La Reina de Espadas (The Queen of Spades)

Arriesgar lo necesario para ganar lo superfluo

Por Emiliano Fernández

Uno de los grandes latiguillos del cine de terror, de las faenas fantásticas y algunas veces incluso del thriller es la fábula moral, léase esa narración en la que se quiebra algún tipo de código de convivencia o precepto ético del montón y el responsable paga las consecuencias sumariamente en un desenlace que casi siempre tiene por objetivo brindar una moraleja o mensaje aleccionador/ precautorio acerca de la necesidad de no caer en compulsiones, vicios, berretines y comportamientos nocivos o de simplemente no entregarse a cualidades que yacen más o menos latentes en cada uno de los seres humanos. Por supuesto que como hablamos de una especie de cuentos de hadas para adultos, más tratándose de creaciones producto de la modernidad y su resignificación caótica de los relatos que circulan a escala de toda la sociedad, estas fábulas no cuentan con la literalidad de sus homólogas para niños y habilitan una buena dosis de ironía, cinismo o por lo menos contradicciones de diversa índole, por ello mismo muchos de sus protagonistas no son los esperpentos y caricaturas de los relatos pueriles sino hombres y mujeres en gran medida anodinos o grises que terminan “cagando más arriba de lo que les da el culo”, por ponerlo de manera bien descriptiva, en este sentido se puede catalogar al “desviado comunal” de turno según el tipo de desviación que abrace, a saber: primero tenemos a los perversos, aquellos que no pueden formar parte del redil mayoritario por una tendencia a la psicopatía o la corrupción propia o ajena, luego vienen los alternativos, esos que a un nivel ya consciente prefieren elegir otro camino que se aparte de la triste previsibilidad mayoritaria y que en algunas ocasiones pueden salir triunfantes si el objetivo del relato moral en cuestión es parodiar no al protagonista sino a su entorno, y finalmente están aquellos que optan por ganarle en su juego a los supuestos campeones de la sociedad o el statu quo, de hecho ya sin las compulsiones de los perversos ni la confrontación de los alternativos y en cambio echando mano de una picardía burlona.

 

Un caso muy raro de las fábulas cinematográficas es La Reina de Espadas (The Queen of Spades, 1949), megaclásico sobrenatural de Thorold Dickinson cuyo villano, Herman Suvorin (Anton Walbrook), aglutina rasgos de las tres clases señaladas de protagonistas en uno de los personajes más ricos y misteriosos de aquel cine británico de horror y fantasía de antaño. Suvorin, en la Rusia zarista de 1806, es un capitán de ingenieros y amigo/ cofrade de un oficial de cuna aristocrática, Andréi Andreievich (Ronald Howard), y ambos suelen concurrir a un garito gitano de aires prostibularios pero sólo Andréi juega al faro, un juego de cartas en el que se apuesta por un naipe contra el crupier en una situación de alternancia entre carta ganadora y perdedora, ya que Herman considera absurdo someterse a la chance de despilfarrar lo conseguido con tanto sacrificio o citándolo, “arriesgar lo necesario para ganar lo superfluo”. Una noche escucha sobre una mujer que conoce el secreto para ganar a las cartas porque vendió su alma al Diablo, aquella Condesa Anna Fiodorovna Ranevskaya (Pauline Tennant de joven, Edith Evans cuando anciana), abuela de otro amigo de Andréi, Fiodor Pavlevich (Anthony Dawson), noble petulante y hedonista. Acostumbrado a ahorrar hasta el último rublo de su salario anual en un banco diminuto propiedad del conformista Tchybukin (Miles Malleson), en Suvorin va creciendo la idea de apostar a seguro una vez que se topa con el libro Los Extraños Secretos del Conde de Saint Germain, éste una figura mefistofélica que 60 años atrás ayudó a la adúltera Ranevskaya cuando un amante robó el dinero de su marido, así entregó su alma a Saint Germain por el arcano de las tres cartas ganadoras en el faro. Para hacerse del secreto, Herman se acerca a la pupila/ hija adoptiva/ dama de compañía de la condesa, la linda huérfana Lizavetta Ivanova (Yvonne Mitchell), enviándole cartas románticas en pos de ingresar a la reglamentaria mansión, no obstante al rogarle por la información y después sacar un arma asusta a la vieja egoísta hasta matarla.

 

Dickinson, el mismo de la también exquisita Luz de Gas (Gaslight, 1940), reescribió sin acreditar un guión previo de Arthur Boys y el director original, Rodney Ackland, señor que trabajó con Alfred Hitchcock en Número 17 (Number 17, 1932) y con Michael Powell y Emeric Pressburger en Cinco Hombres (49th Parallel, 1941) y aquí echado por peleas con Anatole de Grunwald, el productor, y Walbrook, célebre intérprete de la época que ya había trabajado con Thorold en Luz de Gas y que se sentía cómodo a la hora de encomendarle a Dickinson esta adaptación del cuento homónimo de 1834 de Aleksandr Pushkin, padre de la literatura rusa moderna. El realizador construye una historia muy elegante que unifica por un lado el relato de fantasmas, debido a la aparición post mortem de Ranevskaya ante el capitán para ofrecerle el secreto tan deseado, “tres, siete, as”, a cambio de que despose a Lizavetta, y por el otro un triángulo amoroso entre la pupila y los dos militares, Suvorin por pura manipulación pancista y Andreievich de manera sincera una vez que se encuentra con Ivanova en un mercadito popular repleto de aves enjauladas que ella quisiera liberar. El retrato que de las injusticas flagrantes y sus excepciones hace la película resulta inteligente porque constantemente enfatiza el quid paradójico de los personajes, así Suvorin es un plebeyo con conciencia social que no siente prurito alguno a la hora de utilizar a Lizavetta, su par en el martirio, ésta a su vez también entiende su posición relegada aunque la acepta desde el masoquismo ya que Ranevskaya es una sádica e insoportable que está cerca del óbito y jamás tuvo paz por haber vendido su alma a Belcebú, mujer que por cierto de joven era osada y ahora con muchos años encima aburre con su conservadurismo hiper rancio y su miedo patológico a todo, y finalmente tenemos al asimismo contradictorio Andréi, un claro aristócrata que pudiendo ser una criatura abyecta como Fiodor elige el respeto hacia el cuasi desclasado de Herman, odiador de sus “hermanos sociales” de pobreza y/ o humildad.

 

Entre el cine gótico surrealista, el suspenso sobrecargado, la odisea de espectros, el thriller sobrenatural, el horror de rauda venganza, las intrigas palaciegas, la propuesta de época y la semblanza sarcástica centrada en la parodia y el comentario social, La Reina de Espadas, también conocida como La Dama de Picas, funciona como una fábula sobre la codicia, la plutocracia y el ascenso social a toda costa pero asimismo como una gesta de desquite por parte de los explotados contra los oligarcas hediondos que humillan al pueblo y lo hacen sufrir a diario con su desfalco y sus caprichos represivos, allí yace la riqueza discursiva del film y de la relación de amistad/ enemistad entre los dos varones enfrentados por la ninfa y por ese combo de “fortuna más poder más influencia” que promete Los Extraños Secretos del Conde de Saint Germain, un par de sujetos aun así unidos en el reconocimiento de las inequidades de todo tipo del zarismo, amén del sustrato tripartito de nuestro capitán del estupendo Walbrook en función de sus peculiaridades en simultáneo perversas, batallantes y picarescas. El convite de Dickinson, sin duda muy deudor de la claustrofobia anímica del expresionismo alemán, cuenta con el privilegio de haber anticipado vertientes opuestas del terror por venir como el naturalismo fantasmal de ese Jack Clayton de Los Inocentes (The Innocents, 1961), aquí de hecho ocupando el rol de productor asociado junto a Grunwald, la paranoia esotérica de La Noche del Demonio (Night of the Demon, 1957), obra maestra de Jacques Tourneur sobre un culto satanista, e incluso la efervescencia de la Hammer Film Productions, en este caso gracias al histrionismo minimalista de Suvorin y la decadencia barroca de la Condesa Ranevskaya. Poniendo en crisis las dicotomías del mundo masculino y femenino, la aristocracia hueca y sus vasallos, los viejos y los jóvenes, los creyentes y los incrédulos, los ludópatas y los no jugadores, los cristianos y los adoradores de Mefistófeles y por último los ricos y las legiones de menesterosos, la propuesta borra los límites entre la realidad y la ficción y entre el conformismo y la rebeldía mientras piensa el marco opresivo de la nieve, la servidumbre, el ejército, la miseria, la ambición, la vejez y una promesa de opulencia que pronto muta en condena no sólo por el fallecimiento accidental de la anciana, recordemos la legendaria escena final del capitán jugando al faro contra un Andreievich en el rol de crupier y ya confundiendo el as con la reina de picas, todo porque no consiguió casarse con Ivanova y de este modo el arreglo sepulcral con la viejita muta en revancha. A la vez que indaga en la propensión popular a destruir lo “necesario”, los escasos recursos destinados a sobrevivir, para engalanarse en lo “superfluo”, hablamos de los esquemas ideológicos de lucha contra contrincantes sociales que pueden ser reales o inventados por unas cúpulas que manipulan desvergonzadamente a la plebe, la película ofrece una versión hipnótica y melodramática del pacto faustiano que gira alrededor de la decadencia de las clases ociosas o parasitarias del capitalismo y de las estrategias desesperadas de aquellos que pretender subir en la pirámide plutocrática para escapar de la postración económica…

 

La Reina de Espadas (The Queen of Spades, Reino Unido, 1949)

Dirección: Thorold Dickinson. Guión: Rodney Ackland y Arthur Boys. Elenco: Anton Walbrook, Edith Evans, Yvonne Mitchell, Ronald Howard, Anthony Dawson, Miles Malleson, Mary Jerrold, Michael Medwin, Athene Seyler, Pauline Tennant. Producción: Anatole de Grunwald y Jack Clayton. Duración: 95 minutos.

Puntaje: 10