El grotesco hasta no hace mucho tiempo fue uno de los ingredientes paradigmáticos del quid latino y un signo permanente de identidad híbrida y por ello gloriosamente estrafalaria, funcionando en la praxis como un gesto de reafirmación prosaica que nos defendía ante el marco homogeneizador de los embates del mainstream foráneo, éste más de impronta anglófila o modernizadora burguesa anodina incapaz de respetar lo diferente o aceptarlo de verdad bajo sus propios términos y condiciones. El cine, la música y la literatura, las tres artes más populares a lo largo del Siglo XX, tuvieron en el grotesco latino un refugio que impidió la temida uniformización o asimilación cultural completa según los criterios empobrecedores y castradores del imperio, esos mismos que a partir de la década del 90 y sobre todo en el Siglo XXI ganaron la pulseada y por ello, a posteriori de la derrota del comunismo soviético en la Guerra Fría con la Caída del Muro de Berlín, hoy padecemos un achatamiento simbólico/ discursivo/ ideológico tan marcado en el ámbito de las industrias culturales más masivas, un emporio que fetichiza la perspectiva de las clases media y alta en países latinos cada día más míseros y más alejados de esta acepción social higiénica anglo que el cine de género pretende construir una y otra vez en un contexto de predominio de un streaming siempre importador/ exportador, muy lelo y reduccionista o directamente falsificador. En América Latina, aunque también en España, Italia y a veces hasta en otros países europeos, el grotesco solía aparecer en los musicales, en la comedia farsesca y en el melodrama y/ o las tragedias históricas más desaforadas o vinculadas al antipreciosismo hollywoodense, precisamente por ello llama tanto la atención la prolijidad inofensiva del acervo audiovisual y literario de nuestra contemporaneidad si la comparamos con lo que sucedía hasta los años 80, cuando el desparpajo -a veces ridículo baladí, en otras ocasiones pirotécnico y contracultural- lo controlaba casi todo e impedía la triste abulia popular, hoy moneda corriente porque el sustrato inconformista del frenesí folklórico marginal quedó reducido a cenizas a instancias del marasmo del consumismo ultra imbécil primermundista.
La carrera de Arturo Ripstein se fue moviendo desde un grotesco setentoso del poder y de las reminiscencias del orgullo machista, propio del nihilismo centrado en las injusticias comunales más macro, hacia un grotesco de la intimidad en el que tienen preeminencia las relaciones entre los personajes y su idiosincrasia tan particular, por ello con los años el susodicho fue pasando del marco esperpéntico social de la cruel venganza de Tiempo de Morir (1966), aquel puritanismo del aislamiento de El Castillo de la Pureza (1973), las persecuciones extenuantes de El Santo Oficio (1974) y la extorsión de los oficiales de la ley de Cadena Perpetua (1979), todos films muy vinculados a la influencia del “todo externo” sobre los sujetos y su grupo de allegados más cercanos, al delirio ya propiamente hogareño -o de microcosmos incluso más claustrofóbico- de La Viuda Negra (1977), El Lugar sin Límites (1978), La Tía Alejandra (1979) y sus dos primeras colaboraciones con la que sería su esposa y guionista fetiche Paz Alicia Garciadiego, El Imperio de la Fortuna (1986) y Mentiras Piadosas (1989), preámbulo para su etapa profesional más conocida de la década del 90, esa de La Mujer del Puerto (1991), Principio y Fin (1993), La Reina de la Noche (1994), Profundo Carmesí (1996), El Evangelio de las Maravillas (1998), El Coronel no Tiene Quien le Escriba (1999), inspirada en la novela de 1961 de Gabriel García Márquez, Así es la Vida (2000) y La Perdición de los Hombres (2000). Dentro del pelotón de obras maestras iniciales que después ya no serían superadas, El Lugar sin Límites es quizás la que mejor resume el grotesco laberíntico de entrecasa de Ripstein, un film magistral que gira alrededor de La Manuela (Roberto Cobo), un travesti de un pueblo en vías de extinción, El Olivo, que regentea un prostíbulo demacrado junto a su hija, La Japonesita (Ana Martín), producto de una relación con la que fuera la madama del lugar, La Japonesa (Lucha Villa), fémina fallecida que le apostó al terrateniente y diputado local, Don Alejo Cruz (Fernando Soler), que podría “enderezar al maricón” recibiendo el lupanar a cambio de la sesión de sexo, acuerdo que incluía un régimen de copropiedad entre el homosexual y la madama.
Como ocurriría más adelante en tantas obras del director y guionista, aquí son la tensión, la libido, las compulsiones y las esperanzas maltrechas las que controlan un relato que incluye el enfoque de atropellos capitalistas e institucionales del pasado pero sin tanto acento en las figuras de autoridad, enfatizando en cambio la complicidad de los sometidos: mientras que por un lado Don Alejo, oligarca y ahora ex político que suprimió la electricidad de El Olivo para que los habitantes se vayan y así vender el caserío a un consorcio que tirará abajo el pueblo, no pasa de ser un viejo moribundo que solía concurrir al prostíbulo de La Japonesa cuando estaba en su esplendor y que hoy vive con su criado fiel, Reynaldo (Agustín Silva), y con su esposa, Doña Blanca (Blanca Torres), demente desde que falleciera en su niñez la hija de ambos, Moniquita, por el otro lado están los dilemas de Manuela, enamorada por lo bajo de un gay de clóset que suele ponerse agresivo cada vez que concurre al lupanar a verla, Pancho (Gonzalo Vega), quien asimismo despierta una fascinación malsana en La Japonesita a pesar de tener un vástago pequeño y estar casado con Emma (Marta Aura), hermana a su vez de Octavio (Julián Pastor), quien entroniza el honor familiar y odia a Don Alejo por obligar a los vecinos a abandonar El Olivo por sus movidas de especulación inmobiliaria, en función de ello le termina prestando un dinerillo a su cuñado para que salde una deuda que Pancho tiene con el carcamal debido a la compra de un camión destinado a un servicio precario de fletes, vehículo para el cual el latifundista le dio el capital al joven porque lo consideraba en su infancia y adolescencia una suerte de hijo adoptivo que jugaba -por obligación, vale aclararlo- con Moniquita, incluso habiéndole pagado una carrera de medicina que terminó abandonando ya que no se consideraba capaz de mantener el ritmo de estudio. La vuelta al pueblo de Pancho, el cual es visto llorando por La Japonesita luego de un reto de Don Alejo y por ello la detesta, pone en alerta a Manuela ya que sabe que es un macho ciclotímico, violento y paradójicamente homofóbico que todo lo reclama con furia porque no quiere degradarse al nivel de las mujeres, el estrato de la pasividad e indefensión.
En El Lugar sin Límites, sin duda una de las propuestas más valientes de su tiempo, domina una visión muy lúgubre de la humanidad y sus sociedades porque la avaricia es el lenguaje común, los anhelos de los excluidos terminan difuminados por la explotación o sus propias sonseras y especialmente porque nadie puede dejar de ser lo que es ni consigue esquivar el canibalismo de los sentimientos, cuya contracara o reflejo es el parasitismo económico, el ventajismo y la esclavitud de las relaciones de producción, por ello el barroquismo lo cubre todo y cada personaje tiene un lado luminoso y otro algo mucho nefasto, en este sentido Pancho y Manuela, el primero un obrero del transporte y la segunda una cantante cabaretera y bailarina de flamenco, son los que más tienen presente el plan de vaciamiento de El Olivo de Don Alejo y por ello chocan con el idealismo ingenuo de La Japonesita, una ninfa que simboliza la mediocridad intelectual femenina así como su progenitora representaba el vigor pragmático, no obstante el camionero y la bailarina no pueden escapar a una pulsión de muerte en pantalla homologada a la lascivia -o idiotez masculina- y no simplemente a la represión sexual porque esta última es un concepto del liberalismo burgués, marco que sitúa a la libertad por sobre la igualdad entre los individuos, y la primera en cambio nos habla del instinto del coito, obsesión de Ripstein porque luego de la función biológica/ reproductiva el bípedo pierde valor social y está condenado a morir, ya habiendo satisfecho su misión como entidad con vida de una especie. Esta visceralidad primigenia, casi ancestral, recorre todos los vínculos entre los personajes, enfatiza ese “Infierno en la Tierra” al que apunta el título, alusión a la fábula faustiana a ojos de Christopher Marlowe, y enaltece el grotesco identitario de Manuela, solución negociada y andrógina entre la brutalidad neurótica de los hombres y la histeria sentimentaloide y siempre autovictimizante de las mujeres, binomio ya presente en la novela homónima de 1966 del chileno José Donoso. El trabajo de Cobo, aquel Jaibo de Los Olvidados (1950), de Luis Buñuel, resulta monumental ya que pone de manifiesto con cada intervención el arrebato sórdido y bien burlesco del arte de antaño…
El Lugar sin Límites (México, 1978)
Dirección y Guión: Arturo Ripstein. Elenco: Roberto Cobo, Gonzalo Vega, Ana Martín, Lucha Villa, Fernando Soler, Julián Pastor, Martha Aura, Blanca Torres, Hortensia Santoveña, Carmen Salinas. Producción: Francisco del Villar. Duración: 111 minutos.