No fue sino hasta que las últimas banderas rojas se plegaron, el humo de las bombas de estruendo se dispersó y los bombos rodearon en silencio al líder del grupo, que el altavoz anunció: “Próximo tren con destino a José C. Paz, partirá del andén Nro. 4 a las 16.45”. Bien lo sabía Horacio, que informado sobre las marchas del día, se apresuró a colocarse primero en la fila para ingresar a los andenes y que le picaran el boleto. Quería evitarse los empujones de los manifestantes, todavía excitados y conseguir un asiento. Inclinando su cabeza hacia la izquierda – como lo hace cuando los nervios lo crispan- pasó fugaz hacia la formación y subió al tren por las escaleritas del furgón. Caminó por el pasillo irregular y sucio hacia los primeros vagones, se sentó resoplando, sacó un pañuelo de su pantalón y se secó la frente. Unas gotitas de sudor le habían formado en ella una corona brillante y simétrica.
De hábitos extremadamente pulcros, no pudo evitar sentirse incómodo con el ir y venir de esas mujeres impertinentes, llenas de bártulos e hijos. Los hombres que acarreaban redoblantes, las banderas sucias, las banderas rotas. Se preguntaba por qué no había hecho unos pasos más para sentarse en paz, en el primer vagón. Se reprochaba también su ansiedad, no haber esperado el próximo tren.
No levantó la mirada del asiento del frente hasta que se posaron en él, los muslos perfumados de unas piernas elásticas y brillantes. Rápido miró sus movimientos felinos y rápido tornó su mirada a los techos y antenas de la Villa 31. No miró su rostro, no la miró a los ojos, temiendo ser descubierto en su hervor. Por el vagón circulaba un viejo con caminar extraviado, buscando un asiento para él y una niña que llevaba de la mano. Era un manifestante, lo distinguía por su piel transpirada y quemada. Lo imaginó en la plaza, expuesto al sol de octubre, gritando y arengando a sus pares, con la chiquita a su lado, asustada. Lo vio entre la multitud amorfa, el humo de los puestos de choripán, los papeles picados en la calle, los panfletos arrugados. Sintió una íntima repulsión y odio hacia el viejo.
– ¿Horacio…?
La voz de la mujer lo sorprendió con un gesto de disgusto hincado en la cara y lo volvió hacía ella sin poder quitarse la expresión.
– ¡Horacio!
Ella sonreía.
– ¿Elena? Elena, ¡cuánto tiempo! ¿Cómo estás?
Horacio logró quitarse su expresión y sonrió ante esos ojos grandes. Esos ojos de almendra. Besos. Se dieron dos besos.
– Bien. Bien. ¡Pero… qué sorpresa, Horacio!
Ella, parecía que le miraba directamente a los labios. Sonreía y le hablaba como mirándole los labios, los ojos, los labios, los ojos. Otra vez nervioso, los labios.
– Pero… pero yo siempre viajo en este tren… este horario… ¿Vos qué hacés?
Esta vez Horacio no podía dejar de sonreír y comenzó, también, a mirarle los labios. Eran los mismos que una vez dibujó. Esa boca pequeña que se contraía al sonreír.
– Voy a casa de un cliente, en San Miguel: soy abogada.
Elena abogada. El recuerdo de Elena parada ante él, disfrazada de marciana para una obra de teatro, lo confundió y dispersó en el tiempo.
– ¡Ah! ¡Qué bien! ¿Y trabajás con tu papá? Supongo…
Recordó a su padre, un gran charlatán. Que siempre se reía y le daba palmaditas en la espalda, cuando pasaba a buscarla antes de las salidas.
– ¡No, no! Totalmente independiente… Él siempre nos dio la libertad de que hiciéramos lo que quisiéramos. Así que él en su estudio, con sus clientes y nosotras, porque Guillermina también es abogada, con lo nuestro. Cada una en su zona muy bien la verdad todos muy bien.
– ¿Tu familia, siempre en zona norte?
– Sí. Sí. Allá siguen todos… Bueno, Guille se casó, tiene tres nenes. Mamá y papá, trabajando todavía. Y yo también: casada, por ahora sin hijos.
Dijo sin hijos y se rió. Horacio se sentía seducido y sin control. No la recordaba así. Las antiguas expresiones de ingenuidad que tenía asociadas a ella, parecían habérseles impregnado a él, como el perfume que llevaba puesto, como la imagen, ya atesorada, de Elena al tomar asiento. Se sentía temblar.
– ¡Pero qué bien! ¡Qué bien!
– ¿Y…? Contame Horacio, vos ¿cómo estás?
– También, muy bien. Ahora volviendo de trabajar. Y siempre en lo mío… ¿viste? El dibujo. Bueno, en realidad… me decidí por la arquitectura. Trabajando de eso, muchos proyectos. Si… también me casé, tengo una nena, mi pequeña Francisca. Liliana, mi esposa, trabaja conmigo. No puedo pedir más, la verdad…
Cuando dijo “no puedo pedir más”, se le vino a la mente un auto nuevo que planeaba comprar si lograba ajustar gastos. Y luego, todavía pensando en el auto, le mostró la foto en su billetera.
– ¡Qué lindas! Me alegra, me alegra mucho. Te veo bien. ¿Dónde vivís?
– En Villa del Parque, faltan dos estaciones.
Miró rápido por la ventana para comprobarlo.
– ¡Qué gusto Horacio! ¡Qué gusto haberte visto! ¿Qué te parece si nos juntamos a almorzar un día? En familia. Tengo una quinta con unos árboles centenarios, hamacas y tobogán, justo para tu Francisca. Además, papá se acordaba de vos hace un tiempo, viendo un documental en la tele, lo vimos juntos. Salía algo parecido a esos dibujos locos que hacías, la verdad que eran horrendos, ¿o no, Horacio? No me acuerdo bien qué eran… pero… ¡Hasta algunos eran pornográficos! Eras un fuera de serie, un marciano. Pero bueno: al fin pusiste los pies en la tierra… Le va a gustar volver a verte a papá… Dale, dame tu número.
Una carpeta llena de dibujos azules, dibujos grises, tinta negra. Ella posando desnuda, como si fuera el centro mismo del universo, leyendo un libro de astronomía. Él dibujando lo que ella leía. Ella leyendo lo que él dibujaba. ¿O quiénes eran esos? Una masa de imágenes vino a arrollarlo como el tren.
– Me parece perfecto… Dale. Dale, Elena. Si llamas por la noche, mejor, así convenimos la visita con Liliana.
Sacó Horacio una tarjeta del maletín que llevaba y se la entregó, sin rozarla.
– Un placer volver a verte querido…
“También ha sido un placer verte, Elena, mi querida”, piensa Horacio.
– Te veo pronto, Elena.
Se dieron un beso más. No dijo nada. Solo una mujer desnuda hecha de tinta negra, sus pezones dibujados como anillos de Saturno y otras figuras indescriptibles ocupaban su mente.
Ahora él baja del tren, alterado. El guarda en la salida de la estación lo espera y tiende su mano demandando el boleto. Parece que lo ha perdido, como nunca. Sin boleto: no pasa, le dice el muchachote vestido de negro. Horacio revisa su maletín y murmura levantando de a poco la voz. “Claro… ¿por qué no suben y le piden los boletos a todos esos que se subieron en Retiro sin pagar?”. Se hacen los gallitos con nosotros, piensa y no dice. Su boleto, señor, por favor. Horacio encuentra el boleto y sigue a su casa. Camina las cinco cuadras hasta ella, crujen las hojas a sus pies, mudas están las veredas amplias del barrio, brillan los adoquines de la calle, la casa imponente, sus rejas, saca las llaves, desactiva la alarma, le salta un torpe cachorro de rottweiler, otra vez se disgusta, entra, va hacia el baño, sale, se cambia de ropa y abre las puertas que dan al patio. Liliana, aún no vuelve con Francisca de la guardería. Se sienta bajo un nogal, piensa en la boca de Elena, en ellos hace muchos años. En el padre de Elena, tan alto, que ahora le parece inverosímil que sea de esa talla realmente. Y él, él mismo, era tan flaco… En la estupidez de su juventud, no sabe por qué se distanció de Elena. Hace un esfuerzo por acordarse y aparece, en sus ojos cerrados, el viejo con la niña en el tren. Recuerda haber dibujado, 20 años atrás, un hombre formado de arrugas: gritando, desfigurado, con los puños cerrados presionándose la cabeza arriba de las orejas. Y a Elena, pidiéndole le regalara ese dibujo. Abriendo los ojos y diciendo: “Este es… ¿cómo decirlo? El más profundo, mi amor, una dolorosa expresión de la impotencia, hecha de tinta china”. Solo sus ojos, revive en esos ojos. El viejo, el dibujo, el grito, Elena. Y recuerda gritos, que se fueron acallando, gritos que por más que se esfuerza en escuchar ahora, se silencian. Mira hacia la casa, su correcta arquitectura, sus muros limpios, minimalistas. Y otra vez repudio, ese viejo quemado de plaza en el tren, los manifestantes, las banderas. Se siente aturdido. Elena desnuda. Algo, algo que lo traiga de vuelta, por favor. Elena sonriendo ante el dibujo del hombre que grita. Ahora se levanta, busca el diario, lo abre, lo desarma. Elena. Allí está, en la sección de autos de alta gama, busca uno. Ya está, sabe lo que busca. El grito no se escucha, no existe. Ya no hay dolor, ahora está tranquilo, libera su mente: el precio, parece, le conviene. Aquellas líneas aerodinámicas, todo computarizado. No podrá pedir nada más, cuando lo tenga.