Los dos comienzos -el infantil y el correspondiente a la adultez- de la carrera de Julian Lennon, señor nacido hace 59 años en 1963 de la unión entre John Lennon (1940-1980) y Cynthia Powell Lennon (1939-2015), se mueven en espejo con respecto a acontecimientos cruciales en la vida -y más allá- de su padre, en este sentido basta con recordar que su debut concreto “profesional” fue a la tierna edad de 11 años encargándose de la percusión, específicamente el redoblante, en la coda humorística que cerraba aquel Walls and Bridges (1974) después del legendario himno fatalista Nobody Loves You (When You’re Down and Out), Ya Ya, cover fragmentario de una canción de 1961 de Lee Dorsey que solía integrar el setlist en vivo de The Beatles e iría a parar ya de manera completa al Rock ‘n’ Roll (1975), también de John, uno de los primeros álbumes dedicados al cien por ciento a reversionar clásicos de la primera etapa del rock, los 50 e inicios de los 60; panorama que nos deja todo servido para un nuevo salto en el tiempo -ahora de una década- porque es a mediados de los 80 que Julian edita su debut discográfico en solitario producido por nada menos que Phil Ramone, Valotte (1984), recordada placa que sería la más exitosa del compositor y cantante en el mercado norteamericano, tracción a los hits Too Late for Goodbyes y Valotte y a sus videoclips reglamentarios rodados por el genial Sam Peckinpah, y que llegó en el mismo año del primer y más importante lanzamiento póstumo de música que fuera firmada por su progenitor, hablamos por supuesto de Milk and Honey (1984), trabajo que funciona en simultáneo como una colección de descartes del Double Fantasy (1980), el disco del regreso luego de un retiro de cinco años de la industria musical por parte de Lennon para criar a su vástago con Yoko Ono, ese Sean Lennon nacido precisamente en 1975 y después volcado al rock alternativo en Into the Sun (1998) y Friendly Fire (2006), y asimismo un compilado de demos de temas que habían sido grabados antes, durante y después de las sesiones de Double Fantasy con la idea de eventualmente pulirlos y construir la secuela del trabajo a dúo con Ono, mujer que marcó a fuego casi toda la producción solista de John con la salvedad de Walls and Bridges, enmarcado en El Fin de Semana Perdido (The Lost Weekend), referencia al film clásico homónimo de 1945 de Billy Wilder con Ray Milland como el escritor alcohólico Don Birnam, un período de parranda non stop entre 1973 y 1975 en el que el músico se separó de Yoko, estuvo vinculado románticamente a May Pang -asistente de la pareja- y retomó la relación con su hijo Julian, a quien no veía desde su divorcio de Powell de 1968 y el casamiento con Ono del año siguiente.
La trayectoria de Julian en la música no sólo se mueve a nivel simbólico bajo la sombra inconmensurable de su padre sino que acusa recibo de manera abierta del halo compositivo y vocal de John de la mano de una influencia permanente que marcó cada uno de los trabajos discográficos del músico, esos que en cierto sentido se mueven por dípticos: la primera dupla, y quizás la mejor de la carrera de Lennon y sin duda la más popular entre sus fans en general y los adeptos a la música del padre y The Beatles, es aquella del mencionado Valotte y The Secret Value of Daydreaming (1986), el primero un exponente del pop ecléctico de mediados de los 80, con idiosincrasia rockera y detalles de funk, reggae, techno, new wave y baladísticos, y el segundo un álbum ya de new wave con gran producción y sensibilidad pop beatlesca, dúo que es seguido por un par de trabajos mucho más desparejos aunque todavía interesantes que responden a las modas de su tiempo, nos referimos a Mr. Jordan (1989), una epopeya hardrockera muy de finales de la década que se ubica entre el cansancio del pop edulcorado y la génesis del rock alternativo de la época, más chispazos de rockabilly y de glam exagerado tardío, y Help Yourself (1991), una placa típica del revival rockero y popero sesentoso del brit pop con elementos de góspel, hip hop y electropop, etapa musical que se corta a raíz de la tendencia de Julian a la depresión, el vilipendio bobo de la crítica -que le recordaba una y otra vez que jamás será tan bueno como su padre- y el acceso a veinte millones de libras luego de demandar a Ono por haber sido excluido del testamento de John, lo que derivó en intereses variopintos como la fotografía, la producción de documentales, la literatura infantil y la filantropía en causas ecológicas, humanitarias, artísticas e indígenas hasta un eventual regreso al ruedo musical a través de dos discos muy disfrutables y muy separados en el tiempo, Photograph Smile (1998), faena por momentos de pop triphopeado y en otras ocasiones de resonancias rockeras clásicas desde un formato acústico, brit pop y beatlero exacerbado o elegante, y Everything Changes (2011), álbum que profundiza el costado reposado o meditabundo de su trayectoria mientras se mantiene firme en las épicas poperas/ sesentosas/ lennonianas de producción deliciosamente inflada y siempre eficaz.
Lennon no pierde la costumbre de los últimos treinta inviernos de dejar pasar una década entre placa y placa -año más, año menos- y por ello ese es el trecho que separa a Everything Changes del flamante Jude (2022), otro eslabón de la cadena de discos que sobrevino en la industria cultural planetaria con motivo del fin de la pandemia del coronavirus y la evidente necesidad de expresarse de muchos artistas de todo el globo. Save Me, la apertura, no tiene mucho que ver con la power ballad del mismo título de Queen, correspondiente al cierre de The Game (1980), y sí se vinculada a esa introspección marca registrada de Julian que se asemeja mucho a la vulnerabilidad aguerrida del padre, aquí vinculada al pop con base de piano y la intervención de una orquesta que le agrega una maravillosa capa de ampulosidad al pedido de socorro de los versos, también apuntalados en el arte de dejar de esconderse en unas tinieblas que están afuera y dentro de todos los mortales. Una base triphopera abre y se mantiene a lo largo de Freedom, tema amable típico del downtempo -o los pasajes más relajados en general- de Photograph Smile y Everything Changes, ahora al servicio de una meditación agridulce acerca de una homologación entre el amor y la libertad que se condice por lo bajo con la poca confianza que Lennon ha demostrado en relación al cariño vincular tradicional porque jamás se casó ni tuvo hijos, aparente trauma desde ya relacionado con el abandono temporario de parte de su padre por la pelea con su primera esposa, Cynthia. El agite popero e hiper funkeado, uno de los latiguillos del compositor desde la época de Valotte, The Secret Value of Daydreaming y Mr. Jordan, regresa con todo en Every Little Moment, odisea muy noventosa con un fuerte dejo stone que bien podría equipararse a composiciones varias de álbumes como Wandering Spirit (1993), de Mick Jagger, y Main Offender (1992), de Keith Richards, y que explora temáticas muy caras a Julian como el pacifismo, la valentía del marginado, el perdón, la hipocresía social, la reclusión, la melancolía, los temores más o menos tácitos y la violencia transmitida de generación en generación, esa que necesita reconstituirse en algo positivo o redentor para cerrar la andanada de nunca acabar de las venganzas recíprocas.
Entre el dejo britpopero y un aire lejano al manto acústico de Norwegian Wood (This Bird Has Flown), sublime episodio folk del Rubber Soul (1965), Not One Night es una muy bella composición de nostalgia romanticona post separación -y de llamado/ súplica a un olvido sanador- con unos arreglos ambiciosos en la tradición de George Martin, lo que indica la complementación y entendimiento mutuo de los productores de Jude, el propio Julian junto a su guitarrista histórico desde el debut de 1984, Justin Clayton. Love Don’t Let Me Down es una canción un tanto rutinaria, en gran medida prolija aunque olvidable como algunos pasajes de Help Yourself y Mr. Jordan, tendiente a contraponer el ideal del amor o el afecto con una realidad que de perfecta no tiene absolutamente nada, amén de indagar en la soledad, la autoconfianza, los anhelos más íntimos y las metamorfosis del alma, ya sea por culpa, errores o la urgencia intrínseca de un cambio en pos de algún tipo de plenitud. El masoquismo existencial, un fetiche de siempre de Lennon, se da cita con suma claridad en Round and Round Again, una de las mejores y más sencillas canciones del disco, clásico exponente del pop amargo del Julian maduro de Photograph Smile en adelante, en esta oportunidad con un solo apoteósico de guitarra de Clayton a lo David Gilmour de Pink Floyd y una letra que pretende cortar -gracias a la herramienta del cariño desinteresado- un período de desolación psicológica situado entre la tristeza, las lágrimas, la soledad, la indefensión y ese escapismo posmoderno de vueltas y vueltas maniáticas yendo a ningún lado mediante hobbies intercambiables. Los arreglos martinianos vuelven en la ultra lennoniana -de padre e hijo- Love Never Dies, una luminosa composición que también se acerca al acervo del Paul McCartney de la década del 70 con Wings y retoma el latiguillo del amor sanador aunque ahora desde la perspectiva del socorrista que va al rescate de la persona sufriente, planteo que en el caso de Julian puede ser tanto una señorita del exterior como también una versión alternativa de sí mismo, ese hipotético narrador mirándose al espejo y encontrando fuerza para seguir en pie ante una disyuntiva o una nueva situación de crisis identitaria, reafirmación de por medio en torno a un pivote emocional que ayuda a no desmoronarse como tantas veces ocurre en la praxis cotidiana cuando nos encerramos en nosotros mismos o nos rehusamos a despertar del letargo.
Breathe, una vez más entre el piano y el trip hop más popero pero asimismo adusto, marca uno de los puntos más álgidos del fatalismo del compositor y cantante, especie de oda a una libertad que nos priva de cadenas o limitaciones sociales que se choca con la condena a las mentiras generalizadas de la cultura de la posverdad, el marketing y la desconfianza patológica en el otro demonizado y mercantilizado de hoy en día, lo que en la óptica de Julian equivale al dilema entre guerra o paz desde una dimensión más espiritual que mundana ética tradicional. Un comienzo en piano que recuerda a su homólogo en guitarra slide de I Live for You, joya del All Things Must Pass (1970), de George Harrison, abre Lucky Ones, otra exploración alrededor de la necesidad contemporánea de encontrar alguna clase de reemplazo a las religiones de antaño -hoy en bancarrota moral- bajo el formato de un power pop muy bien trabajado y extremadamente dinámico que saca lo mejor de la catarata de distorsiones vocales e instrumentales que nos propone la canción en general y una letra orientada a la búsqueda de una nueva tranquilidad y de nuevos consensos, que a pesar de sentirse algo utópicos continúan en el horizonte de unas mayorías que aspiran a una revolución superadora de las barrabasadas del pasado como por ejemplo la contaminación, la ceguera ideológica o discursiva y el encadenamiento de las peleas eternas que nos impiden ver lo afortunados que somos por aún seguir con vida. Cierto dejo del último David Bowie, aquel apesadumbrado y muy sensato de Heathen (2002), Reality (2003), The Next Day (2013) y Blackstar (2016), se cuela en Stay, la canción más larga del álbum -arriba de los seis minutos- que incluso incorpora un puente y un segmento final de electrónica industrial y jungle símil Outside (1995) y Earthling (1997), en esencia una nueva invitación de Lennon a dejar atrás el temor enraizado que hegemoniza la mente y encierra al sujeto en el agujero de su propia alma sin contacto alguno con un exterior que puede resultar agresivo o brindar una mano salvadora, justo como ahora aunque a condición de esa permanencia del título de una amistad que comprende en serio al prójimo y lo respeta según su propio desarrollo consciente. El último tema de la placa, Gaia, es una colaboración melancólica entre Julian, la suiza japonesa Elissa Lauper y el escocés Paul Buchanan, líder de The Blue Nile y pope del sophisti-pop con el que Lennon ya había trabajado en Other Side of Town, del Help Yourself, ahora una canción minimalista construida alrededor de un piano, capas de cuerdas orquestales sutiles y versos sobre un amor sufriente, sin orgullo y por ello verdadero, legitimado en el erotismo de un recitado en francés semejante a aquellos de Serge Gainsbourg y la chanson a escala macro.
Jude, como decíamos antes, viene a cerrar una trilogía de madurez lánguida que también abarca a Photograph Smile y Everything Changes y nos deja con canciones memorables en línea con Save Me, Every Little Moment, Not One Night, Round and Round Again, Love Never Dies, Breathe, Lucky Ones y Stay, composiciones que no tienen nada que envidiarle a clásicos ochentosos como Valotte, O.K. for You, On the Phone, Too Late for Goodbyes, Lonely, Say You’re Wrong, Let Me Be, Stick Around, You Get What You Want, Let Me Tell You, I’ve Seen Your Face, This Is My Day, You Don’t Have to Tell Me, Want Your Body, Now You’re in Heaven, You’re the One, I Get Up, Mother Mary y Second Time, e incluso posteriores en sintonía con Rebel King, la genial Saltwater, Maybe I Was Wrong, Help Yourself, esa mencionada Other Side of Town, New Physics Rant, Day After Day, I Should Have Known, How Many Times, I Don’t Wanna Know, Crucified, Believe, Kiss Beyond the Catcher, Hold On, Touch the Sky, Invisible, Just for You, Disconnected y Guess It Was Me. Jude, trabajo ciclotímico y de cadencia etérea con una foto de tapa cortesía de aquella Pang retratando a Julian, quien a su vez con el título del disco hace referencia a un clasicazo de The Beatles que lo tuvo como protagonista, el himno de consuelo infantil en una coyuntura de divorcio Hey Jude (1968), puede no estar a la altura de los gloriosos Lado A de Valotte, The Secret Value of Daydreaming o hasta Mr. Jordan sin embargo se abre camino como un álbum muy digno que no reniega del pasado, extrae lo mejor de la heterogeneidad musical del nuevo milenio y una vez más le permite a Lennon exorcizar demonios personales que nunca terminan de irse porque, de hecho, constituyen la piedra angular de su producción artística de ayer y hoy, con todos los testigos -público, crítica y oyentes ocasionales- señalando cuánto su voz se sigue pareciendo a la de su padre y a unas inflexiones anímicas de visceralidad que tanta alegría nos dieron a lo largo de las muchas décadas.
Jude, de Julian Lennon (2022)
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