Christopher Gough (John Westbrook), lo cierto es que la fémina se enamora de Verden y a pesar de algunos histeriqueos entrecruzados basados en la terquedad de ella y la propensión a la misantropía de él, se terminan casando y yendo de Luna de Miel a Roma. Ya de regreso a la abadía en ruinas donde vive el hombre, el matrimonio se entera de que el proyecto de vender la propiedad -con la tumba de Ligeia incluida- no puede prosperar porque todo el inmueble y los terrenos están a nombre de la fallecida y no hay certificado de defunción, lo que implica que para la ley continúa viva y casada con Fell. De manera paulatina la blonda Rowena comienza a toparse con hechos y detalles misteriosos que la llenan de angustia, como la presencia de pelo negro -decididamente de la morocha Ligeia- en su cepillo, la desaparición de su marido durante las noches, una sesión de hipnotismo sobre Lady Trevanion, en la que la primera esposa de Verden parece poseerla para reafirmar que siempre será su consorte, y la aparición de un zorro muerto y un plato de leche en la habitación de la fémina. Si bien Rowena y Christopher pronto conforman un frente en común para encarar al mayordomo avejentado de Verden, Kenrick (Oliver Johnston), con vistas a que les diga dónde está el cada día más extraviado “no dueño de casa”, no consiguen sacarle nada y así Gough desentierra el féretro de Ligeia con la intención de ponerle fin a su sombra sepulcral sobre todo y se percata que lo que hay dentro del ataúd no es más que una engañosa figura de cera. En simultáneo Lady Trevanion es martirizada/ acosada a lo largo de toda la morada conyugal por el gato negro, ese que simboliza los ojos vigilantes y coléricos de una Ligeia que condena la flamante unión de su esposo, y de sopetón halla un pasadizo secreto detrás de un espejo que la conduce a un lecho matrimonial paralelo en donde un Fell totalmente embotado satisface todas las noches a su primera consorte, una Ligeia de lo más radiante, vestida de negro y con los brazos bien en alto: Kenrick, que se presenta con Christopher, le explica a la mujer que Lady Ligeia retuvo a su marido antes de morir con sus ojos y desde entonces lo obliga a acudir todas las noches a dicho cuarto para una simpática sesión de necrofilia que debe ser olvidada cuando sale el sol, lo que derivó en la doble obsesión de Verden para con el control que ejerce la susodicha desde el más allá y los engranajes de la memoria y sus arcanos. Rowena libera a Fell pero cae muerta ya que no pueden coexistir ambas mujeres, con Ligeia encarnada siempre en el tenebroso gato negro, aprovechando la confusión y manipulando a su esposo para que ahorque a una Rowena que vuelve a la vida con el talante de su contraparte como si nada. Sólo en el momento en que Fell mata al gato -rodeados del reglamentario incendio accidental de la abadía- Lady Trevanion resucita por última vez, ya al cuidado de Gough y en un carruaje que la aleja del lugar maldito. Más allá del insólito naturalismo coyuntural que aportan las locaciones del primer acto, el grueso de la narración posterior se desarrolla en interiores y reinstaura la deliciosa artificialidad de los otros films de la saga, a lo que se añade una sutil indefinición de fondo gracias al hecho de que el guión de un joven Robert Towne, distante todavía de El Último Deber (The Last Detail, 1973), Barrio Chino (Chinatown, 1974), The Yakuza (1974) y Shampoo (1975), entre otras, nunca explicita si todo el asunto se debe a un clásico caso de posesión de Ligeia sobre el personaje de Price (lo que implicaría que ella se estuvo haciendo el amor a sí misma cual masturbación tercerizada, con la abadía asimismo absorbiendo su identidad vía una tumba que es a la par una fachada y símbolo supremo de su poder) o si los sucesos responden a un juego hipnótico muy macabro (lo que explicaría la sugestión no sólo sobre Verden sino también sobre una Rowena cuyos sentidos parecen responderle cada vez menos, sometidos a una Ligeia que pretende enloquecerla y/ o matarla). Por supuesto que la película funciona como una gran alegoría acerca de la persistencia del recuerdo de los seres queridos fallecidos en la mente de aquellos que los sobreviven, algo que quedaba muy en claro en el cuento original de 1838, no obstante lo que se suele pasar por alto en los análisis de turno es que la obra retoma desde la lucidez y la minuciosidad otra de las temáticas preferidas de Poe y Corman, nada menos que el tópico de los doppelgängers y los espejos siniestros existenciales, un sustrato que ya había sido exprimido en El Pozo y el Péndulo, El Palacio Encantado y hasta en La Máscara de la Muerte Roja a través de aquel desenlace con esa parca con el rostro del Príncipe Próspero. La Tumba de Ligeia constituye un maravilloso ejemplo de cómo encarar desde el inconformismo un relato de misterio de cadencia romántica y lírica apuntalado más en el costado caníbal del amor/ afecto que en su supuesta naturaleza redentora, enfatizando que el egoísmo y el aislamiento son dos caras de una misma moneda que suele controlar uno solo de los sujetos que conforman la pareja, mientras el otro obedece calladito de la mano de un sometimiento extremadamente patético.

 

La Tumba de Ligeia (The Tomb of Ligeia, Estados Unidos/ Reino Unido, 1964)

Dirección: Roger Corman. Guión: Robert Towne. Elenco: Vincent Price, Elizabeth Shepherd, John Westbrook, Derek Francis, Oliver Johnston, Richard Vernon, Frank Thornton, Ronald Adam, Denis Gilmore, Penelope Lee. Producción: Roger Corman y Pat Green. Duración: 81 minutos.