Si bien es cierto que Vestida para Matar (Dressed to Kill, 1980) es una especie de remake conceptual de Psicosis (Psycho, 1960), a la vez retomando elementos centrales de aquella y dando vuelta otros en plan de homenaje enrevesado o hasta sutilmente mordaz, lo que se suele obviar en los análisis de la que podemos calificar como la gran obra maestra de Brian De Palma en lo que respecta a la vertiente de su carrera orientada al suspenso es el hecho de que la película en términos formales está inspirada en los giallos de las décadas del 60 y 70, al punto de que la estructura general puede corresponderse con el clásico de clásicos protagonizado por Anthony Perkins, Janet Leigh y Vera Miles pero cada pequeño detalle del film nos reenvía a determinadas facetas de los misterios cinematográficos que supieron construir los italianos en el período inmediatamente previo a la realización del opus que nos ocupa: basta con pensar que el norteamericano en sí recupera la obsesión hitchcockiana y cierto tono narrativo ensoñado de Mario Bava, el preciosismo súper recargado y el gusto por los asesinatos y las secuencias elaboradas de Dario Argento, y hasta las vueltas de tuerca bizarras y el apego hacia la sensualidad gloriosamente trash de Sergio Martino, por citar a sólo tres de los máximos representantes del cine de terror de Italia de aquella etapa. Aquí más que nunca se nota que quedan definitivamente atrás los años de experimentos en comedia dramática godardiana de Murder à la Mod (1968), Greetings (1968), The Wedding Party (1969), Dionysus in ’69 (1970), Hi, Mom! (1970), Get to Know Your Rabbit (1972) y Home Movies (1979), e incluso se podría decir que también se supera por mucho a los otros thrillers del cineasta de los dos lustros previos, léase Hermanas Diabólicas (Sisters, 1972), Obsesión (Obsession, 1976), Carrie (1976) y La Furia (The Fury, 1978), ya que el eje está puesto -justo como en los giallos, donde la trama era secundaria en relación a la puesta en escena- en la construcción tétrica y meticulosa de determinadas secuencias fundamentales.
En este sentido, el relato es precisamente minúsculo y funciona como una excusa para el arte de edificar esas escenas concretas hacia donde se vuelca el corazoncito de De Palma: luego de una fantasía sexual de Kate Miller (Angie Dickinson), en la que la susodicha pasa de masturbarse en la ducha mientras su esposo Mike (Fred Weber) se afeita a ser violada desde atrás por una figura sin identificar, descubrimos que la mujer es una ama de casa de Nueva York que está teniendo sexo sin amor con el hombre y fingiendo que disfruta toda la situación, luego de lo cual pasa a ver primero a su hijo inventor Peter (Keith Gordon), quien cancela los planes en conjunto de visitar el Museo Metropolitano de Arte porque está trabajando en un proyecto para presentar en los próximos campeonatos de ciencia, y luego a su psiquiatra, el Doctor Robert Elliott (Michael Caine), con el cual coquetea para probar otras “cosillas” por fuera de la pobreza romántica rutinaria simbolizada en el triste paparulo de Mike. En el museo Miller conoce a un extraño llamado Warren Lockman (Ken Baker) y a posteriori de un acercamiento que se transforma en repliegue y en otro acercamiento, ambos hacen el amor a la salida en un taxi y siguen el derrotero en el departamento de él. Cuando ella despierta sigilosa en la noche descubre de casualidad que el hombre tiene una enfermedad venérea y sale despavorida del lugar, pero como olvida el anillo de bodas decide regresar con el ascensor en un viaje que termina trágicamente cuando Bobbi, una mujer alta y rubia con anteojos negros y una reluciente navaja de afeitar, la intercepta y comienza a cortarla de manera brutal hasta que muere desangrada. La única testigo del ataque es una bella escort de la alta burguesía, Liz Blake (Nancy Allen), que justo salía de un encuentro sexual con uno de sus clientes, un tal Ted (Norman Evans) que huye de golpe y jamás se lo puede volver a hallar para que respalde los dichos de la muchacha ante el oficial de policía a cargo del caso, el grasiento y cínico Detective Marino (Dennis Franz).
De allí en más De Palma respeta el ABC de los giallos haciendo que Bobbi, la psicópata de turno, aceche a quien podría identificarla, la pobre Liz, y combinando todo el planteo con la investigación paralela a la de las autoridades que encara el ser querido más próximo a la occisa, por supuesto no Mike -porque es el padrastro displicente de Peter ya que su verdadero progenitor murió en la Guerra de Vietnam- sino el mismo joven, un geniecillo que escucha mediante un micrófono oculto la conversación entre el Doctor Elliott y Marino y así se toma muy a pecho la insistencia del detective con acceder a la lista de pacientes del psiquiatra bajo la sospecha de que uno de esos “raros” pudo haberse interesado en Kate y seguido a la mujer hasta el museo y el hogar de Lockman. Duplicando además la dinámica paradigmática del film noir y el motivo del falso culpable del querido Alfred Hitchcock, eventualmente el muchacho y la prostituta terminan trabajando en conjunto porque los une la necesidad de encontrar al asesino, el primero debido a que sabe que a los inútiles de la policía les llevará un tiempo conseguir una orden judicial para chequear la agenda de citas de Elliott y la segunda porque se transformó en la principal sospechosa del asesinato por su condición de única testigo y el “detalle” de que agarró sin querer la navaja de Bobbi, quien es paciente del psiquiatra y una “chica atrapada en el cuerpo de un hombre”, en esencia un transexual que le recrimina a Elliott el no haber firmado los documentos legales necesarios para la cirugía de cambio de sexo, catalizador a su vez de la idea de ver a otro profesional, el Doctor Levy (David Margulies), con la esperanza de que éste sí apruebe la dolorosa metamorfosis. Como hiciese el propio Hitchcock en ocasión de Frenesí (Frenzy, 1972), De Palma toma nota de la algarabía gore y erótica de los giallos y en esta oportunidad se tira de cabeza a la pileta de los desnudos, la sangre a borbotones, las represiones psicológicas más coloridas y en especial un sadismo que le escapa a la corrección política yanqui bobalicona.
Entre la sofisticación visual más etérea y el exploitation voyeurista que no pide permiso para encarar sus simpáticas tropelías, Vestida para Matar es una de las películas más valientes del cine de su época porque literalmente se sirve de los ingredientes más agitados/ revulsivos/ inconformistas del formato de los thrillers de asesinos en serie y crímenes de motivaciones retorcidas en general para exacerbarlos a un extremo pocas veces visto en el enclave mainstream hollywoodense, destacándose escenas autónomas de una maravillosa composición estética como la fantasía de la ducha del inicio, toda la legendaria secuencia del museo con ese ritual mudo de apareo entre Miller y Lockman y la celestial música de Pino Donaggio sonando de fondo, el homicidio de ella en el ascensor, el acecho sobre Blake a través de las calles de Nueva York y el subterráneo, la intromisión posterior de la señorita -en complicidad con Peter- en el despacho de Elliott amparándose en lencería bien hot y con vistas a dar con el paciente responsable del asesinato, y finalmente la pesadilla de Liz en la que es atacada en el baño -y luego de otra ducha- por ese chiflado en cuestión que se escapó del manicomio estrangulando a una enfermera, nada menos que el Doctor Elliott, quien como nos explica Levy estaba dividido a nivel identitario entre un lado femenino tendiente a reclamar la operación de cambio de sexo, Bobbi, y su homólogo masculino que aún seguía excitándose con mujeres, ese perfil público de psiquiatra casado y conservador, por ello cuando Miller y Blake se abalanzaron sobre el señor la vertiente femenina decidió vengarse de la viril pretendiendo faenar a las susodichas para “viabilizar” la certeza en la psiquis bipartita de que Bobbi debería primar y el cuerpo masculino desaparecer vía una serie de procesos médicos que incluyen la administración de estrógeno y la realización de una penectomía, una castración y una vaginoplastia, todos temas tabúes incluso hoy que van mucho más allá del simple travestismo de peluca, maquillaje, tacos altos y un vestido.
De Palma no enmascara para nada su intención de ironizar acerca de Psicosis al invertir la polaridad de los pivotes excluyentes de antaño, ahora con el psiquiatra siendo el villano y una madre y su hijo los buenos en clara contraposición con respecto al tremendo Norman Bates (Perkins), su progenitora y aquel Doctor Fred Richman (Simon Oakland) que nos explicaba en el desenlace del opus de Hitchcock el desorden de personalidad múltiple que padecía el muchacho dueño del Bates Motel, circunstancia que sin embargo no le impide al director y guionista demostrar en simultáneo un fuerte cariño para con el mismo film bajo la apariencia del complejo ardid de retomar ingredientes tales como el fetiche de las duchas mortíferas y la presencia de un señor que adora vestirse de mujer en plan de dar cuenta de dos identidades opuestas batallando entre sí para en última instancia prevalecer, amén del sorprendente recurso de asesinar a la protagonista principal al final del primer acto, antes Leigh y hoy por hoy una Dickinson con una larguísima trayectoria televisiva a la que le costó bastante conseguir papeles de relevancia en la gran pantalla, destacándose sobre todo lo hecho en Rio Bravo (1959), Once a la Medianoche (Ocean’s Eleven, 1960), Asesinos (The Killers, 1964), La Jauría Humana (The Chase, 1966), A Quemarropa (Point Blank, 1967) y Querido Profesor (Pretty Maids All in a Row, 1971). Aquí un De Palma muy inspirado creativamente -al nivel de la apoteosis técnica- exprime con enorme astucia la fotografía de Ralf D. Bode y la hermosa partitura orquestal de Donaggio, se hace un festín con sus clásicas pantallas divididas y los zooms furiosos, primeros planos y tomas oblicuas del giallo, desparrama sensualidad húmeda sin restricción alguna, juguetea con esa dupla un tanto absurda aunque eficaz compuesta por Peter y Liz, y especialmente se entrega a una ciclotimia fascinante y en verdad prodigiosa en torno al inquieto sustrato sexual que marca el horizonte de la narración, a la par subrayando el rol decisivo de la pulsión genital en la enfermedad venérea y el homicidio de Miller y cuán determinante resulta, en cambio, la experiencia acumulada por Blake como meretriz en lo que atañe a esa picardía callejera que le permite defenderse cuando es acorralada tanto por la policía como por la/ el psicópata, un esquema que señala de paso la multiplicidad de actos reflejos que se pueden derivar de un mismo impulso erótico vinculado a la atracción entre los sujetos y los dilemas mentales que éstos pueden llegar a presentar a la hora de “intelectualizar” todo el asunto en general y/ o considerar qué sería lo mejor para su vida en materia vincular, social, familiar o amatoria…
Vestida para Matar (Dressed to Kill, Estados Unidos, 1980)
Dirección y Guión: Brian De Palma. Elenco: Michael Caine, Angie Dickinson, Nancy Allen, Keith Gordon, Dennis Franz, David Margulies, Ken Baker, Susanna Clemm, Brandon Maggart, Amalie Collier. Producción: George Litto. Duración: 104 minutos.