Father of the Bride, de Vampire Weekend

Calidoscopio fecundo

Por Marcos Arenas
“Anger wants a voice, voices wanna sing
Singers harmonize ‘til they can’t hear anything
I thought that I was free from all that questionin’
But every time a problem ends, another one begins.
 
And the stone walls of Harmony Hall bear witness
Anybody with a worried mind could never forgive the sight
Of wicked snakes inside a place you thought was dignified
I don’t wanna live like this, but I don’t wanna die…”
 
“La ira quiere una voz, las voces quieren cantar
Los cantantes armonizan hasta que nada pueden oír
Pensé que estaba libre de todas esas dudas
Pero cada vez que termina un problema, otro comienza.
 
Y los muros de piedra de la Sala de la Armonía dan testimonio
Cualquiera con una mente inquieta jamás podría perdonar el panorama
De serpientes perversas dentro de un lugar que creías digno
No quiero vivir así, pero no quiero morir…”
 
Harmony Hall, Vampire Weekend.

 

Muy pocas bandas del presente logran la proeza de que una obra maestra suceda a otra obra maestra, sin embargo este es precisamente el caso de Vampire Weekend, el otrora cuarteto y hoy trío oriundo de New York: el grupo, conformado originalmente por el cantante y guitarrista Ezra Koenig, el multi-instrumentista Rostam Batmanglij, el bajista Chris Baio y el baterista Chris Tomson, consigue que Father of the Bride (2019) sea tan glorioso como lo fue Modern Vampires of the City (2013), el tercer y último disco en el que participó un Batmanglij enigmático que abandonó la agrupación en 2016 para comenzar su carrera solista con el interesante y muy etéreo Half-Light (2017). Aquí los muchachos, quienes acumulan una insólita mixtura en cuanto a sus linajes étnicos y culturales ya que los susodichos abarcan un pasado persa, ucraniano, húngaro, rumano e italiano, en parte terminan de dejar atrás la impronta africana -sobre todo a nivel de la percusión- que caracterizó a las dos primeras placas, Vampire Weekend (2008) y Contra (2010), algo que ya estaba insinuado en el más ecléctico que de costumbre Modern Vampires of the City y que aquí tuerce definitivamente el rumbo hacia la heterodoxia con la salida de Batmanglij, suerte de “director musical” de la banda que supo producir los tres primeros álbumes.

 

Hoy por hoy es Koenig, asimismo el autor histórico de todas las letras, el que pasa al frente en materia compositiva general en un período de cambios/ presiones que no se limitaron al sismo en el terreno de los integrantes, incluyendo también el gran salto a una multinacional, esa Columbia propiedad de Sony luego de los tres trabajos para la discográfica independiente británica XL Recordings, la decisión de Koenig de producir él mismo el álbum junto a Ariel Rechtshaid, colaborador fundamental en el opus previo, y las mismas expectativas acumuladas en prensa y público a raíz de los seis años de silencio del grupo desde aquel Modern Vampires of the City, especialmente teniendo en cuenta que el tiempo promedio entre lanzamientos pasados iba de los dos a los tres años. El resultado no podría haber sido mejor porque el Father of the Bride funciona como un antídoto contra el hiper mediocre rock de guitarras contemporáneo, el indie soporífero de burgueses afligidos que hicieron de la lamentación su fetiche, y todos esos mamotretos mainstream sobreproducidos -y consagrados a la Loudness War- que inundan sin cesar el mercado de nuestros días: hablamos de una de las epopeyas sonoras más coloridas, escrupulosas y vitalistas del presente, una obra basada en hermosas melodías, una producción minimalista y astuta, unas bases muy originales que -como decíamos antes- se desprenden del sustrato símil world music de la fase anterior, y unas letras de una enorme perspicacia y melancolía que ven al apocalipsis exterior con -y desde- la mansedumbre atribulada de un interior que no se deja someter y sigue luchando en función de un inconformismo de barricada.

 

La aventura comienza con Hold You Now, una hermosa canción folk apuntalada en una sutil guitarra acústica, en la primera participación en el disco por parte de Danielle Haim, guitarrista y vocalista de Haim, y en un sample para el estribillo de God Yu Tekem Laef Blong Mi de la banda sonora a cargo de Hans Zimmer de La Delgada Línea Roja (The Thin Red Line, 1998), la recordada película del gran Terrence Malick; todo puesto al servicio de un clásico dueto masculino/ femenino en el que dos ex amantes sientan posición sobre las promesas románticas diluidas y la sombra que éstas erigen sobre el día de la boda de ella con otro hombre: en vez de los típicos reproches superpuestos lo que aquí prima es una especie de mutua comprensión, con el hombre manifestando en simultáneo su amor y el desinterés ante el compromiso formal que la mujer definitivamente esperaba de él, de allí que optase por una alternativa que la lleva a ese altar representado por los cánticos religiosos melanesios del sample. Las guitarras mutan en un mantra delicioso y barroco en el inicio de Harmony Hall, el primer corte de difusión que a su vez pronto se convierte en una maravilla cercana al britpop -con producción y programaciones de un reaparecido Batmanglij, en una de sus dos colaboraciones para la placa- que recupera un viejo recurso del rock alternativo, eso de jugar con el doble sentido a través de versos que coquetean tanto con la denuncia de la presidencia del energúmeno de Donald Trump, un payaso racista, mitómano, xenófobo y fascistoide que ensució/ corrompió el ya bastante mugroso aparato estatal imperialista norteamericano, como con el análisis de esa propensión de los músicos -y de los artistas en general- a encerrarse en sus propias atalayas desconociendo el contexto social, económico y cultural que los rodea, por supuesto en otra de esas movidas autoindulgentes y bien soberbias que suelen derivar en enajenación y solipsismo a mediano o largo plazo (todo el segmento intermedio del tema es sublime, con un prodigioso entrelazamiento de guitarra, bajo, piano y percusión que alcanza una energía compleja y al mismo tiempo simple en su quid intrínseco, muy en la tradición de Vampire Weekend).

 

En Bambina seguimos en el mismo espectro formal con otra excelente explosión de rock melodioso ciclotímico -con un detalle final en vocoder- en el que se combinan el multiculturalismo de siempre de los señores por un lado, ahora con metáforas automotrices globales y la referencia del título y el estribillo a Ciao Ciao, Bambina de 1959 de Domenico Modugno, y un ataque directo a la violencia omnipresente en nuestros días por el otro lado, apuntando sobre todo a la policía desde una perspectiva humanista basada en la comprensión y la necesidad de paz más que en la imposición de criterios al resto de los mortales, en esta oportunidad con la furia simbolizada en ese choque intolerante promedio de las sociedades actuales en los Coliseos callejeros o virtuales y en la misma figura de los cristianos devorados por los leones. El trasfondo “más estadounidense” del disco termina de consolidarse en ocasión de This Life, un gran ejemplo de rock indie según la particular visión minimalista del grupo, craneada desde un corazoncito pop que sorprende en su delicada precisión y en su retrato del paso a la adultez, de la naturaleza tortuosa y paradójica del amor, del quiebre de los idilios preconcebidos en suposiciones ingenuas, y de la propia atribulada existencia en tanto formada por numerosos baldazos de sufrimiento con algunos chispazos de felicidad que muchas veces ni siquiera se identifican como tales hasta mucho tiempo después: amplificando lo anterior, Koenig juega además con la idea de ponerse en los zapatos de las dos partes de una eventual pareja en la que ambos se fueron infieles recíprocamente.

 

El “formato banda” tradicional se diluye en la preciosa y diminuta Big Blue, construida alrededor de un beat muy sutil y una línea de sintetizador difusa a la que se suman guitarras acústicas y gloriosos coros casi tétricos para una letra que repite un leitmotiv en el que el narrador parece pedirle ayuda al océano azul o el planeta Tierra o una naturaleza abstracta elevada al rango divino; sopesando tanto la emoción inconmensurable que produce su belleza como esa misteriosa vastedad frente a la cual el hombre solicita protección en un momento de crisis, de sentirse dolorido y desamparado (asimismo flota en los geniales versos la duda sobre el hecho de efectivamente haber aprendido la lección o -una vez más- terminar solo por errores reiterados de influjo semi compulsivo). Un bajo lúdico y sumamente irónico constituye la base de How Long?, una canción muy amarga y nihilista en la que Koenig combina elementos varios cual collage hip hop y dispara munición pesada contra las patéticas opciones políticas que ofrecen los partidos históricos de las distintas naciones contemporáneas, contra lo poco que hacen los representantes para evitar la destrucción del planeta/ el cambio climático vía la acción u omisión del ser humano, y finalmente contra la banalidad del poder comunal estándar y la fama que otorga la industria del espectáculo, aquí por cierto representada a través de citas a obras maestras del séptimo arte -que supieron criticar a Hollywood y al acervo cultural yanqui- como Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder y Mulholland Drive (2001) de David Lynch; amén de referencias a las fiestas de fin de año y a Cuento de Navidad (A Christmas Carol, 1843), la famosa novela de Charles Dickens, enfatizando el planteo deprimente de las festividades -por deseos cíclicos que nunca se realizan del todo- y la misma pregunta que intitula la canción en torno a cuánto tiempo pasará antes de que nos hundamos en el fondo del mar (no nos podemos olvidar de que la faena incluye un sample casi imperceptible de And the Beat Goes On, temazo de 1979 de The Whispers).

 

Otra exquisita línea de guitarra y una producción radiante estructuran la siguiente mini epopeya del disco, Unbearably White, un devaneo reposado de quiebre amoroso que sube y baja constantemente desde una delicadeza muy bien trabajada que va de las cimas apocalípticas individuales, pasando por alguna que otra “avalancha” que invita a taparse los ojos, hasta mantras taciturnos y la sensación de una soledad que todo lo devora mediante la recurrente alegoría del título, esa blancura insoportable que nos habla de un aislamiento existencial nevado, de cierta uniformidad decadente, de la angustia por el fin de la relación en cuestión, de la frialdad de la sociedad al respecto, y hasta de una altanería que hizo que los dos protagonistas escalasen/ exacerben sus montañas/ personalidades individuales para desde sus respectivos picos luego terminar descubriendo que la vista hacia abajo agrava el retiro autobuscado y la incomunicación de fondo, esa que los acercó peligrosamente a la separación (de todas formas, también está presente el reconocimiento de los puntos en común que supieron mantenerlos unidos, vitalizados, durante el período en que duró la pareja). Armada alrededor de arreglos varios de cuerdas y un sample de Please Go Easy With Me de 1962 del querido S.E. Rogie, a su vez sostenido en una línea intoxicante de guitarra, Rich Man es una canción pequeñísima y esplendorosa en la que el cantante y compositor reflexiona acerca de su posición privilegiada dentro del entramado social, el carácter azaroso de la fama, el compromiso que conlleva el cariño verdadero, y la felicidad de estos días de aparente estabilidad económica, aunque todo desde un enfoque sardónico que se la pasa subrayando las múltiples inequidades del capitalismo y una impronta numérica/ estadística tendiente a enfatizar el fetiche especulativo actual y el culto monetario desquiciado del egoísmo consuetudinario.

 

Married in a Gold Rush, otra genial fábula popera romántica de entendimiento mutuo sustentada en un sintetizador e intervenciones precisas de batería, guitarra y más cuerdas, es una canción country maquillada y el segundo dueto entre Koenig y Haim, aquí nuevamente poniéndose en los roles de una pareja/ matrimonio en dificultades que debe intentar reemplazar los sueños dorados irreales en cuanto a la convivencia con una dinámica más verosímil, respetuosa para con el prójimo y acorde con las frustraciones y desacuerdos de todo tipo de la praxis diaria, poniendo de manifiesto la necesidad de lograr “soluciones negociadas” que resulten satisfactorias para ambos. Sonidos muy beatlescos entrelazados y un piano nostálgico y jazzero enmarcan My Mistake, un paneo lounge y casi sepulcral sobre la farsa de la confianza social y el hecho de caer en el error de buscar la bondad en el otro o someterse a su parecer, fatalismo que desde ya deriva en desengaños y traiciones como las que describe el narrador al comparar un tiempo pasado luminoso vinculado a la inexperiencia de la juventud con un presente que deja mucho que desear tracción al despertar de los sentidos ante una oscuridad empardada a la frialdad, el dolor y un sadismo que se unifica con la mentira más amoral.

 

La incandescente Sympathy arranca con una percusión símil flamenco, se sumerge en la paradigmática ciclotimia de Vampire Weekend en cuanto al tempo y luego termina en un terreno bizarro en el que se amalgaman el post punk y el house; cóctel al servicio de una letra en donde adquiere preeminencia la denuncia de la alianza judeocristiana de Israel y las potencias anglosajonas y europeas en contra de los países árabes en el contexto de una islamofobia permanente y global, con Koenig -él mismo de descendencia hebrea- remarcando tanto la hipocresía masiva por parte de dos credos, el cristiano y el judío, que se siguen odiando como la pantomima política del “enemigo a dedo” para sostener la industria bélica y la misma vehemencia fascista/ genocida que la dupla despliega en Medio Oriente mediante -por ejemplo- la base militar que los yanquis tienen en el atolón Diego García del Archipiélago de Chagos, en el Océano Índico, enclave estratégico aludido irónicamente en la letra y fundamental a la hora de las masacres ordenadas por las elites cívico-militares del Primer Mundo. La primera colaboración con Steve Lacy, conocido especialmente por sus roles de guitarrista y vocalista en The Internet, es la jovial y psicodélica Sunflower, una linda composición con hilarantes coros souleros y un aire cercano al XTC circa Skylarking (1986) que por momentos parece celebrar la firmeza y/ o el porfiar ideológico de los devotos a lo que sea -feligreses, fans, militantes, simpatizantes, etc.- y en otras ocasiones parece utilizar la metáfora del girasol que sigue al astro amarillo del cielo más en términos de una parodia para con la falta de pensamiento independiente de unas mayorías cada día más acríticas y lobotomizadas por los medios de comunicación y unas redes sociales hermanadas al marketing para lelos; amén de una obvia apología del viejo y querido arte de permanecer en la cama durmiendo cuando el Sol ya se asomó en el horizonte con su lógica implacable y perenne, que es la de la vida en sí.

 

Flower Moon, segunda y maravillosa participación al hilo de Lacy, toma la forma de una especie de regreso pasajero a una percusión semejante a la world music de los dos primeros discos del grupo, ahora consagrada -primero- a un andamiaje vocal intrincado símil The Beach Boys y -segundo- a una letra alucinada, algo esotérica y en verdad estupenda que invierte la polaridad con respecto al tema anterior para hablar de la magia y las eventuales insatisfacciones que puede ofrecer una noche encarnada en la Luna, en el alcohol y en esa gran obsesión de Vampire Weekend con los lugares correctos y los momentos equivocados, suerte de conjunción -proclive a darse vuelta, por cierto- para un desastre que suele quedar tácito y en simultáneo a la vista de todos de la mano de la necesidad de después desaparecer por un año entero con el propósito de arreglar las cosas vía un olvido escalonado (en esta oportunidad sobresalen el recitado algo tétrico del miembro de The Internet y el puente que nos ofrece Haim, señalando la importancia del destino en esto de verse tapado de repente por la marea sin que el sujeto pueda entender cómo llegó a ese extremo). 2021 es una minucia deliciosa de pop barroco craneada en torno a un par de samples, uno diminuto de una Jenny Lewis distorsionada y otro de Talking de 1984 del legendario Haruomi Hosono, aquí utilizados como excusa por Koenig para reflexionar sobre el paso del tiempo, la necesidad de fijar nuestra trascendencia, la perspectiva concreta a futuro que tendrá el legado artístico del hoy, y fundamentalmente los años que llevó la concepción de Father of the Bride, casi como si la agrupación estuviera mirándose al espejo de sus propias dificultades psicológicas y los cambios que experimentaron a lo largo de todo este tiempo de incertidumbre acerca de si efectivamente la banda seguiría en el ruedo luego de la partida de Batmanglij.

 

De hecho, We Belong Together, la última colaboración de Haim en el álbum, cuenta con producción del ex integrante y a nivel formal -y esencial- subraya que la relación con Batmanglij sigue siendo buena porque la canción tranquilamente podría formar parte del tracklist del debut homónimo de 2008 o del Contra debido a que se trata de una hermosa vuelta al ámbito clásico del grupo con todos tocando juntos, una melodía multicolor a la John Lennon o Paul McCartney y versos que apuestan a reforzar la urgencia de un maridaje social/ romántico/ espiritual en el que dominen el respeto y la comprensión por sobre las eternas batallas por nimiedades de la actualidad comunal; a sabiendas de que “la unión hace la fuerza”, que ello no implica una alianza ad infinitum y que sólo los mamarrachos de la derecha caníbal y hambreadora salen ganando de las disputas internas populares compulsivas. Ya acercándonos al final, Stranger es una composición pop simple y luminosa que incorpora un saxofón y retrata el sentimiento de pertenencia hogareña -puede ser por una pareja, por una familia o por un grupo de amigos- y la alegría y el afecto que subyacen en el compartir un mismo espacio incluso si las personas están en distintas habitaciones, siempre pensando que cada uno puede recurrir al otro sin sobresaltos ni agresiones de por medio y además dejando en el pasado la tendencia a buscar falsas soluciones/ placebos transitorios frente a vacíos internos que tienen mucho que ver con la trivialidad, estupidez y penurias que suele deparar el exterior.

 

En la melancólica Spring Snow confluyen un beat minúsculo, una atmósfera latina, bellos detalles en piano y una letra magnífica que combina las alegorías del corazón roto, aquí sin duda al borde de la desaparición definitiva del amor, con el calentamiento global y la misma capacidad de la música y el arte para influir en su contexto de producción, circunstancia que nos deja en primera instancia con la uniformización abrasadora de las otrora cuatro estaciones del año y en segundo término con la certeza de que el desenlace -de la vida, del cariño, del disco- está muy próximo, sin importar lo que hayamos creído construir o las barreras levantadas contra una autoridad caprichosa foránea juzgada invasiva. Para Jerusalem, New York, Berlin, el punto final de la placa y una de sus grandes cúspides, regresan el piano de antaño, los sintetizadores y una melodía celestial con el objetivo de redondear una coda centrada en la violencia chauvinista/ fundamentalista reinante en todo el globo, las promesas y profecías fraudulentas de las religiones organizadas, y en especial el conflicto entre Israel y los países musulmanes desde el punto de vista de un judío de izquierda como Koenig; quien condena el odio eterno entrecruzado entre facciones, esquiva todo sionismo imperialista bobalicón y apela a las tres metrópolis del título para hacer referencia respectivamente a la supuesta tierra originaria de los hebreos, la capital de su éxodo itinerante por todo el planeta y la base de operaciones de los altos mandos nazis durante la Segunda Guerra Mundial, artífices de ese Holocausto contra unos judíos que -como señala el cantante y letrista al igualar bandos- se han convertido en sus verdugos del pasado vía las diversas masacres cometidas y los campos de concentración -como el de la Franja de Gaza, por ejemplo- que han edificado en Medio Oriente, siempre amparados/ autojustificándose en el antisemitismo islámico, cuya otra cara de la moneda invariablemente es la islamofobia israelí y sus constantes bombardeos, asesinatos, controles y razias sobre zonas ocupadas que han sido desmilitarizadas hace ya mucho tiempo.

 

Muy pocos discos de hoy en día pueden al mismo tiempo ser objeto de una escucha casual extremadamente placentera como de su homóloga más profunda y enriquecedora, en la que el oyente va descubriendo las diferentes capas de las composiciones en un rango de complejidad tan inusual como gratificante y arrollador, capaz de lanzarse de cabeza a la experimentación sin traicionar el espíritu del grupo ni aquello que hacen tan pero tan bien, léase el diseccionar los componentes prototípicos del rock y el pop para recombinarlos, a la vez optando por una perspectiva inconformista y manteniéndose fieles a la estructura de siempre de la música masiva del Siglo XX y lo que va del XXI, esa inefable secuencia de estrofa/ estribillo/ estrofa/ estribillo/ puente/ estribillo. Father of the Bride deambula de manera permanente por melodías resplandecientes y versos bastante sombríos, sarcásticos y de una madurez que ya estaba más que insinuada en Modern Vampires of the City, sacando a la luz una imaginación creativa muy valiosa que se planta por fuera del redil de toda moda de los últimos años y hasta prescinde del que podría ser su “público natural”, un indie internacional lacrimógeno y en exceso despojado que se toma demasiado en serio a sí mismo y parece desconocer por completo los episodios de autoexorcismo cómico del que está lleno el disco que nos ocupa -bajo la forma de comentarios sardónicos entre temas- en plan de evitar cualquier tipo de ortodoxia en lectura por parte de los consumidores potenciales, sean éstos quienes sean.

 

Unificando las técnicas de producción iconoclastas de Kanye West, un discurso humanista que sabe que las lágrimas y las risas casi siempre van juntas, y hasta una predisposición avant-garde a la Wire que el mainstream contemporáneo parece haber olvidado en un cien por ciento en función de esa catarata de productos redundantes e infantiloides con los que nos viene inundando desde las postrimerías del siglo anterior, Vampire Weekend aquí no sólo supera la evidente crisis de identidad que atravesó sino que logra una nueva y prodigiosa síntesis entre el pasado y un presente que sigue abriendo puertas en vez de cerrarlas, haciendo que los aspectos formal y conceptual estén en continua ebullición gracias a una algarabía tragicómica que ensalza el sustrato contradictorio mismo de los seres humanos y las posibilidades de crecimiento de los artistas cuando se proponen evitar cualquier tic o pose comercial y buscan patear el tablero y entregar un calidoscopio fecundo de esta índole, el cual en otras épocas bien podría haber sido calificado como un disco doble apenas disimulado y que nosotros hoy por hoy podemos definir como una obra magna exuberante que permitirá volver a ella una y otra vez en los años venideros, justo como ocurrió con el también admirable y heterogéneo Modern Vampires of the City.

 

Father of the Bride, de Vampire Weekend (2019)

Tracks:

  1. Hold You Now
  2. Harmony Hall
  3. Bambina
  4. This Life
  5. Big Blue
  6. How Long?
  7. Unbearably White
  8. Rich Man
  9. Married in a Gold Rush
  10. My Mistake
  11. Sympathy
  12. Sunflower
  13. Flower Moon
  14. 2021
  15. We Belong Together
  16. Stranger
  17. Spring Snow
  18. Jerusalem, New York, Berlin