Más allá del contexto específico que nos tocó experimentar, relacionado con el muy buen nivel de esta edición del Festival de Cine de Venecia, lo que se debe destacar es el trasfondo subyacente al propio certamen, sus características principales: el evento por un lado toma elementos varios de los otros dos festivales más importantes del circuito cinematográfico internacional, Cannes y Berlín, y por el otro posee rasgos particulares que tienen que ver con la idiosincrasia italiana y la latina en general, mal que le pese a quien le pese (vale aclarar que aquí el asunto arroja exclusivamente resultados positivos). Se puede afirmar que de Cannes toma la partición por colores en cuanto a los acreditados y una muy fuerte presencia de los susodichos en función de las diferentes ramas de la industria, con una enorme mayoría -por supuesto- provenientes de la prensa de los medios digitales; aunque como el certamen también incluye la venta de entradas al público, desde el vamos se produce un enriquecimiento en cuanto al rango/ origen de los asistentes. De Berlín el evento recupera una muy buena organización y un cronograma hiper prolijo que permite que nadie se quede con las ganas de ver la película de su elección, porque el patrón es casi siempre el mismo y permite diagramar el recorrido cinéfilo conociendo las reglas de antemano: cada film tiene una pasada masiva tal fecha, una repetición a la siguiente y una “última chance” un par de días después.
A diferencia de Cannes, donde la entrada a las salas suele ser caótica y más de la mitad de los espectadores se queda afuera cada dos por tres, en Venecia eso no sucede porque las pasadas masivas se realizan en salas realmente grandes y el programa en general permite que los trasnochados puedan entrar a su vez en las siguientes proyecciones sin ningún problema (a esto se suma que el horario de la habilitación/ entrada a la sala -un clásico europeo, bien sobre la hora de inicio- sea ordenada y muy rápida, con los responsables de turno en las puertas escaneando con una enorme rapidez -y una buena predisposición- cada una de las credenciales o entradas). Ahora bien, el elemento que distingue a Venecia de festivales orientados casi en un cien por ciento al público como Berlín (recordemos para el caso que Cannes es un certamen exclusivamente de acreditados, sin venta general de tickets y con una férrea distinción por “clase social” que limita exponencialmente el ingreso a la sala según el color de la credencial que le toque a cada uno, la cual asimismo responde a una importancia asignada bajo criterios nunca del todo claros, aparentemente vinculados con la llegada total de la publicación de turno y -en especial- la recurrencia a lo largo del tiempo en lo referido a la cobertura del festival), se condensa en la misma naturaleza del evento, bastante más por fuera del radar que los otros dos festivales mencionados, haciendo que toda la experiencia resulte más tranquila y no encontremos la locura exacerbada de Cannes ni el enorme volumen de asistentes de Berlín. Dicho de otro modo, Venecia es un festival relativamente amigable para todos los espectadores y cubierto en esencia sólo por la prensa europea, lo que habla por cierto de la enorme estupidez de los medios latinoamericanos y argentinos en particular, ya que no hay que ser un genio para darse cuenta que el nivel de la Mostra Internazionale d’Arte Cinematografica suele ser muy interesante por la sencilla razón de que aglutina todos los títulos fundamentales de los autores del mainstream y el indie de la segunda mitad del año, en consonancia con el hecho de que Cannes y Berlín se desarrollan siempre durante los primeros meses.
No obstante el sustrato del evento va más allá de las replicas para con los rasgos de los otros dos grandes festivales del mercado del séptimo arte del viejo continente, ya que Venecia engloba además determinadas peculiaridades que responden al sentir italiano: el evento posee el encanto del Tercer Mundo incrustado en el Primer Mundo, lo que se traduce en una sensación de “relax” en lo que atañe a las normas a nivel macro (por ejemplo, en las conferencias de prensa está prohibido sacar fotos pero tácitamente se permiten mientras no sean con flash ni molesten a los protagonistas de las charlas con la prensa, algo que en el fondo respeta en términos implícitos la regla de oro de los certámenes de este nivel: fotos masivas al inicio y locura de autógrafos al final de la conferencia) y en una maravillosa serenidad que nunca deriva en frustración ni amargura por no poder acceder a tal o cual función y/ o a su conferencia correspondiente (a la eficacia en cuanto a la entrada a las salas, debemos agregar la estructuración de las charlas con la prensa, las cuales se suceden a lo largo de dos horas todas los días y con una duración estándar de 30 minutos cada una, circunstancia que agiliza el devenir y no permite baches ni desprolijidades ni dilaciones innecesarias porque la capacidad de resumir conceptos y la premura del reloj lo son todo).
El relativo “bajo perfil” del festival puede ser homologado con la dialéctica de los secretos que se mantienen como tales más por la ignorancia del rubro periodístico -que se vuelca de manera masiva y automática a Cannes, cual loro que repite la misma cantinela cómoda de siempre- y la falta de un verdadero espíritu de aventura cultural, en pos de descubrir algo que se escape mínimamente del cliché… y eso que estamos hablando del festival cinematográfico más antiguo del mundo, así que no se llega a entender del todo por qué prácticamente sólo los locales y los residentes de los países vecinos le dan bolilla a una muestra tan colorida y variopinta como la presente (desde ya que la propia ciudad de Venecia, una de las metrópolis más curiosas del mundo, aporta una idiosincrasia despampanante desde el punto de vista cultural y simbólico… por no decir estructural, pensemos en la infinidad de canales y una construcción humana que ocupó hasta el último centímetro de cada isla de la laguna). Ahora bien, no podemos pasar por alto el hecho de que si Venecia acumulase un hipotético nivel de descontrol símil Cannes o de público hambriento de cine en sintonía con Berlín, el panorama plácido desaparecería junto con esta paradoja del olvido que trae tranquilidad y un disfrute de lo más armonioso, de modo que la injusticia del no gozar con un mayor -y muy merecido- reconocimiento pone de manifiesto las bondades del posicionarse por fuera del dejo aparatoso de los balnearios franceses (a pesar de que el Lido, la isla sede del festival, es también un balneario del jet set y faunas aledañas desde tiempos inmemoriales) y la enorme profusión de salas y proyecciones de la capital alemana, correspondiente a cualquier otra mega ciudad de nuestros días (en este sentido, el BAFICI argentino es una copia muy berreta de Berlín, del cual proviene gran parte de la programación gracias a la pereza total de los programadores de nuestro país… el programar títulos de festivales es la profesión “ladri” por antonomasia del rubro en Argentina).
Como comentamos más arriba, si pensamos al evento en función del nivel de los films presentados, sin lugar a dudas el festival rankea en punta como uno de los más parejos y con menos “títulos de relleno” del ámbito internacional. Las mejores películas de las 20 en total que pudimos ver fueron Mother!, de Darren Aronofsky, y The Shape of Water, de Guillermo del Toro, en especial ésta última porque es una obra maestra que se ubica entre lo mejor del realizador mexicano (muy merecido el León de Oro que recibió, dicho sea de paso). En un cómodo segundo lugar llegan las geniales First Reformed, de Paul Schrader, The Leisure Seeker, de Paolo Virzì, y Downsizing, de Alexander Payne, tres opus que hablan de la vitalidad de sus respectivos autores. Un tercer grupo es el compuesto por Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, de Martin McDonagh, Brawl in Cell Block 99, de S. Craig Zahler, Suburbicon, de George Clooney, Le Fidèle aka Racer and the Jailbird, de Michaël R. Roskam, y Nico, 1988, de Susanna Nicchiarelli, todos films que rompieron las previsibilidades de los géneros en cuestión y apostaron por una mixtura freak y poderosa a nivel retórico. Ya en el campo cualitativo intermedio, aunque con un muy buen nivel de todos modos, encontramos a Sweet Country, de Warwick Thornton, Lean on Pete, de Andrew Haigh, Our Souls at Night, de Ritesh Batra, Zama, de Lucrecia Martel, The Insult, de Ziad Doueiri, y Victoria and Abdul, de Stephen Frears. Finalmente, las obras que podemos considerar las más “flojas” del certamen definitivamente serían las más distinguidas en casi cualquier otro evento de estas características del resto del globo: hablamos de Loving Pablo, de Fernando León de Aranoa, Marvin, de Anne Fontaine, La Mélodie, de Rachid Hami y The Devil and Father Amorth, de William Friedkin.
A modo de cierre podemos decir que la única incomodidad que plantea el festival pasa por el viaje diario desde la isla principal de Venecia al Lido, de alrededor de 25 minutos más lo que dure la caminata hacia el hotel/ casa/ departamento donde se aloje el cronista de turno, algo que -como hemos comentado en otra oportunidad- obedece a la esencia residencial del Lido y sus precios altísimos en materia de hospedaje, alimentos y demás. Sin embargo este detalle circunstancial nada tiene que ver con la excelente disposición del personal que responde a la organización del evento y la actitud respetuosa de los guardias de seguridad -y la policía local en general- al momento de los controles y el número estrictamente necesario de los mismos (aquí no hay una infinidad de puntos de chequeo como en Cannes ni hay que lidiar con el caraculismo de todos los involucrados). Definitivamente Venecia funciona como el festival ideal en lo que respecta a la conjunción entre una muy interesante programación, el armado perfecto de las conferencias de prensa, un volumen sensato de asistentes, proyecciones pautadas en secuencia, salas espaciosas para los estándares europeos y una amplitud de perspectivas en cuanto a la selección de los títulos constituyentes de este “mega show” del cine, que no privilegia ninguna vertiente o entonación en especial e incluye todas las modalidades del séptimo arte, a diferencia de Cannes (un certamen amigo de las polémicas rápidas vía un enclave arty de lo más clásico) y Berlín (eterno diletante del indie y las ramificaciones alternativas del espectro cinematográfico).
Una vez más resulta curioso apreciar cómo las diferencias culturales nacionales, por más chicas o grandes que sean, juegan un papel fundamental a la hora de marcar esa pluralidad de pequeños detalles que terminan imponiéndose como el “color local” del festival, ahora todos volcados a un precepto de fondo relacionado con la mansedumbre italiana a la hora de consumir cultura… casi el opuesto exacto al resto de las actividades cotidianas del país, el cual suele hacer de la verborragia y la gesticulación florida sus banderas. Lejos de los ataques paranoicos fascistoides de otros eventos similares en materia de seguridad, y sin ese desnivel pronunciado tan típico de las competencias del rubro cinematográfico, la Mostra combina dosis exactas de circo mediático, elitismo curiosamente heterogéneo, estructura aceitada y un glamour bastante amigable y para nada encorsetado en la pose hueca tradicional. Ojalá se tomase al Festival de Cine de Venecia como modelo a gran escala y su estela fuese mayor que la actual, así se dejarían de reproducir los mismos rasgos de siempre en exhibiciones que pudiendo ser un poco -o mucho más- democráticas y organizativamente eficaces, optan por copiar lo mismo de siempre desde el facilismo, para colmo sin separar lo positivo de lo negativo. Al unificar la calidad con un número acotado de películas en competencia y la ambientación única de la antiquísima ciudad insular, por cierto con una generosa tradición en el terreno de la producción y -en especial- la difusión del arte, Venecia constituye tanto una “versión mejorada” de los otros festivales como una alternativa concreta que parece funcionar en una dimensión paralela, en la que casi todo resulta reconocible y nos remite a lo ya visto pero con un acento/ aroma autóctono que le saca el lustre al inefable “todo vale” de Italia en lo referido al vivir alegre diario, uno que se parece mucho a su homólogo argentino aunque con una estabilidad económica/ política/ cultural que nada tiene que ver con esa perspectiva caníbal que nos caracteriza y nos lleva una y otra vez al colapso.