William Wyler, director hoy por hoy en esencia recordado por sus doce nominaciones al Oscar, por su perfeccionismo maniático al punto de rodar muchas veces la misma toma y por la que quizás sea su película más célebre y menos representativa de su carrera, Ben-Hur (1959), épica de aventuras religiosas con el imponderable Charlton Heston, en realidad siempre se abrió camino como un artista heterogéneo, capaz de administrar con maestría géneros muy distintos como el melodrama, la comedia, el western, las faenas familiares y las epopeyas de impronta bélica, y como un realizador tiránico clásico en el sentido de manipular a sus actores para sacar la mejor interpretación posible de ellos, lo que muchas veces implicaba aislarlos, presionarlos o simplemente denigrarlos para bajarles el ego de estrellitas inventadas por Hollywood y obligarlos a adaptarse en serio a las necesidades del papel del momento. Dentro de la larguísima trayectoria de Wyler, devenir que arranca en la década del 20 y termina a comienzos de los años 70, se destaca en especial una serie de thrillers que representan lo mejor de la faceta minimalista de su producción artística, una que se contraponía mucho con respecto al costado exacerbado o pomposo de sus dramones, westerns, propuestas de guerra y convites semejantes, hablamos por supuesto de aquellas recordadas incursiones en el film noir, en concreto la tetralogía de Callejón sin Salida (Dead End, 1937), La Carta (The Letter, 1940), La Antesala del Infierno (Detective Story, 1951) y Horas Desesperadas (The Desperate Hours, 1955), estelarizadas por genios como Humphrey Bogart, Kirk Douglas y Bette Davis, y de sus dos trabajos tardíos en el rubro ya más variopinto pero hermanado del suspenso, léase El Coleccionista (The Collector, 1965) y La Liberación de L.B. Jones (The Liberation of L.B. Jones, 1970), la primera sin duda la primera película mainstream de cautiverio con fines netamente libidinosos, ya sin alusiones a rescates, extorsiones o motivos económicos similares, y la segunda una típica exploración de su época en torno al racismo y los prejuicios de ese sur reaccionario de Estados Unidos.
Los pocos aportes de Wyler al terreno específico del policial, prácticamente al ritmo de un exponente por década, no tienen que ver con el hecho de que se sentía más cómodo en el melodrama o en la comedia, algo desmentido por los thrillers en sí y su excelente calidad, sino con la polémica que en algunas ocasiones acompañaba al film noir en el plano social, a raíz de su criminalidad inherente y la violencia y sensualidad envilecida de las tramas, todo gracias a las condenas de parte de los sectores más regresivos de la comunidad de entonces y/ o de los payasos del Código Hays o sistema de autocensura del aparato hollywoodense, en funcionamiento entre 1934 y 1967. Dejando de lado a la tetralogía de los comienzos, por cierto muy pegada a las representaciones en pantalla de la corrupción y el auge gansteril de la Gran Depresión, la Ley Seca y sus corolarios, y a La Liberación de L.B. Jones, último trabajo como realizador de Wyler y una odisea loable que de todas maneras perdía fuerza discursiva porque analizaba bastante tarde aquel tópico otrora candente del encuentro entre blancos y negros ya sin relaciones de subordinación, pensemos en lo hecho al respecto por Sidney Poitier desde Fuga en Cadenas (The Defiant Ones, 1958), de Stanley Kramer, La Escuela del Odio (Pressure Point, 1962), propuesta de Hubert Cornfield, y Cuando Sólo el Corazón ve (A Patch of Blue, 1965), de Guy Green, hasta Adivina Quién Viene a Cenar (Guess Who’s Coming to Dinner, 1967), también de Kramer, Al Maestro, con Cariño (To Sir, with Love, 1967), de James Clavell, y Al Calor de la Noche (In the Heat of the Night, 1967), de Norman Jewison, es El Coleccionista la película más cercana al horror que haya entregado el legendario director alemán nacionalizado estadounidense, un claro producto del relajamiento de la censura durante los 60 y la revolución macabra de Psicosis (Psycho, 1960), éxito monumental de Alfred Hitchcock, y Peeping Tom (1960), fracaso rotundo en taquilla de Michael Powell que hundiría su carrera aunque desencadenando a posteriori una gran estela de imitaciones que retomarían el motivo del asesino en serie torturado y cruel.
Basado en la novela del mismo nombre de 1963 del inglés John Fowles, su primer trabajo publicado, señor que asimismo inspiraría la fallida El Mago (The Magus, 1968), de Green, y la maravillosa La Amante del Teniente Francés (The French Lieutenant’s Woman, 1981), de Karel Reisz, el guión de John Kohn y Stanley Mann -con reescrituras no acreditadas del querido Terry Southern- gira alrededor del veinteañero del título, Freddie Clegg (Terence Stamp), un entomólogo amateur que colecciona mariposas y ex empleado bancario que era sometido a burlas por sus compañeros debido a su carácter huraño y esa curiosa fascinación con los insectos, panorama que cambia cuando la simpática Tía Annie (Mona Washbourne) le comunica que ganó 71 mil libras en la quiniela. El joven, oriundo del pueblo de Reading, compra con el dinero una casona cuasi bucólica en las afueras de Londres y la refacciona poniendo especial énfasis en un sótano adyacente en donde tiene planeado alojar a una tal Miranda Grey (Samantha Eggar), estudiante de arte de la que está enamorado en secreto porque solía viajar con ella en el mismo ómnibus en Reading, señorita que recibió una beca para estudiar en la capital y viene de una relación fallida con un pintor de mayor edad. La trama es inexistente porque lo que tenemos es una premisa, precisamente el rapto de Grey en vía pública con cloroformo y su aislamiento durante un supuesto mes para que ambos “se conozcan” y ella “se enamore” de él, y una retahíla de variaciones del recurso retórico doble de la convivencia accidentada y los reglamentarios intentos de escape o pedido de auxilio, primero por una apendicitis mentirosa y después con motivo de bañarse en la casa en sí, la visita de un vecino metiche, el Coronel Whitman (Maurice Dallimore), el envío de una carta a sus padres, el hipotético casamiento entre ambos, un episodio algo trasnochado de seducción y hasta la aparición de una enfermedad real cuando ella contrae neumonía luego de golpearlo en la cabeza con una pala debajo de la lluvia y de romper por accidente una estufa eléctrica que calentaba ese gélido y húmedo sótano homologado a un calabozo.
A diferencia de tantas películas posteriores de asesinos en serie, casi todas centradas en un lunático veterano, El Coleccionista por un lado indaga en los primeros pasos del personaje titular, ese que empareja la idiosincrasia mortuoria de sus arreglos artísticos de mariposas disecadas con el hecho de tener a Miranda a su entera disposición cual objeto del deseo en cautiverio, y por el otro lado le esquiva al “final feliz” y a los clichés del sádico adepto a infligir martirio, el violador que prefiere una esclava sexual, el criminal común y corriente orientado al chantaje para obtener unos billetitos e incluso el psicópata tradicional que trata a su víctima como una más dentro de una larga cadena de presas, algo que llegaría a mutar en estereotipo con Psicosis y Peeping Tom pero también de la mano del ascenso y declive del slasher en los 70 y 80 y la influencia adicional de obras concretas como Harry, el Sucio (Dirty Harry, 1971), de Don Siegel, Halloween (1978), de John Carpenter, El Silencio de los Inocentes (The Silence of the Lambs, 1991), de Jonathan Demme, y Pecados Capitales (Seven, 1995), de David Fincher. Clegg, quien nunca manosea a Grey y vive proclamando cuánto la respeta, atraviesa a escala conceptual el clásico desarrollo masculino que va desde el idealismo de la juventud, cuando el fetichismo para con determinada hembra sobrepasa la limitada sabiduría, hacia el cinismo de la adultez, cuando ya se toma conciencia de que vagina, culo y tetas tienen todas y que la identidad de la mayoría de las mujeres, al igual que su homóloga de los varones, es intercambiable porque todos adoran gritar sus caprichos aunque observándolos de cerca salta a la luz lo mucho que se parecen y el pragmatismo/ orgullo/ egoísmo al que suelen recurrir para sobrevivir, algo en pantalla simbolizado en los diversos intentos de huida de una Miranda bella y presuntuosa implícita que es incluso más insoportable que el paranoico de Freddie porque su sustrato burgués, ese que la lleva a no querer tranzar con los pedidos del chiflado y a continuar enajenándoselo sin freno mediante su resistencia, termina llevándola a la muerte al no comprender el quid lumpen del captor.
Wyler, fiel a su costumbre, torturó a los exquisitos Stamp y Eggar, esta última por aquellos años una actriz televisiva con poca experiencia en cine, más allá de participaciones en obras de Alexander Singer, Robert Lynn y el prolífico Ralph Thomas, y el primero asimismo con un reducido derrotero a cuestas que incluía un par de trabajos para Peter Glenville y Peter Ustinov en su modalidad de director, constituyendo de hecho El Coleccionista el verdadero despegue de su trayectoria porque justo luego comenzaría esa gloriosa seguidilla de los 60 mediante Modesty Blaise (1966), de Joseph Losey, Lejos del Mundanal Ruido (Far from the Madding Crowd, 1967), de John Schlesinger, Pobre Vaca (Poor Cow, 1967), del gran Ken Loach, el cortometraje Toby Dammit, de Federico Fellini, perteneciente a Historias Extraordinarias (Histoires Extraordinaires, 1968), antología basada en cuentos de Edgar Allan Poe y codirigida con Louis Malle y Roger Vadim, Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini, y La Mente del Sr. Soames (The Mind of Mr. Soames, 1970), de Alan Cooke. La heterogeneidad de siempre del cineasta queda de manifiesto no sólo cuando se piensa que el opus que nos ocupa fue realizado después de Ben-Hur y La Mentira Infame (The Children’s Hour, 1961) y antes de Cómo Robar un Millón de Dólares (How to Steal a Million, 1966) y Funny Girl (1968), films muy divergentes, sino también en la misma estructura dramática de la película, por momentos pasando por un relato de amor histérico y ultra enfermo, en otros instantes como un cuento de hadas para espectadores adorablemente perversos y en ocasiones como un ensayo del absurdo existencial que opone las perspectivas infantiles y adultas, masculinas y femeninas, burguesas y proletarias, legitimadas y marginales y desde ya las correspondientes al amo y el vasallo, pensemos en la escena de ella defendiendo a Pablo Picasso y El Guardián entre el Centeno (The Catcher in the Rye, 1951), la novela de J.D. Salinger, ejemplo de esta incompatibilidad que deshace la ilusión del cariño intolerante que encierra al prójimo y se dispone a repetir la práctica con otros sujetos de allí en más…
El Coleccionista (The Collector, Reino Unido/ Estados Unidos, 1965)
Dirección: William Wyler. Guión: Stanley Mann, John Kohn y Terry Southern. Elenco: Terence Stamp, Samantha Eggar, Mona Washbourne, Maurice Dallimore, Kenneth More, Allyson Ames, Gordon Barclay, William Beckley, David Haviland, Edina Ronay. Producción: John Kohn y Jud Kinberg. Duración: 119 minutos.