La Armada Brancaleone (L'Armata Brancaleone)

¡Branca, Branca, Branca!

Por Emiliano Fernández

La representación de la Edad Media en la literatura y el cine hollywoodense históricamente fue acartonada, reduccionista, manipuladora y bastante limitada en cuanto al realismo en sí y/ o el respeto para con todas esas pruebas de que el régimen feudal fue una verdadera pesadilla para el grueso de los mortales que debieron padecerlo, algo similar a lo que ocurre ahora con el capitalismo pero sin la patética pátina institucional contemporánea y desde ya con las mismas exactas pobreza, miseria, mentiras y hambre en casi todas las sociedades del planeta. Cuando Mario Monicelli, genio y artífice principal de la commedia all’italiana, encara La Armada Brancaleone (L’Armata Brancaleone, 1966), una de sus grandes obras maestras y sin duda alguna la que mejor sobrevivió el impiadoso transcurrir del tiempo, todavía estaba en auge toda esta caterva de representaciones endulzadas o maniqueas de aquellos tiempos remotos basadas en el código de caballería, las damiselas o princesas en peligro, los escuderos siempre fieles, las aldeas que merecen ser salvadas del yugo opresor, las competencias entre jinetes con enormes armaduras, los sueños de riqueza instantánea, la sombra de la plaga/ peste, los actos aislados de pillaje, los tesoros que ocultan los castillos de la nobleza, el culto tácito a los caballos, la eclosión de una incipiente burguesía, los primeros chispazos de la multiculturalidad posterior, los enfrentamientos improvisados símil relato de aventuras y en especial ese clero omnipresente que predica la salvación del piadoso y/ o la condena del hereje. Acompañado en el guión por los legendarios Agenore Incrocci y Furio Scarpelli alias “Age & Scarpelli”, un célebre dúo de guionistas del cine italiano que supo colaborar con gente de la talla de Ettore Scola, Sergio Leone, Luigi Comencini, Dino Risi, Pietro Germi, Alberto Lattuada, Elio Petri, Paolo Virzì y Michael Radford, entre otros, Monicelli en La Armada Brancaleone se propuso demoler todos los clichés del rubro, habidos y por haber, recuperándolos uno a uno y faltándoles el respeto desde una causticidad malintencionada y extraordinaria que pone patas para arriba las expectativas del espectador bobalicón promedio criado por el mainstream ya que en esta oportunidad pasan a ocupar el primer plano los marginados sociales, los menesterosos, los famélicos, los ignorantes y todos aquellos desesperados y sufrientes en general que tienen que buscar su sustento y sobrevivir sin más a pura picardía mientras atraviesan obstáculos cíclicos como el barro, el frío, las reyertas por banalidades, las enfermedades desconocidas, los piratas, las ganas locas de coger con alguna puta del montón, la persecución de los poderosos, ese mismo sadismo de la oligarquía y las autoridades cristianas y por supuesto los muchos retorcijones de hambre que sus estómagos suelen regalarles a nivel cotidiano.

 

El director, que había comenzado su derrotero profesional como guionista en la década del 30 antes de terminar de asentarse como realizador a fines de los 40 en plena transición del neorrealismo primigenio de la Segunda Guerra Mundial hacia el neorrealismo rosa primero y la commedia all’italiana después en consonancia con el Milagro Económico, ya había encarado joyas varias del cine italiano como por ejemplo Policías y Ladrones (Guardie e Ladri, 1951), Los Desconocidos de Siempre (I Soliti Ignoti, 1958), La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959) y Los Compañeros (I Compagni, 1963), amén del recordado opus colectivo Boccaccio 70 (1962) junto a Federico Fellini, Luchino Visconti y Vittorio De Sica, y regresaría a un excelente nivel cualitativo a posteriori de la mano de realizaciones como La Siciliana (La Ragazza con la Pistola, 1968), Amigos Míos (Amici Miei, 1975), Un Burgués Pequeño Pequeño (Un Borghese Piccolo Piccolo, 1977), El Marqués del Grillo (Il Marchese del Grillo, 1981), Amigos Míos: Acto II (Amici Miei: Atto II, 1982) y Parientes de Serpientes (Parenti Serpenti, 1992), a lo que se suma la también estupenda secuela del film que nos ocupa, Brancaleone en las Cruzadas (Brancaleone alle Crociate, 1970), y otra propuesta ómnibus que supo unir al querido Mario con otros míticos cineastas de entonces, Scola y Risi, Los Nuevos Monstruos (I Nuovi Mostri, 1977), corolario de Los Monstruos (I Mostri, 1963), de Risi en soledad. Algo de ese humor episódico de las citadas, un formato muy popular en el cine europeo de los años 60 y 70, se traslada a La Armada Brancaleone porque está estructurada en forma de viñetas que si bien responden a una historia más o menos estándar, ésta es sin duda muy sencilla y esquemática y funciona como una excusa para la andanada de situaciones hilarantes en la que terminan envueltos los protagonistas, una amalgama de granujas e ingenuos, en un periplo de lo más accidentado, efervescente y lunático. Todo comienza cuando una banda de saqueadores húngaros atacan un poblado italiano medieval generando una masacre y una simpática retahíla de violaciones entre las hembras del lugar, sin embargo cuando finaliza la arremetida dos aldeanos sobrevivientes, el purrete Taccone (Gianluigi Crescenzi) y el corpulento Pecoro (Folco Lulli), y uno de los húngaros, el avispado Mangoldo (Ugo Fangareggi), se unen para vencer a un caballero alemán y robar una colección de baratijas entre las que hallan un pergamino que pretenden vender a un comerciante avaro judío muy entrado en años, Abacuc (Carlo Pisacane), el cual les comunica que el papel es un edicto del Sacro Imperio Romano Germánico que estaba dirigido a aquel caballero derrotado, quien por sólo poseer el escrito se transformaría en el mandamás y gran dueño del feudo de Aurocastro, una metrópoli de buen pasar de Apulia.

 

Optando por encontrar a algún caballero lo suficientemente pobre y tontuelo como para no formular muchas preguntas y decidiendo no comentarle el hecho de que el pergamino está rasgado, fruto de las reyertas y la misma efusividad de la muchachada, justo en el pasaje del texto en el que se aclara la condición sine qua non para tomar posesión de Aurocastro y sus viñedos, rebaños y tesoros adjuntos, en esencia eliminar un misterioso “peligro negro” que llega a la ciudad desde el mar durante la primavera, los tres forajidos más el mercader hebreo encaran al primer caballero que ven, el torpe pero bienintencionado Brancaleone da Norcia (ese gloriosamente histriónico, bufonesco, en pose heroica y siempre despeinado Vittorio Gassman), un samurái simbólico que respeta el bushido, diciéndole que un gran y noble guerrero les legó el edicto en su lecho de muerte y ahora desean entregárselo a él bajo el requisito de que comparta con ellos la fortuna y todos los bienes de Aurocastro, algo a lo que el presuntuoso y ridículamente autoritario Brancaleone se niega, siempre muy adepto a recitar sus órdenes y pareceres en una mezcla de latín y diferentes dialectos italianos, bajo la esperanza de ganar la mano de una doncella y el título de Gran Capitán de Armas en una justa en la que termina perdiendo por su incompetencia y porque su caballo, uno pintado de amarillo y llamado Aquilante, jamás le hace caso en nada. En marcha hacia Aurocastro y obsesionados con obtener castillos, riquezas y hembras con tetas grandes, la peculiar “armada” de Brancaleone comienza una serie de aventuras que incluyen toparse con un caballero bizantino, Teofilatto dei Leonzi (un muy medido Gian Maria Volontè), que quiere convencerlos de simular su secuestro para pedirle un rescate a su padre y dividirlo en dos partes, la llegada a una ciudad desierta afectada por la peste, de la que pronto deben huir despavoridos, el encuentro con un monje cristiano loco, Zenone (Enrico Maria Salerno), que les promete curarlos de la plaga si se unen en su peregrinación símil cruzada hacia la Tierra Santa con vistas a dominar la región y el Santo Sepulcro, aunque termina cayendo en un foso por saltar sobre un puente precario, el rescate de una tal Matelda (esa esplendorosa Catherine Spaak) que se enamora de Brancaleone, a su vez comprometido a entregarla pura para el matrimonio a un duque que estalla en furia cuando descubre que fue desflorada, algo que corrió por cuenta del bizantino, la visita al castillo del padre de este último, el cual se niega a pagarles por el “secuestrado” porque es el vástago bastardo de una sirvienta, la reaparición de un Pecoro que asimismo se había caído en otro foso y ahora vive en pareja con una osa en una cueva, la eventual muerte de Abacuc por pura vejez y la llegada final a Aurocastro, donde los marginados descubren que el peligro negro son corsarios sarracenos.

 

La película de Monicelli, siempre preocupado por los humillados, el olvido direccional del poder y las injusticias sociales pero sin romantizar a ninguna de las víctimas, se burla de la pomposidad hueca de los aristócratas y aspirantes a serlo, denuncia el canibalismo comunal para nada vedado, convierte a los parias, pícaros y diversos segundones perpetuos en los protagonistas de turno, juega con el surrealismo del florido y espectacular vestuario de los nobles, en pantalla a cargo del prodigioso Piero Gherardi, reflexiona sobre los delirios, pusilanimidad, estupidez, mediocridad y variopinta capacidad humana de supervivencia y señala a la amistad masculina como una especie de remedio compensatorio tanto para la propia torpeza como para cierta impotencia implícita que en materia del relato adquiere la forma de los graciosos problemas de nuestro héroe quijotesco, el Brancaleone del sublime Vittorio Gassman, para intimar con las mujeres, pensemos para el caso en cómo lo rechaza la doncella de la justa del comienzo cuando ve que es un inútil con la armadura, el caballo y la lanza, en aquella viuda ninfómana con la que se topa en la ciudad azotada por el “gran contagio” y que debe abandonar cuando escucha sobre los estragos de la ponzoñosa peste, en la negativa del señor de Norcia ante el pedido de casamiento de Matelda porque se comprometió frente a un vejete agonizante, el guardián de la chica, a entregarla al duque, provocando que la susodicha se vengue del desaire acostándose con Teofilatto, en aquella otra putona del banquete nupcial a la que debe abandonar cuando el cornudo retroactivo se entera de que Matelda ya no es virgen y ordena matar a la armada, y finalmente en la tía del bizantino en la mansión de su familia, Teodora (la inefable Barbara Steele, muy famosa por sus trabajos con Mario Bava, Roger Corman, David Cronenberg, Joe Dante, Louis Malle y Fellini), una dominatrix que asesinó a su marido con una daga envenenada para estar con su amante, un jorobado, y de la que el caballero eventualmente escapa a raíz de su apego algo fanático por los látigos, tanto a escala pasiva como activa. Así como la cobardía y este adorable pancismo de los bandidos y excluidos desarman los estereotipos de las epopeyas medievales, hoy una gesta anárquica en la que los otrora enemigos se convierten en amigos porque los une su condición menesterosa y adversarios comunes como las hembras y la oligarquía terrateniente, por otro lado el rol castrador del clero y su fetiche para con eso de alimentar falsas promesas de redención o bienestar post mortem sirven de dardo contra la ignorancia popular en lo que atañe a convalidar las injusticias terrenales, todo bajo la promesa de un paraíso celeste futuro, o hasta compartir la visión plutocrática ortodoxa de la nobleza y los propios clérigos, por ello la única verdadera chance de Brancaleone de ser correspondido en su ardor, el gracioso episodio con Matelda, se arruina cuando un herrero que acompaña a la armada, Filuccio alias Maestro Zito (Tito García), le comenta que la fémina entró en un convento para “casarse” con Dios, contrincante etéreo por antonomasia en la Edad Media de los machos a los que les importaba un comino el estatuto sexual de la hembra, y es también por ello que el monje chiflado, aquel Zenone que explica cualquier problema del camino mediante la “falta de fe” de sus súbditos en su cruzada hacia la Tierra Santa, le promete a su cónclave resolver todos sus inconvenientes bajo la condición de que lo acepten como su líder incuestionable y único capaz de interpretar los mensajes divinos al extremo de lograr liberar a la armada cuando en Aurocastro cae bajo las garras primero de los piratas y luego de los secuaces del caballero germano del inicio. No obstante Monicelli y Age & Scarpelli no abrazan el pesimismo absoluto y durante los últimos segundos del metraje le permiten a Brancaleone recuperar su hombría y sus sueños de sangre y gloria cuando por fin se reconcilia con Aquilante, animal que a su vez definitivamente extraña al paparulo pero querible jinete y por ello deja atrás a una yegua blanca, y así el hombre pasa a encabezar la procesión de un Zenone que queda rezagado detrás de la turba caótica, dando a entender que el demente más grande de todos volvió a hacerse del control del manicomio errante y sigue cagándose -con sinceridad y desenfreno- en la razón instrumental del statu quo porque en suma sus pretendidas recompensas del mañana son siempre más simbólicas que materiales, con la solidaridad, el honor, la hidalguía, la integridad, el sumo respeto y la lealtad para con los seres más bizarros del páramo como horizontes magnánimos. Antes de las parodias del rubro medieval a cargo de otros genios como los Monty Python, Pier Paolo Pasolini y Mel Brooks, La Armada Brancaleone nos ofreció un retrato exacerbado, cruento y apasionante de una época bisagra que aprovecha al máximo la preciosa fotografía de Carlo Di Palma, los imaginativos efectos especiales de Armando Grilli, la genial secuencia animada de apertura y cierre de Giulio Gianini y Emanuele Luzzati, la excelente labor del elenco en su conjunto, la belleza de las locaciones italianas utilizadas para el rodaje y en especial la música y el adictivo leitmotiv/ marcha militar de Carlo Rustichelli, con ese exquisito grito de batalla “¡Branca, Branca, Branca, león, león, león!” que tanto bien le ha hecho al cine italiano, a su homólogo mundial y a aquellos que amamos al arte y la cultura en verdad inconformistas, siempre volcados a ponderar el sustrato inasible del hombre y su quid aventurero en eterno movimiento ya que sólo el óbito es sinónimo de sedentarismo…

 

La Armada Brancaleone (L’Armata Brancaleone, Italia/ España/ Francia, 1966)

Dirección: Mario Monicelli. Guión: Mario Monicelli, Furio Scarpelli y Agenore Incrocci. Elenco: Vittorio Gassman, Gian Maria Volontè, Folco Lulli, Catherine Spaak, Carlo Pisacane, Ugo Fangareggi, Gianluigi Crescenzi, Enrico Maria Salerno, Barbara Steele, Tito García. Producción: Mario Cecchi Gori. Duración: 120 minutos.

Puntaje: 10