Flor Seca (Kawaita Hana)

Círculos viciosos estilizados

Por Emiliano Fernández

La historiografía oficial en torno a las películas de yakuza o mafia japonesa, mecanismo discursivo infaltable de la crítica y el público al momento de sopesar y asignarle sentido a lo que de por sí no lo tiene, en términos generales respeta un recorrido lineal que empieza con el cine mudo y unas realizaciones que reproducían el modelo de Robin Hood en lo que respecta al ladrón solitario y marginal que era forzado a esos menesteres por un sistema comunal injusto, esquema que se condice con las primeras décadas del Siglo XX y que en esencia retrata el devenir de los bakutos o jugadores nómadas, algo así como el eslabón perdido entre los samuráis o soldados de un daimio/ señor feudal, los ronins o samuráis sin amo -ya en el contexto de la modernización y centralización administrativa del Japón- y finalmente el yakuza que todos conocemos, producto de la lenta creación de los sindicatos criminales en las metrópolis de fines del Siglo XIX y comienzos de la centuria siguiente. La fase posterior, siguiendo la crónica histórica cinematográfica más o menos consensuada, es la del ninkyo eiga o “películas de caballería”, serie de propuestas centradas en el período ulterior al colapso del Shogunato Tokugawa (1603-1868), léase la entrega del poder al emperador o Restauración Meiji (1868-1912), y producidas antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, ahora coqueteando con los traumas sociales de la posguerra y con la crisis del bushidô o código de ética de los samuráis y enarbolando la lucha entre lo prosaico y las obligaciones para con el clan delictivo en cuestión. Las dos últimas etapas del derrotero de los yakuzas en la gran pantalla se corresponden primero al jitsuroku eiga o “películas de registros reales”, una deliciosa ensalada de violencia nihilista -típica de los años 70- filmada con un estilo documentalista y ya sin apego alguno a la lealtad o el honor de antaño, y segundo a las faenas posmodernas de yakuza, en esta oportunidad pegadas a la cultura del pastiche de las décadas del 80 y 90 y el nuevo milenio, pirotecnia sensorial de por medio en la que los instantes de calma derivan en otros de vehemencia fugaz porque la esquizofrenia es la regla central y todo puede caer en la licuadora de la autoindulgencia.

 

A pesar de que el recorrido historiográfico está bastante bien y cumple su cometido en lo que a la descripción general se refiere, lo que desde ya abarca los “directores emblema” de cada fase porque el campeón de los bakutos es ese Daisuke Itô de la hoy incompleta Un Diario de los Viajes de Chuji (Chuji Tabinikki Daisanbu Goyohen, 1927), el que inventó el ninkyo eiga es aquel Akira Kurosawa de El Ángel Ebrio (Yoidore Tenshi, 1948), la figura ineludible del jitsuroku eiga es el estrambótico Kinji Fukasaku de Batallas sin Honor ni Humanidad (Jingi naki Tatakai, 1973) y el papi de los yakuzas posmodernos es el Takeshi Kitano de Policía Violento (Sono Otoko, Kyôbô ni Tsuki, 1989), Punto de Ebullición (3-4 x Jûgatsu, 1990) y sobre todo Sonatine (1993), lamentablemente el paneo suele pasar por alto una vertiente que no cuadra con la progresión pesimista o pragmática de fondo porque se entronca con otro movimiento paralelo aunque menos comercial y más artístico clásico, la Nueva Ola Japonesa de los 50, 60 y 70, en suma una corriente que reemplazó el humanismo del cine nipón de mediados del Siglo XX por un existencialismo bastante macabro que por un lado reflejó la destrucción de los ideales de cambio de los 60 y la génesis del nihilismo setentoso, el cual se extiende hasta nuestros días pero vaciado de su frenesí revulsivo, y por el otro lado constituyó la bandera de una nueva generación de cineastas que atacaron las figuras reverenciadas del período anterior, como Yasujirô Ozu, Kenji Mizoguchi, Mikio Naruse, Keisuke Kinoshita, el mismo Kurosawa o un director de transición como Masaki Kobayashi. Hoy las pocas ocasiones en las que aparecen en una misma oración el cine de yakuzas y la Nueva Ola Japonesa es para referirse al Seijun Suzuki de El Vagabundo de Tokio (Tôkyô Nagaremono, 1966) y Marcado para Matar (Koroshi no Rakuin, 1967), sus obras maestras del rubro criminal delirante y grandes estereotipos que niegan la existencia de Flor Seca (Kawaita Hana, 1964), joya previa del muchas veces ninguneado Masahiro Shinoda que anticipa todos los tics del Suzuki más elegante y meticuloso y se abre camino como una de las mejores faenas de género de su tiempo de evidente raigambre iconoclasta.

 

La película de Shinoda, por cierto muy cerca del polar o film noir francés de Jean-Pierre Melville, no posee historia alguna y gira constantemente sobre un mismo núcleo, hablamos de Muraki (el enorme Ryô Ikebe), un sicario yakuza del clan de Funada (Seiji Miyaguchi) que acaba de salir de prisión luego de tres largos años de sentencia por haber matado a un tal Kijima, miembro de la “familia” criminal encabezada por Yasuoka (Eijirô Tôno). El protagonista descubre que todo está más o menos igual en el territorio mafioso de Tokio que le compete con la salvedad de que el jefazo, Funada, no sólo pactó una tregua con Yasuoka sino que se asoció al susodicho como una movida ultra pancista con motivo de la aparición de una tercera banda criminal, la de Imai (Kyû Sazanka), un sujeto que pone en peligro la hegemonía de los dos veteranos y cuya presencia congela su rivalidad histórica. Al margen de todo esto, Muraki, ludópata moderado que solía acostarse con una mujer que fue abusada por su padrastro (Chisako Hara), queda prendido de una señorita misteriosa que identifica en los garitos y adora el placer adrenalínico, la única mujer en un ambiente masculino, Saeko (esa celestial Mariko Kaga), lo que despierta los celos de la amante del sicario y la fascinación de una cuarta pata en este revoltijo romántico, Yoh (Takashi Fujiki), un hongkonés drogadicto que emigró a Japón escapando de una condena por asesinato y que trabaja como guardia en una casa de juegos. Mientras Muraki no pasa de lo platónico con Saeko y ésta prueba la droga y el cuerpo de Yoh, el cual incluso intenta matar al sicario lanzándole un cuchillo en la calle, la amante de Muraki recibe una propuesta de casamiento de un colega de ella, a quien rechaza porque ama con locura al recién salido de la cárcel, y por su parte un jovenzuelo del clan Yasuoka, Jiro (Isao Sasaki), también intenta reventar a nuestro antihéroe en venganza por la ejecución de Kijima, generando que ambos de a poco se hagan amigos hasta que Muraki debe decir adiós ya que se ofrece nuevamente a hacer justicia cuando la gente de Imai se carga a un secuaz de Funada, Tamaki (Kôji Nakahara), así insta a la fémina enamorada a reconstruir su vida y a la otra a presenciar el asesinato.

 

Si los yakuzas posmodernos y del jitsuroku eiga eran hiperquinéticos y por demás caóticos y aquellos del ninkyo eiga hacían gala de diálogos profusos, una violencia algo altisonante, el mentado bushidô y hasta un sustrato caricaturesco por su eterna lucha entre los deseos individuales y lo que se espera de ellos en términos de coraje y obediencia, los gangsters de Flor Seca se acercan al promedio de los adalides de la Nueva Ola Japonesa en función de su monumental laconismo, su carácter aletargado o mundano o meditabundo y esa impronta implacable en cuanto a un canibalismo criminal sin pruritos morales. Los dos triángulos amorosos entre los dos hombres y las dos mujeres dan cuenta de un vagabundeo narcisista, tanto por soledad y aburrimiento como por curiosidad, erotismo y compulsiones varias, y ofician de coyuntura para un retrato de todo aquello que mantiene “vivos” a los personajes, aquí la ludopatía, la velocidad, las drogas, el homicidio y un amor inestable porque siempre una de las partes controla la relación de manera implícita o explícita. Flor Seca, título que hace referencia en simultáneo a los naipes de los garitos y al dejo distinguido pero gélido de Muraki y Saeko, esta última aparentemente una burguesa ricachona, funciona como una pequeña epopeya citadina e hiper estilizada sobre los diletantes del hedonismo sin memoria ni conciencia ni límites sociales, léase el clásico bípedo posmoderno, y sobre esos círculos viciosos que suelen derivar en un punto muerto y/ o en una oportunidad de escape -estados transitorios del relato y del alma- justo antes de retroalimentarse para que todo vuelva a comenzar. Shinoda, hoy abriendo su fase de gloria como lo demuestran Asesinato (Ansatsu, 1964), Espía Samurái (Ibun Sarutobi Sasuke, 1965), Isla del Castigo (Shokei no Shima, 1966), Doble Suicidio (Shinjû: Ten no Amijima, 1969), Silencio (Chinmoku, 1971), Himiko (1974) y Bajo los Cerezos en Flor (Sakura no Mori no Mankai no Shita, 1975), juega de manera magistral con el andamiaje prototípico de las películas de yakuza y hace maravillas con la fotografía hipnótica de Masao Kosugi, la música avant-garde de Yûji Takahashi y Tôru Takemitsu y esa prodigiosa secuencia onírica con una Saeko ya adicta a la heroína…

 

Flor Seca (Kawaita Hana, Japón, 1964)

Dirección: Masahiro Shinoda. Guión: Masahiro Shinoda y Masaru Baba. Elenco: Ryô Ikebe, Mariko Kaga, Takashi Fujiki, Naoki Sugiura, Isao Sasaki, Kôji Nakahara, Chisako Hara, Seiji Miyaguchi, Eijirô Tôno, Kyû Sazanka. Producción: Shigeru Wakatsuki y Masao Shirai. Duración: 96 minutos.

Puntaje: 10